Jud y Prudie tenían que marcharse. Ross se mostró inflexible. En muchos aspectos era un hombre tolerante, y habría soportado mucho en beneficio de la lealtad. Hacía mucho tiempo que estaba acostumbrado a la embriaguez de Jud; pero de ningún modo podía aceptar las calumnias desleales de Jud. Además, debía pensar en la niña. Nunca más podría volver a confiarles su cuidado.
A la mañana siguiente los convocó y les dio una semana de plazo para salir de la casa. Prudie tenía una expresión llorosa, y Jud se mostró hosco. Jud pensaba que si antes había convencido a Ross, una semana después conseguiría persuadirlo de nuevo. En eso se equivocaba. Sólo cuando comprobó su error comenzó a alarmarse realmente.
Dos días antes de la partida, Demelza, compadecida de Prudie, sugirió que quizá lograra persuadir a Ross de que la perdonase si ella se separaba de Jud; pero en definitiva, Prudie se mostró fiel y prefirió irse.
De modo que a su debido tiempo los dos se alejaron, cargados con toda clase de trastos y pertenencias. Habían encontrado una choza ruinosa, medio cottage, medio establo, que era la primera casa de Grambler de este lado de la aldea. Era una construcción deteriorada y estaba medio derruida, pero la renta era casi nula, y además se encontraba cerca de una taberna, lo que resultaba sumamente práctico.
La partida representó un cambio enorme, y cuando se marcharon, Nampara pareció una casa extraña; uno esperaba constantemente oír el ruido de las pantuflas de Prudie, o la áspera vibración de las quejas de Jud. Habían sido criados perezosos, incompetentes e inútiles, pero habían participado de toda la vida de la casa, y todos sentían la pérdida. Demelza se alegraba de que no se hubieran alejado mucho, porque su amistad con Prudie era demasiado antigua, y no podía desaparecer en pocos días.
En lugar de Prudie y Jud, Ross empleó a un matrimonio, John y Jane Gimlett, una rolliza pareja de poco más de cuarenta años. Cinco o seis años antes habían llegado a Grambler, viniendo del norte de Cornwall, buscando trabajo en el Oeste próspero, y él se había dedicado al oficio de zapatero. Pero no les había ido bien, y hacía más de un año que ambos trabajaban en una estampería de estaño. Parecían enormemente laboriosos, entusiastas, competentes, limpios, de buen carácter y respetuosos —en todo sentido lo contrario de Jud y Prudie—. Sólo el tiempo mostraría si en efecto se trataba de cualidades permanentes.
Dos días después del escándalo, Ross afrontó nuevos problemas con su reducido personal.
—¿Dónde está Jinny esta mañana?
—Se fue —respondió Demelza con expresión hosca.
—¿Se fue?
—Anoche. Pensaba decírtelo, pero regresaste muy tarde. En realidad, no sé por qué lo hizo.
—¿Qué dijo?
—Que deseaba cuidar a sus tres hijos. Fue inútil decirle que toda la familia de su madre estará muy pronto sin trabajo, porque su única respuesta fue apretar los labios y decir que deseaba irse.
—Oh —dijo Ross, mientras revolvía su café.
—Tiene que ver con el asunto de la tarde del jueves —dijo Demelza—. Quizá si supiera de qué se trata exactamente podría hacer algo. Quiero decir, ella no estaba borracha. Entonces, ¿por qué se va?
—Tengo cierta idea del asunto —dijo Ross.
—En ese caso, quisiera que me lo aclarases. Si sabes algo, deberías decírmelo.
Ross dijo:
—¿Recuerdas que cuando llevé a Jinny a Bodmin dije que la gente murmuraría?
—Sí.
—Bien, pues lo hacen, y cuando volví a casa encontré a Jud repitiendo esos rumores. Además, se agregaron toda clase de comentarios venenosos que vienen del pasado. Ahí tienes otra tazón por la cual Jud debe marcharse… además de su negligencia con Julia.
—Oh —dijo Demelza—, comprendo.
Después de un momento, Ross agregó:
—Tal vez Jinny no sabe que Jud se va. Cuando…
—Sí, lo sabe. Prudie se lo dijo ayer.
