Una reunión que contaba con la presencia del representante del rey en el condado era una reunión importante. Porque de este funcionario venían todas las cosas, grandes o pequeñas, o para ser más explícitos, él era quien otorgaba los nombramientos de juez de paz; y el juez de paz gozaba de indiscutible poder local. Para bien o para mal, el juez de paz dictaminaba sin el control del Consejo Privado o el procurador público. De ahí que el representante del rey fuese un hombre requerido, halagado y mimado.
Esa noche habría juegos de naipes, brindis, baile y abundantes refrescos. Se había adornado la sala con gallardetes rojos, blancos y azules, y detrás de la plataforma, donde tocaba la banda, se había colgado un gran retrato del rey Jorge.
Apenas entró Demelza, vio a Andrew Blamey. Se había instalado en un lugar tranquilo, desde donde podía ver la puerta; y Demelza sabía que estaba esperando la llegada de Verity. Su corazón comenzó a latir aceleradamente por otra razón; en efecto, sabía que Verity vendría con Francis, y podían suscitarse dificultades.
La estancia en casa de los Warleggan le había permitido formarse una idea de lo que podía esperar, y la llegada de la gente con la cual había alternado allá le dio tiempo para afirmarse. Además, era muy grato y reconfortante ver a gente conocida Y recibir su saludo. Joan Pascoe le habló y le presentó a un joven llamado Paul Carruthers, que era alférez de la marina. También estaban el doctor y la señora Choake, pero mantuvieron cierta distancia. Paciencia Teague, inesperadamente, se mostró interesada en Demelza; esta se sintió halagada, hasta que comenzó a sospechar que todo se debía al hecho de que ella formaba parte del grupo de George Warleggan. Después, se acercó un hombre grueso y pálido llamado Sansón (a quien recordaba de los disturbios en la localidad), un hombre que parpadeaba constantemente, y que comenzó a conversar con Ross. Se trataba de cierta pérdida que había sufrido en el juego. Antes de que ella advirtiese lo que pasaba, había perdido de vista a su marido.
Estaba rodeada de gente a la cual no conocía, o conocía apenas. Reaparecieron sir Hugh, y John Treneglos, y se acercó un hombre llamado Saint John Peter, joven y apuesto. Varios le hablaron, y ella les contestó distraídamente, porque reservaba su atención para otros asuntos. Quién era el virrey, cómo era posible que tantas velas juntas ardiesen parejamente, si podría recuperar a Ross, si Andrew Blamey se había apartado de su rincón, qué clases de flores habían puesto en los altos vasos, qué impresión causaba su vestido, y si podría bailar con el peinado tan alto. Varias veces la gente que estaba a su alrededor se echó a reír, y Demelza se preguntó ansiosa si alguien había dicho una frase ingeniosa, o si ella misma estaba haciendo el papel de tonta.
De una cosa estaba segura: necesitaba beber. Los tres oportos en casa de los Warleggan le habían infundido bienestar y confianza, pero la confianza estaba disipándose. Necesitaba más valor del que se obtiene con el alcohol.
De pronto, se oyó un acorde de la banda, y todo el ruido cesó como si hubiera sido la escritura que se borra de una pizarra; la gente se puso de pie, y Demelza comprendió que estaban ejecutando Dios salve al Rey. Poco después todos se unieron al canto, y el coro cobró fuerza y volumen. Cuando concluyó, el ruido y el rumor de las conversaciones se reanudaron y cubrieron todo el salón. Luego, alguien le ofreció un asiento entre Paciencia Teague y Joan Pascoe, y Demelza trató de abanicarse con el abanico que Verity le había prestado.
Dwight Enys llegó con otro joven, y Demelza tuvo la impresión de que había visto el color del vestido de Verity.
Al fondo del salón alguien hablaba, pero Demelza no podía ver si no se ponía de pie, y sólo alcanzaba a oír palabras sueltas acerca de «nuestra Graciosa Majestad», «la Divina Providencia», «todo su pueblo» y «corazones agradecidos.» Después, la voz cesó y hubo una salva de aplausos. Alcanzó a oír el rasguido de los contrabajos afinados por los músicos. Se acercaron varios hombres. La solicitaban para el primer minué. ¿Dónde estaba Ross? Miró los rostros e inclinó levemente la cabeza en dirección a Saint John Peter. Después, un hombre llamado Whitworth, apuesto, pero vestido absurdamente, insistió en la segunda pieza. Demelza aceptó, pero rehusó comprometerse con nadie en la tercera pieza. Sin duda, Ross regresaría.
