Capítulo 7

Julia estaba atormentada por los gases, y se la veía muy irritable; Demelza tenía doloridas las nalgas, y se sentía completamente desalentada. Madre e hija formaban un cuadro lamentable, mientras Jud llevaba los dos animales de regreso a Trenwith, y Prudie gruñía, atareada en la preparación de la cena.

Julia, alimentada y cambiada, se sumergió en un sueño inquieto; pero Demelza, que ahora tenía un momento para tomar un bocado, tragaba distraídamente la comida, abrumada y molesta por el pensamiento de su propia derrota, pero consciente de que esa derrota era definitiva. Ross había estado en lo cierto. Incluso Francis había tenido razón. No había la menor esperanza de un matrimonio feliz para Verity. Y sin embargo…

Oh, bueno…

La figura amorfa de Prudie interrumpió sus hondas reflexiones, alzándose como un monstruoso Calibán[1] femenino. Estaba de pie, junto a la mesa, hablándole, reclamando su atención con sonidos discordantes y gruñones, hasta que al fin Demelza se vio obligada a mirarla.

—¿Cómo? —dijo.

Prudie la miró, y comprendió que su ama no había oído una sola palabra.

—Le duele la barriga, ¿verdad?

—No, Prudie, pero estoy cansada y contrariada. Y el cuerpo me duele tanto que apenas puedo sentarme. No sé cómo es, pero basta que me toque un hueso para pegar un grito.

—Eso no tiene por qué extrañarle… Yo siempre digo que los caballos no son para montarlos, con silla o sin silla, de frente o de lado. Átelos a un carro, y ya es distinto. Pero así, un buey sirve lo mismo, y es doble de tranquilo. Una sola vez monté a caballo, y fue cuando Jud me trajo de Bedruthan, hace casi diecisiete años. Fue un trecho movido, subiendo y bajando colinas, y no descansamos un momento. Esa noche me unté todo el cuerpo con grasa, y mucho bien que me hizo, porque de lo contrario la piel me hubiera abrasado, se lo juro. Le diré lo que haremos. Cuando se desvista, iré a ponerle en esas partes un bálsamo que conseguí en la feria de Marasanvose, ¿sí?

—Está bien así —dijo Demelza—. Dejémoslo como está. Esta noche dormiré boca abajo.

—Bueno, como guste. Vine a decirle que Mark Daniel está en la puerta de la cocina, preguntando si puede entrar a hablar con usted.

Demelza se enderezó en el asiento y parpadeó.

—¿Mark Daniel? ¿Qué quiere conmigo?

—En realidad, nada. Vino la primera vez al mediodía. Le expliqué que habían salido, y que no volverían antes de la hora de la cena, eso le dije, y que volviese mañana. Oh, me dijo Mark Daniel, y se fue, pero volvió y preguntó a qué hora regresaría la señora Poldark, y yo dije que esta noche, eso le dije, y entonces volvió a marcharse.

—¿Y ahora pregunta por mí?

—Sí, y le dije que usted estaba cenando, y que me parecía que no había que molestarla. Dios mío, ya hay bastantes problemas de todos modos sin necesidad de que los mineros vengan aquí a pasar el rato.

—Sin duda necesita algo —dijo Demelza, y bostezó. Se alisó el vestido y se arregló los cabellos—. Será mejor que lo hagas pasar.

Esa noche Demelza se sentía solitaria e importante. La última vez que Ross había viajado a Bodmin, Verity había venido a acompañarla.

Entró Mark, con la gorra en la mano. En el salón parecía enorme.

—Oh, Mark —dijo Demelza—, ¿deseaba ver a Ross? No está en casa, y pasará la noche en Bodmin. ¿Es importante, o puede esperar hasta que llegue Ross?

A la luz del atardecer y sin la gorra, también parecía más joven; inclinaba la cabeza, por temor de chocar con las vigas del cielorraso.

—Ojalá fuera más fácil explicarlo, señora Poldark. Debí haber hablado ayer con el capitán Ross, pero aún no estaba decidido, y no me gusta contar mis pollos antes de guardarlos en el gallinero. Y ahora… ahora tengo que darme prisa porque…

Demelza se puso de pie, tratando de no insinuar una mueca dolorosa, y se acercó a la ventana. Aún faltaba una hora para que oscureciera, pero el sol ya descendía sobre el borde occidental del valle, y las sombras se hacían más densas entre los árboles. Sabía que Mark era muy buen amigo de Ross, y que su esposo sólo en Zacky Martin tenía aún mayor confianza, de modo que la visita la halagaba un poco.

Mark esperaba que ella hablase, y la miraba.

—¿Por qué no se sienta, Mark, y me dice cuál es la dificultad?

Un instante después ella alzó los ojos y vio que él aún estaba de pie.

—Bien, ¿qué pasa? —dijo.

El rostro largo y moreno se contrajo.

—Señora Poldark, he pensado casarme.

Ella esbozó una leve sonrisa de alivio.

—Bien, me alegro de saberlo, Mark. Pero, ¿eso lo preocupa?

—Como él no dijo nada, Demelza continuó: —¿Con quién se casará?

—Con Keren Smith —dijo él.

—¿Keren Smith?

—La doncella que vino con los actores ambulantes. La morena, la de… de cabellos largos y piel suave.

Demelza trató de recordar.

—Oh —dijo—. Ya sé. —No deseaba parecer disgustada—. Pero, ¿qué dice ella? ¿Todavía están en la región?

