Capítulo 13

Jud se había comportado bien durante tanto tiempo, que Prudie no advirtió los signos del cambio. La ordenada vida doméstica de Nampara —tan distinta al régimen del viejo Joshua— había calmado los impulsos de la propia Prudie, y ella había llegado a pensar que lo mismo le ocurría a Jud. Ross partió a primera hora de la mañana —ahora estaba fuera de la casa tres y cuatro días por semana— y cuando Demelza partió también, Prudie se instaló en la cocina para beber una taza de té y comentar el escándalo de la semana con Jinny Carter, sin prestar atención al hecho de que una hora antes había sorprendido a Jud bebiendo un jarro de gin mientras ordeñaba las vacas.

Por extraño que pareciera, Jinny había acabado por cumplir, en relación con Prudie, más o menos la misma función que Demelza; en resumen, ahora se ocupaba de la mayor parte del trabajo pesado de la casa, de manera que Prudie podía holgazanear, prepararse té, murmurar y quejarse de sus pies. Cuando Demelza estaba cerca no era tan fácil, pero si salía de la casa, las cosas seguían un curso agradable y reconfortante.

Hoy, Jinny había conseguido hablar de Jim; dijo que estaba muy delgado y enfermizo, y que todas las noches ella rezaba rogando que pasaran los ocho meses siguientes, y él regresase al hogar. Prudie se alegró de saber que la joven no pensaba abandonar su trabajo en Nampara. Jim no volvería a la mina, afirmó Jinny. Ella le había arrancado la promesa de que volvería a trabajar en la granja. Jamás se había sentido tan bien como durante el tiempo que había trabajado ahí, y ambos jamás habían llegado a ser tan felices. No se ganaba tanto como en la mina, pero, ¿qué importaba eso? Si ella también trabajaba, entre los dos podían arreglarse.

Prudie dijo que, bueno, nadie podía saberlo, las cosas estaban muy revueltas, y bien podía ocurrir que muy pronto los que trabajaban en las granjas ganaran más que los que bajaban a la mina, si llegaba a ser cierto nada más que la mitad de lo que ella oía decir del cobre y el estaño. Que mirara al capitán Ross, galopando por toda la región como si la Vieja Calavera le pisara los talones, ¿y para qué? ¿De qué servía golpear a un hombre muerto? Era mejor que el patrón ahorrase el gasto de herraduras y se ocupase de sus propios campos.

Mientras conversaban, Jinny entró y salió de la cocina tres o cuatro veces, y la última vez, al regresar, tenía una expresión ansiosa en el rostro delgado y juvenil.

—Prudie, hay alguien en la bodega. De veras. Hace un minuto pasó frente a la puerta…

—No —dijo la mujer, moviendo los dedos de los pies—. Estás equivocada. Tal vez era una rata. O la pequeña Julia moviéndose en su cuna, ¿eh? Ve a ver, quieres, y así no tendré que usar mis pobres pies.

—No puede ser eso —dijo Jinny—. Era una voz de hombre… gruñía y hablaba, gruñía y hablaba, como la rueda de un carro viejo… y viene de la escalera de la bodega.

Prudie se disponía a contradecirla otra vez, pero entonces, con una expresión reflexiva, se calzó las pantuflas y se puso de pie, como la ladera de una montaña, y abandonó su silla crujiente. Pasó al vestíbulo, y espió por la puerta del sótano, que se abría en el ángulo formado por la escalera.

Durante unos segundos, el murmullo fue demasiado confuso y no podía entenderse casi nada, pero después de un rato, Prudie oyó:

Eran dos viejos y los dos… eran pobres.

Twi-twi-twidl-twi-twi-twidl.

—Es Jud —dijo con expresión sombría a la ansiosa Jinny—. Hirviéndose las tripas en el mejor gin del capitán Ross. Mira, espera un momento, lo sacaré de allí.

Volvió a la cocina.

—¿Dónde está la escoba?

—En el establo —dijo Jinny—. La vi allí esta mañana.

Prudie fue a buscar la escoba, y Jinny la acompañó; pero cuando regresaron ya no se oía el canto del sótano. Encendieron una vela en el fuego de la cocina y Prudie bajó la escalera. Había varias botellas rotas, pero ni rastros de Jud.

Prudie volvió a subir.

—Ese repugnante gusano escapó mientras íbamos al establo—

—Un momento —dijo Jinny.