La banda comenzó a tocar, y los únicos que ocuparon el centro del salón fueron dos personas bastante ancianas, muy ceremoniosas, que bailaron solas. Después de un minuto o dos la banda acalló, y todos aplaudieron nuevamente y comenzaron a formar para bailar la pieza siguiente. Demelza salió con Saint John Peter, quien advirtió que la expresión de su compañera de baile había cambiado y que en lugar del gesto un tanto distraído y huidizo, que según demostraba sus réplicas era engañoso, tenía ahora una expresión grave y reflexiva. Al hombre le extrañaba la falta de respuesta de Demelza a sus observaciones. No comprendía que la joven necesitaba toda su atención para recordar lo que la señora Kemp le había enseñado.
Poco después, Demelza comprobó que podía desenvolverse bastante bien, y cuando la danza llegó a su fin y la pareja esperó la repetición, ella ya sabía que no tenía nada que temer.
Muy cerca, Joan Pascoe dijo:
—Dwight, ahora nunca nos vemos. ¿Jamás viene a Truro?
—Estoy muy atareado —dijo Dwight, sonrojándose ante el atisbo de reproche que había en la voz de la joven—. El trabajo de la mina me roba mucho tiempo, y en la región he descubierto muchos casos interesantes.
—Bien, siempre puede pasar una noche o venir a cenar con nosotros cuando visite la ciudad en busca de medicamentos. Mamá y papá lo recibirán con mucho gusto.
—Gracias —dijo él, un poco tieso—. Gracias, Joan. Lo recordaré.
Se separaron e inclinaron, y la figura volvió a tomar forma.
—… Jorge es muy popular esta noche —dijo Saint John Peter, indicando con un gesto de la cabeza el cuadro colgado al fondo del salón—. Recuerdo cómo se le insultaba en relación con la guerra de América.
—¿Qué edad tiene? —preguntó Demelza.
—¿Quién?
—El rey.
—Oh, unos cincuenta años.
—Me gustaría saber qué piensa de sí mismo un rey loco —dijo ella—. Sería extraño que se creyese el rey de Inglaterra.
Saint John Peter se echó a reír.
—Señora, ¿sabe que somos primos?
—¿Quiénes? ¿Usted y el rey?
—No. Usted y yo. La abuela de Ross y mi abuela eran hermano y hermana.
—Pero la abuela de Ross no era mi abuela.
—No. Primos políticos. Lo cual es todavía más refrescante. ¿No le parece?
—Muy refrescante —dijo Demelza distraídamente—. Oh, a fe que me siento muy refrescada.
Peter volvió a reírse y ambos se separaron.
—… Andrew, no debiste venir esta noche —dijo Verity—. La gente nos ha visto. En un par de días toda la región lo sabrá.
—Es lo que deseaba. Querida, el secreto es inútil. Afrontemos juntos el asunto.
—Pero temo por Francis. Si te ve esta noche puede provocar un escándalo. Está de mal humor.
—¿Y habrá que esperar eternamente a que mejore su humor? No puede impedirlo. Ahora ni siquiera puede oponerse firmemente. Ha madurado, ya no es un joven irresponsable. No podemos continuar viéndonos en secreto. En nuestro amor no hay nada malo. ¿Por qué tendría que haberlo? ¿Por qué debe deformarlo y frustrarlo mi viejo pecado, que ya he pagado hasta el hartazgo? Pienso verlo esta noche.
—No, Andrew, esta noche no. Esta noche no. Tengo un presentimiento… un mal presentimiento.
La flauta, el oboe y las cuerdas estaban ejecutando un antiguo «minuetto» italiano, elegante y refinado. Los acordes de la música, aunque leves y gráciles, llegaban a todos los rincones del salón y penetraban en los cuartos anexos, donde se servían refrescos, y en la sala de descanso, en el salón de juego…
Sansón había dicho cuando se encontraron junto a la puerta:
—Capitán Poldark, esperaba la oportunidad de volver a jugar con usted. El buen jugador de naipes es cosa rara, y me complace mucho enfrentarme con un experto.
—Gracias, esta noche no me siento inclinado al juego —había dicho Ross.
—Capitán Poldark, su respuesta me decepciona. La última vez usted ganó mucho a mi costa, y he esperado la oportunidad de compensar la pérdida. Me decepciona mucho. —Dijo esto último con voz intencionada.
—Vine aquí para acompañar a mi esposa. Por lo tanto, no respondería a mi propósito pasar la noche en el salón de juego.
