Capítulo 4

Esa semana, los Poldark recibieron una invitación. George Warleggan había decidido organizar una fiesta el día de la celebración. Los invitados cenarían en la residencia Warleggan, después irían a los salones de la alcaldía, donde se realizaba la velada oficial, y finalmente volverían a dormir a la residencia Warleggan. George esperaba que Ross y su esposa aceptaran la invitación.

Ross quería rehusar. Puesto que se avecinaba una ruptura entre él y George, no deseaba sentirse deudor. Pero la ambición más profunda de Demelza era ver a los Warleggan en su propia mansión, y aunque temblaba y vacilaba después del fracaso del bautismo, desaprovechar la ocasión la hubiera decepcionado tremendamente.

De modo que Ross decidió ceder; y una vez enviada la nota de aceptación, comenzó a dominarlo un cálido sentimiento de anticipación, como le ocurría siempre que debía salir con Demelza. Cuando llegó la señora Kemp, no se le permitió dar la lección de espineta, y en cambio se le exigió que enseñara a Demelza los pasos de las danzas más populares, y que le diese lecciones de comportamiento.

Como la alegría de Demelza era tan contagiosa que daba tono a toda la casa, la atmósfera de Nampara se convirtió en un espíritu de grata anticipación. Julia, que se agitaba en su camita, gorjeaba y reía, participando así de la diversión general.

El dieciséis de abril Ross había ido a la mina, y Demelza, Jinny y Jane estaban preparando hidromiel. La tarea les agradaba. Habían disuelto seis libras de miel en siete u ocho litros de agua caliente y agregado algunas flores secas de saúco y jengibre. La mezcla estaba hirviendo en un gran cacharro puesto al fuego, y Jane espumaba la superficie con una cuchara siempre que se formaba una película burbujeante.

Sobre esta escena doméstica cayó la sombra de Zacky Martin, que había llegado hasta la puerta de la cocina. Apenas lo vio, Demelza comprendió que ocurría algo. No, el capitán Poldark no estaba, seguramente lo encontraría en la mina. Zacky le dio las gracias con expresión impávida y comenzó a alejarse.

Al mismo tiempo, Jinny corrió hacia la puerta.

—Padre. ¿Qué pasa? ¿Se trata de Jim?

—No, no tienes por qué preocuparte —dijo Zacky—. Sólo necesito ver al capitán Poldark, para resolver ciertas cuestiones.

—Bien, pensé que… —dijo Jinny, tranquilizada a medias—. Pensé que…

—Jinny, tienes que acostumbrarte a verme aquí con más frecuencia. Trabajo para el capitán Poldark; ya deberías saberlo.

La joven lo miró alejarse, y después regresó a la cocina con una expresión inquieta en el rostro.

Zacky encontró a Ross conversando con el capataz Henshawe, entre los edificios de la mina, al lado del arrecife Leisure. Ross dirigió a Zacky una mirada inquisitiva.

—Bien, señor, se trata de Jim. ¿Recuerda que en la subasta ese hombre dijo que la cárcel de Bodmin estaba atestada a causa de los detenidos en los disturbios?

Ross asintió.

—Bien, esta mañana, mientras me ocupaba de ciertos asuntos de trabajo, lo mismo que hago ahora, oí decir que muchos de los que ya estaban encarcelados fueron llevados a otros lugares para dejar espacio.

—¿Cree que la información es fidedigna?

—Eso pienso. El hermano de Joe Trelask fue trasladado; y Peter Mawes dijo que toda la gente de la celda de Jim iba a Launceston.

—Launceston. —Ross silbó por lo bajo.

—¿Es un lugar muy malo?

—Tiene mala fama. —No tenía objeto alarmar demasiado a Zacky—. Pero trasladar a un hombre que pronto cumplirá su condena es monstruoso. ¿Quién lo ordenó? Me gustaría saber si es verdad.

—Peter Mawes vino directamente de Bodmin. Pensé que debía comunicárselo. Me pareció que desearía saberlo.

—Pensaré en el asunto, Zacky. Tiene que haber un modo de conocer prontamente la verdad.

—Pensé que desearía saberlo —repitió Zacky y se volvió para reanudar su camino—. Señor, por la mañana iré a revisar la reducción por pérdida y deterioro.