Aún estaban en la región. De pie al lado de la puerta, sombrío y reservado, Mark relató el caso. Y mucho de lo que él no decía podía adivinarse. Casi todas las noches desde la primera vez había seguido a los actores, observando a Keren, encontrándose después con ella, tratando de convencerla de su sinceridad y su amor. Al principio, la joven se había reído de él, pero había algo en la corpulencia del hombre y en el dinero que él le entregaba, que al fin había conquistado su interés. Casi por broma, Keren había aceptado sus propuestas, y de pronto había descubierto que lo que él podía ofrecerle después de todo no era poca cosa. La muchacha nunca había tenido un hogar, y jamás un pretendiente como este.

Mark había visto a Keren la noche anterior en Ladock. Hacia el domingo de esa semana la compañía de actores ambulantes debía estar en Saint Dennis, en el límite del páramo. Ella había prometido casarse con Mark, lo había prometido solemnemente con una condición. El hombre debía encontrar un lugar donde vivir; Keren no estaba dispuesta a compartir la casa del padre de Mark, atestada de gente; no quería vivir allí un solo día. Que le encontrase un techo antes del domingo, y estaba dispuesta a huir con él. Pero si la compañía se alejaba de Saint Dennis, ella no tendría corazón para volver. Desde allí iniciarían el largo camino hacía Bodmin, y aunque Mark consiguiera un pony para ella, no estaba dispuesta a afrontar por segunda vez los páramos. Tenían que solucionarlo en Saint Dennis, o renunciar. A él le tocaba decidir.

—¿Y qué piensa hacer, Mark? —preguntó Demelza.

Los Cobbledick se habían trasladado al cottage que antes era de los Clemmow; de modo que no había casas vacías. Mark se proponía construir un cottage antes del domingo. Los amigos estaban dispuestos a ayudarle. Habían pensado en un posible lugar, un lote baldío y agreste sobre el límite de la familia Treneglos, aunque todavía en tierra de Poldark. Pero como el capitán Ross no estaba…

Era extraño pensar en los sentimientos de amor que se agitaban en ese hombre alto, rudo y lacónico; y aún más extraño pensar que los había despertado esa linda y alocada mariposa estival.

—¿Qué desea que haga? —preguntó Demelza.

El se lo explicó. Necesitaba permiso para construir. Creía que podría alquilar la tierra. Pero si esperaba hasta el día siguiente, significaba perder un día entero.

—¿No es demasiado tarde ya? —preguntó Demelza—. No podrán construir el cottage para el domingo.

—Creo que podemos hacer lo indispensable —dijo Mark—. Hay arcilla a mano, y por mi lado, pensando en todo esto, por las noches estuve juntando material. Ned Bottrell, de Sawle, tiene paja para techar. Podemos hacerlo, aunque sea nada más que cuatro paredes y un techo sobre la cabeza.

Demelza estuvo a punto de decir que una mujer que imponía tales condiciones no merecía tanto esfuerzo; pero por la expresión de Mark, comprendió que era inútil.

—¿Qué lote desea, Mark?

—El que está en la loma, después de Mellin. Está cubierto de viejos matorrales y algunos restos de la zanja de una vieja mina. Al lado del lecho del arroyo que se secó este año.

—Lo conozco… —Meditó el asunto—. Bien, en realidad no me corresponde autorizarlo. Pero usted mismo debe decidir: «Soy un viejo amigo, ¿el capitán Ross me dejaría ese pedazo de tierra para levantar mi cottage

Mark Daniel la miró un momento, y después movió lentamente la cabeza.

—Señora Poldark, no soy yo quien debe decidir. Puede decirse que hemos sido amigos toda la vida, y que hemos crecido juntos.

Juntos salimos al mar, e hicimos contrabando de ron y gin, y pescamos juntos en la playa Hendrawna, y luchamos juntos en los concursos. Pero a pesar de todo, él pertenece aquí y yo pertenezco allí y… yo nunca pensaría en tomar lo que es suyo si no me autoriza, del mismo modo que él no pensaría tomar lo que es mío.

Ahora, todo el jardín estaba en sombras. El día luminoso parecía no tener nada que ver con la semipenumbra cada vez más densa del valle; la tierra se había sumergido en ese abismo de oscuridad, mientras el día aún resplandecía a lo lejos. Un tordo había atrapado a un caracol, y el único ruido afuera era el tap-tap-tap mientras lo golpeaba contra una piedra.

—Si usted no puede autorizarme —dijo Mark—, tendré que buscar un lugar en otra parte.

Demelza sabía qué posibilidades tenía Mark de lograr su propósito. Cuando apartó los ojos del cielo y miró a su interlocutor, sólo pudo ver sus ojos, y el duro paréntesis de sus pómulos. Caminó unos pasos y se apoderó del pedernal y el acero. Un momento después, la luz de la vela parpadeó y resplandeció, iluminando las manos de la joven, el rostro, los cabellos.

—Mark, ocupe media hectárea a partir del lecho del arroyo seco —dijo—. Sólo eso puedo decirle. Cómo lo alquilaré, no lo sé, porque no soy buena en números y todas esas cosas. Esto tendrán que resolverlo usted y Ross. Pero le prometo que no tendrá que salir de allí.

El hombre, de pie al lado de la puerta, permaneció en silencio mientras otras dos velas se encendían con la llama de la primera. Demelza lo oyó moverse y arrastrar un pie.

—No sé cómo agradecérselo, señora —dijo de pronto—, pero si hay algo que pueda hacer por usted o los suyos, dígamelo.

Ella alzó la cabeza y le sonrió.

—Eso lo sé, Mark —dijo.

Después él se marchó, y Demelza quedó sola, con las velas que parpadeaban en la habitación iluminada.