—Bien, iré a ver a Zacky… es decir, si deseas que la muchacha vuelva aquí.
—Claro que lo deseo. Simpatizo con ella.
—De todos modos, necesito hablar con Zacky. Voy a hacerle un ofrecimiento.
—Bien, eso animará a la señora Martin. Antes, nunca la había visto deprimida. ¿De qué se trata?
—En este asunto de la compra del cobre necesitamos un agente, alguien que no sea conocido en el gremio, que dé la cara por nosotros. Creo que Zacky es el hombre indicado. Como sabes, no es un minero común.
—¿Y Mark Daniel?
—¿Qué hay con él?
—¿Recuerdas que Keren me preguntó si podías ofrecerle algo?
—Sí. Pero no esto, Demelza. Necesitamos un hombre que sepa leer y escribir, y pueda manejar sumas de dinero. Además, que tenga cierto conocimiento del mundo. Zacky es el mínimo aceptable. Además, un hombre en quien podamos confiar absolutamente. Se requiere secreto total. Menos que eso sería fatal. Por supuesto, confiaría mi propia vida a Mark… pero ahora no tiene la misma libertad que antes. Pienso que, por firme que sea un hombre, si tiene una esposa inestable a la cual ama, sus propios cimientos están corroídos.
Demelza dijo:
—No sé qué diría Keren si lo supiera. Jamás se le ocurriría pensar que ella es el obstáculo en el camino de Mark.
—Bien, no se enterará, de modo que tranquilízate.
En ese momento, Keren estaba subida a una escalera. Durante dos días había llovido, y el agua había traspasado el techo construido por Mark. Se había filtrado en la cocina, y luego en el dormitorio, y la noche anterior había tenido que soportar goteras en los pies. Estaba furiosa. Por supuesto, Mark había dedicado la parte principal de su tiempo libre a reforzar el techo, bajo la lluvia, pero ella creía que durante los dos meses de vida conyugal que ya habían transcurrido, él hubiera debido dedicar mucho más tiempo a mejorar la casa. En cambio, los días lluviosos Mark había trabajado dentro de la casa, y con buen tiempo se había dedicado al huerto.
Allí había hecho maravillas; había transportado varias toneladas de piedras, y con ellas había construido un muro que rodeaba la parcela. El muro circunvalaba ahora todo el terreno, y era un monumento a la incansable energía de un hombre; en la parcela misma, estaba removiendo la tierra, y rastrillando y desbrozando como preparación para los cultivos de la temporada siguiente. En un rincón de la casa, Mark había construido un cobertizo anexo al cottage y, agregado a este, un pequeño sector amurallado donde más tarde esperaba criar cerdos.
El matrimonio era una decepción. Mark hacía el amor con sinceridad, pero de un modo tosco, poco romántico, y desprovisto de refinamiento; y cuando no estaba haciendo el amor, apenas conversaba. Además, estaban las largas horas de trabajo en la mina, y el cambio semanal de turno, de modo que una semana se levantaba y desayunaba a las cinco, y otra volvía a casa para dormir a las seis y media, y despertaba a Keren, pero él mismo rehusaba despertar cuando ella se levantaba. Incluso en el turno en que comenzaba a trabajar a las dos de la tarde la dejaba sola la segunda parte del día. En los primeros tiempos había sido el horario más interesante, porque él solía volver a casa poco antes de las once, y se desnudaba, se lavaba y afeitaba, y después se acostaban juntos. Pero finalmente la novedad se había agotado, y ahora ella casi siempre encontraba una excusa para evitar las torpes caricias de Mark. Todo era tan distinto del papel que ella había representado en La novia del molinero.
Ahora acababa de irse, moviéndose deprisa para llegar a tiempo, y ella estaba ante la perspectiva de nueve horas de soledad. Mark no había tenido tiempo de retirar la escalera, de modo que Keren decidió que haría un intento de remendar el techo. Keren creía que la capacidad de adaptación bastaba para resolver todos los problemas. Encontró el lugar donde él había estado trabajando, y se abrió paso entre la paja húmeda. Esa mañana hacía buen tiempo, pero el cielo amenazaba con nuevas lluvias. La joven pensó que sería interesante ver la expresión de Mark si esa noche volvía a casa bajo una lluvia torrencial y encontraba que adentro todo estaba perfectamente seco.