Escucharon.

Alguien cantaba suavemente en el salón.

Jud estaba en el mejor sillón de Ross, las botas apoyadas sobre el borde de la chimenea. Sobre la cabeza, ocultando el resto de cabello y la tonsura, uno de los sombreros de Ross, un sombrero negro de montar, el ala curvada hacia arriba. En una mano tenía una botella de gin, y en la otra un látigo de montar, con el cual movía suavemente la cuna donde dormía Julia.

—¡Jud! —dijo Prudie—. ¡Sal de ese sillón!

Jud volvió la cabeza.

—Ah —dijo, con una voz ridícula—. Vengan, vengan todas, buenas señoras, buenas señoras vengan todas, buenas señoras vengan todas. Su servidor, señoras. Condenación, qué amable de su parte visitarnos. No es lo que yo había esperado de un par de perras. Pero, miren, uno tiene que tomar las cosas como vienen, y ustedes son un par de perras. De buen linaje, señor. Nunca vi nada parecido. A juzgar por las nalgas, adivino que tienen buena sangre, y no me equivoco. —Descargó un golpe del látigo sobre la cuna, para que continuara moviéndose.

Prudie esgrimió la escoba.

—Mira, querida —dijo a Jinny—, ve a terminar tu trabajo. Yo me ocuparé de él.

—¿Podrá arreglarse? —preguntó Jinny, ansiosa.

—Arreglarlo… sí, claro que lo arreglaré. Lo único difícil es la cuna. No quiero que la niña despierte.

Después que Jinny se marchó, Jud dijo:

—¿Qué, queda una sola? Qué habilidosa es usted, señora Paynter, la echó de aquí para que no se beba nuestro gin. —Tenía los ojillos enrojecidos por la bebida, y entrecerrados en una expresión astuta—. Ven aquí, querida, y alza tus piernas. Aquí, Jud Paynter, soy el dueño, el caballero de Nampara, el señor de los perros, el señor de los cementerios, el juez de paz. ¡Todo eso!

—¡Uf! —exclamó Prudie—. Reirás de otro modo si el capitán Ross te descubre con los pantalones pegados a su mejor sillón. Ah… ¡eres un cerdo sucio!

Jud había alzado la botella de gin, y bebía a grandes tragos, de modo que las burbujas se elevaban por los costados de la botella.

—Vamos, no te pongas así, tengo dos más al lado del sillón. Tienes ideas muy exageradas de la importancia de Ross y la chica de la cocina en el orden de las cosas. Vamos, bebe un trago.

Jud se inclinó hacia adelante y depositó sobre la mesa una botella medio vacía. Prudie la miró.

—¡Mira! —dijo ella—. Deja ese sillón o te abro la cabeza con la escoba. ¡Y deja en paz a la niña! —Dijo gritando las últimas Palabras, porque él había dado otro empujón a la cuna.

Jud se volvió y la miró con expresión calculadora; quería saber hasta qué punto su propia cabeza corría peligro. Pero el sombrero de Ross le infundía confianza.

—Vamos, sírvete. Mira, en la alacena hay brandy. Bájalo, y yo te prepararé un «Sampson».

Había sido otrora la bebida favorita de Prudie: brandy, sidra y azúcar. La mujer miró a Jud como si él hubiera sido el Demonio que intentaba arrebatarle el alma.

Dijo Prudie:

—Si quiero beber, conseguiré el licor por mi cuenta, y no lo pediré ni a ti ni a nadie. —Se dirigió a la alacena, y con movimientos medidos se preparó un «Sampson». Con los ojos vidriosos y rapaces, Jud la miró.

—Ahora —dijo fieramente Prudie—, ¡deja ese sillón!

Jud se pasó una mano por el rostro.

—Oh, vida mía, nada más que de verte me dan ganas de llorar. Primero bebe otra copa, y otra para mí. Prepárame un «Sampson con pelos». Vamos, vamos, muestra que eres una buena esposa.

Un «Sampson con pelos» era la misma bebida pero con doble porción de brandy. Prudie no le prestó atención, y bebió su licor. Después, con expresión sombría, se preparó otra.

—Arréglate solo —dijo—. Nunca fui tu esposa, y bien que lo sabes. Nunca fuimos a la iglesia como es justo y propio que haga una buena mujer. El cura jamás bendijo nuestra unión. Y no hubo música. Ni fiesta de boda. Me tomaste, y no hubo más. Me gustaría saber si tu conciencia no te remuerde.

