Capítulo 10

Demelza comenzaba a sentirse como un domador de leones que ha ejecutado varios números con sus pupilos, y advierte que comienzan a descontrolarse. No sabía si era mejor afirmar bruscamente su autoridad o huir a un lugar seguro. Podía manejar muy bien a los leones más pequeños: es decir, a hombres como Whitworth, William Hick y Saint John Peter. Pero las grandes bestias, como John Treneglos, y los viejos leones, como sir Hugh Bodrugan, eran diferentes. Las sucesivas copas de oporto habían sumado coraje al ingenio natural; pero había un límite a sus recursos, y Demelza se alegraba de que todo ocurriera en un lugar público, donde no podían pelearse más francamente por ella. Si ella hubiese sido el tipo de mujer que transpiraba, pues habría transpirado mucho.

Un momento antes el alférez Carruthers, a quien Joan Pascoe había presentado, había venido a engrosar el número de pretendientes. Un joven llamado Robert Bodrugan también se había acercado, pero su hirsuto tío lo había despachado prontamente. La pelota de la conversación volaba constantemente hacia ella, que a su vez la devolvía en cualquier dirección sin mirar mucho dónde caía. Los hombres reían de casi todo lo que ella decía, como si Demelza hubiese sido una persona de notable ingenio. En cierto modo el asunto era muy grato; pero le habría gustado que todo comenzara en proporciones más reducidas. Y de tanto en tanto, Demelza estiraba el cuello para mirar sobre el hombro de alguien, buscando a Ross.

En una de esas ocasiones vio a Verity, que volvía a entrar en el salón por la puerta principal. Por la expresión de los ojos comprendió instantáneamente que algo andaba muy mal.

Después de unos momentos, Verity aminoró el paso, y se perdió detrás de los bailarines que formaban para iniciar una gavota. Demelza también se puso de pie.

—No, no —dijo a varios hombres, y comenzó a pasar entre ellos. Los hombres se apartaron respetuosamente, y ella se encontró liberada del grupo. Miró alrededor.

—Vamos, niña —dijo sir Hugh a su espalda, pero ella continuó caminando sin contestarle. Verity se había vuelto, y se alejaba rápidamente de ella, en dirección al cuarto de vestir de las damas. Demelza la siguió, bordeando el salón con un paso desusadamente largo, y con una confianza que le hubiera parecido inconcebible una hora antes.

Cuando ya estaba cerca de su amiga advirtió que en su camino se interponían Paciencia Teague y su hermana Ruth Treneglos que estaban acompañadas por otras dos damas.

—Señora Demelza —dijo Paciencia— permítame presentarle a dos amigas que desean conocerla. Lady Whitworth y la honorable señora María Agar. Esta es la señora Poldark.

—Mucho gusto —dijo Demelza, que atinó a mirar cautelosamente a Ruth, al mismo tiempo que hacía una reverencia a las damas, tal como le había enseñado la señora Kemp. La alta lady Whitworth le desagradó instantáneamente; en cambio, simpatizó con la pequeña señora Agar.

—Querida mía —dijo lady Whitworth—, hemos admirado su vestido desde que comenzó la reunión. Muy notable. Creíamos que venía de Londres, y la señora Treneglos nos aseguró que no era así.

—No es el vestido —dijo la señora Agar—. Es el modo de usarlo.

—Oh, gracias, señora —dijo cálidamente Demelza—. Gracias, señora. Su elogio me satisface profundamente. Usted es muy amable. Sumamente amable. Y ahora, si me perdonan, tengo mucha necesidad de encontrar a mi prima. Si ustedes…

—A propósito, querida, ¿cómo está su padre? —pregunto Ruth, con una risita—. Desde el bautismo no lo hemos visto.

—No, señora —dijo Demelza—. Lo siento mucho, señora, pero mi padre es muy puntilloso acerca de las personas con quienes se relaciona.

Se inclinó ante las damas y siguió su camino. Un momento después entró en la sala de vestir.

En la pequeña habitación había dos doncellas y tres damas, y pilas de capas y abrigos. Verity estaba de pie frente a un espejo pero no lo miraba; en cambio, tenía los ojos fijos en la mesa que estaba frente a ella, y hacía algo con las manos.

