Capítulo 2

Mientras cabalgaba de regreso a su hogar, sus pensamientos no le daban tregua. Dieciocho meses antes se consideraba feliz, y previsoramente había tratado de mantener todo lo posible ese estado de ánimo. Ahora no se sentía descontento, pero estaba muy inquieto, demasiado preocupado. Cada día se prolongaba inexorable en el siguiente, conectado por una relación de causa y efecto, de anticipación y resultado, de preparación y realización. La sugerencia casual formulada a Blewett nueve meses antes lo había arrojado a una red de hechos nuevos.

¿Verity y Blamey? El hombre arrogante a quien había visto un día después del bautizo de Julia había perdido todo lo que otrora tenía en común con la dulce y equilibrada Verity. No podía ser. Alguna bruja vieja y malvada había dado a luz ese perverso engendro. La cosa encerraba tanta verdad como la calumnia que había oído de labios de Jud.

No se había llegado a ninguna reconciliación entre Ross y los Paynter. Demelza visitaba a veces a Prudie, pero eso era todo. Jud trabajaba a ratos para Trencrom, a quien siempre era útil un hombre que tenía experiencia de mar y carecía de escrúpulos. Y cuando no trabajaba, Jud hacía el recorrido de las tabernas y arengaba a los hombres acerca de sus defectos.

Con respecto a los Gimlett, habían estado a la altura de la impresión inicial. Con ilimitado buen humor, trotaban por la casa y la granja, y aunque ya no fuese necesario, a menudo trabajaban simplemente por placer. Jinny había regresado a Nampara en Navidad. En definitiva, había pedido volver, pues el sentido común y la falta de dinero habían prevalecido sobre su timidez.

Ross no había vuelto a ver a Jim, si bien todo el invierno había pensado en cabalgar hasta Bodmin llevando consigo a Dwight Enys. La compañía fundidora de cobre había absorbido toda su atención. Muchas veces había contemplado la posibilidad de renunciar. Carecía del tacto y la paciencia necesarios para conquistar el interés de los hombres importantes, para alimentarlo una vez conquistado, y para realizar toda suerte de pequeños ajustes que halagaran su vanidad. En ese sentido, Richard Tonkin era insustituible. Sin Richard Tonkin la empresa hubiese naufragado.

Pero sin Ross también hubiera naufragado, aunque Ross no lo advertía. Era el factor de rigidez, el ingrediente inflexible, y gran parte de la energía dinámica. Los hombres aceptaban su integridad, allí donde con otro habrían preguntado: «¿Qué gana con esto?»

Pues bien, habían organizado la compañía, y ahora ella estaba preparada para iniciar la lucha. Y el invierno había terminado, y los hombres y las mujeres (la mayoría) habían soportado la prueba, y los niños se habían quejado y sobrevivido (la mayoría). La ley dificultaba el traslado de los hombres de un distrito a otro —no fuese que se convirtiesen en una carga para otra parroquia— pero unos pocos habían logrado acercarse a los puertos de Falmouth y Plymouth, o habían buscado los medios de sobrevivir en las localidades del interior de la región. El rápido crecimiento de la población de los distritos mineros se había contenido en un solo año.

Y el rey había enloquecido, y había peleado con sus carceleros, que lo maltrataban, y había desgarrado sus cortinas; y el joven Pitt, que ya no tenía a su protector, había estado preparándose para abandonar la vida pública, obediente a los caprichos del Destino, y contemplando la posibilidad de hacer carrera en el foro; y el Príncipe de Gales, acompañado por la señora Fitzherbert, que contenía sus peores desatinos, había regresado de Brighton para aceptar una regencia, a lo cual el joven Pitt tuvo la insolencia de oponerse.

Y el rey había jurado a tiempo para destruir las esperanzas de su hijo, de modo que todo había retornado al punto de partida, excepto que la antipatía de George por los Whigs era apenas menor que la antipatía por su propia familia.

Y finalmente se había iniciado el proceso de Hastings. Y un clérigo llamado Cartwright había creado un artefacto extraordinario para tejer, es decir un telar mecánico accionado por un motor de vapor.

En América, la Unión era un hecho; El Mercurio de Sherborne afirmaba que había nacido una nueva nación, habitada por cuatro millones de personas —la cuarta parte negros— que un día podía llegar a ser muy importante. Prusia había dedicado el invierno a limitar la libertad de la prensa y a firmar una alianza con Polonia, con el fin de guardarse las espaldas en caso de ataque a Francia. Francia nada había hecho. La parálisis se había posesionado de la espléndida corte, mientras los hombres morían de hambre en las calles.

