Demelza estaba esperando a Ross desde las cinco. A las seis preparó la cena, más liviana que de costumbre, porque sabía que su esposo volvería de la subasta saciado de alimento y bebida, y protestando por la pérdida de tiempo.
Hacia las siete tomó su cena, y pensó en la posibilidad de salir al valle, con la perspectiva de encontrar a Ross en el camino de regreso. Ya había alimentado a Julia; el jardín no exigía mayor atención; había practicado con la espineta poco antes de la cena; se sentía serena y tranquila. El tiempo era agradable. Bien podía caminar.
Los placeres del ocio, de los que rara vez gozaba, aún no habían perdido un ápice de su novedad. Ese aspecto de la vida de una dama era precisamente lo que la hacía más feliz. En su niñez había trabajado siempre, horas y horas de labor cuyo único residuo era el sueño del agotamiento; y entonces dormía hasta que un puntapié o un grito la despertaban. Cuando era criada en Nampara lo había pasado mejor, pero los momentos más gratos habían sido minutos robados, furtivos, de modo que con su placer se mezclaba una nerviosa actitud de vigilancia. Ahora, si así lo prefería, si en verdad lo deseaba, podía vivir ociosa, y dedicarse a ver el mundo. La energía misma de su carácter habitual determinaba que esos momentos fueran tanto más placenteros. Era una dama, la esposa de Ross Poldark, cuyo linaje en esa región se remontaba centenares de años. Los hijos de su cuerpo, y ante todo Julia, se llamarían Poldark, y tendrían un buen hogar, suficiente dinero, sólidas raíces, una educación, un legado de cultura. A veces su corazón se inflamaba de placer ante la idea.
Caminó por el valle, atenta a los primeros grillos que se hacían oír entre los matorrales, y deteniéndose aquí y allá para mirar a las jóvenes aves que se posaban en las ramas de los olmos, o a una rana que saltaba y se deslizaba al borde del arroyo. Arriba, junto a las ruinas de la Wheal Maiden, se sentó sobre un bloque de piedra y tarareó por lo bajo, aguzando la vista para distinguir la imagen conocida. Más allá del humo de Grambler podía verse la torre de la iglesia de Sawle. Desde allí, parecía que se inclinaba hacia el suroeste, como un hombre golpeado por el vendaval. Todos los árboles se inclinaban hacia el otro lado.
—Señora Poldark —dijo una voz detrás.
Se incorporó bruscamente.
Era la voz de Andrew Blamey.
—Espero, señora, que aceptará mis excusas. No tuve la intención de asustarla.
Estaba de pie al lado de la joven, pensando que la impresión la había puesto al borde del desmayo. Pero se necesitaba mucho más que eso para desfallecer a Demelza. El hombre mantuvo la mano apretando el codo de Demelza, hasta que ella volvió a sentarse sobre el muro. Mirándolo de reojo, ella pensó que en la expresión del marino había una cierta arrogancia.
Demelza había lanzado un juramento cuando se asustó, olvidando sus modales y fastidiada consigo misma un momento después.
—Es un mal comienzo —dijo él—, venir a pedir una disculpa, y verse obligado a pedir otra desde el principio.
—Jamás pensé que lo vería por aquí.
—Yo tampoco creí que vendría, señora. Jamás.
—En ese caso, ¿qué lo trae, capitán Blamey?
—Su visita. Porque después no he tenido verdadera tranquilidad.
El capitán Blamey se humedeció los labios, y frunció levemente el ceño, como si algo lo agobiara.
Demelza dijo:
—¿Cómo es posible…? ¿Acaso caminó desde Falmouth?
—Vine a pie desde Grambler, con la esperanza de llamar menos la atención en caso de que usted estuviese acompañada. Estuve en Truro esta tarde, y vi a su esposo y… y a Francis Poldark. Como sabía que no estarían aquí, no pude resistir el impulso de venir.
—Ross regresará de un momento a otro.
—En ese caso, será mejor que diga lo que me propuse comunicarle cuando aún hay tiempo. Señora Poldark, no dudo de que usted se formó muy pobre opinión de mí en nuestro primer encuentro.
Demelza se miró los pies.
—Todo eso no tiene importancia.
—Su visita me sorprendió muchísimo. Era algo que yo había desechado… y entonces… la súbita renovación del asunto evocó la antigua amargura. —Depositó el sombrero sobre el borde del muro—. Concedo que soy un hombre de carácter vivo. Controlar esa disposición de mi ánimo ha sido tarea de una vida entera. A veces, hay momentos en que debo reanudar la lucha. Pero Dios no permita que dispute con quienes me desean bien.