—Bien, me diste bastante trabajo —dijo Jud—. Y después, con el tiempo, todavía más trabajo. Hasta ahora, más que suficiente para cargar un barco. Y tú tampoco querías boda. Vamos, vieja yegua. Hice todo lo que pude para tener una vida decente. Adelante, bebe una copa.

Prudie se apoderó de la botella medio vacía.

—A mi vieja madre no le habría gustado —dijo—. Es justo decir que mejor está muerta. Fui la única que ella crio. Una entre doce. Es duro pensar en todo eso después de tantos años.

—Una entre doce es buena proporción —dijo Jud, dando otro empujón a la cuna—. El mundo ya tiene demasiada gente y algunos tendrían que ahogarse. Si pudiera hacer mi voluntad, lo que quizá nunca conseguiré, y lo siento mucho porque muy pocos tienen tanta cabeza como Jud Paynter, aunque la gente celosa afirme lo contrario, y uno de estos días se llevarán el susto de su vida, porque Jud Paynter se levantará para decirles que únicamente los celos les impiden reconocer que él es el único que merece alabanza cuando se trata de juzgar la cabeza que tiene sobre los hombros y… ¿qué estaba diciendo?

—Estabas matando a mis hermanitos —dijo Prudie.

—Sí —dijo Jud—. Una entre doce. Eso es lo que yo diría, una entre doce. Nada de echar hijos al mundo como los Martin, los Vigus y los Daniel. Ni de llenar la casa, como ocurrirá aquí antes de que pase mucho tiempo. Lo que yo haría es meterlos en el pozo, como a los gatitos.

La gran nariz de Prudie comenzaba a enrojecer.

—No aceptaré que nadie hable así en mi cocina —declaró.

—Pero si ahora no estamos en tu cocina, así que frena la lengua, vaca gorda.

—Tú eres la vaca, y todavía peor —dijo Prudie—. Viejo cerdo y sucio. Buey viejo y sucio. Gusano viejo y sucio. Pásame la botella. Esta no tiene nada.

En la cocina, Jinny esperó el estrépito y la conmoción que debían acompañar al castigo de Jud. No ocurrió nada. La joven continuó trabajando. Desde que la menor, Kate, había comenzado a mostrar exceso de iniciativas y agilidad, Jinny ya no la traía a Nampara, y la dejaba al cuidado de su propia madre para que se criara con sus dos hermanos y con los hijos menores de la señora Zacky. De modo que ahora estaba sola en la cocina.

Terminó su tarea y miró alrededor, buscando algo que hacer. Tal vez conviniera lavar las ventanas. Tomó un cubo para ir a buscar agua de la bomba, y vio al mayor de sus hijos, Bengy Ross, que venía corriendo, atravesando los campos desde Mellin.

Comprendió inmediatamente de qué se trataba. Zacky había prometido informar a su hija.

Fue al encuentro del niño, al mismo tiempo que se limpiaba las manos en el delantal.

Bengy tenía ahora tres años y medio, y era un niño grande para su edad; no exhibía signos del drama que había vivido, si se exceptuaba la fina cicatriz blanca en la mejilla. Jinny se reunió con el niño al final del jardín, cerca de los primeros manzanos.

—¿Y bien, querido? —dijo—. ¿Qué mensaje envió el abuelo?

Bengy la miró con ojos vivaces.

—Mamá, el abuelo dijo que la mina cierra el mes próximo.

Jinny dejó de secarse las manos.

—¿Cómo… toda la mina?

—Si. El abuelo dijo que cierra el mes próximo. Mamá, ¿puedo comer una manzana?

Era peor de lo que ella había esperado. Jinny había pensado en la posibilidad de que despidieran a la mitad del personal y continuasen explotando las vetas más ricas. Hasta ahí había llegado su cálculo. Si todo Grambler cerraba, sería el hambre general. Unos pocos afortunados quizá tuviesen ahorros que les permitieran pasar el invierno. El resto debía encontrar otro trabajo o morir de hambre. No había otros lugares donde trabajar, salvo para unos pocos que quizás encontraran empleo en la Wheal Leisure. Algunos quizá probaran suerte en las minas de plomo de Gales, o en las de carbón de los Midlands, y abandonaran a sus familias para que se arreglasen como mejor pudieran. En definitiva, la vida y el hogar de todos sufrirían las consecuencias.

