El viernes tres de abril de 1789 se realizó una subasta en el comedor del primer piso de la posada del «León Rojo». La habitación de techo bajo y paredes recubiertas de paneles ya estaba preparada para la cena de costumbre que habría de servirse poco después.
Había unos treinta hombres, instalados en sillas alrededor de una mesa oblonga, elevada sobre una plataforma de madera, al lado de la ventana. Ocho hombres representaban a otras tantas compañías cupríferas. El resto estaba formado por administradores o contadores de las minas que ofrecían el mineral. Como era habitual, la presidencia estaba a cargo del gerente de la mina que ofrecía el cargamento más importante; y hoy, ese honor correspondía a Richard Tonkin.
Tonkin estaba sentado detrás de la mesa, con las ofertas formando pilas frente a él, y flanqueado por un representante de los mineros y otro de los fundidores. Los rostros de los hombres tenían expresiones graves, y apenas quedaba nada del buen humor que solían manifestar en tiempos más prósperos. El cobre —el producto refinado— estaba vendiéndose ahora a cincuenta y siete libras la tonelada.
Cuando el reloj dio la una, Tonkin se puso de pie y se aclaró la garganta.
—Caballeros, se inicia la subasta. ¿No hay más ofertas? Muy bien. En primer lugar, realizaré una carga de mineral de la Wheal Busy.
Con la supervisión de sus dos acompañantes, Tonkin abrió el primer grupo de ofertas y anotó en un libro las propuestas. Uno o dos hombres movieron los pies, y el contador de la Wheal Busy, en actitud expectante, extrajo su anotador.
Después de unos instantes, Tonkin miró a los presentes.
—El mineral de la Wheal Busy se vende a la Compañía cuprífera Carnmore, por seis libras, diecisiete chelines y seis Peniques, la tonelada.
Hubo un momento de silencio. Uno o dos hombres miraron alrededor. Ross vio que un agente fruncía el ceño y otro murmuraba.
Tonkin continuó.
—Tresavean. Sesenta toneladas.
Abrió la segunda pila. Hubo otra consulta, mientras las cifras se anotaban en el libro.
Tonkin se aclaró la garganta.
—El mineral de Tresavean se vende a la Compañía Cuprífera Carnmore por seis libras, siete chelines, la tonelada.
El señor Blight, de la Compañía Fundidora de Cobre de Gales del Sur, se puso de pie.
—Señor Tonkin, ¿qué nombre dijo?
—Tresavean.
—No. El nombre de los compradores.
—Compañía Cuprífera Carnmore.
—Oh —dijo Blight, vaciló y volvió a sentarse.
Tonkin recogió de nuevo su lista, y durante unos minutos la subasta continuó como antes.
—Wheal Leisure —dijo Tonkin—. Una consignación de cobre rojo. Cuarenta y cinco toneladas.
El hombre que estaba a la derecha de Tonkin se inclinó para examinar las ofertas.
—El mineral de la Wheal Leisure se vende a la Compañía Cuprífera Carnmore por ocho libras, dos chelines, la tonelada.
Varios hombres miraron a Ross.
Ross examinó atentamente el extremo de su látigo de montar, y alisó una arruga del cuero. Afuera, en el patio, un criado maldecía a un caballo.
Hubo algunos comentarios en la mesa, antes de que Tonkin leyese el siguiente nombre. Pero consiguió imponerse y continuó:
—Minas Unidas. Tres cargamentos de mineral. Cada uno de cincuenta toneladas.
Anotaciones en el libro.
—Minas Unidas —dijo Tonkin—. El primer cargamento a Carnmore, a siete libras, un chelín, la tonelada. El segundo a Carnmore, a seis libras, diecinueve chelines y seis peniques. El tercero a la Compañía Fundidora de Gales del Sur, a cinco libras, nueve chelines y nueve peniques.
Blight se puso nuevamente de pie, el rostro angosto bien perfilado bajo la peluca, como un terrier al que se ha mostrado demasiadas veces el cebo.
