Dwight Enys, que se sentía muy satisfecho, llegó a caballo al siguiente día. Juntos fueron a ver la casita que se levantaba en el bosquecillo, después del cottage de Reath, y Keren Daniel se acercó a una ventana y los vio pasar, sumida en sus propios y extraños pensamientos. Demelza había llegado a adivinar sus sentimientos más íntimos mucho más que lo que Keren jamás habría imaginado.
Ross se sorprendió al comprobar que también Enys había sido invitado a la fiesta de los Warleggan; y cuando llegó a la residencia el día de la reunión, a los pocos minutos lo encontró de pie, en una actitud un tanto distanciada, en un rincón de la sala de recepción.
Entre los invitados había un nutrido grupo de damas, y Ross mantuvo abiertos los ojos y los oídos. Toda la sociedad murmuraba acerca de cierta mujer a quien Francis galanteaba, pero hasta ahora Ross nunca la había visto. Esa noche estaba allí el tío Cary Warleggan. Cary no gozaba del mismo respeto que su hermano Nicholas y su sobrino George, y si bien era miembro del terceto que estaba extendiendo su poder financiero sobre todo el oeste de Cornwall, solía mantenerse en segundo plano. Era un hombre alto y delgado, de rostro exangüe, tenía la nariz larga y la voz nasal, y una boca grande, de labios apretados. También estaba allí un fabricante llamado Sansón, de manos gruesas y mirada aguda y astuta, más o menos disimulada por un parpadeo habitual.
Ross estuvo un momento con Dwight, y juntos se pasearon por los salones, y después salieron al jardín, que se extendía hasta el río, detrás de la casa. Ross mencionó a Jim Carter y su encarcelamiento en Bodmin, y Enys dijo que de buena gana iría a ver al joven.
Cuando regresaron a la casa iluminada, Ross vio a una mujer alta y joven, de relucientes cabellos negros, que estaba de pie al lado de Francis, frente a la mesa de juego. La actitud deferente de Francis no dejaba lugar a dudas.
—¡Juego todo al doce! Vamos, quiero ver las cartas —dijo la dama, con voz lenta y profunda, y un carraspeo que no era desagradable—. Y que te agobien las pesadillas, Francis. Siempre fuiste afortunado en este juego.
Volvió la cabeza para pasear la mirada por la habitación, y Ross tuvo la sensación de que había tocado metal al rojo vivo.
Varios años antes, la noche que se había retirado del salón municipal de Truro, el corazón dolorido y desesperado, y había ido a la posada del «Oso» a tratar de ahogar sus penas en el alcohol, se le había acercado una ramera alta, delgada y joven, peculiar y extraña, aunque muy mal vestida, que lo importunó con sus ojos grandes y audaces y su hablar arrastrado. Y él la había acompañado a la ruinosa choza donde vivía ella, y había intentado olvidar su amor a Elizabeth en una suerte de pasión malsana y falsificada.
Había llegado a saber sólo que se llamaba Margaret. Jamás había logrado conocerla mejor. Y nunca se le hubiera ocurrido la posibilidad de volver a encontrarla allí.
Todo lo que caracterizaba a su anterior pobreza había desaparecido. Estaba empolvada y perfumada, y cubierta de brazaletes y anillos, que con cada movimiento del cuerpo se agitaban y tintineaban.
En ese momento, George Warleggan entró en la habitación. Vestido con elegancia, el cuello grueso y blando, se acercó inmediatamente a los dos caballeros que estaban al lado de la puerta. Los ojos de Margaret siguieron el movimiento de su anfitrión, y se posaron en Ross. Visto desde este lado, con la cicatriz, no era posible confundirlo. Los ojos de la mujer se agrandaron. Después, emitió una risa estrepitosa.
—¿Qué pasa, querida? —preguntó Francis—. No veo nada cómico en recibir un cuatro y un tres cuando uno necesita por lo menos un diez.
—Señora Cartland —dijo George—, le presento al capitán Poldark, primo de Francis. La señora Margaret Cartland.
Ross dijo:
—Su servidor, señora.
Margaret le ofreció la mano en la cual sostenía el cubo de los dados. Ross recordaba bien los dientes blancos y fuertes, las espaldas anchas, los ojos oscuros, felinos y sensuales.
—Mi señor —dijo ella, recordando descaradamente el nombre que le había dado otrora—, hace años que espero conocerlo. ¡Oí tales cosas de usted!
—Señora mía —dijo él—, crea sólo las menos importantes… o las que son ingeniosas.
Margaret dijo:
—¿Puede decirse de usted algo que no sea ingenioso?
Los ojos de Ross examinaron el rostro de la mujer.
—Todo lo que se diga sin duda lo parecerá, señora, si es usted quien lo dice.
