Truro tenía el aspecto habitual de las mañanas del jueves, un poco más desaliñado que de costumbre a causa del mercado de ganado de la tarde anterior.
Dejaron a Bartle en el centro de la población, y continuaron a pie, caminando con dificultad sobre los adoquines y entre el lodo y los desechos.
No hubo signos de una figura robusta ataviada con una chaqueta azul y adornos de encaje, y las dos jóvenes entraron en la pequeña tienda. Esa mañana Demelza se mostró extrañamente caprichosa, pero al fin Verity consiguió convencerla de que eligiese una tela color verde botella oscuro, que no desentonaría con ninguno de los vestidos que ya tenía, y que se adaptaba bien al color de su piel.
Cuando todo estuvo decidido, Demelza preguntó la hora. La costurera fue a ver, y era exactamente mediodía. Bien… ella había cumplido su parte. Nada más podía hacer. Sin duda había equivocado la fecha, y él aún estaba navegando.
La campanilla de la puerta se agitó ruidosamente y el corazón de Demelza se sobresaltó; pero no era más que un niño negro que venía a preguntar si estaba terminada la cofia de la honorable María Agar.
Demelza se demoró todavía un rato mirando algunas cintas de seda, pero Verity estaba interesada en realizar sus propias compras.
Habían convenido almorzar en casa de Joan Pascoe, una prueba que no entusiasmaba mucho a Demelza; y después de la visita, les quedaría muy poco tiempo para hacer compras.
Cuando salieron de la tienda se había reunido más gente en la estrecha calle. Un carro tirado por bueyes estaba entregando cerveza en una taberna próxima. Diez o doce rapaces, de escasa estatura, descalzos y desnutridos, y vestidos con viejas chaquetas de hombre que habían recortado y atado con cordeles, revolvían una pila de residuos. Al extremo de la calle, al lado del Puente del Oeste, un comerciante había caído víctima del lodo resbaladizo, dos mendigos lo ayudaban a incorporarse. Había aquí y allá mujeres que hacían compras, la mayoría calzadas con zuecos caminando con las faldas levantadas unos centímetros para evitar que se ensuciaran en el lodo de la calle.
—Señorita Verity —dijo una voz detrás de las dos mujeres.
«Oh, Dios mío —pensó Demelza—, al fin ha llegado.»
Verity se volvió. Cabalgar y hacer compras solían sonrojarle suavemente las mejillas, y les daban un color del cual, por lo general, carecían. Pero ahora, cuando se encontró con la mirada de Andrew Blamey, el color desapareció: la frente, los labios y el cuello palidecieron intensamente, y sólo los ojos acentuaron su matiz gris azulado en un rostro mortalmente pálido.
Demelza la tomó del brazo.
—Señorita Verity, señora. —Blamey desvió un segundo los ojos para mirar a Demelza. Sus propios ojos exhibían ahora un azul más intenso, como si el hielo se hubiese fundido—. Durante años me atreví a abrigar la esperanza, pero la suerte no me favoreció. Y últimamente había comenzado a creer que jamás…
—Capitán Blamey —dijo Verity, con una voz infinitamente lejana—, le presento a mi prima, la señora Demelza Poldark, esposa de Ross.
—Es un honor, señora.
—También para mí, señor.
—¿Están haciendo compras? —dijo Blamey—. ¿Disponen de un momento? Me complacería más de lo que puedo expresar…
Demelza advirtió que la vida retornaba lentamente al rostro de Verity. Y simultáneamente, reaparecía la actitud reservada de los últimos años.
—No creo, capitán Blamey —dijo—, que nuestro encuentro sirva a ningún buen propósito. En el fondo de mi corazón no le deseo mal… Pero después de tanto tiempo, es mejor que nada renovemos, nada supongamos… nada deseemos…
—Eso —dijo Andrew—, es lo que rechazo apasionadamente. Este encuentro es un hecho muy feliz. Me trae la esperanza de… por lo menos una amistad donde había esperanza… Si usted quiere…
Verity movió la cabeza.