—¿Quién es su esposa? Quisiera tener el placer de conocerla.
Ross miró alrededor, pero Demelza estaba rodeada de personas.
—Allí.
—Parece bien atendida, si se me permite decirlo. Puedo proponerle una partida corta, mientras la velada se anima.
Ross vio a la señora Teague, que vestía un sorprendente atuendo de gasa dorada y verde claro, con hojas verdes y barras doradas. Junto a ella estaba la madre de Elizabeth, la señora Chynoweth, a quien él detestaba. En ese momento llegó George Warleggan con Francis y Elizabeth.
—Ah, Sansón —dijo—, no será un placer bailar con tanta gente. Consiguió una mesa?
—He reservado asientos. Pero los ocuparán si no nos apresuramos. Trataba de convencer al capitán Poldark de que se uniese a nosotros.
—Vamos —dijo George—. Con Francis podemos hacer cuatro.
—El capitán Poldark no desea jugar esta noche —dijo Sansón—. Me ganó sesenta guineas, y esperaba recuperar mis pérdidas…
—¿O perder otras sesenta? —sugirió George—. Vamos, Ross, no puedes negar a este hombre su justa venganza. Francis quiere comenzar cuanto antes. No eches a perder el juego.
Allí había demasiada gente, gente de la clase que había enviado a Jim a la cárcel. Pintados y empolvados, emperifollados, con zapatos de tacón alto, agitando abanicos y abriendo y cerrando cajas de rapé, gente con títulos, gente que anhelaba títulos, altos funcionarios, aspirantes a cargos, caballeros, damas, clérigos con dos o tres generosas canonjías, destiladores, molineros, vendedores de hierro, estaño y cobre, armadores, banqueros. Gente de su propia clase, la gente a la cual despreciaba.
Se volvió.
—¿Qué desea? ¿Qué quieren jugar?
—… ¿Dónde está Francis? —preguntó malhumorada la señora Chynoweth, pocos minutos después—. La danza ha comenzado y tú no bailas, Elizabeth. No está bien; ¡realmente no está bien! Podría estar aquí por lo menos para bailar la primera pieza con su esposa, aunque después desapareciese. La gente hablará. Jonathan, ve a ver dónde está.
—Sí, querida.
—Padre, siéntate —dijo Elizabeth—. Francis está en el salón de juego con Ross y George; los vi entrar. No vendrá porque se lo pida. Déjalo tranquilo un momento.
—No está bien. De veras, no está nada bien. Y si Francis no viene, ¿por qué rechazaste al doctor Enys y a esos caballeros? Eres demasiado joven para pasarte la noche sentada contra la pared. La primera fiesta que te permites en muchos años, y vienes a perder el tiempo. —La señora Chynoweth se abanicó vigorosamente para mostrar su frustración. Los últimos años la habían cambiado cruelmente. En la boda de Elizabeth había sido una mujer bella, pero su enfermedad y el tratamiento aplicado por los médicos le habían deformado el ojo, con el cual ya no veía, y tenía el rostro hinchado y la expresión dura. También estaba profundamente decepcionada porque el matrimonio de Elizabeth, del cual tanto había esperado, en definitiva había terminado como el suyo propio, o incluso peor, porque Jonathan jamás se había atrevido a enredarse con otra mujer; se había limitado a perder dinero, de un modo irritante y regular, durante veintiséis años.
—Elizabeth —dijo George Warleggan, que de pronto apareció junto a ellos— concédame el favor de la segunda danza.
Ella lo miró y le sonrió.
—Le prometí la primera, pero usted estaba muy ocupado jugando.
—No, estaba acomodando a la gente. Deseaba vivamente llegar a tiempo. Señora Chynoweth —juntó los anchos hombros al inclinarse—, hoy se la ve encantadora. Pero hace mal en sentarse al lado de Elizabeth, cuya belleza no tiene parangón. Estoy seguro de que alguien ocupará este asiento en cuanto me la lleve.
La señora Chynoweth reaccionó como una jovencita que recibe el primer cumplido, y suspiró cuando la gente comenzó a formar para la danza y Elizabeth se alejó.
—¡Qué vergüenza, qué terrible vergüenza, Jonathan!
—¿Qué, querida?
—Que Elizabeth se haya casado con uno de los Poldark. Nos apresuramos demasiado. Habría formado una pareja maravillosa con George.
—En cierto modo es un advenedizo, ¿no te parece? —dijo Jonathan, acariciándose la barba sedosa—. Como sabes, no tiene categoría.