Y ahora, cuando Jim saliera en libertad, no tendría adonde ir. Incluso podría considerarse afortunado si lo aceptaban en Nampara. Jinny había vivido toda su vida a la sombra de Grambler. No era trabajo de un día, que se tomaba y se dejaba fácilmente. Bien sabía que la explotación minera había tenido altibajos, pero nunca habían suspendido del todo las labores. La joven ignoraba cuántos años tenía la empresa, pero en todo caso había comenzado mucho antes de que su propia madre naciera. Antes de comenzar el trabajo en la mina no existía la aldea de Grambler: la mina era la aldea. Era el punto focal del distrito, su principal industria, el nombre que caracterizaba a la región, una auténtica institución.

Entró en la casa y tomó una manzana madura de las que estaban depositadas en la antecocina, y la entregó a Bengy.

Debía informar a Jud y a Prudie… por lo menos a Prudie, si Jud aún no estaba en sus cabales.

Con Bengy pisándole los talones, Jinny entró en la sala.

Ross se enteró de la noticia mientras regresaba a su casa, después de la reunión con Richard Tonkin, Ray Penvenen y sir John Trevaunance. Un viejo minero, Fred Pendanves, le informó cuando se cruzaron cerca del patíbulo, en la encrucijada de Bargus. Ross continuó cabalgando, mientras pensaba que no quedarían minas que se beneficiasen con su plan si las cosas seguían así mucho tiempo. Había abandonado la residencia de Trevaunance con el ánimo tonificado, porque sir John le había prometido su influencia y su dinero, si el grupo estaba dispuesto a construir la fundición en los terrenos de su propiedad; pero la noticia de la clausura de Grambler amortiguó su optimismo.

Cabalgó lentamente hacia Nampara y llegó a su casa, pero no llevó inmediatamente a Morena al establo. Sintió el impulso de ir a ver a Francis. En el vestíbulo se detuvo, y escuchó las voces que llegaban de la sala.

¿Quizá Demelza estaba recibiendo a alguien? Ross no se sentía con ánimo para atender visitas.

Pero era la voz de Jud. Y también la de Jinny Carter. ¡Jinny gritando! Se acercó a la puerta, apenas entreabierta.

—¡Es mentira! —decía Jinny, llorando—. Una sucia y perversa mentira, Jud Paynter, y deberían darte de latigazos, sentado en el sillón de tu amo, bebiendo su brandy y diciendo tales falsedades. Deberían picarte con escorpiones, como dicen en la Biblia. Eres una bestia sucia y horrible…

—Miren, miren —dijo Prudie—. Tienes razón, querida. Dale un golpe en la cabeza. Con mi garrote.

—Ocúpate de tus asuntos —dijo Jud—. Yegua vieja y gorda. Yo no digo nada, solamente repito lo que otros dicen. Así son las cosas. Mira la cicatriz del chico, mírale la cara. Pobre mocosito, la culpa no es suya. Pero no es de extrañar que la gente diga que allí la puso el propio Belcebú, para que todos sepan quién es el verdadero padre. La gente dice… ¿Y quién puede criticarla?… que jamás vieron dos cicatrices más parecidas. Dicen que son padre e hijo: Ross y Bengy Ross. Y después dicen: «Miren, el mes pasado hicieron todo el camino a Bodmin, y allí pasaron la noche». Yo no lo digo, pero no es sorprendente que hablen. Y todas las lágrimas y los gritos de la Cristiandad no cambiarán el asunto.

—No oiré una palabra más —gritó Jinny—. Vine aquí para deciros lo de Grambler, y tú te vuelves contra mí como un horrible perro borracho. ¡Jamás lo hubiese creído si no lo hubiera visto con mis propios ojos!

—¡Shhh! No lo tomes así. Yo estoy aquí, sentada, calladita, para evitar que Jud haga nada malo. Después de todo…

—Y el mocosito —dijo Jud—, no es razonable criticarlo. No es inteligente. No es propio. No es justo. No está bien…

—¡Ojalá Jim estuviera aquí! Bengy, deja a esta bestia…

Salió disparada de la sala, con una expresión salvaje y el rostro bañado en lágrimas. Aferró la mano de su hijo mayor. Ross se había retirado un paso, pero ella lo vio. La joven palideció instantáneamente, y las manchas rojas del rostro parecían parches de color. Sus ojos se encontraron con los de Ross, y su expresión era de temor y hostilidad. Después, corrió hacia la cocina.