Desde el lugar en que ahora estaba, veía claramente la casita del doctor Enys; le molestaba que los árboles que rodeaban la vivienda no perdieran sus hojas en invierno. Desde el encuentro en Nampara ella había alcanzado a verlo tres veces, pero en ninguna de esas ocasiones se habían hablado. A veces pensaba que acabaría perdiendo la capacidad de hablar, porque allí llegaban pocos vecinos de Mellin, y cuando venían, la recepción que ella les ofrecía no los alentaba. La única persona con la cual Keren había hecho amistad era el pequeño Charlie Baragwanath, que generalmente se detenía un momento cuando volvía de su trabajo.
Ya hacía un tiempo que Keren alentaba dudas acerca de la sensatez que había mostrado al separarse de la compañía ambulante para afrontar esta existencia que era como estar enterrada viva. A veces trataba de recordar las privaciones y los contratiempos de su vida anterior, aunque sólo fuera para tranquilizarse; pero el tiempo comenzaba a desdibujar las imágenes. Incluso el dinero que ella había esperado tener no era tanto como inicialmente hubiera creído. Mark tenía un poco de dinero, y en cierto modo era generoso; pero las costumbres de una vida entera no podían cambiar en una semana. Solía darle una suma fija para gastar, pero en general no le agradaba nada que se pareciera al despilfarro. Había indicado claramente a Keren que sus medios eran limitados, y que cuando se agotaban los recursos sólo mediante las economías y los esfuerzos más severos se lograba reconstituir una pequeña reserva.
Y ahora que Grambler cerraba, era posible que la situación empeorase aún más.
Se inclinó para asegurar un manojo de paja y atarlo, y en ese mismo instante perdió pie. Suavemente comenzó a deslizarse por el techo.
—Bien —dijo Zacky, frotándose el mentón mal afeitado—, es muy amable de su parte. Ciertamente, trataré de cumplir. A mi mujer le agradará mucho que haya encontrado trabajo. Pero no puedo aceptar tanto dinero, por lo menos al principio. Déme lo que recibía en la mina; es lo justo y propio.
—Como empleado de la compañía —dijo Ross—, recibirá lo que se paga. Yo cuidaré de que se le avise con suficiente anticipación cuando se necesiten sus servicios. Quizá deba faltar algunas veces a su trabajo durante la última semana.
—Eso no importa. De todos modos, ya no hay mucho que hacer. No sé cómo se las arreglará este invierno la mitad de ellos.
—Y ahora —dijo Ross—, quisiera hablar con Jinny.
Zacky se mostró un tanto desconcertado.
—Está dentro, con mi mujer. No sé qué le ocurrió, pero la veo muy decidida. No podemos convencerla, como hacíamos cuando era soltera. ¡Jinny! ¡Jinny! Ven un momento. El caballero quiere verte.
Siguió una larga pausa. Finalmente se abrió la puerta del cottage y apareció la figura de Jinny; pero la joven no salió.
Ross se acercó a ella. Zacky no lo acompañó, y permaneció en su sitio frotándose el mentón con la yema del pulgar y mirándolos.
—Capitán Poldark —dijo Jinny, mientras le hacía una leve reverencia, pero sin mirarlo.
Ross no se anduvo con rodeos:
—Jinny, sé por qué nos dejaste, y comprendo tus sentimientos. Pero lo que estás haciendo es someterte a las normas de los perversos. Gracias a Jud Paynter y su embriaguez, pudieron ensuciar mi casa y calumniar tu reputación. En castigo, lo expulsé de mi casa. Sería un error de tu parte concederles la menor importancia. Me gustaría que vengas mañana, como de costumbre.
Ella alzó los ojos y encontró la mirada de Ross.
—Será mejor que no vaya, señor. Si ahora cuentan esas cosas, Dios sabe cómo terminarán.
—Terminarán donde empezaron, en la cloaca.
La joven se sentía terriblemente embarazada de ver que él la compadecía. Ross se apartó de Jinny y volvió adonde estaba Zacky, con quien se había reunido su esposa.
