En la sala de juego la tormenta se cernía rápidamente.
Había cuatro mesas ocupadas: Una de faraón, otra de basset y dos de whist. Siempre que podía, Francis jugaba faraón, pero la primera persona a quien él vio entrar fue Margaret Cartland, sentada a la mesa de faraón con su nuevo amigo, un hombre llamado Vosper. La mujer se volvió y movió la mano con irónico buen humor, pero Francis se inclinó e inmediatamente se acercó a una mesa de whist vacía, sin hacer caso de los cuatro asientos que Sansón había reservado para ellos. Ross, a quien tanto daba una como la otra, y que parecía completamente abstraído, lo siguió. Se sentaron uno frente al otro, y Sansón ocupó una de las sillas restantes. Pero George Warleggan estaba conversando con un hombre vestido de negro, al lado de la puerta, y poco después se acercó y dijo que como varios caballeros estaban allí antes que él, se retiraba en favor de uno de ellos. Por supuesto, todos conocían al doctor Halse.
En casa de los Warleggan, Ross había evitado al individuo. Puesto que estaba allí en la condición de invitado, no había querido provocar incidentes; pero con el horror de Launceston fresco en la memoria, la visión de ese clérigo, mezcla de erudito y magistrado, el hombre que había sido el principal responsable de la sentencia impuesta a Jim, fue como echar sal en una herida abierta.
Cuando el doctor Halse vio quién estaba sentado a la mesa, vaciló un momento, pero al fin se levantó y ocupó el asiento frente al molinero. Ross no habló.
—Bien —dijo Francis con impaciencia—, ahora que estamos todos, ¿cuáles son las apuestas?
—Una guinea —propuso Sansón—. De lo contrario, hay muy poco movimiento. ¿Están de acuerdo todos, señores?
—Es más de lo que acostumbro apostar —dijo el doctor Halse, aspirando el aroma de su pañuelo—. Tanto riesgo confiere excesiva seriedad al juego. No es bueno que nuestros placeres sean tan gravosos.
—Quizás usted prefiera jugar en otra mesa —dijo Ross.
No era el tono más apropiado para el altivo doctor.
—No —dijo con voz casual—. No pienso irme. Llegué primero, y pienso permanecer aquí.
—Oh, no discutamos —dijo Francis—. Apostemos media guinea y comencemos.
Polly Choake se asomó a la sala de juego y se retiró.
—¿Qué les pasa a los primos Poldark? —murmuró al oído de la señora Teague—. Entran en el Salón de la Alcaldía como dos tigres en busca de la presa, sin mirar a derecha ni a izquierda y después se dedican a jugar incluso antes de que el virrey haya pronunciado su discurso. Y están jugando, y dirigiendo miradas feroces a todo el mundo, como si el Demonio los persiguiera.
Los párpados de la señora Teague se entrecerraron con aire de complicidad.
—Pero, querida, ¿no sabes lo de Francis? Esa mujer lo despidió. Y después de todo el dinero que gastó en ella. Y en cuanto a Ross, bien, ¿qué podía esperarse? Seguramente en el fondo de su alma lamenta haberse casado con esa mujerzuela que ahora está dando un verdadero espectáculo. No me sorprendería en lo más mínimo que se dedicara a la bebida.
Polly Choake paseó la vista por la habitación. No había observado que Demelza tuviese actitudes exhibicionistas, pero acogió de buen grado la opinión e instantáneamente la apoyó.
—Me parece perverso el modo en que ciertas casadas se comportan. Tratan de imponerse a todos. Y por supuesto, los hombres las alientan. Felizmente, el doctor está por encima de esa clase de conducta.
—… ¿Quién es la joven que baila con su hijo, lady Whitworth? —preguntó la honorable señora María Agar, apuntando con sus impertinentes.
—No lo sé con seguridad. No he tenido aún el honor de serle presentada.
—Es bella, ¿no le parece? Un tanto… ¿cómo diría?… diferente. ¿Vendrá de Londres?
—Es muy posible. William tiene muchos amigos allí.
—He observado que también baila de un modo un tanto distinto; más… ¿cómo decirlo?… con movimientos más ágiles, será un nuevo estilo.
—Sin duda. Dicen que en Bath uno debe tomar constantemente lecciones para conocer los nuevos pasos de baile.
—Me gustaría saber con quién está, con qué grupo vino.
