Capítulo 8

Después de la caída del sol se formó cierta bruma sobre el suelo, y esa noche la luna parecía un piel roja viejo y calvo espiando sobre el borde de una colina. En el hueco de Mellin y la árida pendiente de Reath, más allá, los rayos de la luna iluminaban a varias figuras oscuras, activas y en apariencia tan nerviosas como las hormigas que de pronto reciben la luz de una linterna; avanzaban y retrocedían atravesando el páramo elevado que se alzaba después del cottage de Joe Triggs, y descendían por un sendero sembrado aquí y allá de restos minerales que bajaba más o menos hacia el este.

La construcción avanzaba.

Al principio, nueve personas lo ayudaban: Paul, su hermano, y Ena Daniel, Zacky Martin y sus dos hijos mayores, Ned Bottrell, que era un primo de Sawle, y Jack Cobbledick y Will Nanfan.

Primero hubo que delimitar la parcela, y nivelarla de modo que pudiera sostener las cuatro paredes. Encontraron un sitio apropiado y lo limpiaron de piedras —estaba a menos de cien metros del canal Reath—. Después, dibujaron más o menos un rectángulo, y comenzaron. Las paredes debían ser de arcilla, apisonada y mezclada con paja y piedras pequeñas. El día del bautizo, Ross mató un buey y Zacky lo había ayudado, y en recompensa había recibido un saco de pelo extraído del cuerpo. Ahora estaban usándolo, mezclado con la arcilla, la piedra y la paja, para afirmar la mezcla. Se emplearon cuatro piedras grandes en las esquinas de la casa, y entre dos de ellas se formó una tosca artesa con madera de aproximadamente medio metro de ancho y otro medio de profundidad. Aquí se metió la arcilla y las piedras, y todo lo demás se mezcló y apisonó, dejándolo que secara mientras se preparaba más mezcla.

A las once, los tres jovencitos, que debían trabajar en el primer turno de la mañana, fueron enviados a casa a dormir, y a medianoche Cobbledick encaminó hacia la cama sus pasos largos y tardos. Zacky Martin y Will Nanfan se quedaron hasta las tres, y Paul Daniel hasta las cinco, y a esa hora tuvo el tiempo justo para volver a su casa y comer un plato de pan de cebada y patatas antes de dirigirse a la mina. Ned Bottrell, que tenía su propia estampería de estaño, se marchó a las ocho. Mark continuó trabajando sin descanso, hasta que llegó Beth Daniel con un cuenco de sopa aguada y una sardina en una hogaza de pan. Después de haber trabajado durante casi catorce horas, se sentó para tomar su alimento, y miró el resultado. Habían puesto los cimientos, y comenzaban a elevarse las paredes. La superficie ocupada por el cottage era un poco mayor que la proyectada, pero eso de ningún modo estaba mal; ya habría tiempo para levantar divisiones cuando ella lo habitase. Conseguir que la muchacha entrara en la casa era la obsesión de Mark.

Esa mañana, muy temprano, los niños pequeños habían llegado antes de salir a los campos; después, recibieron a tres o cuatro Martin, que se habían quedado una hora a ayudar, charlar o mirar, en camino hacia el trabajo. Todos habían hecho suya la causa de Mark, y nadie tenía la menor duda de que la casa sería terminada antes del domingo. Quizá criticaban el matrimonio, porque nadie deseaba a una extraña, pero como Mark Daniel era quien era y gozaba de general simpatía, la gente estaba dispuesta a tragarse sus prejuicios.

Esa tarde, a las siete, Zacky Martin, Will Nanfan y Paul Daniel, que habían dormido unas pocas horas, regresaron al lugar, y después se unieron a ellos Ned Bottrell y Jack Cobbledick. A las diez apareció de entre las sombras otra figura, y, por la altura, Mark comprendió que era Ross. Descendió la escala y fue a su encuentro.