—Señor, déjela estar un poco —dijo la señora Martin—. Lo pensará. Y no creo que necesite mucho tiempo. Zacky, iré al cottage de Reath. Bobbie vino a decir que la Keren de Mark Daniel tuvo un accidente.
—¿Qué pasó?
—Se cayó del techo. Se rompió el brazo y qué sé yo qué más. Voy a ver si puedo ayudarla. No es que la chica me guste mucho, pero es lo menos que puede hacer un vecino, sobre todo porque Mark está en la mina.
—¿Está sola? —preguntó Ross—. Iré con usted; quizá necesite ayuda.
—No, señor, Bobbie dice que allí está el doctor Enys.
Hacía veinte minutos que había llegado. Felizmente, había oído los gritos de la muchacha, y había sido el primero en llegar a la escena del accidente.
Después de la primera impresión provocada por la caída, se había desmayado unos minutos; y una vez que recuperó el sentido, volvía a sumirse en un semi desmayo cada vez que movía el brazo.
Así había permanecido durante lo que le pareció una eternidad, y le latía la cabeza, sentía la boca seca y experimentaba nauseas. Y entonces él había oído sus gritos, y después de atravesar la zanja llegó adonde estaba Keren.
Después, a pesar del dolor y la incomodidad, se sintió confortada y feliz. El la trasladó al interior de la casa y la depositó sobre la cama, y sus manos hábiles, que exploraban el cuerpo de Keren, le parecían a la muchacha las manos de un amante bienvenido.
Dwight dijo:
—Se fracturó el hueso. El tobillo se arreglará con un poco de descanso. Ahora, debo arreglarle el brazo. Dolerá, pero trataré de tardar lo menos posible.
—Adelante —dijo Keren, mirándolo.
Dwight tenía un rollo de vendas en el bolsillo, y encontró dos pedazos de madera entre las cosas de Mark. Después, ofreció a Keren un trago de brandy e inmovilizó el brazo. Keren apretó los dientes y no emitió un solo quejido. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y cuando él concluyó, las lágrimas rodaron por sus mejillas y ella las enjugó con un movimiento de la mano.
—Fue muy valiente —dijo él—. Beba otro trago.
Keren aceptó porque el brandy venía en la licorera de Dwight, y comenzó a sentirse mejor. El ruido de pasos afuera atrajo a Dwight hacia la puerta, y allí dijo a Bobbie Martin que fuese en busca de su madre. El joven médico había necesitado menos de un mes para saber que si un habitante de la región necesitaba que le echasen una mano, siempre acudía la señora Zacky, cuyos doce hijos nunca impedían que se manifestara su instinto de maternal cooperación con todo el mundo.
Después, Dwight se sentó en la cama, y lavó el codo sano de Keren, y el tobillo, y vendó este. Ella se sentía profundamente feliz, y si no hubiese estado tan atento a su tarea profesional, la expresión de sus ojos habría revelado al joven médico lo que Keren sentía.
Una vez que terminó de vendarla, le habló en un tono que durante los últimos diez minutos había adquirido matices más secos y profesionales, y le propuso que avisara a su marido, que estaba en la mina.
Pero Keren se opuso terminantemente a la idea, y cuando en la puerta apareció el rostro chato y los lentes de la señora Martin, la joven la acogió con tanta amabilidad que la señora Martin pensó que la región había sido injusta en su opinión acerca de la esposa de Mark.
Dwight Enys permaneció un momento más, en su rostro apuesto, una expresión serena pero juvenil, indicando a la señora Zacky lo que debía hacer. Después, estrechó la mano de Keren y dijo que volvería a verla por la mañana.
Keren dijo con su suave voz de contralto:
—Gracias, doctor Enys. No sabía que una persona podía ser tan bondadosa.
Dwight se sonrojó levemente.
—Cruel para ser bondadoso. Pero usted lo soportó bien. El brazo la molestará esta noche. Por favor, quédese acostada. Si se levanta puede tener fiebre, y en ese caso quizá se retrase la curación.
—Estoy segura de que me sentiré bien —dijo Keren—. Haré todo lo que usted diga.
—Muy bien. Buenos días. Buenos días, señora Martin.