Ross se volvió hacia Henshawe; pero no podía concentrar la mente en lo que habían estado conversando. Siempre había sentido una profunda simpatía por Jim, y la idea de que lo hubieran alejado treinta kilómetros más de su hogar para llevarlo a la peor cárcel del oeste —posiblemente por decisión de algún hinchado burócrata— lo irritaba y preocupaba.

Durante el resto de la tarde tuvo trabajo en la mina, pero cuando concluyó se dirigió a ver a Dwight Enys.

Al llegar a la vivienda del médico, observó las mejoras introducidas por Enys; pero cuando pasó frente a la ventana de la sala de estar de Dwight, que estaba abierta, oyó el canto de una persona. Advirtió sorprendido que era una voz femenina, no muy alta, pero sí clara.

No detuvo la marcha, pero mientras daba la vuelta a la esquina para acercarse a la puerta principal, alcanzó a oír las palabras:

Mi amor es locura y absurdo

Y estoy tan sola

Y siempre reniego y lloro

¡Qué feliz criatura es Polly!

¡Y qué vulgar soy yo!

La cólera tiñe de escarlata mi rostro…

Golpeó la puerta con la vara que sostenía en la mano.

Cesó el canto. Se volvió y permaneció de pie, de espaldas a la puerta, mirando a un petirrojo que entre las piedras buscaba musgo para su nido.

Se abrió la puerta. El rostro de Dwight, que ya estaba un tanto sonrojado, cobró un color más intenso cuando vio quién era.

—¡Caramba, capitán Poldark, qué sorpresa! Pase, por favor.

—Gracias. —Ross lo siguió a la sala, de donde tres minutos antes venía la canción. Allí no había nadie.

Pero, quizá por lo que sabía, le pareció percibir en el lugar una sutil disposición que indicaba que allí había estado un visitante.

Ross explicó el motivo de su visita, la novedad acerca de Jim Carter, y dijo que se proponía abordar la diligencia del día siguiente para descubrir la verdad. Deseaba saber si Enys estaba dispuesto a acompañarlo.

Dwight aceptó inmediatamente, y su expresión reflejaba una mezcla de buena voluntad y embarazo; finalmente, los dos hombres convinieron en reunirse temprano y cabalgar hasta Truro.

Ross volvió a su casa, preguntándose dónde había oído antes esa voz de mujer.

Para evitar que Jinny se preocupase, nada le dijeron; pero Demelza estaba preocupada por su hombre. No le agradaba que Ross entrase en la atmósfera confinada de una cárcel, que en el mejor de los casos era ponzoñosa; y un viaje hasta Launceston, cruzando los peligrosos páramos de Bodmin, parecía encerrar toda suerte de peligros.

Partieron después de desayunar, temprano, y cuando llegaron a Truro, Ross hizo algunas compras.

La señora Trelask, que acababa de retirar las fundas que cubrían su mercadería, se sorprendió ante la llegada de un hombre alto, de expresión seria, que se presentó y dijo que, según entendía, su esposa era cliente de la señora Trelask, de modo que esta debía conocer sus medidas. Si tal era el caso, se proponía encomendarle la confección de un vestido de noche para su esposa; la prenda debía entregarse antes del día de la celebración.

Como una gallina encerrada en un recinto estrecho, la señora Trelask se agitó y esponjó ruidosamente, y confundida, bajó satenes de seda y brocados y terciopelos; pero entonces advirtió la importancia de las últimas palabras pronunciadas por su visitante, y señaló que alimentaba grandes dudas acerca de su capacidad para satisfacer el encargo en el tiempo disponible, porque ya le habían encomendado muchos trabajos. El visitante, que había mostrado interés en una costosa seda de brocado plateada, al oír lo anterior recogió su sombrero y le deseó que tuviese buenos días.

Inmediatamente, la señora Trelask demostró una agitación aún más intensa, y llamó a su hija; ambas conversaron en voz baja, realizaron diferentes anotaciones y manipularon alfileres, mientras el visitante se golpeaba las botas con el látigo de montar. Finalmente, las mujeres dijeron que verían qué podían hacer.

—Como usted comprende, es una condición de la compra.

—Sí —dijo la señora Trelask, enjugando una lágrima—. Así lo entiendo, señor.