Demelza llegó a Nampara poco después; había recorrido a pie todo el camino desde Trenwith. Encontró a Julia todavía dormida, a pesar del escándalo, y a Prudie con la cabeza hundida en el delantal, llorando ruidosamente al lado de la cuna. La sala hedía, y en el suelo había dos botellas rotas. Vio varias sillas caídas, y comenzó a sospechar la verdad.

Pero no pudo obtener explicaciones de Prudie, que se limitaba a gemir de un modo aún más estridente cuando Demelza la tocaba, y que decía que no volverían a ver a Jud.

Demelza pasó rápidamente a la cocina. No había ni rastro de Jinny.

Ruidos en el patio.

Ross estaba de pie al lado de la bomba, y la manejaba con una mano, mientras que con la otra sostenía un látigo. Jud estaba bajo la bomba.

Cada vez que intentaba alejarse del agua recibía un latigazo, de modo que al fin había renunciado, y ahora se ahogaba pacientemente.

—¡Ross, Ross! ¡Qué pasa! ¿Qué hizo?

El la miró.

—La próxima vez que te tomes el día para hacer compras —dijo—, veremos que se organice mejor el cuidado de nuestra hija.

La aparente injusticia del comentario le cortó el aliento.

—¡Ross! —dijo Demelza—. No comprendo. ¿Qué ocurrió? Julia parece estar bien.

Ross descargó un latigazo.

—¡Bajo el agua! ¡Aprende a nadar! ¡Aprende a nadar! Veamos si así te podemos quitar los humores perversos.

«Humores» pudo haber sido «rumores,» pero Demelza no lo sabía. Se volvió bruscamente y corrió de regreso a la casa.

Verity volvió a su casa sin enterarse de la decisión. Se habían separado del capitán Blamey en el desvío de Santa Ana, y después Demelza había desmontado a la entrada de Trenwith, y Verity y Bartle recorrieron solos el resto del camino.

Elizabeth fue la única que advirtió la llegada de Verity, porque la tía Agatha no la oyó y Francis no le prestó atención.

Elizabeth sonrió con expresión dolorida.

—¿Los Pascoe te permitieron salir tan pronto?

—No fuimos —dijo Verity, mientras se quitaba los guantes—. Había mineros provocando desórdenes en la ciudad y… pensamos que convenía partir antes de que la situación se agravara.

—Ah! —dijo Francis desde la ventana—. Conque desórdenes. Muy pronto estallarán también en otros sitios.

—Elizabeth, por ese motivo no pude conseguirte el broche. Lo siento mucho, pero quizá pueda ir la semana próxima…

—Todos estos años —dijo la tía Agatha—. Maldición, la mina ya era vieja antes de que yo naciera. Recuerdo bien que la vieja abuela Trenwith me decía que John Trenwith, su abuelo político, comenzó a trabajar el año antes de morir.

—¿Qué año fue? —preguntó Francis con gesto hosco.

—Pero si me preguntas cuánto tiempo hace de eso, no podría contestarte. Creo que sería mejor mirar en la Biblia. Pero fue cuando Isabel era una reina vieja.

Lentamente, Verity comenzó a comprender la importancia de la situación. Había olvidado la reunión que debía realizarse por la mañana. Había salido de Trenwith obsesionada por las decisiones que se adoptarían mientras ella no estaba. Y durante el camino de regreso no había vuelto a pensar en el asunto.

—No querrán decir que…

—Y después, el primer pozo de ventilación lo hizo el otro John, setenta o quizás ochenta años después. Fue el hombre que se casó con la abuela Trenwith. Tantos años, y jamás cerró. Todavía no hace mucho, ganábamos de la mina millares de libras al año. No parece justo dejar todo eso.

Con una súbita sutileza que no era propia de ella, Verity adivinó la situación.

—Por lo que veo —dijo—, en fin, no estaba muy segura… ¿Quiere decir que hemos clausurado toda la mina? ¿Toda?

—¿Qué podíamos hacer? —dijo Francis apartándose de la ventana—. No podemos drenar una parte sin la otra.