Cuando los dos hombres se acercaron uno al otro, el observador podría haber advertido cierta semejanza entre ellos. Tenían parecida edad, eran más bien enjutos y huesudos, ambos morenos, y de piernas largas y temperamento díscolo. Pero cuando estaban muy cerca uno del otro, era más visible la diferencia que la semejanza. Daniel, de piel más oscura, pero al mismo tiempo más pálida por el trabajo en la mina, mostraba una dureza que no se advertía en el otro; tenía el mentón más ancho y la frente más estrecha, y los cabellos lacios, muy cortos y oscuros, sin el matiz cobrizo. Podrían haber sido parientes lejanos que provenían de un linaje común.

—Bien, Mark —dijo Ross cuando se acercó—. ¿De modo que esta es tu casa?

—Sí, capitán. —Mark se volvió y miró las cuatro paredes, que casi habían alcanzado la altura del techo, y los espacios vacíos donde debían estar las ventanas—. Hasta aquí hemos llegado.

—¿Qué pondrás en el suelo?

—Creo que sobra bastante madera. Y esas vigas de la mina. Las tablas tendrán que esperar un poco.

—¿Y en el primer piso?

—Sí. Pensé que podía hacerse con paja; no tendría que seguir levantando paredes, porque ya no tengo tiempo.

—No tienes tiempo para nada. ¿Qué pasa con las ventanas y la puerta?

—Mi padre me prestará su puerta hasta que pueda fabricar otra. Y está armando algunas persianas en su casa. Esto es lo único que puede hacer con su reuma. Por el momento servirán.

—Mark, creo que cometes un error —dijo Ross—. Quiero decir con esa muchacha. ¿Crees que querrá vivir aquí después de deambular por todas partes?

—Nunca tuvo hogar, no lo tuvo en todo lo que recuerda de su vida. Quizá por eso ahora lo desea más.

—¿Cuándo se casarán?

—El lunes a primera hora, si todo marcha bien.

—Pero, ¿podrás?

—Sí, creo que sí. Hace dos semanas lo prometió, y yo pedí al párroco que publicase las amonestaciones. Después cambió de idea. Este domingo será la tercera vez. El lunes, apenas regresemos, iremos a ver al párroco Odgers.

Detrás de sus palabras se alzaba la sombra de las luchas libradas durante una quincena. El premio había parecido, en un momento al alcance de la mano, y al siguiente tan lejano como siempre.

—La señora Poldark le habrá dicho —continuó Mark.

—Me lo dijo.

—¿Hice bien en pedirle?

—Por supuesto. Mark, ocupa más tierra si lo deseas. Mark inclinó la cabeza.

—Gracias, señor.

—Mañana ordenaré que preparen el título. —Ross miró el informe montículo amarillo—. Quizá pueda encontrarte una puerta.

En Saint Dennis no ofrecieron representaciones; estaban; descansando antes de iniciar el largo camino hasta Bodmin, a la mañana siguiente. Esa semana se habían alejado gradualmente de la región occidental de Cornwall, más civilizada, para internarse en los desiertos parajes del Norte. Para Keren, cada día había sido peor que el anterior; hacía demasiado calor o demasiada humedad los establos donde representaban eran insoportables, y llenos de goteras, infestados de ratas o demasiado pequeños. Habían ganado apenas lo suficiente para matar el hambre y Aaron Otway, que trataba de consolarse como hacía siempre que los tiempos eran malos, a veces estaba demasiado borracho para tenerse en pie.

Como si la suerte hubiera querido afirmar la decisión de Keren, la noche anterior en Saint Miguel había sido el peor fracaso. La lluvia persistente había ahuyentado al público, y sólo asistieron siete adultos y dos niños; los actores habían tenido que representar sobre la paja húmeda y maloliente, mientras las goteras les salpicaban constantemente la cabeza. Tupper había enfermado de fiebre, y había perdido la habilidad (o el deseo) de hacer reír a la gente, de modo que el público se había limitado a mirar impávido la representación.

Tenían que haber consagrado las últimas horas del domingo al arreglo de las dos carretas, con el propósito de hacer una entrada triunfal en Bodmin; era la idea de Otway con el fin de atraer público a la representación de la noche del lunes; pero había estado borracho todo el día, y los demás no tenían fuerzas ni ánimo para tomar la iniciativa después que encontraron un campo y soltaron a los animales para que pastaran. No les importaba que al día siguiente se desprendiese una rueda o se rompiese un eje por falta de grasa.

