Capítulo 7

Cuando finalmente, sin consultar a nadie, Ross decidió asistir a la celebración, y cuando después de un viaje sin episodios dignos de mención Demelza se encontró en uno de los dormitorios de la «Gran Residencia», la casa que los Warleggan tenían en la ciudad, varios elementos de incomodidad contribuyeron a echar a perder el sentimiento inicial de excitación.

En primer lugar, la compasión por Jinny, que la noche anterior había tratado de ahorcarse colgándose de una viga de su propia cocina; segundo, la ansiedad por Ross, que no había estado del todo sobrio desde su regreso, y a quien la bebida convertía en una suerte de barril de pólvora que podía estallar por obra de una chispa casual; y tercero, la inquietud por Julia, que había quedado a cargo de la señora Tabb, en Trenwith.

Pero incluso a pesar de su importancia, todas estas serias reservas no alcanzaban a disipar del todo el enorme placer de la aventura.

Cierto buen gusto innato indicó a Demelza que esa casa no podía compararse con el encanto isabelino de Trenwith; pero se sintió abrumada por los lujosos adornos, las gruesas alfombras, los candelabros relucientes y los muchos criados. Y también por el número de invitados y la desenvuelta familiaridad conque se saludaban, los atuendos costosos, las pelucas empolvadas, los rostros maquillados, las polveras de oro y los anillos centelleantes.

Allí estaban todos; de eso se había ocupado George Warleggan. Era como una recepción real previa a la celebración pública del baile. O mejor dicho, estaban todos los que habían aceptado la invitación. El virrey y su familia habían rehusado cortésmente; otro tanto habían hecho los Bassett, los Boscawen y los Saint Aubyn, que aún no estaban dispuestos a rebajarse al nivel de esos adinerados advenedizos. Pero su ausencia no llamaba la atención, excepto a los sagaces o los maliciosos. Demelza tenía un confuso recuerdo de haber sido presentada a sir John Fulano y al honorable Mengano, y medio aturdida, había seguido los pasos de un criado que después de subir una escalera la condujo a su dormitorio. Ahora estaba esperando la llegada de una doncella que debía ayudarla a ponerse el vestido nuevo y a peinarse. Se sentía dominada por el pánico y tenía las manos frías; pero tal era el precio de la aventura. Sabía que era más capaz de afrontar a John Treneglos, cuyo linaje se remontaba a un conde normando, que de soportar los ojos inquisitivos de una sirvienta descarada, que si ignoraba qué había sido Demelza, tal vez muy pronto llegaría a adivinarlo.

Demelza se sentó frente a la mesa del tocador, y vio su rostro enrojecido que se reflejaba en el espejo. Y bien, ya estaba aquí. Ross aún no había subido. También había venido Dwight Enys, joven y apuesto. Y el anciano Nicholas Warleggan, el padre de George, corpulento, pomposo y áspero. Estaba un clérigo llamado Halse, enjuto y seco, pero de aspecto vigoroso, que alternaba con los aristócratas de igual a igual, y no en la actitud de pedir limosna que caracterizaba al señor Odgers, de Sawle y Grambler. Demelza sabía que el doctor Halse y el anciano señor Warleggan habían sido dos de los magistrados que sentenciaron a Jim. Y ella temía lo que podía ocurrir.

Se oyó un golpe en la puerta, y Demelza dominó el impulso de ponerse de pie cuando entró una criada.

—Señora, llegó esto. Se me dijo que lo trajese aquí. Gracias, señora. Dentro de unos minutos vendrá una doncella para ayudarle a vestirse.

Demelza miró el paquete. Sobre el papel que lo envolvía estaba escrito: «Caballero Ross Poldark», y unos centímetros más arriba Ross había garabateado con tinta que aún no estaba seca: «Para entregar a la señora Demelza Poldark».

Demelza retiró el papel de envolver, extrajo una cajita, apartó un poco de algodón de relleno, y ahogó una exclamación. Después de un instante, ansiosamente, como si temiera quemarse, acercó el índice y el pulgar y retiró el broche.

—Oh —dijo.

Lo alzó y lo aplicó contra su pecho, para comprobar el efecto en el espejo. El rubí centelleaba y parpadeaba. Ese gesto de Ross tenía enorme importancia para ella, y la conmovía. Sus ojos, oscuros y húmedos de emoción, miraron fijamente su propia imagen reflejada en el rubí. Sí, ese regalo le infundiría confianza. Con el vestido nuevo y eso, sin duda nadie podría menospreciarla. Ni siquiera las doncellas.