—Se exagera el valor de la sangre —dijo la esposa con impaciencia. Estaba tentada de decir que ella misma había cometido el error de casarse con un noble—. Para tener clase, Jonathan, se necesita apenas una generación. Los tiempos han cambiado. Lo que importa es la riqueza.
Comenzó la danza.
Demelza comenzaba a recobrar la confianza, pero tenía la garganta seca.
—¿Es clérigo? —dijo asombrada, mirando la chaqueta de doble solapa de su interlocutor, el chaleco amarillo bordado, los pantalones de seda marrón y las medias rayadas—. No, tampoco lo habría creído.
El vicario recientemente ordenado de Saint Trudy y Saint Wren le apretó la mano.
—¿Por qué no? Dígame, ¿por qué no?
—El que conozco en Grambler usa un traje emparchado y una peluca de paja.
—Oh, vaya, sin duda es un pobre cura a sueldo del amo.
—¿Y usted qué es? —preguntó ella—. ¿Obispo?
Whitworth hizo una profunda reverencia.
—No, señora, todavía no. Pero si usted me alienta, señora, pronto lo seré.
—No sabía que los clérigos bailaban —dijo ella.
—Señora, es una habilidad que algunos poseemos.
—¿Como los osos? —sugirió ella, mirándolo.
Whitworth rio por lo bajo.
—Sí, señora, y también podemos abrazar.
—Oh, qué miedo. —Demelza se inclinó ante su interlocutor, en un fingido estremecimiento.
Los ojos del joven se encendieron. Esperó ansioso el momento de reunirse nuevamente con ella para continuar la charla.
… George y Elizabeth habían estado bailando en cortés silencio. De pronto, George dijo:
—Elizabeth, está muy seductora con ese vestido. Me gustaría ser poeta o pintor. Es tal la pureza del color y la belleza de la línea…
Ella le dirigió una sonrisa más cálida que todas las que le había ofrecido antes. Había estado pensando en Geoffrey Charles, que se hallaba en Trenwith sin la protección de su madre; pero las palabras de George la volvieron a la realidad.
—Verdaderamente, George, usted es muy amable. Pero aceptaría mejor sus cumplidos si los prodigase menos.
—¿Prodigarlos? Querida, nunca prodigo mis cumplidos. Fuera de usted, a quien admiro y reverencio, ¿a quién podría prodigarlos?
—Tal vez quise referirme más bien a la sinceridad —dijo ella—. ¿Es sincero alabar a mi pobre madre?
George volvió los ojos hacia la pareja sentada contra la pared. Nadie había ido a ocupar el asiento de Elizabeth.
—No, confieso que no lo es, pero siento por ella el respeto que naturalmente debo dispensar a su madre, y simpatizo con su infortunio. Recuerde que fue una belleza, o poco menos, acostumbrada a los elogios de los hombres. ¿Cómo puede sentirse ahora, cuando nadie la mira, salvo para compadecerla?
Elizabeth alzó prestamente los ojos para mirar a su compañero. Era el pensamiento más delicado que le había oído formular jamás.
—George, usted es muy amable —dijo en voz baja—. Siempre lo es. Me temo que recompenso apenas su… sus atenciones. Desde hace un tiempo soy una criatura poco atractiva.
—Mi recompensa está en su amistad y su confianza. Y respecto de que es una criatura poco atractiva, ¿cómo puede decirse tal cosa de aquello que uno aprecia? Convengo en que se siente sola. Pasa demasiado tiempo en Trenwith. Ahora que su hijo es mayor, debería venir con más frecuencia a Truro. Venga con Francis si usted…
—¿Llevar de nuevo a Francis a las mesas de juego? Es la única recompensa por el cierre de Grambler… que ahora ve menos el tapete verde y más a su familia.
George guardó silencio un momento. La observación anterior había sido un error.
—Ahora que Francis permanece en la casa, ¿es buena compañía?
Elizabeth se mordió el labio.
—Tengo mi casa y a mi hijo. Geoffrey Charles aún no cumplió cinco años. Es delicado de salud, y necesita cuidados.
—Bien, por lo menos prométame que esta salida no será una ocasión aislada. Venga a pasar unos días conmigo aquí o en Cardew. Por mi parte, le prometo que no incitaré a Francis a sentarse a la mesa de juego. Más aún, si eso la place, me negaré a jugar con él.
—George, en este mismo instante Francis está jugando.
—Lo sé, querida. Es lamentable, pero no hubo modo de impedirlo.