Keren había guardado sus cosas en un canasto, y cuando le pareció que era medianoche bajó en silencio de su camastro y se dirigió a la puerta. Hacía buen tiempo, y con un chal sobre la cabeza se acurrucó junto a la rueda de la carreta para esperar a Mark.

La espera se hacía larga, y Keren no era una muchacha paciente, pero esa noche estaba tan decidida a abandonar a los actores ambulantes que soportó el paso del tiempo, maldiciendo el fresco de la noche y deseando que él se apresurara. Los minutos le parecían días, y las horas eran como meses. Acurrucada allí, con la cabeza apoyada en el cubo de la rueda, terminó por dormirse.

Cuando despertó estaba rígida de frío, y detrás de la iglesia, sobre la colina, se insinuaba el resplandor del alba.

Se puso de pie. ¡El le había fallado! Había jugado con ella, formulando promesas que no pensaba cumplir. Se le llenaron los ojos de lágrimas de furia y decepción. Sin importarle el ruido, se volvió para entrar, y cuando estaba apoyando la mano sobre el picaporte de la puerta, vio una alta figura que venía avanzando por el campo.

Llegó medio corriendo y trastabillando. Ella no hizo el más mínimo movimiento hasta que él se acercó y se detuvo, tratando de recuperar el aliento, apoyado en la carreta.

—Keren…

—¿Dónde estuviste? —dijo ella con expresión colérica—. ¡Toda la noche! ¡Estuve esperando toda la noche! ¿Dónde estuviste?

El miró por la ventana de la carreta.

—¿Tienes tus cosas? Vamos.

Su tono era tan extraño, desprovisto del respeto acostumbrado, que ella comenzó a caminar con él a través del campo sin discutir. Ahora Mark marchaba bastante erguido, pero con movimientos duros, como si no pudiera flexionar el cuerpo. Llegaron al camino.

Cuando estuvieron frente a la iglesia, ella dijo irritada:

—¿Dónde estuviste, Mark? ¡Estoy helada! Te esperé toda la noche.

El se volvió para mirarla.

—¿Eh?

Ella repitió lo que había dicho.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué no viniste?

—Salí tarde. Muy tarde. No fue fácil levantar la casa… Y al final… había muchas cosas que hacer… Comencé a caminar a las diez. Creí que si corría todo el camino llegaría a tiempo… Pero me equivoqué de ruta, Keren. Seguí por el camino de carruajes, en lugar de doblar en dirección a Saint Dennis… Caminé kilómetros… Por eso llegué aquí desde la dirección contraria… Dios me ampare, ¡pensé que ya no te vería más!

El hablaba con voz tan lenta que al fin ella comprendió que el, hombre estaba mortalmente cansado, y que apenas se sostenía. Lo miró con sorpresa y decepción, porque su fuerza física siempre la había complacido. Se le veía muy deprimido; y sin embargo, ese gran momento de su vida debía haber bastado para darle fuerza.

Caminaron en silencio hasta que salió el sol, y entonces una fresca brisa que venía del mar pareció renovar las fuerzas de Mark; desde ese momento caminó con paso más seguro. Ella había guardado algunas tortas de la cena de la noche anterior, y las compartieron sentados a la vera del camino. Antes de llegar a San Miguel, él era otra vez el más fuerte de los dos.

Se detuvieron en una casa de portazgo, y consiguieron comida y pudieron descansar. La visión de la bolsa de monedas de Mark devolvió el buen humor a Keren, de modo que inició más animada la siguiente etapa, tomada del brazo de Mark. Faltaban solamente trece o catorce kilómetros, y por lo tanto podían llegar antes del mediodía. Ahora se sentía excitada, pues la novedad siempre la atraía; y si bien ni en sus sueños más sombríos hubiera pensado casarse con un minero, había algo romántico en la idea de huir, entrar en un iglesia y formular votos solemnes, e ir con él a vivir en una casa construida especialmente para ella, para los dos. Era como una de las obras que ella representaba.