—Todo ha terminado, Andrew. Ya resolvimos eso hace años. Perdóneme, pero esta mañana tenemos mucho que hacer. Tenga usted muy buenos días.
Verity hizo el gesto de seguir caminando, pero Demelza no se movió.
—Por favor, prima, no te preocupes por mí. Puedo hacer sola las compras, créeme. Si… si tu amigo quiere hablar contigo, debes tener la cortesía de acceder.
—No, señora, usted también debe venir —dijo el marino— porqué de lo contrario se hablará. Verity, he tomado una habitación en una posada. Podemos ir a beber una taza de café o un cordial. Recuerdo de viejos tiempos…
Verity se desprendió de Demelza.
—No —dijo con expresión histérica—. ¡No! Digo que no.
Se volvió y comenzó a descender rápidamente la calle en dirección al Puente del Oeste. Demelza miró frenética a Blamey, y siguió a Verity. Estaba furiosa con Verity, pero cuando la alcanzó y volvió a tomarla del brazo, obligándola a aminorar el paso, comprendió que Andrew Blamey estaba preparado para este encuentro, y en cambio no era este el caso de Verity. Los sentimientos de Verity eran los mismos que Blamey había manifestado la mañana que Demelza fue a Falmouth: trataba de evitar que se reabriese una vieja herida, demostraba hostilidad porque rehuía el sufrimiento. Demelza se sintió culpable por no haber advertido a Verity. Pero, ¿cómo podía haberlo hecho cuando Verity…?
De pronto oyó toda suerte de ruidos y gritos, y conmovida y confundida como estaba, los relacionó con Blamey.
—Ya quedó muy atrás —dijo—. No tienes por qué darte tanta prisa. Oh, Verity, por lo menos debías haberlo escuchado. Te lo digo de veras.
Verity mantenía desviado el rostro. Se sentía ahogada por las lágrimas, las sentía en la garganta y en todas partes menos en los ojos, que estaban absolutamente secos. Casi había llegado al Puente del Oeste, y trataba de abrirse paso para atravesarlo; pero de pronto se encontró bloqueada por muchas personas que hablaban y miraban en la dirección de donde ella había venido. Además, también Demelza trataba de retenerla.
Demelza advirtió ahora que eran los mineros. Al lado del Puente del Oeste había un conjunto de casas antiguas con calles estrechas, y en este sector los mineros que habían bajado por la calle del Río se agrupaban, se empujaban unos a otros, y se apretujaban gritando y agitando sus armas. Estaban desorientados, porque su meta era la «Casa de Acuñación», pero esa encrucijada de calles y caminos los había confundido. La presión de la masa de gente había arrojado al río a media docena de mineros y a varios transeúntes, y otros estaban peleando en el lodo para no correr la misma suerte; el viejo puente de piedra estaba atestado de gente que pugnaba por cruzarlo. Demelza y Verity estaban en el borde mismo del torbellino, como briznas de paja que giran en círculo impulsadas por las corrientes exteriores y que en cualquier momento pueden verse arrastradas al vórtice del torbellino. De pronto, Demelza miró hacia atrás, v vio a una multitud de personas, mineros con sus ropas grises y polvorientas, los rostros encolerizados, que bajaban formando una masa por la calle Kenwyn.
Estaban atrapadas entre dos fuegos.
—¡Verity, cuidado!
—Por aquí —dijo una voz, y sintió que alguien le aferraba el brazo. Andrew Blamey las obligó a cruzar la calle y a refugiarse en el porche de una casa. Apenas había lugar para los tres, pero representaba cierta protección.
Medio resistiéndose, Verity los acompañó. Andrew puso a Demelza detrás de sí mismo, y a Verity al lado, protegiéndola con el brazo aplicado sobre el marco de la puerta.