—¿Ni siquiera con sus propios marineros? —preguntó Demelza, por una vez levemente maliciosa.
El hombre guardó silencio.
—Por favor, continúe —dijo ella.
—En este momento los marineros disputan con todos sus capitanes. Durante años aumentaron sus pobres salarios traficando artículos en los puertos que tocaban en cada viaje. Pero el asunto ha adquirido tales proporciones que a todos se nos tiene por culpables. El capitán Clarke, del Cisne de Flushing, fue detenido en Jamaica y acusado, y otros correrán la misma suerte. De modo que hemos llegado a un acuerdo acerca de lo que cada marinero puede llevar. No es sorprendente que les desagrade, pero no se trata de una disputa personal entre mi tripulación y yo: es un asunto que afecta a todo el servicio de correos.
—Le ruego me disculpe —dijo ella.
—El día que nos vimos yo ya estaba irritado a causa de una discusión. Cuando usted habló, al principio pensé que era una forma de intromisión. Sólo después comprendí cuánto le había costado dar ese paso, y entonces quise volver a verla, para agradecerle lo que había hecho y dicho.
—Oh, no tiene importancia. Como usted comprende, no era eso lo que yo deseaba…
—Desde entonces —dijo el marino—, no he tenido paz espiritual. En el viaje a Lisboa, y de regreso, pensé cada instante en lo que usted dijo de Verity. Quizá tuvo tiempo para decir muy poco. Pero… sí, Verity nunca consiguió aceptar la situación. Usted dijo eso, ¿verdad? Y que parecía tener diez años más que su verdadera edad. He pensado en todo lo que eso significa. Dijo que se la veía enfermiza, aunque no enferma. Por mí. Enfermiza pero no enferma. Y parece tener diez años más que su edad. ¿Sabe una cosa?, nunca conocí la edad de Verity. Pero siempre me dispensó su amor. No pensábamos en esas cosas. Señora, tengo cuarenta y un años. No parecía vieja cuando yo la conocí. ¿Para eso la salvaron su hermano y su padre? No tendré descanso hasta que la haya visto. Eso, señora Poldark, usted lo ha conseguido, sea cual fuere el resultado final. Ahora, de nuevo a usted le toca tomar la iniciativa. Eso es lo que vine a decirle.
Mientras hablaba no había apartado los ojos de ella, y Demelza no se había sentido capaz de desviar la vista. Finalmente, la joven volvió los ojos hacia la llanura de Grambler, y se puso de pie.
—Ya viene, capitán Blamey. Será mejor que no lo vea aquí.
Blamey la miró con los ojos entrecerrados.
—¿Ahora él está contra mí? No era esa su actitud entonces.
—No contra usted. Se opuso a que removiese lo que, según creía, debía dejarse quieto. Se enojaría conmigo si lo supiera.
El la miró.
—Señora, Verity tiene en usted una buena amiga. Usted afronta riesgos por sus amigos.
—Tengo una buena amiga en Verity —dijo Demelza—. Pero no se quede ahí, o lo verá. Pasemos detrás del muro.
—¿Cuál es el mejor modo de alejarse?
—Entre esos pinos. Espere allí hasta que nos hayamos alejado.
—¿Cuándo puedo volver a verla? ¿Qué arreglos pueden hacerse?
Ella se esforzó por adoptar una decisión pronta.
—Ahora no puedo decirlo. Depende… de Verity. Si…
—¿Se lo dirá? —preguntó él con expresión ansiosa.
—No creo que sea conveniente. Por lo menos al principio. Yo… no volví a pensar en el asunto porque había perdido las esperanzas… desde que llegué de Falmouth. Dependerá de lo que pueda arreglar…
—Escríbame —dijo él—. A la oficina naviera. Yo vendré.
Demelza se mordió el labio, porque a decir verdad apenas podía dibujar las letras.
—Muy bien —prometió—. Le informaré. ¿Y si está en el mar?
—Partiré el sábado; eso no puedo remediarlo. Fije una fecha la tercera semana del mes próximo, si es posible. Así será más seguro. Si…
—Vea —dijo Demelza con voz premiosa—. Será en Truro; así es mejor. Le enviaré un mensaje, nada más que el lugar y la hora. Es todo lo que puedo hacer. El resto corre por su cuenta.
—Dios la bendiga, señora —dijo él, y se inclinó y le besó la mano—. No le fallaré.
Ella lo miró mientras abandonaba la protección del edificio de la mina y corría rápidamente hacia los árboles. Durante el primer encuentro, en Falmouth, ella no había podido imaginar qué le había visto Verity para tomar tan a pecho la pérdida. Pero ahora era más capaz de comprender.