Ella se echó a reír.
—No, las que más me atraen son las cosas que no pueden contarse.
El se inclinó.
—La esencia de una buena broma es que sólo dos pueden compartirla.
—Yo creí que esa era la esencia de una buena cama —dijo Francis, y todos rieron.
Después, Ross jugó whist, pero hacia el fin de la velada encontró a la dama sola al pie de la escalera.
Ella hizo una reverencia un tanto sarcástica, y se oyó el roce de la seda y el tintineo de los brazaletes.
—Capitán Poldark, qué buena fortuna haberlo encontrado.
—Qué sorprendente haberla encontrado.
—Veo que cuando estamos solos no se muestra tan amable.
—Oh, no quise ser descortés con una vieja amiga.
—¿Amiga? ¿No me otorgaría un lugar más elevado?
Ross vio que los ojos de Margaret, a los que siempre había creído negros, en realidad tenían un azul muy oscuro.
—Más alto o más bajo, como guste —le dijo—. No doy importancia a las definiciones.
—No, usted fue siempre un hombre de acción y voluntad. Y ahora contrajo matrimonio, ¿verdad?
Ross convino en que así era.
—Qué tedioso. —En su voz había una burla que provocó a Ross.
—¿Desprecia el matrimonio quien aparece casada?
—Oh, Cartland —dijo ella—. Está muerto y enterrado.
—¿Así lo escribió en su lápida?
Ella rio con felino buen humor.
—Se lo llevó el cólico, pero no prematuramente, ya tenía cuarenta años. Ah, bien. Que descanse en paz, sabiendo que gasté su dinero.
George Warleggan bajó la escalera.
—Margaret, ¿le parece entretenido nuestro invitado?
Ella bostezó.
—A decir verdad, cuando he comido tan bien casi todo me entretiene.
—En cambio, yo todavía no he comido —dijo Ross—. Sin duda, señora, eso explica la diferencia de nuestros sentimientos.
George examinó atentamente, primero a uno, y después al otro, pero no formuló ningún comentario.
Ross se retiró a medianoche, pero Francis permaneció en la casa. Había perdido mucho jugando faraón[2], y seguía sentado frente a la mesa de juego; ahora el número de participantes se había reducido a cuatro; Cary Warleggan, que también había perdido; Sansón, que era banquero y había ganado toda la noche; y George, que se había incorporado tardíamente al juego. Margaret estaba junto a la mesa, mirando, su mano apenas apoyada en el hombro de Francis. No volvió los ojos cuando Ross se retiró del salón.
Dwight Enys se trasladó a la casita medio arruinada, y ocupó su puesto como un cirujano en la Wheal Leisure; Keren Daniel inició con reprimido descontento su vida de esposa de minero; Demelza, a quien aparentemente le había entrado un capricho, se ejercitaba en la escritura con fanático entusiasmo; por su parte, Ross estaba mucho tiempo fuera de la casa, en compañía del talentoso y persuasivo Richard Tonkin, celebrando entrevistas, discutiendo y planeando, calculando en una palabra, tratando de convertir un sueño en realidad.
La vida siguió su curso, y Julia creció, y su madre comenzó a palparle las encías buscando signos de la dentición; el precio del cobre descendió a sesenta y siete libras, y otras dos minas cerraron sus puertas; había disturbios en París y hambre en las provincias; Geoffrey Charles Poldark tuvo al fin sarampión, y los médicos que asistían al rey se veían en dificultades para seguir sus «estudios» acerca de las moscas…
Llegó el momento en que Demelza debía escribir su carta, y lo hizo con mucho cuidado, desechando en el proceso buen número de ensayos.
Estimado capitán Blamey:
Tenga la bondad de encontrarnos en la casa de costura de la señora Trelask, en la calle Kenwen, el 20 de octubre antes de mediodía. Verity no querría, así que encuéntrenos por casualidad.
Señor, soy de usted con todo respeto.
Su amiga y servidora
Demelza Poldark
No estaba segura de la última parte, pero la había copiado de un manual de correspondencia que Verity le prestara, de modo que debía estar bien.
Lobb, el hombre que desempeñaba funciones de correo, debía pasar por la mañana, de modo que después de leer el texto cincuenta veces, Demelza selló la carta y con su letra más cuidadosa la dirigió a: «Capitán Blamey, oficina del correo marítimo, Falmouth.»
Todavía faltaba una semana, y muchas cosas podían salir mal. Contaba con la promesa de Verity, que había obtenido esgrimiendo la excusa de que deseaba que la aconsejara acerca de la compra de una capa para el invierno.
Mientras descendía por el valle, con el Mercury arrollado bajo el brazo y Garrick pisándole los talones, vio a Keren Daniel que atravesaba el campo en una línea casi transversal a la que seguía la propia Demelza.
