Lo encontró en la sala, estaba quitándose los guantes.
—¡Ross! —exclamó Demelza—. Pensé que no volverías nunca. Creí que…
El se volvió.
—Oh, Ross —dijo ella—. ¿Qué pasa?
—¿Jinny todavía está aquí?
—No lo sé. Pero creo que ya se marchó.
Ross se sentó.
—Vi temprano a Zacky. Quizá pudo hablar con Jinny antes de que ella se fuese.
—¿Qué ocurre? —preguntó Demelza.
El la miró.
—Jim ha muerto.
Demelza vaciló y lo miró, y después bajó los ojos. Se acercó a Ross y le tomó la mano.
—Oh, querido… Cuánto lo siento. Oh, pobre Jinny. Ross, querido…
—No debes acercarte —dijo él—. He tocado a un hombre infectado.
A modo de respuesta, ella acercó una silla, y lo miró de nuevo en los ojos.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Demelza—. ¿Lo viste?
—¿Tienes brandy?
Demelza se puso de pie y le trajo una copa. Era evidente que Ross ya había bebido bastante.
—Lo encontramos en la cárcel, enfermo de fiebre. Habría que quemar hasta los cimientos de ese sitio. Es peor que las antiguas casas de apestados. Bien, estaba enfermo y lo sacamos de allí…
—¿Lo sacasteis?
—Eramos más fuertes que el carcelero. Lo llevamos a un establo y Dwight hizo lo que pudo. Pero un curandero lo había sangrado en el calabozo, y el brazo estaba infectado, y muy mal. La única esperanza era amputarlo antes de que el veneno se extendiera.
—¿El… el brazo?
Ross bebió de un trago el brandy.
—El rey y sus ministros debían haber estado allí… Pitt y Addison y Fox; y Wilberforce, que gime por los esclavos, y se olvida de la gente que tiene frente a los ojos, y el Príncipe Godo con sus corsés y sus amantes… O quizá se habrían divertido con el espectáculo, ellos y sus mujeres empolvadas y pintadas. Dios sabe que he perdido la esperanza de comprender a los hombres. Pues bien, Dwight hizo todo lo posible y no ahorró esfuerzos. Jim vivió hasta las primeras horas de la mañana; pero el esfuerzo fue excesivo. Creo que al final nos reconoció. Sonrió, y me pareció que quiso hablar, pero no tuvo fuerzas. Así murió. Lo enterramos en la iglesia de Lawhitton, y volvimos aquí.
Los dos callaron. La vehemencia y la amargura de Ross la atemorizaban. Del primer piso, como viniendo de un mundo más humano, llegaba el canturreo de Julia. Ross se puso de pie bruscamente, se acercó a la ventana y contempló su propiedad bien cuidada.
—¿El doctor Enys te estuvo acompañando en todo? —preguntó ella.
—Ayer estábamos tan cansados que pasamos la noche en Truro. Por eso hoy no hemos llegado temprano. Vi… vi a Zacky en el camino de regreso. Cabalgaba con gente de las minas, pero se apartó un momento.
—Hubiera sido mejor que no fueras, Ross. Yo…
—Lamento no haber ido quince días antes. Quizás hubiéramos tenido esperanza.
—¿Qué dirán los magistrados y los condestables? Que entraste en la cárcel y ayudaste a escapar a un prisionero. ¿No tendrás dificultades?
—Sí, dificultades. Las abejas zumbarán si no les doy miel.
—En ese caso…
—Sí, Demelza, déjalas que zumben. Les deseo buena suerte. Incluso podrían convencerme de que me reuniese con ellos y participase de las celebraciones que se harán mañana, si creyese que de ese modo puedo contagiarles la fiebre.
Demelza se acercó premiosamente a su marido.
—No hables así, Ross. ¿No te sientes bien? ¿Crees que puedes haberte contagiado?
Después de un momento, él dejó descansar la mano sobre el brazo de Demelza, y la miró, y en realidad la vio por primera vez desde su regreso.
—No, querida. Estoy bastante bien. Debo estarlo, pues Dwight adoptó extrañas precauciones que parecieron complacerlo: lavó nuestras ropas, y las colgó sobre una barra caliente, para quitarles el hedor de la cárcel. Pero no pretendas que baile y juegue mañana con esa gente cuando todavía está fresco en mi memoria lo que son capaces de hacer.