Demelza fue directamente hacia Verity. Verity estaba desgarrando su pañuelo de encaje.

—Verity. ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Verity movió la cabeza, pero no pudo hablar. Demelza miró alrededor. Las mujeres que estaban allí no habían advertido nada. Comenzó a hablar de lo primero que le vino a la mente, y mientras tanto veía que a Verity le temblaban los labios, y luego se aquietaban, y volvían a temblar. Una de las damas salió. Después la otra. Demelza acercó una silla y obligó a Verity a sentarse.

—Ahora —murmuró—, dime. ¿Qué pasa? ¿Se encontraron? Temí que ocurriese.

Verity movió de nuevo la cabeza. Sus cabellos, ásperos y rebeldes, estaban despeinándose, como si reflejaran la angustia que la dominaba. Tres mujeres entraron charlando, y Demelza se puso rápidamente de pie detrás de la silla de Verity y dijo:

—Te peinaré. El baile aflojó los alfileres. Quédate quieta, y en un momento lo arreglaremos. ¡Qué calor hace aquí! Tengo la mano dolorida de tanto abanicarme.

Continuó hablando, y retirando alfileres y volviendo a ponerlos, y una o dos veces, cuando la cabeza de Verity comenzó a temblar, Demelza aplicó los dedos, frescos y firmes gracias al oporto, sobre la frente de su prima, y los dejó allí hasta que el espasmo pasó.

—No podré soportar otra vez lo mismo —dijo de pronto Verity, en voz baja—. No, otra vez lo mismo, no. Sabía que podía ocurrir, pero ahora no logro afrontarlo. No… no consigo afrontarlo.

—Y, ¿por qué tienes que hacerlo? —preguntó Demelza—. Cuéntame lo ocurrido.

—Se encontraron… cuando él salía. En la escalera. Yo sabía que esta noche no era el momento oportuno. Esperaba una oportunidad, pero Francis está de mal humor desde hace semanas. Tuvieron otra disputa terrible. Andrew trató de mostrarse conciliador, pero no había modo de razonar con él. Golpeó a Andrew. Temí que Andrew lo matara. En cambio, se limitó a mirar a Francis… e ignoro por qué, pero tuve la sensación de que en cierto modo también a mí me despreciaba…

—Oh, tonterías…

—Sí —dijo Verity—. Lo sentí. Porque no estaba dispuesta a hacer un sacrificio, porque deseaba conservar el afecto de Francis tanto como el de Andrew, y temí hablar con Francis. Si se hubiera dicho antes, esto jamás habría ocurrido… por lo menos no hubiera sido así. He temido afrontar la situación. Me mostré… tímida. Creo que es la única debilidad que Andrew no puede tolerar…

—Estás equivocada, Verity. Nada importa si sentís verdadero amor el uno por el otro…

—… Y se alejó. Sin dirigirme una mirada ni decirme una palabra. Fue peor que la vez anterior. Y ahora sé que jamás volveré a verlo…

En la sala de juego, Ross había perdido veinte guineas en otros tantos minutos, y Francis casi la misma suma en la mitad de tiempo. Después de su paseo, Francis había regresado a la sala con el rostro ceniciento de cólera.

Sin hablar, se había sentado a la mesa de faraón, y nadie le había dicho palabra; pero las expresiones de los dos primos ensombrecían la atmósfera. Incluso el banquero, un hombre llamado Page, parecía incómodo; y poco después Margaret Cartland bostezó y se puso de pie, al mismo tiempo que guardaba en su bolso algunas monedas de oro.

—Vamos, Luke, ya estuvimos demasiado tiempo aquí. Demos un paseo por el salón de baile antes de que se reanude la danza.

Su nuevo amante se puso de pie, obediente; miró inquieto a Francis, pero este no hizo caso de la pareja, y ellos salieron.

En la puerta, la mano apoyada posesivamente en el brazo de Vosper, Margaret examinó la escena. Había concluido una danza, y los grupos formales se habían dividido en núcleos que a su vez se dispersaron gradualmente, a medida que la gente se dirigía a la sala donde se servían refrescos, o a diferentes rincones bajo los helechos.