Otro golpe en la puerta y entró otra doncella. Demelza pestañeó y apresuradamente retiró el envoltorio en que había llegado el broche. Le alegró comprobar que habían enviado a una mujer madura.

Bien, ya estaba vestida. No era decente, de eso estaba segura, pero la doncella no parecía creer que faltara nada. Por supuesto, otras mujeres usaban esas cosas; era la moda. Pero si otras podían acostumbrarse a esa clase de vestido, no era el caso de Demelza.

Tenía la misma forma general del vestido que Verity le había comprado, pero un poco más acentuada. Aquella vez había elegido un modelo que dejaba al descubierto el cuello y la parte superior de los hombros, pero este era mucho más escotado. Tenía sorprendentes golillas a los costados, y abundancia de hermoso encaje que le colgaba sobre las manos, donde ella no lo necesitaba. No atinaba a comprender cómo Ross había podido comprar eso. Era evidente que había costado mucho dinero. Despilfarraba dinero en ella, como si no tuviera la menor importancia. ¡Oh, querido Ross! Cuánto lo amaba. Si por lo menos la muerte de Jim no se hubiese interpuesto entre esos regalos y ella, qué feliz se hubiera sentido esa noche.

La doncella había terminado de peinarla, y había formado con sus cabellos un rodete alto. Después del nacimiento de Julia, Demelza se había dejado crecer el cabello, y la súbita abundancia de sus propios recursos en la condición de esposa de Ross había contribuido a su belleza y su esplendor, de modo que ahora las hebras oscuras parecían emitir matices de color. La doncella le había traído una caja de polvo, pero la mujer concordó inmediatamente con la negativa de Demelza; a decir verdad, no convenía blanquear esos cabellos. Pero cuando Demelza rechazó vacilante el maquillaje, no se mostró de acuerdo; y ahora estaba trabajando sobre el rostro de la dama. El nerviosismo de Demelza bajo las manos de la doncella determinó que el entusiasmo de la maquillada se mantuviese dentro de ciertos límites; y en definitiva, el Cambio consistió en que las cejas oscuras se alargaron apenas, Y en que recibió una cantidad moderada de polvo que afirmó el suave brillo de su piel y una disculpable proporción de rouge en los labios.

—Señora, ¿un lunar o dos? —preguntó la doncella.

—Oh, nada de eso. Gracias, no me gustan.

—Pero señora, no estaría bien si no tiene por lo menos uno. ¿Puedo sugerir uno debajo del ojo izquierdo?

—Oh, bueno —dijo Demelza—. Si lo prefiere.

Cinco minutos después, la joya aplicada sobre el pecho, Demelza dijo:

—¿Puede indicarme la habitación de la señorita Verity Poldark?

—La segunda por el corredor, señora. A la derecha.

Sir Hugh Bodrugan tamborileó sobre la caja de rapé con sus dedos peludos.

—Condenación, Nick, ¿quién es esa buena moza que acaba de entrar en el salón? La de cabellos oscuros y el cuello tan bonito.

Viene con una de las Poldark, ¿verdad?

—No la conozco. Realmente, da gusto mirarla.

—Me recuerda a mi yegua Saba —dijo sir Hugh—. Tiene la misma expresión de los ojos. Sería bueno ensillarla. Por Dios, no rechazaría la oportunidad.

—Enys, usted conoce a los Poldark. ¿Quién es esa bella criatura que viene con la señorita Verity?

—Señor, es la esposa del capitán Poldark. Se casaron hace dos años.

Sir Hugh frunció el ceño espeso, tratando de recordar. Pensar no era su pasatiempo favorito.

—Sí, pero, ¿no se decía que se había casado con una mujer inferior, una moza del campo o algo por el estilo?

—No puedo aclararle ese punto —contestó secamente Dwight—. En ese tiempo yo no estaba aquí.

—Bien, quizás es ella —dijo Nick.

—Por todos los santos, no puedo creerlo. Las mozas de campo no son así. O por lo menos no lo son en mi propiedad. Ojalá se le parecieran. Me gustaría muchísimo. No, no es una mujer vulgar; tiene los flancos muy largos. Vamos, Enys, usted conoce a la dama. Haga el favor de presentarme.