—No tengo la menor idea —dijo lady Whitworth, pese a que sabía perfectamente que se trataba de los Warleggan; se retenía Hasta saber qué terreno pisaba.
La segunda danza llegó a su fin. Demelza miró alrededor, buscando a Ross, pero sólo vio a otros hombres. Eran tantos los que le pedían la tercera pieza, que pensó que debía haber gran escasez de mujeres. El deseo se impuso a los buenos modales, y dijo que tenía un poco de sed; y casi inmediatamente apareció un embarazoso número de copas. Con gesto un tanto puntilloso, eligió el oporto, y prometió la tercera pieza a cierto William Hick. Sólo cuando la banda atacó los primeros compases, comprendió que era la primera contradanza; y John Treneglos, con sus cabellos color arena y su rostro tosco, vino a reclamarla. Hubo un áspero cambio de palabras entre él y William Hick, y pareció que Treneglos estaba dispuesto a golpear a su antagonista.
—Vaya, vaya —dijo Demelza, mientras caminaba llevada por John—, cómo se pelea por cosas tan menudas. Nunca creí que hubiera aquí tantos hombres agresivos.
—Gallito joven —murmuró Treneglos—. Joven fanfarrón.
—¿Quién, yo? —preguntó ella.
—No, capullo. Por supuesto que usted no. Me refiero al joven Hick. Esos petimetres de la ciudad creen que pueden pisotear a todo el mundo. Pues ahora descubrió que se ha equivocado. Y volverá a comprobarlo si se mete de nuevo en mi establo.
—Vaya, no me gusta cómo suena eso. ¿Incluso en un baile debemos pensar en establos? ¿Por qué no en perreras? De ese modo, podrá aplicar a las mujeres el nombre que piensa realmente.
El mal humor de Treneglos se disipó y lanzó una risotada estridente; mucha gente se volvió para mirar. Ruth Treneglos, que bailaba cerca con el doctor Choake, le dirigió una mirada venenosa.
—No, pequeña, hago excepciones incluso a esa regla, aunque confieso que a muchas les vendría bien.
—Y, ¿dónde pone los capullos? —preguntó Demelza—. ¿Los cultiva en su jardín, o los clava sobre hojas de papel, como si fueran mariposas?
—Los aprecio y alimento. Cerca de mi pecho, querida joven. De mi pecho.
Demelza suspiró. El efecto del oporto estaba disipándose.
—Qué incómodo para los capullos.
—Todavía ninguna se ha quejado. Ya conoce el viejo dicho: «Sarna con gusto, no pica». —Volvió a reírse.
—No me parece —dijo ella—, que sea prudente aplicar este refrán.
—Quizás así piensan en Illuggan, pero en Mingoose somos más audaces.
—No vivo en ninguno de los dos lugares. Vivo en Nampara donde tenemos nuestras propias formas y costumbres.
—Y, ¿en qué consisten?
—Oh —dijo ella—, puede aprendérselas tan sólo con un poco de experiencia.
—Ah —dijo John Treneglos—. Bien, anhelo esa experiencia. ¿Me enseñará?
Ella enarcó el ceño.
—En realidad, no me atrevería. Me dicen que usted es demasiado bueno en los juegos.
Verity y Blamey se habían sentado en la sala de los refrescos.
Andrew dijo:
—Nada se opone a nuestros planes. Unos pocos no olvidarán, porque se aferran a viejos recuerdos. Pero eso carece de importancia comparado con los muchos que han olvidado o nunca supieron. Ya no hay motivo para que persista la amargura entre nosotros. Sólo tienes que dar este paso. Tengo una buena vivienda, media casa, en el centro de Falmouth, un lugar muy cómodo y agradable. Podemos instalarnos allí hasta que encontremos algo mejor. Hace cinco años quizá no, pero ahora puedo permitirme los lujos que necesitas y deseas…
—Andrew, no necesito lujos. Me habría casado antes contigo, y de buena gana hubiera trabajado y vivido en un pequeño cottage. Eso no pudo ser. Me habría sentido feliz y orgullosa de compartir tu vida. Yo… siempre pensé que podía crear un hogar para ti… algo que antes no tuviste. Todavía lo deseo…
—Querida, eso es lo que deseaba oír.