La primera oleada de la multitud pasó frente a ellos, gritando y agitando los puños cerrados. La gente marchaba de prisa. Después, llegó el choque con la multitud que estaba en el puente; la masa de gente aminoró la velocidad, del mismo modo que el agua que corre comienza a perder impulso y llena un canal estrecho cuando no tiene salida. Los mineros formaban filas de ocho, diez, quince y veinte individuos en la calle estrecha, y algunas mujeres empezaron a gritar. Ocupaban toda la calle Kenwyn, y formaban una horda grisácea y espectral hasta donde alcanzaba la vista. Los hombres estaban apretados contra las paredes de las casas, como si hubieran querido derrumbarlas; los vidrios de las ventanas crujían y saltaban. Blamey usó toda su fuerza para aliviar la presión que se ejercía sobre el portal.
Nadie podía decir qué estaba ocurriendo, pero sin duda la cabeza de la columna había encontrado su camino, y así comenzó a aliviarse la congestión del otro lado del puente. La marea humana comenzó a entrar al puente. La presión se alivió, y la multitud derivó, al principio lentamente y después con mayor rapidez, hacia el centro de la ciudad.
Pronto la manifestación se convirtió en una columna más dispersa y los tres que se habían refugiado en el porche se sintieron a salvo.
Andrew bajó el brazo.
—Verity, te ruego reconsideres… —De pronto vio la expresión en el rostro de Verity—. Oh, querida, por favor… —Con un movimiento rápido, ella pasó al lado del marino y se sumergió en la multitud.
Fue un movimiento tan veloz e inesperado que ninguno de los dos atinó a seguirla.
—¡Verity! ¡Verity! —Blamey comenzó a gritar sobre la cabeza de la gente que los separaba, y Demelza lo siguió.
Pero incluso ese segundo bastó para distanciarlos, y Blamey, como tenía más fuerza, a su vez se adelantó para alcanzar a Verity, y poco después Demelza lo perdió.
La estatura de Demelza era superior a la normal, pero tenía frente a ella una pared de hombres altos, y pese a que empujaba y se volvía y estiraba el cuello, todo era inútil. Después, cuando se acercó al cuello de botella del puente, ya no tuvo espacio ni fuerzas para buscar a Verity y Blamey; tenía que luchar, tratando de evitar que la desviasen o la arrojasen al río. Estaba rodeada de hombres y mujeres que la apretaban y empujaban con sus codos y sus garrotes; la multitud la sofocaba, sin que ella pudiera hacer nada para evitarlo.
A veces la gente se mantenía inmóvil, gritando, sudando y maldiciendo; y otras, en medio de un súbito silencio, avanzaba en un sentido o en otro. Varias veces Demelza se sintió levantada en vilo, y avanzó sin usar sus propias piernas; otras tropezó y tuvo que aferrarse a los que estaban cerca para que no la pisotearan. A pocos metros, una mujer cayó y la multitud pasó sobre ella. Después, otra se desmayó, pero un hombre alcanzó a sostenerla y la retiró del lugar. Más lejos, se oían chapoteos y gritos y el choque de los garrotes.
Incluso después del puente, la calle demasiado estrecha no facilitaba el movimiento de la multitud.
A medida que se aproximaba a su objetivo, la multitud se irritaba cada vez más, y su cólera saturaba la atmósfera de calor y violencia. Frente a los ojos de Demelza bailoteaban luces y puntos, y ella luchaba con la multitud tratando de conseguir espacio para sobrevivir. Finalmente, pasó lo peor y la gente empezó a descender por la calle de la «Casa de Acuñación». Los mineros se dirigían hacia los grandes depósitos de cereales que se levantaban junto al río.
El capitán Blamey estaba a cierta distancia, a la derecha de Demelza —lo vio de pronto—, y cuando ella al fin consiguió reaccionar, trató de abrirse paso hacia el marino.
Ahora comenzó a sentir nuevamente la presión de la multitud, que la impulsó hacia adelante y que, poco a poco, la inmovilizó, rodeada por mineros irritados y sudorosos y por sus mujeres. El vestido de buena calidad de Demelza era demasiado llamativo.