—En ese caso, estamos de acuerdo; prosigamos con el asunto. Pero usted debe ayudarme, porque nada sé de estas cosas de mujeres, y quiero lo más moderno y lo mejor.

—Nos ocuparemos de que todo sea a la última moda —dijo la señora Trelask—. ¿Cuándo puede venir a probarse la señora Poldark?

—No habrá pruebas, salvo el día de la fiesta —dijo Ross—. Quiero que sea una sorpresa. Si hay que hacer algún arreglo, mi esposa puede venir por la tarde.

Al oír esto hubo más agitación, pero las compuertas de la aquiescencia ya se habían abierto, y al fin concordaron en todo.

Después, Ross se dirigió a una pequeña tienda sobre cuyo frente había un anuncio con la leyenda: «S. Solomon. Joyas y artículos de peltre».

—Quiero ver algo para una dama —dijo—. Para usar en el cabello, o alrededor del cuello. No dispongo de tiempo para examinar muchas cosas.

El hombre alto y viejo inclinó la cabeza; llevó a Ross a una oscura habitación de la trastienda y allí le presentó una bandeja con media docena de collares y tres camafeos, algunos brazaletes de perlas para la muñeca y ocho anillos. No vio nada que le interesara. El más grande de los collares de perlas costaba treinta libras, y a Ross le pareció que no las valía.

—Señor, las perlas son la moda. No podemos conseguirlas. Las más pequeñas se usan para adornar vestidos y sombreros.

—¿No tiene nada más?

—Señor, no puedo guardar aquí cosas más valiosas. ¿Quizá pueda prepararle algo especial?

—Lo quería para la semana próxima.

El comerciante dijo:

—Tengo algo que compré a un marino. Probablemente podría interesarle.

Extrajo un broche de filigrana de oro con un solo rubí y un circulito de pequeñas perlas. Era extranjero, probablemente veneciano o florentino. El hombre observó los ojos de Ross cuando este tomó la joya para examinarla.

—¿Qué precio tiene?

—Vale por lo menos ciento veinte libras, pero quizá deba esperar mucho tiempo para venderla, y no quiero arriesgarme a enviarla por correo a Plymouth. Aceptaré cien guineas.

—No deseo regatear —dijo Ross—, pero noventa libras era lo que pensaba gastar.

El comerciante se inclinó levemente.

—Tampoco yo quiero regatear. ¿Piensa pagar en efectivo?

—Mediante una letra contra el banco de Pascoe. Pagaré hoy, y vendré a buscar el broche dentro de una semana.

—Muy bien, señor. Aceptaré noventa… noventa libras.

Ross se reunió con Dwight a tiempo para abordar la diligencia, y entraron en Bodmin a primera hora de la tarde. Allí, la diligencia permaneció el tiempo necesario para que la gente almorzara, y para que Ross descubriese que el rumor no carecía de fundamento. Habían retirado de allí a Jim.

No tuvieron tiempo de comer, pero en el último momento consiguieron subir a la diligencia. Mientras recorría el camino largo y solitario a través de los páramos de Bodmin, entre las colinas desnudas y los valles sin árboles, Ross vio que el conductor y su compañero llevaban mosquetes, depositados en una caja sobre el pescante.

Pero ese día el trayecto no se vio interrumpido por episodios dignos de mención, y los viajeros pudieron admirar los cambiantes colores de la tierra, bajo la luz de un cielo azul salpicado de nubes. Llegaron a Launceston poco después de las siete, y ocuparon cuartos en el «Ciervo Blanco».

La cárcel estaba sobre la colina, dentro del recinto del viejo y ruinoso castillo normando, y Ross y Dwight se acercaron al lugar atravesando un laberinto de calles y subiendo por un sendero que corría entre laureles y zarzas, hasta que llegaron al muro exterior de lo que otrora había sido la guardia del castillo. La entrada en arco estaba cerrada por una puerta de hierro con candado, pero nadie contestó a los golpes o los gritos. Un zorzal piaba sobre un árbol achaparrado, y más lejos, allá arriba, una alondra cantaba en la penumbra.