Esa tierra pertenecía toda a Ross. No era una propiedad cerrada, pues Joshua se había contentado con fijar unos pocos pilares de piedra que señalaban los límites de su propiedad; pero en general, se aceptaba que el bosquecillo de Nampara era un sector especial, donde los treinta o cuarenta habitantes de los cottages no entraban, a menos que se los invitara.
Era evidente que Keren no lo sabía.
Esa mañana la muchacha no tenía sombrero, y el viento agitaba los cabellos negros y rizados. La joven llevaba un vestido escarlata brillante de un material delgado y barato que sin duda había extraído del baúl de la compañía. El viento pegaba la endeble tela a las curvas de su figura, y la adhería provocativamente a su cintura, formando una suerte de tensa enagua verde. Era el tipo de vestido que inducía a los hombres a mirar y a las mujeres a comentar por lo bajo.
—Buenos días —dijo Demelza.
—Buenos días —dijo Keren, que la miró disimuladamente, temerosa de alguna comparación desfavorable—. ¡Qué viento! Me desagrada mucho. ¿Es siempre así en esta región?
—Casi siempre —dijo Demelza—. Por mi parte, me agrada un poco de brisa. Barre los olores, limpia el aire y hace que todo sea más interesante. Un lugar sin viento sería como el pan sin levadura; un sitio demasiado pesado. ¿Estuvo haciendo compras?
Keren la miró atentamente un instante, para asegurarse de lo que Demelza quería decir. Como no lo consiguió, volvió los ojos hacia el canasto y dijo:
—Fui a Sawle. Es un lugar miserable, ¿verdad? Supongo que usted hace todas sus compras en Truro.
—Oh, me agrada comprar a la tía Mary Rogers siempre que puedo. A pesar de toda su gordura, es muy buena persona. Le podría contar cosas de la tía Mary Rogers…
Keren pareció poco interesada.
—Y después, están las sardinas —dijo Demelza—. Las sardinas de Sawle son las mejores de Inglaterra. Es claro, esta temporada fue muy mala, pero el año pasado era maravilloso. Y ayudan mucho a la gente a pasar el invierno. En realidad, no sé cómo se las arreglarán este año.
—Señora Poldark —dijo Keren—, ¿no cree usted que Mark merece algo mejor que la vida de un mísero minero común? ¿No le parece?
Sorprendida, Demelza se sobresaltó ante la pregunta formulada súbitamente. Dijo:
—Sí. Quizá. No se me había ocurrido mirarlo así.
—A nadie se le ocurre. Pero mírelo: es fuerte como un buey; tiene bastante inteligencia. Es despierto y trabajador. Pero la mina Grambler es un callejón sin salida. Lo único que puede hacer es trabajar y trabajar, un día y otro, por un salario de hambre, hasta que sea demasiado viejo y ya no pueda moverse, como el padre. Entonces, ¿qué será de nosotros?
—No sabía que ganara tan poco —dijo Demelza—. Creí que conseguía un buen salario. Es tributario, ¿verdad?
—Vivimos, y eso es todo.
Demelza vio un jinete que subía la colina.
—Mi padre fue minero —dijo—. Tributario, como Mark. Y lo es todavía. Ganaba suficiente dinero. Por supuesto, unas veces más y otras menos, y a lo sumo nada extraordinario. Pero podríamos habernos arreglado si él no hubiera bebido tanto. Mark no bebe, ¿verdad?
Keren empujó una piedra con el pie.
—Pensé que quizá más tarde el capitán Poldark tendría una vacante en su mina. Me refiero a un puesto mejor. Era nada más que una idea. Según dicen, a los tributarios que trabajan allí les va mejor; y pensé que tal vez un día hubiese un puesto más interesante.
—No tengo nada que ver con eso —dijo Demelza—. Pero lo mencionaré. —El jinete que se acercaba no era Ross.
—Es claro —dijo Keren, recogiéndose los cabellos—, estamos cómodos, sin duda. No se trata de que necesitemos pedir favores. Pero Mark es tan callado en esas cosas. Un día le dije: «¿Por qué no le pides al capitán Ross; eres su amigo; no te morderá; quizá ni siquiera se le ocurrió pensar en ti; el que nada arriesga, nada gana?» Pero él movió la cabeza y no contestó. Siempre me enojo cuando no quiere contestarme.
—Sí —dijo Demelza.
Ahora el jinete se acercaba avanzando entre los árboles, y Keren oyó el ruido de los cascos y miró por encima del hombro. Tenía el rostro levemente sonrojado, y una expresión un tanto resentida, como si alguien hubiera estado pidiéndole un favor a ella. Era Dwight Enys.