—Estas danzas melindrosas me aburren mucho —dijo ella—. Tantos gestos y cabriolas sin ningún resultado.

—Prefieres que tus movimientos produzcan algo —dijo Vosper—. Me alegro de saberlo.

—Oh, muchacho perverso —dijo ella—. Recuerda dónde estamos. Oh, demonios, creo que es el intervalo.

—Bien, no importa, querida, puedo usar mis codos como el mejor.

Margaret continuó paseando los ojos sobre la concurrencia. Había un grupo que no se dispersaba. Estaba formado sobre todo por hombres, pero en medio de ellos alcanzaba a verse a una mujer, o quizás eran varias. Poco después el grupo, como un enjambre de abejas, comenzó a avanzar hacia unas pocas sillas vacías, y las ocupó; y luego un sector de los zánganos se alejó en busca de comida y bebida. Ahora, Margaret pudo ver que allí estaban dos mujeres, una de rostro amable pero expresión triste, que tendría unos treinta años, y una sorprendente joven que exhibía una masa de cabellos oscuros y hombros bien formados, que estaba ataviada con un vestido reluciente de adornos carmesíes.

—Querida, descansa en la sala de juego —dijo Vosper—. Te llevaré algo.

—No, no te apresures. Dime, ¿quién es esa joven de allí? La de vestido plateado y el mentón levantado. ¿Pertenece a este distrito?

Vosper elevó sus impertinentes.

—No tengo la menor idea. Tiene una bella figura. Hum, por cierto que es muy hermosa. Bien, iré a traerte algunas tortas de jalea.

Cuando Vosper se alejó, Margaret detuvo a un hombre a quien conocía y se enteró de la identidad de las dos mujeres. Una leve sonrisa de sorpresa jugueteó en sus labios. La esposa de Ross. Y él jugando faraón con un rostro acre y colérico, mientras ella galanteaba con media docena de hombres y no le prestaba atención. Margaret se volvió y miró a Ross, que estaba apostando dinero a una carta. De este lado no podía vérsele la cicatriz.

No lamentaba que ese matrimonio fuese un fracaso. Le hubiera gustado saber si Ross tenía dinero. Ella sabía que el joven exhibía todo el desprecio del aristócrata por las pequeñas sumas; pero lo que importaba era la renta, no el cambio menudo. Lo recordaba de aquella vez, cinco años antes, en la choza junto al río, y se preguntaba si tendría alguna posibilidad de consolarlo nuevamente.

Luke Vosper regresó, pero Margaret se negó a entrar nuevamente en la sala de juego; prefería permanecer en la puerta y contemplar la escena. Unos diez minutos después, el banquero extrajo los dos últimos naipes, y Ross vio que esta vez había ganado. Mientras recogía la apuesta, advirtió que Margaret Cartland estaba de pie junto a él.

—Señor mío, usted ha olvidado que tiene esposa, ¿no es así?

Ross la miró.

Tenía muy abiertos los ojos grandes.

—Le aseguro que no bromeo. Está provocando una verdadera sensación. Si no me cree, venga a ver.

—¿Qué quiere decir?

—Exactamente lo que digo. Tómelo o déjelo.

Ross se puso de pie y se acercó a la puerta. Si había pensado en Demelza durante la última hora, lo había hecho imaginándola como acompañante de Verity. Jamás se le hubiera ocurrido pensar en Verity como acompañante de Demelza.

La primera danza después del intervalo debía comenzar poco más tarde. La banda había regresado a su plataforma, y afinaba los instrumentos. Después del silencio de la sala de juego, se encontró en un ambiente de charla y risas. Miró alrededor consciente de que tanto Margaret como Vosper lo observaban.

—Allí, señor —dijo Margaret—. Allí, con todos esos hombres. Al menos me dijeron que era su esposa, pero quizá me informaron mal, ¿no?

La pieza siguiente era otra gavota, menos majestuosa y severa que el minué; gozaba de general favor, de modo que la mayoría de la gente se preparó para participar.

La competencia por el favor de Demelza todavía era intensa. Durante el intervalo, y para variar, fortificada por un poco de clarete francés, Demelza había desplegado todo su talento en la conversación para entretener a Verity, que en silencio estaba sentada en la silla contigua.