Demelza había bajado pensando que encontraría a Ross, pero en medio de tanta gente, hallarlo hubiera sido prácticamente imposible. Muy cerca estaba, de pie, un lacayo, y Demelza y Verity se sirvieron cada una una copa de oporto. Una tal señorita Robartes monopolizó a Verity, y un momento después Demelza se encontró separada de su prima política. Algunos comenzaron a hablarle, y ella les contestaba distraídamente. Como siempre, el oporto ayudaba, y Demelza pensó que Ross había cometido un error cuando no le permitió beberlo durante el bautizo. Y ahora lo necesitaba especialmente para cobrar confianza en vista de su propio atuendo. De pronto, vio a Dwight Enys que se inclinaba ante ella, y lo saludó aliviada. Lo acompañaba un hombre maduro, de cejas espesas y cuerpo robusto, con una nariz peluda. Dwight lo presentó como sir Hugh Bodrugan. Ella lo miró interesada, y se encontró con una mirada que la sorprendió. Antes, había visto dos veces esa mirada en los ojos de un hombre: una vez en John Treneglos, la Nochebuena celebrada dos años antes; y otra esa misma noche, en un desconocido, mientras descendía la escalera.

Contuvo el aliento durante un momento, antes de hacer una reverencia.

—A sus órdenes, señora.

—Señor.

—Por Dios, señora, el doctor Enys me dice que usted es la señora Poldark, de Nampara. Somos vecinos desde hace dos años y jamás nos hemos visto. Me apresuro a reparar la omisión. —Sir Hugh chasqueó los dedos para atraer la atención de un lacayo—. Vamos, hombre, vino para la señora, su vaso está vacío.

Demelza comenzó a beber el contenido de su segunda copa.

—He oído hablar con frecuencia de usted, señor —contestó.

—Sin duda. —Sir Hugh infló las mejillas—. Y confío en que los comentarios no hayan sido desfavorables, ¿eh?

—No, señor, de ningún modo. Oí decir que cría faisanes gordos que causan dificultades a los cazadores furtivos que van a robarlos.

Sir Hugh se echó a reír.

—También tengo un corazón, y hasta ahora nadie me lo ha robado.

—Quizá, como a los faisanes, lo tiene bien guardado.

Demelza advirtió que Dwight la observaba sorprendido.

—No, señora —dijo sir Hugh, que ya la miraba codiciosamente—, de ningún modo está guardado para quienes saben el cómo y el cuándo.

—Por Dios, Hughie —dijo la madrastra de sir Hugh, que apareció súbitamente—. Pensé que te habías retirado sin mí, viejo perverso. Ve a buscar el carruaje, ¿quieres? No puedo caminar con todos estos trapos. —La viuda lady Bodrugan, que tenía veinte años menos que su hijastro, sostenía con disgusto el ruedo de su fina capa de satén. Miró de arriba a abajo a Demelza.

—¿Quién es? No tengo el placer, señorita.

Es la esposa del capitán Ross. De Nampara. Diablos, estaba diciéndole que nos mostramos descuidados, pues jamás la invitamos a una noche de whist…

—¿Usted caza, señora? —preguntó Constance Bodrugan.

—No, señora. —Demelza concluyó su oporto—. Siento cierta simpatía por los zorros.

Lady Bodrugan la miró fijamente.

—¡Puaf, una metodista o algo parecido! Ya me parecía. Veamos, ¿usted no era hija de un minero?

Demelza experimentó un sentimiento de cólera ingobernable.

—Sí, señora. A mi padre lo ahorcaron en Bargus para que se lo comieran los cuervos; y mi madre era asaltante de caminos y se cayó de un peñasco.

Sir Hugh lanzó una estrepitosa carcajada.

—Te lo tienes merecido, Connie, por preguntar demasiado. Señora Poldark, no juzgue duramente a mi madrastra. Ladra como sus perros, pero sin demasiada maldad.

—¡Maldito seas, Hugh! Reserva las disculpas para tu propia conducta. Sólo porque crees que…

—¡Bien, bien! —Con movimientos torpes, John Treneglos se acercó al grupo. Por una vez se había vestido de acuerdo con las circunstancias, y su rostro pecoso ya estaba enrojecido por la bebida.