—Oh, señora Poldark. Vengo de Truro, y pensé pasar por su casa en el camino de regreso. ¿Está el capitán Poldark?
—No, creo que fue a Redruth.
Dwight, apuesto y juvenil, desmontó frente a las dos mujeres. Keren miró rápidamente primero a Demelza, y después al joven médico.
—Traigo aquí una carta. El señor Harris Pascoe me pidió se la entregase. ¿Puedo dejársela?
—Gracias. —Demelza recibió la carta—. Le presento a la señora Keren Daniel, la esposa de Mark Daniel. El doctor Enys.
Dwight se inclinó.
—Su servidor, señora. —El atuendo de la joven no definía muy bien su clase social, y Dwight había olvidado quién era Mark Daniel.
Bajo su mirada, la expresión de Keren cambió como una flor iluminada por el sol. Mientras hablaba, Keren mantenía los ojos bajos, las largas y oscuras pestañas inclinadas sobre el cutis de las mejillas, rozagantes [3] como piel de durazno. Conocía al joven, porque después de encontrarlo la primera vez con Ross lo había visto dos o tres veces desde su ventana. Sabía que había ido a vivir en la casita semioculta en el bosquecillo, del otro lado del valle, frente al cottage que ella ocupaba. Sabía que él nunca la había visto. Y conocía el valor de las primeras impresiones.
Descendieron juntos hacia Nampara, Keren decidida a no separarse de aquellos dos mientras no la obligasen. En la casa, Demelza los invitó a beber un vaso de vino, pero para gran desilusión de Keren él rehusó. Keren, que llegó rápidamente a la conclusión de que unos pocos minutos de la compañía del doctor Enys valían más que ver el interior de la casa Nampara, también se negó; juntos se alejaron, Dwight llevando de la brida su caballo y caminando al lado de Keren.
El veinte de octubre fue un día ventoso, soplaba polvo, y se formaban remolinos de hojas secas; además, amenazaba lluvia.
Demelza estaba muy tensa, como si se hubiera tratado de llegar a tiempo para abordar una diligencia de larga distancia; y Verity se sentía un tanto divertida por el deseo de su amiga de llegar a Truro a más tardar a las once. Demelza afirmó que no estaba nerviosa por sí misma, pero ocurría que Julia había pasado mala noche, y por eso sospechaba que tenía un poco de fiebre.
A lo cual Verity propuso que postergaran la visita: podían ir otro día, cuando fuera más cómodo. También a ella le hubiera convenido, porque era la fecha de la reunión trimestral de los accionistas de Grambler. Pero ahora Demelza parecía más decidida que nunca…
Esta vez fueron acompañadas por Bartle, pues Jud se mostraba cada vez más inestable.
A medio camino comenzó a llover, una especie de llovizna fina que se desplazaba sobre el campo como un tejido de seda, más lentamente que las nubes bajas que la producían. A unos cinco kilómetros de Truro vieron una multitud que se extendía sobre el camino. Era tan extraño ver tanta gente reunida en mitad del día que frenaron los caballos.
—Señora, creo que es un grupo de mineros —dijo Bartle—. Quizás olvidamos alguna celebración.
Verity siguió avanzando, en actitud dubitativa. No parecía que esa gente estuviese celebrando nada.
Un hombre estaba de pie sobre un carro, hablando a un grupo compacto reunido alrededor. Aún se encontraban a cierta distancia, pero era evidente que el hombre estaba expresando una protesta. Otros grupos se habían sentado en el suelo, o sencillamente conversaban. Entre ellos había tantas mujeres como hombres; todas estaban mal vestidas y tenían niños pequeños. Parecían coléricos, agobiados por el frío y la desesperación. Muchos ocupaban el camino, que aquí corría entre setos bien definidos; y la gente recibió con miradas hostiles a las dos mujeres elegantes, que viajaban a caballo, acompañadas de su lacayo bien alimentado.
Verity trató de afrontar la situación con expresión impávida, y se abrió paso lentamente; la gente los miraba sin hablar, con expresión hosca.
Un momento después habían dejado atrás a los últimos grupos.
—¡Uff! —exclamó Demelza—. ¿Quiénes son, Bartle?
—Creo que mineros de Idless y Chacewater. Señora, son tiempos difíciles.
Demelza acercó su caballo al de Verity.
—¿Tuviste miedo?
—Un poco. Pensé que quizá nos agredieran.
Demelza guardó silencio un momento.
—Recuerdo que una vez se nos acabó el trigo en Illuggan. Durante una semana comimos patatas y bebimos agua… y teníamos muy pocas patatas.
Por el momento su atención se desvió de la trama que había venido tejiendo, pero cuando llegaron a Truro olvidó a los mineros y pensó únicamente en Andrew Blamey y en lo que ella había organizado.