—Sí, pero déjame terminar. No se trata de lujos… ni de la buena voluntad de la gente, si no tengo dinero. Se trata de la paz espiritual. La vez anterior nuestro vínculo se frustró por la oposición de mi familia, la de mi padre y la de Francis. Quizá puedas excusarlos; quizá no. Bien, mi padre ha muerto. No es grato sentir que contravendré sus opiniones más firmes… que desobedeceré sus deseos más explícitos. Pero lo haría… creo que eso puedo soportarlo. Siento que… ahora comprendería y me perdonaría. Pero no así en el caso de Francis.
—Por eso deseo verlo.
—Pero no esta noche, Andrew. Querido mío, sé lo que sientes, pero trata de ser paciente. Francis es dos años menor que yo. Yo lo recuerdo desde que apenas caminaba. Mamá murió cuando yo tenía catorce años y él doce. En cierto modo, he sido más que una hermana para él. Lo han malcriado toda su vida. Sus estados de ánimo a menudo me irritan, pero lo amo… incluso por sus defectos. Es tan obstinado, temerario e impulsivo, y… a pesar de todo, merecedor de mi afecto. Conozco bien su extraño sentido del humor, que casi siempre le permite reírse de sí mismo; su generosidad, que lo hace capaz de dar un dinero que necesita mucho; su coraje, cuando más se lo requiere. En todo eso se parece mucho a mi madre. Lo he observado todos estos años. Por eso, y te ruego lo entiendas, deseo que consienta en nuestro matrimonio. No quiero pelearme con él, y que nos separemos como consecuencia de una disputa enconada. Sobre todo ahora, en que otras cosas lo han golpeado duramente. Confía en mí un poco más. Quiero elegir el momento apropiado para hablarle, cuando estemos solos y nadie nos interrumpa. Creo que entonces tendré éxito.
El marino había estado observando las expresiones que se manifestaban en el rostro de Verity. Se movió, inquieto.
—Confío en ti; por supuesto, confío en ti. Eso se sobreentiende. Pero… no es posible postergar indefinidamente las cosas. Es necesario actuar. Una vez que el asunto se desencadene, no habrá modo de detenerlo. Ya nos hemos encontrado varias veces, y esos encuentros no pasaron inadvertidos. Quizá no fuese sensato de mi parte aceptar esta situación de secreto. ¿Sabes que uno de mis amigos, capitán en Falmouth, sabía que me encontraba con una mujer en Truro? Tan lejos llegan las cosas; y esa fue una de las razones por las cuales vine aquí esta noche. No es justo exponerte a miradas maliciosas y lenguas viperinas. Si no hablas con Francis, otro lo hará.
—Andrew, quisiera que te vayas —murmuró Verity—. Tengo el claro presentimiento de que todo va a salir mal si te encuentran aquí.
… En la sala de juego, Ross y Francis habían ganado cinco guineas del dinero de sus antagonistas.
—Doctor, usted no apoyó mi envite —dijo Sansón, mientras tomaba una pulgada de rapé—. Si lo hubiera hecho, habríamos salvado la partida, sin ganancia, pero sin pérdida.
—Tenía solamente dos triunfos —dijo Halse, austero—. Y nada con qué apoyarlos si aceptaban el desafío.
—Pero yo tenía cinco —dijo Sansón—, y un buen par de espadas. Señor, es un principio elemental apoyar el envite del compañero.
—Gracias —dijo Halse—, estoy familiarizado con los principios elementales.
—Nadie puede dudar —dijo Ross a Sansón—, de que su compañero tiene todos los principios en la punta de los dedos Por desgracia nunca los usa.
El doctor Halse extrajo su bolso.
—Lo mismo podría decirse de sus modales, Poldark. La ignorancia, que es la única excusa, mal podría usarse como argumento. Varias veces se ha mostrado gratuitamente ofensivo. Uno sólo puede especular acerca de los malos humores, que se originan en una vida malgastada.
—¿Ofensivo? —dijo Ross—. ¿Y con un juez de paz, que combina todas las virtudes de la magistratura, excepto quizá la paz y la justicia, en su propia persona? No, me juzga mal.
Al doctor se le habían enrojecido las aletas de la nariz. Contó cinco monedas de oro y se puso de pie.