Y la Wheal Leisure había prosperado discretamente durante todo el invierno, si bien el dinero que Ross ganaba desaparecía con bastante rapidez, la mayor parte invertido en la compañía Carnmore. Una pequeña suma se invirtió en la compra de un caballo para Demelza, y además apartó una reducida reserva de doscientas libras en previsión de alguna situación urgente.

Cuando se acercaba a Grambler, vio a Verity que venía hacia él desde la aldea.

—Caramba, Ross, mira que encontrarte —dijo Verity—. Fui a ver a Demelza. Se queja de que la descuidas. Hemos mantenido una larga conversación, que se habría prolongado hasta la caída del sol si Garrick no hubiera volcado la bandeja del té con su cola; y eso despertó a Julia, que dormía la siesta. Estuvimos charlando como dos viejas pescaderas que esperan la llegada de las redes.

Ross miró a su prima con ojos diferentes. En su mirada había algo; sus modales eran mucho más vivaces. Desmontó alarmado.

—¿Qué estuvisteis tramando en mi casa esta tarde?

La pregunta apuntaba tan certeramente al blanco que Verity se sonrojó.

—Fui a ver si el hombre de Sherborne os trajo una invitación, como a nosotros. Curiosidad, querido. Las mujeres no están satisfechas si no conocen los asuntos de su vecino.

—¿Y la trajo?

—Sí.

—¿Una invitación para qué?

Verity se arregló un mechón de cabellos.

—Bien, primo, está esperándote en tu casa. No había querido mencionártelo, pero me sorprendiste y te revelé el secreto.

—Entonces permíteme que sorprenda el resto, y así podré enterarme de una vez de todas las novedades. Verity lo miró en los ojos y sonrió.

—Ten paciencia, querido. Ahora es el secreto de Demelza. Ross gruñó por lo bajo.

—No he visto a Francis ni a Elizabeth. ¿Les va bien?

—Bien no es la palabra apropiada, querido mío. Francis está tan endeudado que parece que jamás lograremos salir a flote. Pero por lo menos ha tenido el valor de retirarse del círculo de Warleggan. Elizabeth… bien, Elizabeth se muestra muy paciente con él. Creo que la alegra tenerlo más en casa; pero yo desearía… quizá su paciencia daría más frutos si demostrase mayor comprensión. Uno puede ser amable sin tener simpatía. Yo… Quizá lo que acabo de decir es injusto. —Verity de pronto pareció desasosegada—. No tomo partido por Francis porque sea mi hermano. A decir verdad, la culpa es suya… o parece serlo… Despilfarró el dinero cuando lo tenía. Si hubiésemos contado con el dinero que malgastó, habríamos contado en definitiva con más recursos para financiar la mina…

Ross sabía por qué Francis se mantenía apartado de los Warleggan y se limitaba a beber en su casa: Margaret Cartland había descubierto que su amante ya no era rico, y lo había despedido.

—Demelza me criticará si te retengo, Ross. Sigue tu camino, querido. Debes estar fatigado.

Ross descansó la mano un momento sobre el hombro de Verity y la miró. Después, volvió a montar.

—Estoy cansado de oír a los hombres hablar de sus minas y del precio del cobre. Tu conversación es más variada, y nunca das a nadie la oportunidad de fatigarse oyéndote. Y ahora tienes secretos con Demelza, y huyes antes de que yo regrese.

—Nada de eso, Ross —dijo Verity, sonrojándose otra vez—. Si voy de visita cuando tú no estás es porque creo que Demelza puede sentirse sola; y si me marcho antes de que vengas es porque pienso que querrás pasar a solas con ella las horas que estás en tu hogar. Me ofendes.

Ross se echó a reír.

—Bendita seas. Sé que no lo hago.

Siguió su camino. Sí, había un cambio. Dos veces había estado al borde de mencionar el nombre de Blamey, y otras tantas se había retraído. Ahora se alegraba de no haber mencionado el asunto. Si en efecto había algo, prefería no saberlo. Ya una vez había asumido la responsabilidad de saber.

Cuando pasó frente a la mina Grambler, recorrió el lugar con los ojos. Una o dos ventanas de la oficina estaban destrozadas, y entre las lajas del sendero pavimentado aquí y allá crecían malezas. Dondequiera que había metal se había formado herrumbre. El pasto alrededor de la mina exhibía un verde intenso desusado, y en algunos lugares se habían formado montículos de arena.

Varios niños habían armado un tosco balancín con un trozo de cordel viejo, y lo habían colgado de una viga dispuesta sobre las plataformas de lavado. Una docena de ovejas se había acercado a la casa de máquinas, y ahora pastaban pacíficamente en el silencio de la tarde.