Dwight estaba admirando el paisaje. Desde ese lugar alto podían verse los páramos que se extendían en todas direcciones, por el norte hacia el mar, que centelleaba como un cuchillo desenvainado bajo los rayos del sol poniente, y hacia el este y el sur, a través del Tamar, hacia Devon y los ásperos tonos púrpuras de Dartmouth. No era de extrañar que Guillermo el Conquistador hubiese elegido el sitio para construir un castillo que dominaba todos los caminos de acceso desde el oeste. Roben, su medio hermano, había vivido aquí y contemplado ese territorio extranjero que le habían concedido y que él debía colonizar y pacificar.

Dwight dijo:

—Hay un vaquero cerca de esa empalizada derruida. Le Preguntaré.

Mientras Ross continuaba aporreando la puerta, Dwight se alejó y habló con un hombre de rostro sombrío, que tenía el sombrero de tela y la bata de un peón de campo. Poco después regresó.

—Al principio, no pude entenderlo. En esta región el acento es muy distinto. Dice que todos los ocupantes de la cárcel han enfermado de fiebre. Está allí, en ese prado, a la derecha de la puerta. Cree que no debemos entrar esta noche.

Ross miró a través de los barrotes.

—¿Y el carcelero?

—Vive lejos. Aquí tengo su dirección. Detrás de la calle Southgate.

Ross miró ceñudo el muro.

—Dwight, podríamos trepar. Los barrotes están oxidados y será fácil arrancarlos.

—Sí, pero sería inútil si la propia cárcel está cerrada con llave.

—Bien, no hay tiempo que perder, porque en una hora habrá oscurecido.

Se volvieron y descendieron nuevamente la ladera de la colina.

Les llevó un rato encontrar la vivienda del carcelero, y estuvieron varios minutos martilleando la puerta del cottage antes de que se abriese unos centímetros y apareciera parpadeando un hombre mal vestido, sucio y barbudo. Su cólera se calmó un poco cuando vio el atuendo de sus visitantes.

—¿Usted es el carcelero de la prisión? —dijo Ross.

—Sí.

—¿Tiene aquí a un hombre llamado Carter, traído hace poco de Bodmin?

El carcelero pestañeó.

—Quizá.

—Queremos verlo inmediatamente.

—Es mal momento para visitas.

Ross metió prestamente su pie en el hueco entre la puerta y el marco.

—Traiga sus llaves, o haré que lo echen por mal cumplimiento de su deber.

—No —dijo el carcelero—. Ya está anocheciendo. Allí hay fiebre. No conviene acercarse…

Ross había vuelto a abrir la puerta con un golpe del hombro. En el aire había un fuerte olor de licor barato. Dwight entró después de Ross en el cuarto. Una anciana, deforme y raída, estaba agazapada frente al hogar.

—Las llaves —dijo Ross—. Venga con nosotros o iremos solos.

El carcelero se limpió la nariz con el brazo.

—¿Con qué autoridad? Usted debe tener autoridad…

Ross lo tomó del cuello.

—Tenemos autoridad. Traiga las llaves.

Unos diez minutos después, una procesión marchaba por las callejuelas empedradas en dirección a la cima de la colina; el desaliñado carcelero iba delante, llevando cuatro grandes llaves en un llavero. La gente los miraba pasar.

Mientras subían, el sol poniente resplandeció una vez más, y un instante después se hundió en el horizonte y desapareció.

El vaquero había retirado a sus animales, y la ruina mostraba masa oscura y silenciosa. Llegaron al portón de hierro y pasaron bajo el arco de piedra; con pasos lentos, caminaron hacia un edificio cuadrado, de medianas proporciones, erigido en el centro de un prado.

Los pasos renuentes del hombre finalmente se detuvieron.

—No conviene entrar —dijo—. Usted debe demostrarme que es la autoridad. Hay mucha fiebre. Ayer murió uno de ellos. No sé muy bien quién. Mi compañero…

—¿Cuánto hace que no viene por aquí?

—No, estuve anteayer. Habría venido hoy, pero mi madre enfermó. Envié la comida. Usted debe mostrarme su autoridad…

Se oyó un súbito clamor de gritos, que crecían en volumen y número, gritos animales, no humanos, ladridos, gemidos y gruñidos, no palabras. Los prisioneros los habían oído.