—Señor, me desagrada intervenir. Pero, ¿puedo señalar que desconozco la existencia de una compañía fundidora llamada Carnmore?
—Oh —dijo Tonkin—. Me aseguran que existe.
—¿Desde cuándo? —preguntó otro asistente.
—Eso no puedo saberlo.
—¿Qué pruebas tiene de su bona fides?
—Eso —dijo Tonkin—, se comprobará muy pronto.
—Tendremos que esperar un mes, es decir, el vencimiento de la obligación —dijo Blight—. Y en ese caso, quizás usted descubra que todavía tiene que vender esos cargamentos.
—¡Sí! O que los entregó y nadie quiere pagar.
Tonkin volvió a ponerse de pie.
—Caballeros, creo que podemos prescindir de este último riesgo. Personalmente, no creo que en nuestra condición de agentes mineros podamos permitirnos ofender a un cliente nuevo… sembrando dudas acerca de su buena fe. No es la primera vez que en nuestro gremio aparecen empresas nuevas. Siempre las hemos aceptado, y no hemos sufrido decepciones. Hace apenas cinco años dimos la bien venida a la Compañía Fundidora de Cobre de Gales del Sur, y esa empresa se ha convertido en uno de nuestros principales compradores.
—A precios miserables —dijo alguien sotto voce.
Blight se puso nuevamente de pie.
—Deseo recordarle, señor Tonkin, que ingresamos en la industria respaldados por otras dos compañías, y con la garantía del Banco Warleggan. ¿Quién es aquí la garantía?
No hubo respuesta.
—¿Quién es el representante? —preguntó Blight—. Sin duda, usted mantiene relación con alguien. Si está aquí, que se presente.
Silencio.
—Ah —dijo Blight—, como me lo imaginaba. Si…
—Yo soy el representante —dijo alguien detrás de Blight.
Blight se volvió y miró al hombre de escasa estatura, modestamente vestido, que estaba en un rincón, al lado de la ventana. Tenía los ojos gris azulados, pecas sobre el puente de la nariz, grande e inteligente, la boca y el mentón que insinuaban una expresión irónica. Mostraba su propio cabello, que era rojizo con hilos grises, y corto, al estilo de los trabajadores.
Blight lo miró de arriba abajo. Vio que estaba frente a una persona de clase inferior.
—Hombre, ¿cómo se llama usted?
—Martin.
—¿Y qué hace aquí?
—Soy representante de la Compañía Cuprífera Carnmore.
—Nunca oí hablar de ella.
—Bien, eso me sorprende. El presidente de la asamblea no ha hecho más que hablar de esa firma desde la una de la tarde.
Uno de los representantes de las empresas fundidoras, que estaba al lado de Tonkin, se puso de pie.
—Señor, ¿con qué propósito compra esta gran cantidad de cobre?
—Con el mismo que usted podría tener, señor —dijo Zacky respetuosamente—. Para fundirlo y venderlo en el mercado abierto.
—Entiendo que usted representa a una… una empresa que acaba de constituirse.
—Así es.
—¿Quiénes son sus empleadores? ¿Quién lo financia?
—La Compañía Cuprífera Carnmore.
—Sí, pero eso no es más que un nombre —interrumpió Blight—. ¿Quiénes son los hombres que formaron y controlan esa empresa? Dígalo, y así sabremos con quién tratamos.
Zacky Martin manipuló su gorra.
—Creo que a ellos les corresponde decidir si revelarán o no sus nombres. Yo no soy más que el representante… lo mismo que usted… presento ofertas en nombre de los propietarios… lo mismo que usted… y compro cobre para fundirlo… lo mismo que usted.
Harry Blewett no pudo soportar más.
—¿Conocemos los nombres de los accionistas de la Compañía Fundidora de Gales del Sur, Blight?
Blight lo miró un momento.
—Blewett, ¿usted está detrás de todo esto?
—¡No, conteste primero a la pregunta! —gritó inmediatamente otro agente.
Blight se volvió hacia él.