El sol se había puesto cuando Ross la alcanzó. Sobre el paisaje, el humo de Grambler se elevaba y se dispersaba entre los cottages, y derivaba hacia Sawle. Aquí, en las ruinas, los grillos estaban muy atareados, emitiendo su canto entre los pastos y las piedras.
Ross desmontó rápidamente de Morena cuando la vio, y su rostro preocupado se distendió en una sonrisa.
—Bien, querida, es un honor. Deseo que no hayas esperado mucho.
—Cuatro horas de retraso —dijo ella—. Me hubiera fundido con la piedra si llego aquí a las cinco.
—Pero, como no lo hiciste, es evidente que tu amor no es excesivo. —Se echó a reír, y luego la miró—. ¿Qué pasa?
Ella extendió la mano y acarició el blando belfo de la yegua.
—Nada. Excepto que te imaginé arrojado al suelo por la pobre Morena, o atacado por bandidos y salteadores.
—Pero tus ojos brillan. Desde lejos me pareció que eran luciérnagas.
Ella le palmeó el brazo, pero mantuvo los ojos fijos en Morena.
—No bromees, Ross, me alegré de ver que regresabas, y eso es todo.
—Halagado, pero no convencido —comentó él—. Algo te ha excitado. Bésame.
Ella lo besó.
—Ahora sé que no es el ron —agregó él.
—¡Oh! ¡Judas! —se limpió la boca con disgusto—. ¡Cuál será el próximo insulto! De modo que para eso me besas, para averiguar y espiar lo que bebo…
—Es un método muy eficaz.
—La próxima vez que sospeches, pruébalo con Jud. «Sí, amo Ross,» dirá. «De buena gana,» y después de eructar te abrazará amorosamente. O Prudie… ¿por qué no pruebas con Prudie? No tiene barba, y puede darte una acogida mucho más cómoda. No se le ofrecieron oportunidades en la fiesta, y no dudo de que poco te importará su afición a las cebollas…
Ross la alzó y la depositó de través sobre la montura del caballo, y ella tuvo que aferrarle el brazo por temor de caer hacia atrás. Mientras hacía esto, los ojos oscuros de Demelza encontraron los grises de su esposo.
—Creo que tú eres quien está excitado —dijo Demelza, tratando de evitar que Ross volviese a la carga—. Juraría que hoy estuviste en dificultades. ¿Arrojaste a un estanque al doctor Choake, o robaste el banco de George Warleggan?
Ross dio la vuelta al caballo y comenzó a descender el valle, una mano firme y agradablemente apoyada en la rodilla de Demelza.
—Tengo novedades —dijo—, pero no creo que te impresionen. Dime primero cómo pasaste el día.
—Cuéntame tus novedades.
—Tú primero.
—Oh… Antes de mediodía fui a visitar a Keren Daniel y a renovar nuestra relación…
—¿Te agradó?
—Bien… Tiene una cintura pequeña y bonita. Y orejas pequeñas y bien formadas…
—¿Y un cerebro pequeño y bonito?
—Es difícil decirlo. Tiene elevada opinión de sí misma. Trata de dar buena impresión. Seguramente piensa que si ella te hubiese visto primero, yo jamás habría tenido la más mínima posibilidad.
Ross se echó a reír.
—¿La habría tenido? —preguntó Demelza, curiosa.
Ross dijo:
—Estoy acostumbrado a soportar insultos. Pero me parece difícil tolerar la imbecilidad.
—Abuelo, qué palabras tan largas usas —dijo Demelza impresionada.
Continuaron atravesando el valle. Unos pocos pájaros continuaban cantando en el atardecer luminoso. En la playa Hendrawna el mar había adquirido un tinte verde ópalo contrapuesto al pardo oscuro del arrecife y la arena.
—¿Y tus noticias? —preguntó Demelza.
—Está en marcha un plan para competir con las compañías cupríferas. Formaremos nuestra propia compañía, y yo la dirigiré.
Ella lo miró.
—Ross, ¿qué significa eso?
El se lo explicó, y así cruzaron el arroyo y llegaron a la casa. Jud se acercó para recibir a Morena, y Demelza y Ross entraron en el salón, donde aún estaba servida la cena. Ella se disponía a encender las velas, pero Ross la detuvo. Así, la joven se sentó sobre la alfombra y apoyó la espalda contra las rodillas de Ross, y él le acarició el rostro y los cabellos, y continuó hablando mientras la luz se disipaba.
—Francis no quiso unirse inmediatamente a nosotros —dijo—. Y no lo censuro, porque la continuación de los trabajos en Grambler depende de la buena voluntad de Warleggan. Ese será el problema de muchos. Tienen tantas hipotecas y ataduras que no se atreven a irritar a sus acreedores. Pero se propuso un compromiso, y así la empresa se mantendrá en secreto.