—Ya ve —dijo el carcelero, mientras Ross retrocedía—. Ya ve. No conviene que la gente decente se acerque. Hay fiebre…

Pero Ross había retrocedido para mirar por una ventana, y entonces vio otra abierta a bastante altura en la pared, a su derecha. La construcción tenía dos pisos, y la ventana estaba destinada a dar un poco de luz y ventilación a las mazmorras de la planta baja. Tenía menos de un metro de lado y unos cuarenta centímetros de alto, y estaba cerrada por gruesos barrotes. Los gritos y los alaridos llegaban de allí, pero sus ecos reverberaban, y era evidente que la ventana no estaba al alcance de los presos.

—Abra la puerta, hombre —dijo Ross—. ¡Vamos, deme las llaves!

—¡Por aquí no! —dijo el carcelero—. Nadie la ha abierto desde que la pusieron. Venga a la capilla que está arriba y le abriré la trampilla por donde se arroja el alimento. Incluso así hay peligro de fiebre, se lo aseguro. Si piensa…

Dwight dijo:

—Dentro de diez minutos oscurecerá. No tenemos tiempo que perder si queremos verlo hoy.

—Vea —dijo Ross al carcelero—, este caballero es cirujano Y quiere ver inmediatamente a Carter. Abra la puerta o le rompo la cabeza y la abro yo mismo.

El carcelero retrocedió.

—Maldición, me costará el puesto… Bien, la abriré… Recuerdo, la culpa no es mía, fiebre o no…

Con gran esfuerzo abrieron la puerta principal, que gimió sobre los goznes oxidados. Adentro estaba completamente oscuro, y cuando entraron, un hedor terrible los golpeó. Ross era un hombre de su época, y había viajado por lugares muy difíciles. Dwight era médico, y nunca había rehuido sus obligaciones; pero eso era nuevo para ambos. El carcelero volvió a salir, y tuvo un acceso de arcadas y escupió. Ross lo aferró de la manga y lo obligó a regresar.

—¿Hay una linterna aquí?

—Sí, creo que sí. Detrás de la puerta.

Temblando, se volvió entre los residuos y encontró la linterna. Después, echó mano del pedernal y la yesca para encenderla.

En la cárcel, después del escándalo inicial, se había hecho el silencio. Sin duda creían que habían venido a traer más condenados.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Ross vio que estaban en un corredor. A un costado, la ventana dejaba entrar el débil resplandor del crepúsculo. Del otro, se hallaban las celdas o jaulas. Había sólo tres o cuatro, y todas eran pequeñas. Cuando al fin la mecha prendió y se encendió la vela, vio que la más grande de las jaulas no tenía más de tres metros de lado. En cada una de ellas habían encerrado a una docena de convictos, poco más o menos. En todas las jaulas, unos rostros terribles espiaban entre los barrotes.

—Un foco de peste —dijo Dwight, que caminaba con un pañuelo aplicado a la nariz—. ¡Dios mío, qué ofensa a la dignidad humana! Hombre, ¿hay cloacas? ¿O atención médica? ¿O por lo menos una chimenea?

—Vea —dijo el carcelero, de pie al lado de la puerta—, hay enfermedad y fiebre. No tardaremos mucho en enfermar nosotros mismos. Salgamos, podemos volver mañana.

—¿En qué celda está Carter?

—Dios mío, no lo sé. No lo conozco, no distingo a unos de otros, Dios me ayude. Será mejor que lo busque usted mismo.

Obligando a caminar al carcelero, con la linterna que le temblaba en la mano, Ross siguió a Dwight. En la última y la más pequeña de las jaulas había media docena de mujeres. La celda apenas ofrecía espacio para que se acostasen. Sucias, demacradas, harapientas, como extraños demonios, aullaban y se agitaban —las que podían estar de pie— pidiendo dinero y pan.

Asqueado y horrorizado, Ross regresó adonde estaban los hombres.

—¡Silencio! —gritó ante el clamor que comenzaba a crecer otra vez.

Los gritos se apagaron lentamente.

—¿Jim Carter está aquí? —gritó—. ¿Jim, estás aquí?

No hubo respuesta.

Hubo un entrechocar de cadenas, y una voz dijo:

—Está aquí. Pero no puede hablar por sí mismo.

Ross se acercó a la jaula que estaba en medio de las otras dos.

—¿Dónde?