Frente a las grandes puertas del primer depósito se había reunido un grupo de ciudadanos y burgueses de la ciudad, dispuestos a defender los derechos de la propiedad. Un hombre grueso, vestido sobriamente, el magistrado principal, estaba de pie sobre un muro, y hablaba a la multitud ruidosa y encolerizada, pero nadie oía una sola palabra. Al lado estaba el consignatario, que era el dueño del depósito, un hombre grueso que parpadeaba sin cesar, y dos o tres condestables de la ciudad. No había soldados; el asunto había sorprendido a las autoridades.
Mientras Demelza se abría paso hacia la esquina, donde estaba Blamey, vio a Verity. El la había encontrado. Estaban de pie, juntos, apoyados contra la puerta de un establo, impedidos de dar un paso por la multitud que los rodeaba.
El magistrado había pasado de los llamados a la razón a la amenaza. Aunque se haría todo lo posible, eso no significaba que quienes infringieran la ley no sufrieran el castigo que ella imponía. Les recordaba lo ocurrido después de los desórdenes del mes anterior en Redruth; uno de los alborotadores había sido sentenciado a muerte, y muchos encarcelados.
Se oyeron gritos de «¡Vergüenza!» y «¡Eso es cruel y perverso!»
—No queremos más que lo justo. Queremos trigo para vivir, como las bestias del campo. Y bien, que nos vendan trigo a un precio justo y volveremos pacíficamente a nuestras casas. Indique un precio, amigo, un precio justo y propio para los hombres que tienen hambre.
El magistrado se volvió y habló con el consignatario, que estaba al lado.
Demelza se abrió paso entre dos mineros, que la miraron irritados por la interrupción. Había tenido la intención de gritar para llamar la atención de Verity, pero después lo pensó mejor.
El magistrado dijo:
—El señor Sansón les venderá el trigo a quince chelines el bushel, como concesión a la pobreza y la necesidad de las familias. Vamos, es una oferta generosa.
Se oyó un rugido de enojo y desacuerdo, pero antes de replicar, el pequeño minero se inclinó para consultar con quienes estaban alrededor.
Finalmente, Demelza consiguió acercarse bastante a sus amigos, pero la separaba de ellos una carretilla y un grupo de mujeres sentadas sobre ella, y por el momento no era posible acercarse mas. Ni Andrew ni Verity la vieron, porque tenían los ojos fijos en el entredicho que estaba desarrollándose frente al depósito, aunque desde esa distancia mal podían oír una sola palabra.
—Ocho chelines. Le pagaremos ocho chelines el bushel. Es todo lo que podemos ofrecer, y aun así significará privación para muchos de nosotros.
El comerciante hizo un gesto expresivo con las manos, antes aún de que el magistrado se volviese hacia él. De la multitud brotó un rugido hostil, y de pronto, en el silencio que siguió, Demelza oyó la voz de Andrew, grave y premiosa.
—… vivir, querida mía. ¿Acaso no he sufrido bastante y nada aprendí durante estos años estériles? Si entre nosotros hubo sangre, es cosa ya muy antigua. Es evidente que Francis ha cambiado, y estoy seguro de ello aunque no hayamos hablado. Pero tú no cambiaste, en el fondo del corazón…
Se oyó otro rugido colectivo.
—Ocho chelines o nada —gritó un minero—. Hable ahora, amigo, si quiere paz, porque no esperaremos mucho tiempo.
Verity se llevó a los ojos una mano enguantada.
—Oh, Andrew, ¿qué puedo decir? ¿Tendremos que volver a empezar todo… el encuentro, la despedida, el sufrimiento?