—¿Secreto? —preguntó Demelza.
—Si se forma la compañía, estará a cargo de unas pocas personas, que representarán al resto. Creo que el método dará resultado.
—En ese caso, ¿nadie mencionará tu nombre?
Los dedos largos de Ross recorrieron la línea del mentón de Demelza.
—No. Ya nada tengo que temer. No pueden perjudicarme.
—Pero, ¿acaso la Wheal Leisure no debe dinero al banco?
—Sí, al banco de Pascoe. Pero Pascoe no está vinculado con las empresas productoras de cobre, de modo que no corro ningún riesgo.
—¿Por qué debes correr todos los riesgos y proteger a otros?
—No, no. Alguna gente me acompañará, por ejemplo un hombre llamado Richard Tonkin. Y Johnson. Hay muchos.
Demelza se movió un momento, inquieta.
—¿Y cómo nos afectará todo esto?
—Yo… quizá tenga que estar más tiempo fuera de casa. Todavía no lo sé.
Ella volvió a moverse.
—Ross, no creo que eso me guste.
—Tampoco a mí, esa parte del asunto. Pero no había otra persona que los dirigiese. Intenté…
—Debiera complacernos que te hayan elegido.
—Sí, en cierto modo es un cumplido. Aunque no dudo de que, antes de que pase mucho tiempo, renegaré por haber sido tan débil y haber aceptado. Demelza, es necesario hacerlo. En realidad, aunque hubiera preferido no tener nada que ver, no pude negarme.
—En ese caso, debes hacer lo que te parezca más justo —dijo ella serenamente.
Reinó el silencio un momento. El rostro de Demelza tenía una expresión de aquiescencia entre las manos de Ross. Ahora ya no se la veía inquieta, y había desaparecido esa tensión espiritual, esa misteriosa vitalidad que él podía percibir cuando ella estaba consagrada a algo especial o sufría uno de sus «humores». Las noticias que él había traído la habían aquietado, porque no deseaba separarse de Ross más de lo que ya era el caso. Anhelaba tener más y no menos en común con él.
Ross se inclinó y apoyó el rostro contra los cabellos de Demelza. Vibrantes como ella misma, rozaban la cara de Ross. Olían suavemente a brisa marina. Ross se sintió conmovido por el misterio de la personalidad, porque esos cabellos y la cabeza y la persona de la mujer joven que estaba a sus pies eran suyos por derecho conyugal, y por la decisión entusiastamente libre de la propia mujer, porque esos cabellos oscuros y esa cabeza significaban para él más que otros cualesquiera, porque de un modo misterioso representaban la llave que liberaba su atención, su deseo y su amor. Unidos íntima y personalmente en el pensamiento y la simpatía, interactuando uno sobre el otro a cada paso, al mismo tiempo eran seres individuales irrevocablemente personales y distintos, y debían continuar así pese a todos los esfuerzos para salvar la distancia. Los esfuerzos que podían hacer, más allá de cierto límite, caían en el vacío. En ese momento él no sabía qué pensaba Demelza, qué sentía. A lo sumo, los símbolos externos que él había llegado a comprender le indicaban que ella se había sentido excitada, que había tenido una actitud de nerviosa vigilancia y que ahora todo eso se había calmado. En cambio, la mente de la joven ahora exploraba esa novedad que él había traído, tratando de prever lo que incluso él no podía ver, pese a que sabía y comprendía mucho más.
—Esta tarde llegó una carta para ti —dijo Demelza—. No sé quién la envió.
—Oh, es de George Warleggan. Me encontré con él esta mañana. Me dijo que había escrito invitándome a otra de sus fiestas, y que hallaría la nota al regresar a casa.
Demelza guardó silencio. En algún lugar de la casa Jud y Prudie discutían. Podía oírse el rezongo profundo de la queja de Prudie, y el gruñido más agudo de la respuesta de Jud, como dos perros que se amenazan, el mastín hembra y el bulldog mestizo.
—Este proyecto causará enemistad entre George Warleggan y tú, ¿verdad?
—Es muy probable.
—No sé si eso es bueno. El es muy rico, ¿no?
—Sí, bastante. Pero en Cornwall hay intereses más antiguos y más poderosos, y tal vez logremos atraerlos.
Se oyó un choque de cacharros en la cocina.
—Ahora, dime —dijo Ross—, ¿por qué estabas excitada cuando me encontré contigo cerca de la Wheal Maiden?
Demelza se puso de pie.
—Esos dos viejos cuervos despertarán a Julia. Debo ir a separarlos.