—Puedo decirle, Poldark, que esta actitud insultante no le hará ningún bien. Sin duda, la gente vulgar con la cual usted alterna asiduamente, habrá amortiguado su capacidad de distinguir entre lo que puede y no puede decirse en una sociedad refinada. En tales circunstancias, uno se siente inclinado a compadecer más que a condenar.
—Concuerdo —dijo Ross— en que eso altera la perspectiva de uno. Hombre, usted debería probar esas frecuentaciones, se lo recomiendo. Ampliaría su perspectiva. Considero que esa experiencia incluso amplía el sentido del olfato.
Ahora, otra gente estaba escuchando. Francis gruñó, al mismo tiempo que embolsaba el dinero.
—Ross, esta noche te veo muy drástico. Siéntese, Halse. Que sentido tiene la vida, como no sea jugar. Vamos, iniciemos otra partida.
—No tengo intención de sentarme otra vez a esta mesa —dijo el clérigo.
Ross estaba mirándolo.
—¿Estuvo jamás en una prisión, doctor Halse? Es sorprendente la diversidad y la plenitud del hedor que treinta o cuarenta criaturas de Dios, supongo que son criaturas de Dios, si bien me remito a la opinión de los expertos, pueden producir si se las confina durante semanas en un pequeño edificio de piedra sin cloacas, agua ni atención. Ya no es tanto un hedor como un alimento. Para el alma, usted me comprende.
—El asunto de su conducta en Launceston no ha pasado inadvertido —dijo fieramente el doctor Halse, en la actitud de un perro enjuto, nervioso e irritado—. Ni escapará dentro de muy poco a nuestra integral atención. Se realizará una reunión de los jueces afectados por el asunto, entre los cuales puedo decir que soy uno, para decidir…
—Transmítales este mensaje —dijo Ross—; dígales que he demostrado mayor tolerancia al sentarme a una mesa con uno de ellos y no romperle la cabeza, que la que ellos revelarían si abriesen todos los focos de peste que se llaman cárceles en Cornwall, y dejasen en libertad a los prisioneros.
—Puede tener la certeza de que conocerán un informe completo de su grosería y su vulgaridad —gritó el doctor. Todos los presentes estaban escuchando—. Y usted debe entender que si no fuese por mis vestiduras, le exigiría cuentas de lo que acaba de decir.
Ross se puso de pie lentamente, y apartó su cuerpo de la mesita baja.
—Diga a sus colegas, cuando los vea, que me complacería encontrarme con cualquiera de ellos que pueda restar tiempo a sus elevadas funciones y no esté obligado a contemplar los impedimentos del ministerio sagrado. Y especialmente a los responsables del mantenimiento de la cárcel de Launceston. Pero que la invitación sea católica, porque hacia ellos me siento católico.
—¡Joven borracho y ofensivo! —El clérigo se volvió bruscamente y abandonó la sala de juego.
Las personas que quedaron en la habitación guardaron silencio un momento. De pronto, Margaret dejó oír su risa sonora y contagiosa.
—¡Bien hecho, su señoría! Que la Iglesia se ocupe de su ministerio, y nos deje el resto. Jamás había oído una trifulca más interesante en una mesa de juego. ¿Qué hizo? ¿Contestó a su envite con un renuncio?
Ross ocupó un asiento frente a la mujer, en la mesa de faraón. La mirada que dirigió a Margaret era tan inquietante que incluso ella se contuvo.
Ross dijo:
—Banquero, sigamos el juego.
Los ojos audaces e impertinentes de Margaret se pasearon por la habitación.
—Vamos, señor Francis, imite el ejemplo de su primo. Apueste a la reina de espadas; no ha merecido mucho favor, y esta noche debemos mostrarnos patriotas.
—Gracias. —Francis encontró la mirada de la mujer—. He aprendido a no apostar nunca a las mujeres. Aquí hace mucho calor; saldré a tomar un poco de aire.
La banda había ejecutado otro minué; y en la sala de refrescos Verity finalmente consiguió persuadir a Andrew de que sé marchase. Se sobreentendía que ella debía hablar con Francis en el curso de la semana. Haciendo gala de cierta imprudencia, quizá porque sentía la necesidad de demostrarle su sinceridad, caminó con él sobre el borde del salón de baile, evitando cuidadosamente la sala de juego, hasta que llegaron a las puertas principales del vestíbulo. Un lacayo les abrió, y ambos salieron. Subiendo la escalera, desde la calle, venía Francis.