Demelza guardó silencio. Si por una parte agradecía que Ross hubiese regresado —quizás a salvo, pero en todo caso otra vez con ella—, y si compadecía a Jim y a Jinny, por otra comenzaba a sentirse abrumada, porque veía que todos sus planes se derrumbaban. Podía discutir la decisión, pero no tenía ni los argumentos ni la falta de lealtad que eran necesarios.
Porque a ella le parecía simplemente una cuestión de lealtad. El debía hacer lo que le parecía bien, y aunque decepcionada, ella tenía que aceptarlo.
Ross parecía fuera de sí. Demelza, que había conocido poco a Jim, advertía asombrada cuánto amargaba a Ross la pérdida sufrida. Porque era amargura, además de dolor. Ross conocía la lealtad que Jim le profesaba, y la había retribuido con un sentimiento aún más intenso de lealtad. Le parecía que siempre se había esforzado por ayudar al joven, y siempre sus esfuerzos habían sido tardíos. Bien, este era el último esfuerzo, y el fracaso definitivo. A las cinco fue a ver a Jinny. Odiaba la idea de encontrarse con ella, pero no podía evitarlo.
Estuvo ausente una hora. Cuando regresó, Demelza le tenía preparada la comida, pero al principio él no quiso probar nada. Después, incitándolo, como quien tienta a un niño, consiguió que probase primero una cosa y después otra. Para ella era una experiencia nueva. A las siete, Jane levantó la mesa y Ross se instaló en su sillón, al lado del fuego, y estiró las piernas; su mente no se había tranquilizado, pero su cuerpo parecía más sereno, y comenzaba a relajarse.
Y entonces llegó el vestido.
Demelza miró intrigada la caja grande y la llevó a Ross, pero no pasó de la puerta de la sala.
—Bartle acaba de traer esto —dijo—. Viene de Trenwith. Hoy mandaron buscar provisiones a Truro, y la señora Trelask les pidió que nos entregaran esto. ¿Qué es?
—¿Bartle está aquí todavía? Por favor, dale seis peniques.
Ross miró la caja con expresión sombría, hasta que Demelza regresó. También ella clavó los ojos en la caja, entre miradas erigidas a su marido.
—Creí que era un error. Que Bartle se equivocó de paquete. Ross, ¿compraste algo a la señora Trelask?
—Sí —dijo él—. Parece que fue hace un año. Cuando me dirigía a Launceston. Fui a comprarte un vestido.
—Oh —dijo Demelza, abriendo mucho sus ojos oscuros.
—Para la fiesta de mañana. Cuando fui, aún pensaba que asistiríamos a la celebración.
—Oh, Ross. Qué bueno eres. ¿Puedo verlo?
—Si te interesa —dijo él—. Servirá en otra ocasión.
Demelza comenzó a desatar el cordel. Finalmente consiguió desprenderlo, y levantó la tapa. Retiró varias hojas de papel y algunos rellenos de tela, y de pronto se inmovilizó. Hundió los dedos en la caja y comenzó a retirar el vestido. Sus tonos plateados y escarlata resplandecían.
—Oh, Ross, jamás creí…
Después, lo devolvió a la caja, y se puso en cuclillas y comenzó a llorar.
—Servirá otra vez —repitió Ross—. Vamos, no te desagrada, ¿verdad?
Ella no respondió, y en cambio se llevó las manos a la cara, y las lágrimas le corrieron entre los dedos.
Ross extendió la mano hacia la botella de brandy, pero la encontró vacía.
—Después de lo que ha ocurrido, no nos produciría el menor placer asistir a la celebración. ¿No te parece?
Ella movió la cabeza.
Ross la miró un momento. Tenía la mente aturdida por el brandy, pero de todos modos, verla llorar así lo inquietaba.
—En la caja hay otra cosa, si te interesa. Por lo menos pedí que enviaran también una capa.
Pero Demelza no quiso mirar. Y entonces John anunció a Verity.
Demelza se enderezó prestamente y se acercó a la ventana. No tenía pañuelo; miró fijamente el jardín y se limpió las mejillas con las manos y con los puños de encaje de su propio vestido.
—Veo que estoy de más —dijo Verity—. Bien, ahora ya no puedo retroceder. Sospechaba que no debía venir esta noche. Oh, querida, cuánto siento lo de Jim.
Demelza se volvió y la besó, pero no la miró a los ojos.
