Capítulo 15

Grambler debía cerrar el doce de noviembre, y ese día amaneció tranquilo y brumoso, la atmósfera húmeda y con anuncios de lluvia. Un tiempo poco saludable, afirmó el doctor Choake, porque levantaba todos los vapores pútridos. Habían mantenido funcionando las máquinas con el fin de acabar la existencia de carbón.

La mina tenía tres bombas. Dos máquinas —ambas modernizadas, pero irremediablemente anticuadas después de la invención del condensador de Watt— y una gran rueda hidráulica de diez metros de diámetro, impulsada por las aguas del río Mellingey.

A mediodía, un reducido grupo de hombres se reunió en el gran depósito central de máquinas.

Estaban Francis Poldark, el capataz Henshawe, el capataz de «superficie» Dunstan, el doctor Choake, los dos mecánicos principales, Brown y Trewinnard, y el contador y unos pocos empleados. Permanecían de pie, y tosían, y evitaban mirarse. Francis extrajo su reloj.

El gran balancín subía y bajaba con estrépito de cadenas, y se oía el silbido del horno y la succión y chapoteo del agua que pasaba con ruido sordo a través de las válvulas de cuero. A partir de esa construcción, la mina se extendía como una enorme bestia, fea y desaliñada; cobertizos de madera, chozas de piedra, tubos de ventilación con techo de paja, ruedas de agua, plataformas de lavado, cabrias, montañas de desechos y piedras y cenizas, los amontonamientos, los agregados, y los residuos de muchos años. Y aquí y allá, descendiendo en pequeños valles, como tributarios de la mina, los cottages de la aldea de Grambler.

Francis echó una ojeada a su reloj.

—Bien, caballeros —dijo, alzando la voz—, ha llegado el momento de clausurar nuestra mina. Hemos cooperado muchos años, pero los tiempos nos han derrotado. Quizá llegue el momento en que podamos reabrir esta mina, y volvamos a reunimos aquí. Y si no tenemos esa suerte, es posible que el destino depare esa felicidad a nuestros hijos. Ahora son las doce del mediodía.

Extendió la mano hacia la palanca que controlaba el paso del vapor de la enorme caldera al motor, y bajó el manubrio. El gran balancín aminoró la marcha, vaciló, y finalmente se detuvo. Entretanto, uno de los mecánicos había abierto una válvula, y se oyó el silbido del vapor que escapaba y que se elevaba como una nube blanca en el aire quieto y brumoso, se mantenía suspendido y parecía renuente a disiparse.

Se hizo el silencio en el grupo. No era que la máquina jamás se hubiese detenido; dejaba de funcionar una vez por mes, cuando se limpiaban las calderas; y muchas veces había sufrido desperfectos. Pero en este silencio, gravitaba el conocimiento de las consecuencias.

Con un impulso que a él mismo le pareció extraño, Francis tomó un pedazo de tiza, y sobre el costado de la caldera escribió la palabra RESURGAM.

Después, todos salieron de la casa.

Sobre el extremo de la mina que miraba hacia Sawle, una máquina más pequeña, la Kitty, aún se agitaba y retumbaba. El capitán Henshawe alzó una mano. La señal fue advertida, y la Kitty vaciló, resopló un momento más y finalmente se acalló.

Ahora sólo restaba paralizar la bomba de agua; pero esta no usaba combustible y exigía poca atención, de modo que se permitió que continuara funcionando.

Se había ordenado al último turno de mineros que subiese a las doce, y mientras el grupo de hombres caminaba lentamente hacia las oficinas, los mineros comenzaron a aparecer en grupos de dos y tres individuos en la boca del tubo de ventilación, llevando consigo los picos, las palas y los taladros, por última vez.

Eran un grupo heterogéneo, y formaron una suerte de oruga larga y lenta cuyos segmentos desfilaban frente al pagador, para recibir los últimos salarios. Barbados o afeitados, jóvenes o maduros, la mayoría de cuerpo enjuto y rostro pálido, desgreñados y toscos, manchados de sudor y mineral, la expresión grave, silenciosos, recibieron sus chelines y escribieron sus «marcas» en libro de costos, como reconocimiento del pago.