Un rato después empezaron a salirle ampollas en los pies, y cojeaba al caminar. Descansaron otra vez, y ella se lavó los pies en un arroyo. Reanudaron la marcha, pero no pudieron seguir mucho tiempo, y finalmente él la alzó y comenzó a llevarla.

Por un rato eso le agradó; era más grato que caminar, y además le gustaba sentir que la sostenían esos brazos grandes, y oír cómo los pulmones de Mark absorbían el aire. La gente miraba, pero a ella eso no le importaba, hasta que llegaron a una aldea y descendieron por una calle sinuosa y cubierta de lodo, entre los cottages, seguidos por una pandilla de mocosos semidesnudos y burlones. Keren estaba indignada, y quiso que él los echara, pero Mark continuó imperturbable, sin siquiera el atisbo de un cambio de expresión.

Después, salieron a campo abierto, y cuando llegaron a la vista de un racimo de cottages, él la depositó en el suelo. De modo que avanzaron con lentitud, y el sol, que asomaba en un hueco entre las nubes, ya estaba alto cuando llegaron a la entrada de Mingoose.

Dos kilómetros hasta Mellin; después, tres kilómetros hasta la iglesia de Sawle. Si no llegaban antes del mediodía, la boda tendría que esperar hasta el día siguiente.

Mark apretó el paso, y finalmente entraron por la huella de Marasanvose; Mellin estaba detrás de la siguiente loma. No tenían tiempo para ver el cottage. Keren se lavó la cara en un pequeño estanque, y él hizo otro tanto. Después, ella se peinó los cabellos con un peine que había tomado «en préstamo», y ambos entraron cojeando en Mellin.

La pequeña Maggie Martin fue la primera en verlos, y fue corriendo adonde estaba su madre a decirle que al fin habían llegado. Cuando estuvieron a la altura del primer cottage todos habían salido a recibirlos. La mayoría de los que podían trabajar estaban durmiendo o en sus tareas, pero los muy ancianos y los muy jóvenes y unas pocas mujeres hicieron todo lo posible para ofrecerles una cálida bienvenida. No había tiempo que perder en charlas, y Mark Daniel y su futura esposa partieron inmediatamente para Sawle. Pero ahora eran la cabeza de un cometa con una tenue cola, formada por la abuela Daniel, la tía Betsy Triggs, la señora Zacky y Sue Vigus, y un racimo de mocosos excitados.

Tenían que apresurarse. Con sus grandes pasos, Mark casi se distanció de Keren los últimos tramos; cuando llegaron a la iglesia de Sawle eran las doce menos veinte. Allí no pudieron encontrar al señor Odgers. La señora Odgers, que se encontró frente a un hombre moreno y alto, de ojos hundidos y rostro sin afeitar, que exhibía una actitud desesperada y poco cortés, confesó tímidamente que el señor Odgers había renunciado a esperarlos, y que la última vez que lo había visto fue cuando se dirigía al huerto. La tía Betsy lo encontró detrás de una planta de grosellas, y entonces ya eran las doce menos diez. Comenzó a formular objeciones acerca de la legalidad y la prisa, hasta que la señora Zacky, con su rostro ancho detrás de los lentes y su acento persuasivo, lo tomó de un brazo y lo metió respetuosamente en la iglesia.

Así se afirmó el vínculo espiritual, mientras el reloj de la sacristía daba las doce y Mark deslizaba un anillo de bronce en el dedo largo y fino de Keren.

Después de las formalidades de costumbre (Mark Daniel su marca; Kerenhappuch Smith escrito orgullosamente), tuvieron que ir al cottage de Ned Bottrell, que estaba cerca de la iglesia, y allí todos bebieron sidra y cerveza a la salud de la pareja, de modo que pasó un tiempo antes de que pudieran regresar a Mellin. La marcha se convirtió en una procesión triunfal, porque coincidió con el fin del turno de la mañana. Había algo en el obstinado galanteo del «solterón» Mark y en su hazaña de construcción de la casa que había seducido la imaginación de los mineros y las obreras, y ahora un grupo entero se les había unido y escoltaba a los recién casados de regreso a Mellin.