Siguió cabalgando y llegó a su propia tierra, y descendió por el valle; y desde lejos alcanzó a oír a Demelza que tocaba la espineta. El sonido llegaba como una vibración dulce, quejosa y distante. Los árboles tenían brotes verdes, y había amentos y unas pocas primaveras florecidas en el pasto húmedo. La música era un hilo entretejido en la primavera.

Se le ocurrió la idea de sorprenderla, y frenó a Morena y la ató al puente. Después, caminó hasta la casa, y sin que nadie lo advirtiese entró en el vestíbulo. La puerta de la sala se hallaba entreabierta.

Demelza estaba frente a la espineta, con su vestido de muselina blanca, en el rostro la expresión peculiar que siempre adoptaba cuando leía música, casi como si se dispusiera a morder una manzana. Todo el invierno había estado recibiendo lecciones de la anciana que había sido institutriz de las cinco jóvenes Teague. La señora Kemp venía una vez por semana, y Demelza había progresado mucho.

Ross se deslizó en la habitación. Demelza ejecutaba la música de una de las óperas de Arne. El escuchó unos minutos, contento de la escena, de la música y de la serenidad de su hogar. Para eso volvía a su casa.

Caminó en silencio, acercándose a ella, y le besó la nuca.

Demelza lanzó un grito, y la espineta se interrumpió con un sonido discordante.

—Un desliz del dedo y pif, uno está muerto —dijo Ross con la voz de Jud.

—¡Judas! Me asustaste, Ross. Siempre estoy asustándome. No es de extrañar que sea un manojo de nervios. Esto es una novedad, entrar caminando como un gato.

El le tomó la oreja.

—¿Por qué Garrick estaba aquí, donde nada tiene que hacer, excepto romper nuestra porcelana nueva? Un perro, si puede llamárselo así, del tamaño de una vaca…

—¿Así que viste a Verity? ¿Te habló de nuestra… de nuestra… El contempló el rostro ansioso y expectante.

—¿De nuestra qué? —Nuestra invitación—. No. ¿De qué se trata?

—¡Ah! —Complacida, se desprendió de él y, bailando, se acercó a la ventana—. Es muy interesante. Te lo diré mañana. O quizás al día siguiente. ¿Te parece bien?

Los ojos agudos de Ross recorrieron la habitación y, casi al instante, se fijaron en la hoja de papel bajo la jarra de especias, sobre la mesa.

—¿Es eso?

—¡No, Ross! ¡No debes mirar! ¡Déjala! —Corrió hacia la mesa y los dos llegaron simultáneamente, lucharon entre risas, y los dedos de Demelza, sin saber cómo, se habían entrelazado con los de Ross. El papel se desgarró por el medio, y ambos se separaron, cada uno con un pedazo.

—Oh —dijo Demelza—, ¡lo echaste a perder!

El leía.

—«Con motivo del día de la Majestad Nacional, el Rey y el Alcalde celebrarán…»

—¡Alto! ¡Alto! —dijo ella—. Aquí viene mi parte en el papel. Empieza otra vez.

—«Con motivo del día…»

—«… de Acción de Gracias —intercaló ella—, con el fin de celebrar la recuperación de la salud de Su…» Ahora te toca a ti.

—«… Majestad el Rey, el próximo veintitrés de abril el Alcalde…»

—«… de Cornwall, el Sheriff, los vocales…» —«… y el Alcalde de Truro, celebrarán una Gran Reunión y Baile en los Salones de la Alcaldía.»

—«Comenzarán a las ocho de ese día, precedidos por…»

—«… fuegos artificiales y entretenimientos.» —El volvió a mirar su papel—. «Se invita al capitán Poldark.»

—Y a la señora —exclamó ella—. «Se invita al capitán y a la señora Poldark.»

—No dice nada de eso en mi invitación —objetó Ross.

—¡Aquí está! ¡Aquí está! —Demelza se acercó a Ross, y unió los dos fragmentos de papel—. «Y señora.» Ya ves, tenemos que ir los dos.

—¿Cada uno con su propio pedazo? —preguntó Ross—. No te aceptarán sólo con la palabra «Señora.» No se aclaran bien las cosas.

No me extraña —dijo Demelza—, que te hayan elegido para dirigir la compañía, porque eres capaz de provocar malos pensamientos en un santo.

—Bien, de todos modos la invitación ya no sirve —dijo Ross, esbozando el gesto de arrojar su mitad al fuego.