—Aquí. —Los demonios del pozo de pestilencia se apartaron de los barrotes, y la linterna del carcelero reveló la presencia de dos o tres figuras acostadas sobre el piso.

—¿Está… muerto?

—No, pero el otro sí. Carter está grave, con fiebre. Y el brazo…

—Acérquenlo a los barrotes.

Así lo hicieron, y Ross vio a un hombre a quien no habría reconocido. El rostro, hundido y cubierto por una larga y enmarañada barba negra, estaba salpicado de forúnculos rojos y sanguinolentos. De tanto en tanto, Jim se agitaba y murmuraba, y hablaba en medio del delirio.

—Es el tipo petequial —murmuró Enys—. Yo diría que ya pasó el peor momento. ¿Cuánto tiempo hace que está enfermo?

—No lo sé —dijo el otro convicto—. Como usted comprenderá, aquí perdemos la cuenta de los días. Quizás una semana.

—¿Qué tiene en el brazo? —dijo ásperamente Enys.

—Tratamos de contener la fiebre sangrándolo —dijo el convicto—. Desgraciadamente, el brazo se infectó.

Dwight contempló un momento al hombre que deliraba, y después volvió los ojos hacia el convicto.

—¿Por qué está aquí?

—Oh —dijo el otro—, no creo que mi caso pueda interesarle, si bien en un encuentro más feliz podría entretenerlo un rato. Cuando uno no tiene el beneficio de un patrimonio, a veces se ve obligado a ganarse la vida utilizando medios que su profesión, señor, prefiere reservar para sí. Es natural que…

Ross se había puesto de pie.

—Abra esta puerta.

—¿Qué? —preguntó el carcelero—. ¿Para qué?

—Para llevarme a este hombre. Necesita atención médica.

—Sí, pero está cumpliendo una sentencia, y nada…

—¡Maldito sea! —Ross y a no controlaba su cólera—. ¡Abra esta puerta!

El carcelero, acorralado contra la jaula, miró alrededor buscando un medio de huir; no halló ninguna vía de escape, y sus ojos volvieron a encontrarse con los del hombre que tenía enfrente. Se volvió prestamente, manipuló las grandes llaves, abrió presuroso la puerta y retrocedió transpirando.

—Sáquenlo —dijo Ross.

Dwight y el carcelero entraron, resbalando sobre los excrementos que cubrían el piso de tierra húmeda. Felizmente, Jim no era uno de los que estaban encadenados a otro prisionero. Lo alzaron, y lo sacaron de la jaula y de la prisión, y Ross los siguió. Lo depositaron sobre el blando pasto que formaba el prado, y el carcelero regresó trastabillando a cerrar las puertas.

Dwight se enjugó la frente.

—¿Y ahora?

Ross contempló el despojo humano que se agitaba en la semioscuridad, a sus pies. Absorbió grandes bocanadas del aire fresco y limpio de la noche, que soplaba como un don de Dios desde el mar.

—Dwight, ¿qué posibilidades tiene?

Dwight, escupía sin cesar.

—Debería sobrevivir a la fiebre. Pero ese estúpido entrometido… aunque lo hizo con buena intención. Este brazo está mal.

—Debemos llevarlo a otra parte, bajo techo. No sobrevivirá si pasa la noche al aire libre.

—Bien, en el «Ciervo Blanco» no lo aceptarán. Es como pedir que alberguen a un leproso.

El carcelero había cerrado de nuevo la prisión, y estaba de pie al lado de la puerta, mirándolos con expresión maligna. Pero no parecía dispuesto a acercarse.

—Dwight, debe haber un establo por aquí cerca. O un cuarto. No todos los hombres son inhumanos.

—Tienden a serlo cuando se trata de la fiebre. En defensa propia. Yo diría que el único recurso es encontrar un establo. Sería mejor un poco alejado de la prisión, no sea que el carcelero se apresure a informar de lo que hicimos.

—Seguramente hay un hospital en la ciudad.

—Ninguno aceptará a este paciente.

—Estaré bien, Jinny. No me atrapará —dijo una voz ronca que venía de la figura extendida sobre el suelo.

Ross se inclinó.

—Déme una mano. Debemos llevarlo, y ahora mismo.

—Evite su aliento —dijo Dwight—. En esta etapa de la enfermedad es mortal.