Francis permaneció de pie detrás del pagador, cambiando algunas palabras de tanto en tanto con algunos de los hombres, hasta que todos recibieron su salario. Después, estrechó la mano del capataz Henshawe y caminó solo hacia su casa de Trenwith.

Los mecánicos habían regresado a sus máquinas para revisarlas y determinar qué podía desmantelarse y venderse como chatarra; el pagador estaba cerrando sus libros; el administrador y el capataz de superficie iniciaron una inspección general por las construcciones para realizar el balance definitivo de las existencias disponibles. Henshawe se puso algunas prendas viejas, se encasquetó un sombrero de minero y bajó a las galerías para realizar una última inspección.

Con la desenvoltura de quien conoce bien el terreno, descendió por el tubo de ventilación hasta el nivel de cuarenta brazas, y allí entró en el túnel, dirigiéndose hacia la más rica de las dos vetas explotadas, el nivel de «sesenta.»

Después de recorrer unos cuatrocientos metros, comenzó a descender por la pendiente del túnel, abriéndose paso entre montículos de restos, y bajando escalas y pendientes resbaladizas entre laberintos de vigas utilizadas para apuntalar el techo y los costados. Vadeó algunos lugares anegados, y al fin oyó el repiqueteo y el golpeteo regulares de los hombres que aún estaban trabajando.

Quedaban unos veinte tributarios. Si aún podían ganar unos pocos chelines más, el dinero acrecentaría el último pago. De ese modo, tal vez, fuera menos penosa la lucha contra la pobreza que muy pronto comenzaría.

Allí estaban Zacky Martin, Paul Daniel, Jacka Carter, el hermano menor de Jim, y Pally Rogers.

Todos estaban desnudos hasta la cintura y transpiraban, porque aquí la temperatura era más cálida que durante el día más caluroso del verano.

—Bien, muchachos —dijo Henshawe—, quise venir a decirles que la Gran Bill y la Kitty ya no trabajan.

Pally Rogers miró a Henshawe, y se pasó el brazo por la gran barba negra.

—Pensamos que ya era la hora.

—Quise comunicarles la noticia —dijo Henshawe—, sólo para que lo sepan.

Zacky dijo:

—Todavía nos quedan unos días. No ha llovido. —Yo no confiaría mucho en eso. Siempre fue una mina húmeda. ¿Y cómo subirán el mineral?

—Por el tubo del este. Los hermanos Curnow manejan la cabria. Tendremos que llevarlo hasta allí como podamos.

Henshawe se separó del grupo y continuó internándose todo lo posible hasta que llegó al nivel de ochenta brazas, que estaba inundado. Ahí se volvió y regresó, recorrió otras galerías inundadas en la veta occidental, que era más pobre, y verificó que no había quedado nada que tuviese valor. Algunas herramientas oxidadas, una pipa de arcilla, una carretilla rota…

Cuando volvió a la superficie eran las dos. Sintió el silencio extraño y opresivo. En medio de la calma general, la Kitty todavía humeaba un poco. Algunos hombres holgazaneaban alrededor de los cobertizos y unas veinte mujeres lavaban ropa aprovechando el agua caliente de la máquina.

Henshawe entró a cambiarse de ropa en el cobertizo utilizado como vestuario, y vio una media docena de hombres reunidos junto al tubo principal. Pensó advertirles, y entonces comprendió que era el relevo que bajaba a reemplazar a sus compañeros. Se encogió de hombros y siguió su camino. Los tributarios eran hombres tenaces.

Hacia las ocho de la noche el agua había subido bastante, pero la veta seguía al descubierto. Mark Daniel envió a uno de los hombres a informar la novedad a los que debían bajar y relevarlos.

Arriba había caído la noche, espectral, sombría y húmeda, como subrayando el silencio y el vacío de las construcciones de la mina. Generalmente había docenas de hombres en los vestuarios, luces en las casas de máquinas, y los mecánicos con quienes cambiar una palabra… en suma, todo el calor reconfortante de la fraternidad. Ahora no había calor, ni conversación, excepto alguna palabra murmurada entre ellos mismos, y la única luz provenía de dos linternas.

Apagaron las linternas después de encender sus propias velas, y con expresión impávida comenzaron a descender las escalas: Nick Vigus, Fred Martin, John y Joe Nanfan, Ed Bartle y dieciséis más.