Keren no sabía muy bien cómo tomar todo eso, y cómo relacionarse con esa gente que en adelante serían sus vecinos. Cobró antipatía a la vieja abuela Daniel, y le pareció que Beth Daniel, la esposa de Paul, era una fregona sin atractivos que por celos no podía abrir la boca. Pero algunos de los hombres parecían simpáticos, y dispuestos a mostrar una amistad tosca pero respetuosa. Los miraba por el rabillo del ojo, y les daba a entender que le parecían más aceptables que sus mujeres.

Para celebrarlo se había preparado una gran olla de té, pasteles de conejo con puerros y tortas de cebada horneadas; todo marchó bastante bien. Hubo momentos de conversación animada y súbitos silencios, durante los cuales parecía que cada uno miraba a los demás; pero excepto Mark, era la primera vez que ellos se reunían con Keren, de modo que era natural que se sintieran un poco extraños.

Cuando concluyó la celebración, el día llegaba a su fin. A petición de Mark, no habría travesuras ni bromas, y nadie los seguiría hasta la nueva casa. El se había ganado el derecho a un poco de tranquilidad.

El sol del atardecer les calentó la espalda mientras subían la cuesta, después de Mellin, y sus rayos habían iluminado todo el occidente con un resplandor dorado. Se formaba un vivido contraste de colores donde el cielo luminoso se tocaba con el mar de cobalto.

Descendieron hacia el cottage. De pronto, ella se detuvo.

—¿Es aquí?

—Sí.

Mark esperó.

—Oh —dijo ella, y continuó.

Se acercaron a la puerta. El pensó que todo parecía muy vulgar y tosco, ahora que veía la casa detrás de la figura de la muchacha con quien se había casado. Todo era tan tosco, quizás construido con manos cariñosas, pero aun así tosco y áspero. No bastaba el amor; también se necesitaba habilidad y tiempo.

Entraron, y Mark vio que alguien había encendido un gran fuego en la chimenea abierta que él mismo había construido. Ardía, crepitaba y crujía, y ahora el cuarto parecía más cálido y acogedor.

—Esto es cosa de Beth —dijo.

—¿Qué dices?

—El fuego. Se fue un rato antes, y yo me preguntaba por qué. Es muy buena persona.

—No le gusto —dijo Keren, frotando el pie sobre la paja limpia que cubría el suelo.

—Sí, le gustas, Keren. Ocurre solamente que es metodista y que no acepta el teatro y todas esas cosas.

—Oh, no acepta eso —dijo Keren con voz sombría—. Me gustaría ver qué sabe de eso.

Mark miró alrededor.

—Es… muy poco para ti, Keren. Pero todo se hizo en cuatro días, y pasarán semanas antes de que sea como lo queremos.

La miró, expectante.

—Oh, está bien —dijo Keren—. Creo que es una linda casa. Cien veces mejor que los viejos cottages que están sobre la colina. El rostro sombrío de Mark se iluminó.

—Lo mejoraremos con el tiempo. Hay… hay mucho que hacer. Por ahora, lo único que deseaba era darte un techo.

La abrazó inseguro, y cuando Keren alzó la cara él la besó. Era como besar a una mariposa, blanda, frágil y esquiva. Ella volvió la cabeza.

—¿Qué hay allí?

—Ahí dormiremos —dijo Mark—. Pienso levantar un cuarto arriba, pero todavía no está terminado. Así que por el momento preparé esto.

Keren entró en el cuarto contiguo, y sus pies volvieron a pisar paja. Era como vivir en un corral de ganado. Oh, bueno, como él decía, eso podía cambiar.

Mark se acercó a la ventana y abrió la persiana para permitir la entrada de la luz. En un rincón había un gran entablado de madera, a unos treinta centímetros del suelo. Sobre la madera se había dispuesto un colchón de paja y dos delgadas mantas.

—Debiste construir la casa mirando al oeste —dijo ella—. Asile habría dado el sol de la tarde.

—No pensé en eso —dijo él, deprimido.

Era la casa de Keren. Y ella la consideraba suya; eso ya era algo.