—¡No! ¡No! —Le aferró la mano y trató de detenerlo. Después de unos instantes, la actitud de Ross cambió; renunció a la lucha, Y atrajo a Demelza y la besó.

Y también repentinamente ella se apaciguó, jadeando como un animalito que sabe que está atrapado.

—Ross, no deberías hacer eso —dijo—. De día no.

—¿Cuánta vajilla rompió Garrick?

—Oh… sólo dos platitos.

—¿Y cuántas tazas?

—Creo que una… Ross, ¿iremos a esta fiesta?

—¿Y quién lo dejó entrar?

—Creo que entró sin que lo viese. Ya sabes cómo es. Jamás ceja. Estaba afuera, y de pronto lo encontramos aquí. —Trató de desasirse, pero esta vez él la tenía bien sujeta. La mejilla sonrojada de Demelza estaba cerca de la cara de Ross, y él aplicó su nariz contra la piel femenina, complacido por el olor—. ¿Y qué hay con Verity? ¿Qué noticias trajo?

—¿Soy un diente de león? —dijo ella—. ¿Por qué me hueles? ¿O una zanahoria que se mantiene colgada frente a un…?

—¿Al hocico de un burro? —El se echó a reír. Después también ella rio, y se contagiaron uno al otro.

Se sentaron en la banqueta, y siguieron riendo.

—Usaré mi vestido verde manzana y malva —dijo ella de pronto—, el que tenía en Trenwith, hace dos años. Creo que ya estoy tan delgada como entonces.

Ross dijo:

—Usaré una peluca de segunda mano, con rizos en la frente, y medias escarlatas; y una chaqueta de seda verde bordada con ratones de campo.

Ella volvió a reír.

—¿Crees que nos anunciarán como la señora y la señorita Poldark?

—O como la cabeza y la cola de un burro —sugirió él—. Debemos echar a la suerte quién será la cola.

Pocos minutos después, Jane Gimlett asomó por la puerta su cabeza pequeña, redonda y pulcra; y encontró a los dos esposos sentados en la banqueta, mirándola con rostros risueños.

—Oh, disculpen —se apresuró a decir—. Señor, no sabía que había regresado. Me pareció que había ruidos raros.

Ross dijo:

—Tenemos una invitación para un baile, y por error la rompimos. Aquí hay un pedazo, y allí otro. Estábamos pensando qué podríamos hacer.

—Oh, señor —dijo Jane—. Yo pegaría las dos mitades con una mezcla de harina. Las pone sobre un pedazo de diario para que se sostengan bien firmes. Así como está no tiene pies ni cabeza.

Al oír esto, Ross y Demelza se miraron y prorrumpieron en carcajadas… como si Jane Gimlett les hubiera dicho una cosa sumamente divertida.

Esa noche, antes de que ambos se durmieran, Ross dijo:

—Ahora que nos hemos serenado, dime una cosa: ¿Últimamente Verity mencionó al capitán Blamey?

La pregunta conmovió a Demelza. Libró una áspera batalla con su conciencia.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Corre el rumor de que está encontrándose con él.

—¿Cómo? —dijo Demelza.

—¿Y bien? —insistió Ross después de un momento.

—Ross, no quisiera decir… no quisiera decir que se encuentra con él, ni tampoco desearía decir que no se encuentra.

—En una palabra, no quisieras decir nada.

—Bien, Ross, no es justo repetir ni siquiera para ti lo que se me dice como confidencia.

Ross meditó un momento.

—Desearía saber cómo volvió a verse con él. Es realmente lamentable.

Demelza nada dijo, pero cruzó los dedos en la oscuridad.

—Ahora no puede ser una relación seria —dijo Ross, inquieto—. Ese individuo prepotente e irritable. Verity debe estar loca si continúa viéndolo; y no importa lo que hubo hace años. Toda la acritud que había entonces volverá a manifestarse si Francis se entera.

Demelza nada dijo, pero también cruzó las piernas.

—Cuando me lo dijeron, no quise creerlo —continuó Ross—. No pude creer que Verity sería tan absurda. Estás muy silenciosa.

—Estaba pensando —dijo en voz baja Demelza—, que si ella… Si ellos todavía sienten lo mismo después de todos estos años, quiere decir que es un afecto muy firme.

—Bien —dijo Ross después de una pausa—, si no puedes decirme qué está ocurriendo, pues sencillamente no puedes. No diré que el asunto no me inquieta, pero me alegro de no haber contribuido a reunirlos. Y compadezco mucho a Verity.

—Sí, Ross —dijo ella—. Comprendo tu actitud. Tengo muchísimo sueño. ¿Puedo ahora dormirme?