—Hemos… estamos un poco nerviosos, Verity. Lo de Jim es trágico, ¿no te parece?… —Salió de la habitación.
Verity miró a Ross.
—Perdóname la interrupción. Pensé venir ayer, pero estuve muy atareada ayudando a Elizabeth a partir.
—¿A partir?
—Con Francis. Pasarán dos noches en casa de los Warleggan. Y permanecí en Trenwith, y pensé que tal vez me permitiríais ir con vosotros mañana.
—Oh —dijo Ross—. Sí, si vamos.
—Pero creía que eso ya estaba resuelto. Quieres decir… —Verity tomó asiento—… a causa de Jim.
Con gesto sombrío, Ross movió el pie y golpeó el leño que estaba en el fuego.
—Verity, tengo el estómago fuerte, pero la visión de una peluca empolvada me lo revolvería.
Los ojos de Verity se habían desviado varias veces hacia la caja abierta.
—¿Esto es lo que trajo Bartle? Parece un vestido.
En pocas palabras, Ross le explicó la situación. Verity se quitó los guantes y pensó que Ross era un hombre extraño, al mismo tiempo cínico y sentimental, una extraña mezcla de su padre y su madre, más un factor personal que no provenía de ninguno de los dos. Era más o menos abstemio, de acuerdo con las costumbres de la época, pero ahora estaba saturándose de licor por la muerte de ese muchacho que apenas lo había servido un año, o poco más, antes de que lo encarcelaran. Un hombre común de su condición habría soportado la pérdida con un gruñido de pesar, y no se habría aventurado a menos de varios kilómetros de la cárcel para impedirla. Y el gesto del vestido… No era de extrañar que Demelza llorase.
Verity pensó que en el fondo del corazón, todos los Poldark eran sentimentales; y de pronto, por primera vez, advirtió que se trataba de un rasgo peligroso, mucho más peligroso que el cinismo. En ese momento, y pese al dolor y el descontento, ella de nuevo se sentía llena de vida, y sin embargo no tenía derecho a fundar su futuro en un casamiento desigual que podía acabar en el desastre, y que implicaba cerrar deliberadamente los ojos a una faz de su propia vida, olvidar el pasado y planear un futuro irrealizable. A veces, por la noche, se despertaba sobrecogida ante la idea. Pero de día continuaba conspirando y actuando.
Y Francis. La mitad de sus achaques reconocían el mismo origen. Esperaba demasiado de la vida, de sí mismo, de Elizabeth. Sobre todo de Elizabeth. Y cuando le fallaban, se volvía hacia el juego y la bebida. No era capaz de aceptar los hechos. Ninguno de ellos sabía hacerlo.
—Ross —dijo al fin, después del silencio—. No creo que te convenga faltar mañana.
—¿Por qué?
—Bien, desilusionarás profundamente a Demelza, porque desde que llegó la invitación ha venido esperando ese día, y por mucho que sufra por Jim y Jinny, lamentará amargamente no asistir a la celebración. Y este vestido, esta bella y temeraria compra que hiciste, agregará leña al fuego de su decepción. Además me desilusionarás, porque tendré que viajar sola. Pero lo que es más importante, debes ir por ti mismo. Ya no puedes ayudar al pobre Jim. Hiciste todo lo posible, y nada tienes que reprocharte. En cambio, te perjudicará quedarte aquí lamentándote. Entraste por la fuerza en la cárcel, y eso no te hará más prestigioso. Tu presencia entre la gente que va mañana destacará el hecho de que eres uno de su clase, y si proyectan hacer algo contra ti, lo pensarán dos veces.
Ross se puso de pie y permaneció un momento inclinado sobre el borde de la chimenea.
—Verity, tus argumentos me colman de disgusto.
—Querido, no dudo de que en este momento todo te parece repugnante. Conozco muy bien ese estado de ánimo. Pero dejarse dominar por ese humor es como estar al sereno en una noche helada. Si uno no se mantiene en movimiento, inevitablemente muere.
Ross se acercó a la alacena y buscó otra botella de brandy. Pero no había ninguna.
Dijo de pronto, con expresión desconcertada:
—Hoy no puedo pensar a derechas. Demelza dijo que no deseaba ir.
—Bien, es natural que lo haya dicho.
Ross vaciló.
—Verity, lo pensaré, y por la mañana te comunicaré mi decisión.