—Como de costumbre, Hugh y Connie peleando. ¡Era previsible! Y la señora Demelza —agregó con fingida sorpresa—. Qué afortunado encuentro. ¡Caramba! Señora Demelza, deseo que me prometa la primera contradanza.

—Eso no será posible, John —dijo sir Hugh—. Porque ya me la prometió. ¿Verdad, señora? ¿Eh? —Guiñó el ojo.

Demelza bebió el vino de otra copa que alguien le había puesto en la mano. Era la primera vez que veía a John Treneglos desde la disputa que él había sostenido con el padre de la propia Demelza; pero parecía que él no hacía caso del asunto, o que lo había olvidado. Por el rabillo del ojo vio a Ruth Treneglos que se abría paso entre la gente en dirección a su marido.

—Creo que le prometí la segunda pieza, sir Hugh —dijo Demelza.

Advirtió que esa mirada «especial» se manifestaba de nuevo claramente, en los ojos de John Treneglos, cuando este se inclino.

—Gracias. Esperaré con ansiedad que llegue el momento.

—Aquí llega el capitán Poldark —dijo Dwight, casi con alivio en la voz.

Demelza se volvió y vio a Ross, Francis y Elizabeth que entraban juntos en el salón. «Dios mío —pensó—, ¿qué se creen estos hombres?» Con Ross cerca, no estaba dispuesta a mirar dos veces a ninguno de ellos. Los fuertes huesos de su rostro se destacaban duros y severos esa noche, y apenas se distinguía la cicatriz. No estaba mirándola. Al lado de Ross, Francis parecía delgado. Por el color y la forma de los ojos de ambos, se hubiera dicho que eran hermanos.

Hubieran podido ser hermanos que entraban en un recinto hostil y se preparaban para luchar. Demelza se preguntó si otros habían interpretado del mismo modo la expresión, porque de pronto se atenuaron los ruidos y las conversaciones del salón.

En ese momento llegó George Warleggan, sonriendo amablemente, y comenzó a pasearse entre los invitados mientras les decía que faltaban diez minutos para las ocho.

Era una hermosa noche, y Demelza convenció a Ross de que caminaran hasta el Salón de la Alcaldía. La distancia era corta, y si se movían con cuidado llegarían limpios. Ya había bastante gente en las calles, y muchos estaban borrachos. Demelza deseaba ver cómo se divertía su propia clase.

Se habían encendido dos grandes fogatas, una en la colina que dominaba la ciudad, la otra en High Cross, frente al salón de la Alcaldía. Se rumoreaba que habría fuegos artificiales en Falmouth, pero tanto refinamiento no cuadraba a Truro. En ciertos lugares, las calles estrechas tenían linternas colgadas de altas varas, y la luna aún no se había puesto, de modo que había bastante luz.

Además, Demelza deseaba renovar su contacto con Ross. La súbita admiración de los hombres la había sorprendido y halagado, pero en realidad nada significaba para ella. Deseaba estar con Ross, tener su compañía, tratar de que lo pasara bien, recibir su admiración. Pero no lograba derribar el muro levantado por la cólera y resentimiento de Ross. No era resentimiento dirigido contra ella, pero la mantenía alejada. Incluso su preocupación por el éxito de la compañía cuprífera —que se había mantenido sin desmayos todo el invierno— parecía ahora olvidada. Demelza había tratado de agradecerle el maravilloso regalo, pero él apenas había respondido.

Durante un instante la expresión de su mirada cambió, y se suavizó cuando la vio con el vestido; pero ella no había podido retener el interés de su marido, ni apartarlo de sus pensamientos.

Llegaron a la escalinata del Salón de la Alcaldía, y se detuvieron un momento para mirar hacia atrás. El gran fuego crujía y crepitaba en el centro de la placeta. Alrededor del fuego, las figuras se movían y bailaban, amarillas y negras, a la luz inquieta de las llamas. Más lejos, a la derecha, las ventanas en arco de las casas estaban salpicadas de rostros, los ancianos y los niños contemplaban la diversión. A la izquierda, la luz oscilaba entre los árboles silenciosos, y reflejaba el blanco de las tumbas. Entonces, un carruaje y una silla de manos se detuvieron frente a la entrada del Salón, y Ross y Demelza se volvieron y subieron la escalera.