Hacia las cuatro de la mañana, parte de la veta estaba inundada, trabajaban en el agua, y había estanques profundos en los sectores más bajos de la galería que tenían detrás. De todos modos, había una cornisa que permitía el paso; y si era necesario, Podían salir por el tubo este. Nick Vigus subió para informar de la situación al relevo. Se celebró una breve consulta, y Zacky Martin y el resto decidieron bajar, porque aún podían trabajar Unas pocas horas más.

A las siete, un derrumbe de piedra y cascajo en uno de los tanques los obligó a detenerse. Dedicaron otra hora a retirar los últimos cubos del mineral por el costado del túnel, hasta el lugar en que podían atarlos a una cuerda y retirarlos a lo largo de una veta agotada, en dirección al tubo este. Después, subieron unos pocos metros y se sentaron un rato a mirar el agua que lamía las paredes de la larga y oscura caverna donde habían trabajado meses enteros.

Uno por uno salieron de allí, atravesaron las antiguas galerías y llegaron a la superficie.

Zacky Martin fue el último en salir. Se sentó sobre el borde del tubo, encendió su pipa y miró fijamente el agua, que subía tan lentamente que apenas parecía crecer. Permaneció allí casi una hora, fumando y frotándose el mentón, y a veces escupiendo, los ojos bajo la vela, reflexivos y serenos.

Podían pasar semanas antes de que la galería se llenase totalmente de agua, pero el nivel de «sesenta» estaba perdido. Y era el mejor.

Se puso de pie, suspiró y echó a andar detrás de sus compañeros, pasando frente a malacates abandonados, escalas rotas, trozos de vigas y pilas de cascajos. Ese sector más alto era como un panal de abejas, un absurdo entrecruzamiento de túneles que se abrían en todas direcciones, la mayoría ciegos; rincones donde otros mineros habían cavado en busca de mineral nuevo. Había pozos subterráneos que amenazaban al incauto, y grandes cavernas huecas de cuyos techos goteaba el agua.

Finalmente llegó al tubo principal, en el nivel de «treinta.» Con el pico y la pala sobre un hombro comenzó a treparlo por última vez, realizando movimientos lentos y seguros, como correspondía a un veterano, de una plataforma a otra. Ahora, el silencio volvió a impresionarlo.

Llegó a la superficie y comprobó que ese día de noviembre, que apenas había comenzado cuando él descendió, estaba saturado de una bruma húmeda. Cubría el campo como una manta, y sólo las cosas próximas se divisaban claramente.

Todos habían regresado a sus casas. Los hermanos Curnow habían suspendido el funcionamiento de la bomba de agua, y el mineral que ellos habían extraído esos dos días formaba montículos al lado del tubo de ventilación este. Después había que hacer la cuenta, pero hoy nadie tenía ánimo para eso. Ni siquiera se veía la figura regordeta y familiar del pagador.

Después de descansar un par de minutos, Zacky recogió su pala y el pico y se volvió para regresar a su casa. Entonces vio a Paul Daniel, que esperaba al lado de la casa de máquinas.

—Quise asegurarme de que habías salido —dijo Paul, con gesto de disculpa, cuando Zacky se acercó—. Estuviste un buen rato después que nos fuimos.

—Sí —dijo Zacky—. Quería echar una última ojeada.

Caminaron juntos en dirección a Mellin.

Y así, la mina quedó abandonada y sola en la bruma. Y el silencio de su inactividad y el silencio del día brumoso y sin viento era como una mortaja sobre el campo. No había botas ásperas que repiquetearan sobre el viejo sendero pavimentado entre la oficina y el vestuario. Ninguna voz llamaba desde la casa de máquinas, o hacía una broma junto al tubo de ventilación. Las mujeres no se reunían hoy alrededor de la máquina, buscando agua caliente para lavar sus ropas. No había obreras ni acarreadores que hablasen y murmurasen en las plataformas de lavado. Todo estaba en el lugar acostumbrado, pero nada se movía. Grambler existía, pero ya no vivía. Y en sus entrañas, el agua subía lentamente en las galerías y los túneles excavados durante doscientos años.

La mina estaba inmóvil, el día estaba inmóvil, y los hombres nada hacían. Arriba, en algún punto de la bruma, una gaviota marina surcaba el aire, y gritaba, gritaba, gritaba.