—Saben bien que comenzamos a trabajar con la cabal garantía de varios amigos. Nuestra reputación no ha sido puesta en tela de juicio y…
—¡Tampoco la de Carnmore! ¡Que falten a sus compromisos, y entonces ustedes podrán hablar!
Tonkin dio varios golpes sobre la mesa.
—Caballeros, caballeros. Este no es modo de conducirse…
Blight dijo:
—Tonkin, ¿cuándo se tomaron las muestras? No fue en presencia de los restantes agentes. En esto puede haber colusión. No había ningún desconocido entre nosotros cuando se tomaron las muestras.
—Equivoqué el día —dijo Zacky—. Vine al día siguiente, y se me concedió amablemente la oportunidad de examinar el material. Con eso no se perjudicó a nadie.
—Señor Tonkin, eso no es equitativo. En esto hubo cierta colusión.
—Es perfectamente justo —dijo Aukett, parpadeando nerviosamente a causa de la excitación—. ¿Qué tiene de malo? No es colusión del tipo que podríamos imputar a ciertos intereses que son bien conocidos…
—¿Quién es usted…?
—Veamos —dijo Zacky Martin, con una voz serena que gradualmente se impuso, porque en realidad todos deseaban escucharlo—. Veamos un poco, señor Blight. Y también los restantes caballeros, que parecen un tanto inquietos por mi persona y mis actos. No deseo molestar ni perjudicar a nadie, ¿entienden? Deseo que todo se haga amistosamente y a la luz del día. Mis amigos y yo pensamos fundar una pequeña planta de fundición, y quisimos comprar una parte importante del cobre, sólo para disponer de una reserva.
—¿Una fundición? ¿Dónde?
—Pero no pensamos presionar a las restantes firmas… lejos de eso. Ese no es nuestro sistema. Y si hoy parece que compramos más de lo que podríamos necesitar… bien, creo que asumiré la responsabilidad de revender una carga o dos a cualquiera de las empresas dispuestas a comprar. Digamos, de un modo amistoso, de modo que nadie se sienta perjudicado. Al precio que pagué hoy. Sin beneficio. Vendré a la próxima subasta y entonces compraré más mineral.
Ross vio cambiar la expresión del rostro de Blight. Otro de los representantes comenzó a hablar, pero Blight lo interrumpió.
—De modo que ese es el juego, ¿eh? Esto huele cada vez más a conspiración. Un bonito plan, ya lo veo, para elevar los precios y poner en una posición falsa a los verdaderos industriales. No, amigo mío, usted y sus amigos, y sin duda aquí hay algunos de ellos, tendrán que pensar en otro ardid para atraparnos a los veteranos. Guarde su mineral, y llévelo a su empresa fundidora, Y páguelo al terminar el mes, ¡porque de lo contrario los administradores de la mina estarán gimiendo a su puerta antes de las diez del día siguiente!
Johnson se puso de pie, y casi se golpeó la gran cabeza contra la viga que tenía encima.
—Blight, no tiene derecho a mostrarse insultante. ¡Y si ocurriese que el dinero no aparece, no iremos a gemirle a usted!
Richard Tonkin volvió a golpear sobre la mesa.
—Finalicemos la subasta.
Esta vez consiguió imponerse, y no hubo más interrupciones hasta que concluyó la venta de todo el mineral. Aproximadamente dos tercios del total —material de la mejor calidad— fue comprado por la Compañía Carnmore. Fue una transacción por un valor aproximado de cinco mil libras.
Después, todo el grupo se sentó a cenar.
Era el primer choque real entre los dos sectores de la industria. Antes, las protestas solían formularse en privado. Después de todo, las compañías fundidoras eran los clientes, y el sentido común imponía no disputar con ellos.
Zacky Martin se sentó a cierta distancia de Ross. Sus miradas se cruzaron una vez, pero el rostro de cada uno no mostró el menor indicio de reconocimiento.