En realidad, por culpa de la propia Demelza, las disputas ahora se habían agravado; pues entre la necesidad de atender a Verity y su ansiedad por Ross, no había puesto cuidado en lo que decía, y por lo menos tres hombres creían que ella les había prometido esa pieza. Su enfurecida esposa había apartado un momento a John Treneglos; pero sir Hugh Bodrugan era uno de los tres, y a Demelza le pareció que a fuerza de energía y apelando al derecho de la edad trataba de apartarla de Whitworth, que intentaba aprovechar la ventaja de su investidura frente a los reniegos de sir Hugh; el tercero era el alférez Carruthers, que transpiraba abundantemente, pero se atenía a la tradición de la marina y no arriaba la bandera.

Primero discutieron con ella, después entre sí, y luego volvieron a apelar a ella, mientras William Hick agravaba el caso con sus observaciones. Demelza, agobiada, movía su copa y decía que bien podían tirar una moneda para decidir quién ganaba. La idea pareció muy apropiada a Carruthers, aunque él prefería los dados, pero sir Hugh se encolerizó, y dijo que no pensaba apostar por ninguna mujer en un salón de baile. De todos modos, no estaba dispuesto a renunciar a la mujer. Demelza sugirió que bailase con Verity.

—Oh, Demelza —dijo Verity, y sir Hugh se inclinó ante ella y dijo que agradecía la idea, ciertamente otra pieza, después.

En ese momento, la silueta de un hombre alto se perfiló detrás del grupo, y Demelza pensó con desaliento que era un cuarto pretendiente. Entonces levantó la cabeza, y vio que en efecto eso era.

—Perdóneme, señor —dijo Ross, abriéndose paso—. Perdóneme señor. Perdóneme, señor. —Llegó al borde del círculo y se inclinó apenas, con cierta frialdad, hacia Demelza—. Querida, vine a ver si me necesitabas.

Demelza se puso de pie.

—Sabía que había prometido a alguien esta pieza —dijo.

La salida fue festejada con una risa general, de la cual no participó sir Hugh. Había estado bebiendo toda la noche, y al principio no reconoció a Ross, a quien veía rara vez.

—No, señor. No, señor; esto es injusto, ¡por Dios! Me prometieron la pieza. Le digo que me la prometieron. Le digo que me la prometieron. ¡No lo toleraré! ¡No estoy acostumbrado a que se dude de mi palabra!

Ross lo miró; examinó los volantes de seda de la camisa, manchada con gotas de vino, y el rostro ancho y grueso, el vello formando mechones en las fosas nasales y las orejas, la peluca negra y rizada que cubría buena parte de la frente, la chaqueta color púrpura oscuro, el chaleco bordado de seda roja y los pantalones de seda. Lo miró de arriba abajo, porque lo mismo que otros, sir Hugh había tenido que ver con la muerte de Jim. El hecho de que había estado bailando con Demelza constituía una afrenta.

—¿Prometiste esta pieza? —preguntó Ross a Demelza.

Demelza miró los ojos fríos de su marido tratando de hallar comprensión, pero no la encontró. Experimentó un sentimiento de profunda amargura.

—Sí —dijo—. Quizá la prometí a sir Hugh. Venga, sir Hugh. Apenas sé cómo se baila la gavota. En eso no soy buena, pero usted puede enseñarme. Fue un excelente maestro en la última contradanza.

Se volvió, y habría ido con el baronet Bodrugan para reunirse con el resto, que ya estaba formado. Pero de pronto Ross le aferró la mano.

—De todos modos, bailaré esta pieza por derecho propio, así que tendrás que decepcionar a todos tus amigos.

Ahora sir Hugh lo había reconocido. Abrió la boca para Protestar.

—¡Condenación! Es demasiado tarde para mostrar tan vivo interés…

Pero Ross ya se había alejado, y Demelza, furiosa y profundamente ofendida, lo acompañaba.

Se inclinaron uno frente al otro cuando comenzó la música. En el baile no formaban buena pareja.

—Quizá —dijo Demelza, todo el cuerpo temblándole—, quizá debería haber solicitado que nos presentasen, porque hace tanto tiempo que no nos vemos.