—¿Quieres decir que levantaste esta casa desde la última vez que te vi? —preguntó.

—Sí.

—Por Dios —dijo ella—. Apenas puedo creerlo.

Eso lo complació, y volvió a besarla. Pero ella se desprendió de sus brazos.

—Mark, déjame ahora. Siéntate al lado del fuego y yo iré contigo en seguida. Te daré una sorpresa.

Mark salió, y al pasar por la puerta tuvo que inclinar un poco la cabeza.

Keren permaneció un momento mirando por la ventana, y contemplando el árido paisaje de la hondonada con su arroyo seco y, por todas partes, los desechos de la mina. Del otro lado del valle el terreno tenía mejor aspecto; Keren alcanzaba a ver la torre de una casa y muchos árboles. ¿Por qué no había construido allí?

Caminó unos pocos pasos y acercó los dedos a la cama. Bien, la paja estaba seca. No hacía tanto tiempo que había dormido sobre paja húmeda. Y eso podía mejorarse mucho. Después de la decepción inicial, su ánimo comenzaba a elevarse. Ya no tendría que lidiar con Tupper ni que oler el aliento alcohólico de Otway. Ya no pasaría hambre ni tendría que atravesar páramos y pantanos. Ya no necesitaba representar en chiqueros vacíos y frente a rústicos retardados. Estaba en su hogar.

Se acercó nuevamente a la ventana y cerró una de las persianas. Varias gaviotas que volaban alto parecían manchas de color oro y rosado iluminadas por la luz del sol sobre el fondo del cielo cubierto de nubes hacia el este. La luz disminuía rápidamente en la depresión del páramo, y sobre todo en la casa; como todas las ventanas estaban mal orientadas, en esa casa siempre oscurecería temprano.

Sabía que él la esperaba. Keren no rehuía su parte del convenio, y por lo contrario, la contemplaba con una especie de suave laxitud sensual. Se desvistió lentamente, y cuando quedó completamente desnuda se estremeció un poco y cerró la segunda persiana. En la semipenumbra del cuarto se pasó las manos acariciadoras sobre los flancos lisos, se estiró y bostezó, y después se puso la descolorida bata negra y rosada, y se soltó los cabellos. Sería suficiente. Se sentiría realmente impresionado. Para él era suficiente.

Caminando descalza sobre la paja, entró en la cocina y durante un instante creyó que él había salido. De pronto lo vio, sentado en el piso, en la oscuridad del cuarto, la cabeza apoyada en el banco de madera. Estaba dormido.

Durante un momento la cólera la dominó.

—¡Mark! —llamó.

El no contestó. Keren se acercó y se arrodilló al lado del hombre, y contempló el rostro moreno. Se había afeitado en Mellin, pero la fuerte barba ya había comenzado a crecer otra vez. Tenía el rostro hundido y sombreado por la fatiga, la boca entreabierta. Ella pensó qué feo era.

—¡Mark! —llamó de nuevo, en voz alta.

Pero él continuó respirando profundamente.

—¡Mark! —Aferró el cuello de la chaqueta y lo sacudió fuertemente. La cabeza de Mark golpeó contra el banco y dejó de oírse su respiración, pero no mostró indicios de despertar.

Keren se puso de pie y miró a Mark. La cólera comenzó a ceder el sitio al desprecio. Era tan malo como Tupper, caído en el suelo, inerte y absurdo. ¿Con quién se había casado? ¿Con un hombre que se dormía como un tronco la noche de bodas, que ni siquiera se excitaba, que se dedicaba a dormir. Era un insulto dirigido a ella. Un grave insulto.

Bien, como él prefiriese. Ese hombre no le interesaba tanto. Si prefería roncar como un gran perro negro, que se diese el gusto… El perdía, no ella. Ella no había fallado. Lo dejaría dormir. Emitió una breve risa, y después la risa cobró fuerza, porque ahora veía el lado divertido de la cosa. Siguió riendo incontrolablemente mientras se apartaba con movimientos lentos y se dirigía al cuarto contiguo. Pero ahora trataba de contenerse, para no despertarlo.