Se conversó menos que de costumbre; los asistentes formaban corrillos, y hablaban en voz baja, como reservando sus opiniones. Pero el vino produjo su efecto, y la disputa (y el trasfondo de amargura que ella dejaba entrever) pasó temporalmente a segundo plano. Ese día se habló poco de los asuntos generales del país. Todos estaban demasiado preocupados por sus propios problemas. La región salía del peor invierno del cual se tenía memoria —el peor por las condiciones de vida, y uno de los más rigurosos desde el punto de vista del tiempo—. En enero y febrero, toda Europa había sufrido temperaturas desusadamente bajas, e incluso en Cornwall habían tenido varias semanas de helada y gélidos vientos del este. Ahora que había llegado abril y lo peor había pasado, la mente de los hombres se volvía hacia un panorama más promisorio, no sólo por la aproximación del verano, sino también por la posibilidad de trabajar en condiciones más benignas. Por mucho que se buscara, no había signos de mejoría económica; pero por lo menos ya había llegado la primavera.
El representante de una de las compañías cupríferas más antiguas, un individuo áspero, de rostro rojizo, llamado Voigt, habló de los desórdenes sobrevenidos en Bodmin la semana anterior.
—Estuve allí por pura casualidad —dijo—. Pasaba en la diligencia. Les aseguro que he sido afortunado de salir con vida. Detuvieron la diligencia antes de que llegara a la posada, porque oyeron decir que viajaba un vendedor de cereales. Felizmente, no era así; pero los que estábamos en el vehículo sufrimos las consecuencias. Nos bajaron con pocos miramientos, a empujones y volcaron la diligencia, destrozando vidrios y maderas; los caballos daban coces en el camino. Después, algunos canallas descargaron martillos sobre las ruedas, y en pocos minutos las destrozaron. Me alegro de que mi atuendo no hubiera sido tan opulento que llamase la atención; pero un comerciante de Helston fue sacado a golpes y maltratado antes de que descubriesen el error. Me sentí muy aliviado cuando nos dejaron marchar.
—¿Hubo muchos daños en la ciudad?
—Oh, sí, aunque superficiales. También hubo saqueos, y quienes intentaron impedirlo fueron maltratados. Incluso cuando llegaron los soldados hubo resistencia, y libraron una verdadera batalla.
—Habrá ahorcamientos —dijo Blight—. Es necesario escarmentarlos.
—Detuvieron a medio centenar —dijo Voigt—. La cárcel está colmada.
Por segunda vez en ese día, los ojos de Ross se encontraron con los de Zacky. Ambos pensaban en Jim Carter, cuya condena estaba llegando a su fin. Ya antes, la cárcel tenía exceso de prisioneros.
Ross no volvió a mirar a Zacky. Tampoco habló con Richard Tonkin, o con Blewett, o con Aukett, o con Johnson, después de la cena. Había ojos curiosos que observaban.
Salió de la posada y fue a ver a Harris Pascoe. El banquero se puso de pie para saludar a Ross, y tímidamente preguntó cómo se había desarrollado la subasta.
Ross dijo:
—Recibirá facturas por valor de cuatro mil ochocientas libras, pagaderas a la cuenta de la Carnmore, el mes próximo.
Pascoe se mojó los labios.
—¿Compraron más de lo que esperaban?
—Compramos todo lo que pudimos mientras los precios eran bajos. Cuando comprendan que hablamos en serio tratarán de superar nuestras ofertas. Pero con ese stock estaremos a salvo varios meses.
—¿Hicieron preguntas?
Ross le relató lo ocurrido. Pascoe manoseó con nerviosismo la tela, manchada de rapé, de su chaqueta. Era el banquero que respaldaba el plan del grupo recientemente constituido, pero no le agradaban los conflictos. En todos sus asuntos era hombre de paz, que aplicaba su dinero a metas ajustadas a principios, pero no buscaba la derrota de los que no tenían principios. Le agradaba considerar el uso del dinero de un modo teórico: cifras que se equilibraban con otras cifras, balances bien cerrados… lo que le atraía sobre todo era la matemática de su profesión. De ahí que, si bien aplaudía la intención de este grupo de hombres estaba un poco nervioso, no fuese que se convirtieran en motivo de preocupación y llegasen a perturbar su paz mental.