—Caramba, cuando yo estaba creciendo —dijo la tía Agatha—, podíamos tirar el dinero. Papá murió cuando yo tenía ocho años, y recuerdo que mamá gastó dinero en el monumento que está en la iglesia de Sawle. «No ahorren gastos», le oí decir. Casi me Parece que estoy oyéndola. «No ahorren gastos. Murió de sus heridas, ni más ni menos que si hubiese caído combatiendo. Tendrá el monumento que merece.» Ah, Verity, de modo que volviste, ¿eh? Estás sonrojada. ¿Por qué estás tan sonrojada? La noticia no es como para calentar la sangre. Te lo aseguro, será la ruina de los Poldark.

—¿Qué significa todo esto, Francis? —preguntó Verity—. ¿Como nos afectará? ¿Podremos vivir como antes?

—En nuestra condición de accionistas no nos afectará de ningún modo, excepto que destruirá la esperanza de remontar la pendiente, y evitará que sigamos perdiendo dinero. Hace cinco años que no obtenemos ganancias. Hemos recibido más de ochocientas libras anuales por derechos de explotación; y ahora esa ganancia cesará. Esa es la diferencia.

Verity dijo:

—En ese caso, mal podremos continuar…

—Depende de nuestros restantes compromisos —dijo Francis con voz irritada—. Podemos trabajar la tierra. Somos dueños de toda la aldea de Grambler y la mitad de Sawle, por lo que puedan valer las rentas después de esto. Pero si nuestros acreedores se muestran indulgentes, dispondremos de un ingreso mínimo que hará soportable nuestra vida, aunque sin duda será poco divertida.

Elizabeth se puso de pie, al mismo tiempo que depositaba suavemente a Geoffrey Charles en el suelo.

—Nos arreglaremos —dijo serenamente—. Hay otros que están peor que nosotros. Hay modos de ahorrar. Esto no puede durar eternamente. Se trata de mantenernos firmes hasta que las cosas mejoren.

Francis la miró, un tanto sorprendido. Quizás había esperado que ella adoptase una actitud distinta, y que se quejara y le achacase la culpa, pero ella siempre se mostraba capaz de afrontar las situaciones críticas.

—Ahora —dijo Geoffrey Charles, mirando irritado a su padre—, ¿puedo hacer ruido, mamá? ¿Ahora puedo hacer ruido?

—Todavía no, querido —dijo Elizabeth.

Verity murmuró una excusa y se retiró.

Subió lentamente la escalera ancha y espaciosa, mirando alrededor con ojos diferentes. Recorrió el comedor angosto y bajo, interrumpido por hermosas ventanas góticas Tudor que daban al pequeño cuadrado central verde, con sus rosas trepadoras, la fuente que nunca funcionaba y el sendero bien pavimentado. En esa casa todo era sólido, tenía formas equilibradas, y estaba construido para complacer y durar. Rogaba al cielo que la casa jamás desapareciera.

En su propio cuarto evitó mirarse en el espejo, para no ver lo que habían percibido los ojos agudos y viejos de la tía Agatha.

La ventana daba al seto de tejos y al vergel. En los momentos más amargos que había pasado cuatro años antes, ella solía asomarse a esta ventana. En todas las grandes crisis de su vida, el espectáculo que desde allí se le ofrecía conseguía a menudo reconfortarla.

Ignoraba si ahora se trataba de una crisis muy grave. Quizá cuando la juzgase en la perspectiva del tiempo, no lo creería así. Grambler cerraba, y eso por sí solo significaba un cambio total en la vida del distrito. Grambler cerraba.

Pero, ¿no era mejor sincerarse? Esa no era su crisis. Afectaba el dinero de Verity, pero en vista de la vida que ella llevaba, el dinero siempre le había parecido una cosa lejana. En fin, por lo menos afectaba a su gente. Sí, y de un modo muy grave; afectaba a todas las personas que ella conocía y con las cuales simpatizaba, no sólo en esa casa sino en la región. Afectaría a los miembros del coro donde ella enseñaba, y decuplicaría las dificultades que ella trataba de resolver ayudando a los pobres. Esa mañana, esa misma mañana, había visto a su propia gente. Pero entonces, ¿qué había cambiado?

¿Por qué el destino de esos hombres y esas mujeres no la conmovía más? ¿Por qué no se sentía tan dolida como debía ser el caso? ¿Por qué no? ¿Por qué no?

La respuesta era evidente; sencillamente debía tener el valor de reconocerla.

Apretó el rostro sonrojado contra el vidrio de la ventana, y escuchó el latido de su corazón.