—No, querida mía, lo juro. No volveremos a separarnos…
Después, fue imposible oír nada en el estrépito provocado por la obstinada negativa de Sansón. El pequeño minero bajó del lugar que ocupaba como si una mano lo hubiese arrancado, y se inició un poderoso movimiento hacia adelante. Los hombres que ocupaban los peldaños de acceso al granero hicieron un intento de resistencia, pero eran como hojas barridas por el viento. Pocos minutos después, los estañeros estaban descargando sus garrotes sobre el candado y el cerrojo que aseguraban la puerta del depósito, y en pocos instantes se abrió la entrada y la multitud penetró en el lugar.
Demelza se aferró a la carretilla para evitar que la empujaran en dirección al depósito, pero entonces los hombres se apoderaron del vehículo para cargarlo con grano, y ella tuvo que apartarse, tratando de apretarse contra la puerta del establo.
—¡Demelza! —Verity la había visto—. Andrew, ayúdala. La derribarán.
Verity aferró el brazo de Demelza, como si esta hubiera sido la que deseaba huir. Las lágrimas se le habían secado sobre el rostro, dejando líneas y puntos oscuros. Tenía desordenados los finos cabellos negros y desgarrada la falda. Parecía desgraciada… y dolorosamente viva.
Los que habían entrado en el depósito estaban pasando sacos de grano a los que esperaban afuera; y las mulas, que la multitud había mantenido en reserva, ya bajaban por la calle para recibir el botín. El depósito, que atraía a todo el mundo del mismo modo que un albañal atrae el agua, era también la meta de la gente que estaba cerca de Demelza y Verity.
—Por aquí —dijo Blamey—, ahora tenemos una oportunidad. Aprovechemos, porque después de distribuirse el grano quizás empiecen a beber.
Retrocedieron en dirección a la calle de la Casa de Acuñación, que ya había sido abandonada por los estañeros. Pero allí había mucha gente de la ciudad, que conversaba nerviosamente y discutía el mejor modo de impedir que el saqueo se generalizara. Los mineros habían acudido a la ciudad impulsados por una queja justa; pero el apetito viene comiendo, y quizá decidieran quedarse.
—¿Dónde están sus caballos? —preguntó Blamey.
—Teníamos que almorzar con los Pascoe.
—Les aconsejo que lo dejen para otro día.
—¿Por qué? —dijo Demelza—. ¿Acaso usted no puede acompañarnos?
Blamey la miró mientras caminaban por la calle principal.
—No, señora, no podría, y aunque no dudo de que el edificio del banco es sólido y de que allí estarán seguras, después afrontarán el problema de volver a sus casas, y es posible que entonces las calles no sean seguras. Si van a almorzar con los Pascoe, será mejor que se preparen para pasar la noche.
—¡Oh, no puedo hacer eso! —dijo Demelza—. Julia me necesita, y Prudie no sabrá arreglarse.
—Andrew —dijo Verity aminorando el paso—, será mejor que nos dejes aquí. Si Bartle te ve, quizás informe a Francis de este encuentro, y él creerá que es algo que intencionadamente…
—Que así sea —dijo el marino—. Puede haber más disturbios. No las dejaré hasta que estén a salvo, fuera de esta área.
Bartle estaba en los establos, y mientras ensillaban los caballos se envió un mensajero a casa de los Pascoe. Después, montaron y partieron.
No había manifestantes en la calle Pydar, pero la gente había salido de las casas, y miraba temerosa en dirección al centro de la ciudad. Algunos se habían armado de garrotes.
En la cima de la colina, el camino era demasiado estrecho, de modo que no podían avanzar en la misma línea. Demelza asumió el control de la situación, y primero dijo a Bartle que se adelantase para comprobar si había grupos o manifestantes, y después espoleó a su propio caballo para reunirse con el hombre. Así, cabalgaron en silencio, de dos en fondo, bajo el cielo cada vez más encapotado. Demelza trató de entablar conversación con Bartle, al mismo tiempo que aguzaba el oído para escuchar lo que hablaban los dos que iban detrás. No alcanzó a entender nada, pero advirtió que de tanto en tanto hablaban; unas pocas palabras aquí y allá, los primeros signos de una nueva vida en el desierto después de la lluvia.