—Bien —dijo al fin—, de modo que ya tiene las primeras reacciones de los agentes y de otros individuos de menor cuantía. Imagino que quienes están detrás de ellos expresarán más sutilmente su desaprobación. La próxima subasta será la prueba de fuerza. Dudo que ustedes vuelvan a provocar una protesta franca.
—Lo esencial es desconcertarlos —dijo Ross—. Ciertos hechos se filtrarán con bastante rapidez, puesto que Zacky Martin vive en mis tierras, y la fundición se levanta en la propiedad de Trevaunance.
—Es sorprendente que la fundición haya podido mantenerse tanto tiempo en secreto.
—Bien, todas las piezas se despacharon directamente, y se las depositó en los sótanos que antes estaban dedicados a la elaboración de la sardina. Sir John hizo correr la versión de que era una nueva máquina para su mina.
Pascoe acercó una hoja de papel, y con la pluma realizó en ella dos breves anotaciones. Era la primera lista de asociados de la Compañía Cuprífera Carnmore, y sobre ella, con tinta aguda, el banquero había anotado todos los detalles. Había comenzado con los principales accionistas.
Lord Devoran.
Sir John Michael Trevaunance.
Caballero Alfred Barbary.
Caballero Ray Penvenen.
Caballero Ross Vennor Poldark.
Caballero Peter St. Aubyn Tresize.
Richard Paul Cowdray Tonkin.
Henry Trencrom.
Thomas Johnson.
Una lista imponente. La firma tenía un capital nominal de veinte mil libras, doce mil depositadas y el resto a crédito. También se dedicaba al comercio, y suministraba a las minas todo el material que necesitaban para la explotación. De ese modo, tenían una pequeña línea colateral, además del objeto principal de la firma.
Pascoe sabía que ciertos individuos tendrían mucho interés en ver esa hoja de papel. Habría que protegerla. Se puso de pie y se acercó a la caja fuerte que estaba en un rincón de la habitación.
—Capitán Poldark, ¿se quedará a tomar té con nosotros? Mi esposa y mi hija lo esperan.
Ross le agradeció, pero rehusó.
—Perdóneme, pero volver temprano a casa es para mí un raro placer en estos tiempos. Todo el invierno estuve yendo de un lado para otro. Mi esposa se queja de que casi no me ve.
Pascoe sonrió amablemente mientras hacía girar la llave de la caja.
—La queja de una esposa es una novedad que, en su caso, vale la pena considerar. Es una lástima que su primo Francis no pueda unirse a los accionistas de la firma.
—Está muy comprometido con los Warleggan. En privado, nos ha asegurado su buena voluntad.
El banquero estornudó.
—Verity vino a pasar la noche al principio de la semana. Su salud parece haber mejorado, ¿no lo cree?
—Todos han soportado mejor de lo que yo esperaba la clausura de Grambler.
Pascoe lo acompañó hasta la puerta.
—Imagino que habrá oído los rumores que ahora circulan en relación con el nombre de la señorita Verity.
Ross se detuvo.
—No, nada sé.
—Quizá no debí mencionarlo, pero creí que usted ya estaba enterado. Usted y ella siempre fueron muy buenos amigos.
—Bien, ¿qué dice el rumor? —Ross habló con impaciencia. Pascoe desconocía la causa de la amarga hostilidad de Ross cuando oía esa palabra.
—Oh, bueno, tiene que ver con ese individuo, Blamey. Varias personas me dijeron que volvieron a verlos juntos.
—¿Verity y Blamey? ¿Quién ha dicho semejante cosa?
—Si usted prefiere no hacer caso del asunto, le ruego olvide que hablé. No deseo difundir murmuraciones irresponsables.
Ross dijo:
—Le agradezco la información que me ha transmitido. Haré lo necesario para terminar con esos rumores.