—No dudo de que te consolaron bien durante mi ausencia

—No te preocupaste de venir a ver si me consolaban o no.

—Parece que no fui bien recibido cuando vine.

—Bien, no todos son tan descorteses y olvidadizos como tú.

—En estos lugares siempre puede recogerse una colección de vagabundos. Siempre hay individuos ansiosos de que los alientes.

Demelza dijo con triunfante actitud:

—No, Ross, en eso te equivocas. ¡Y eres injusto con ellos! Uno es baronet y vive en la mansión Werry. Me ha invitado a beber té y a jugar a los naipes. Otro es un clérigo que ha viajado por todo el continente. Y el tercero es oficial de la marina. Uno incluso es tu pariente. Oh, no, Ross, ¡no puedes decir tal cosa!

—Puedo y lo hago. —Estaba tan furioso como ella—. Uno es un viejo depravado y lascivo cuyo nombre no puede mencionarse en círculos decentes. Otro es un pedante vanidoso que traerá descrédito a la Iglesia. Y el tercero es un joven marino en busca de aventuras. Acuden a ver qué encuentran, como todos los de su clase. Me extraña que sus cumplidos no te provoquen náuseas.

«No lloraré —se decía Demelza—, no lloraré. No lloraré».

Volvieron a hacerse una reverencia.

—A todos los detesto —dijo Ross con una nota levemente menos personal—. Esta gente y su estupidez. Mira los vientres hinchados y las narices goteantes, y las papadas temblorosas y los ojos abolsados. Comen demasiado, se emperifollan, beben y se pintan en exceso. No puedo comprender que te complazca esa compañía. No es de extrañar que Swift escribiera esas cosas acerca de ellos. ¡Si esta es mi gente, me avergüenza pertenecer a su clase!

Se separaron, y cuando volvieron a reunirse Demelza replico bruscamente:

—¡Pues bien, si crees que todos los estúpidos y los gordos y los feos son de tu clase, cometes un grandísimo error! Porque Jim tuvo mala suerte y murió, y porque él y Jinny eran buenos, pareces creer que todos los pobres son tan buenos y amables como ellos. Y bien, estás completamente equivocado, y puedo decírtelo porque lo sé. He vivido con ellos, que es más de lo que tú harás nunca. Hay buenos y malos en todas las clases y condiciones, y no arreglarás el mundo pensando que todos los que están aquí son culpables de la muerte de Jim…

—Sí, lo son, por su egoísmo y su pereza…

—Y tampoco arreglarás el mundo bebiendo brandy toda la noche y jugando, y dejándome que me arregle sola en mi primer baile, y después viniendo con aire prepotente y mostrándote grosero con quienes trataron de atenderme…

—Si te comportas así, no asistirás a otro baile.

Ella lo miró a los ojos.

—¡Si te comportas así, no querré venir!

Advirtieron que ambos habían dejado de bailar. Estaban impidiendo la danza de las restantes parejas.

El se pasó una mano sobre el rostro.

—Demelza —dijo—, los dos hemos bebido demasiado.

—Señor, ¿quiere tener la bondad de dar paso? —dijo una voz detrás.

—No quiero disputar —dijo Demelza con voz clara—. Nunca he querido. Bien lo sabes. No puedes pretender que sienta por Jim lo mismo que tú. Apenas lo conocía y no fui a Launceston. Quizás esto es perfectamente usual para ti, pero es la primera vez que afronto una situación así. Me sentiría feliz si tú pudieras serlo.

—Al demonio con la celebración —dijo él—. Nunca debimos venir.

—Por favor, apártese, señor —dijo otra voz exasperada—. Si desea conversar, hágalo en otro sitio.

—Hablo donde me place —dijo Ross, y dirigió una mirada al hombre. Este desvió los ojos y se apartó con su compañera.

Demelza dijo en voz baja:

—Vamos, Ross, baila, muéstrame. Un paso así, ¿verdad?, y después así. Nunca supe bailar bien la gavota, pero es bonita y animada. Vamos, querido, aún no estamos muertos, y siempre hay un mañana. Bailemos juntos antes de que vengan tiempos peores.