Pocos días después, Demelza estaba tomando el desayuno silenciosa y pensativa. A esta altura de las cosas Ross ya debía haber sabido que el silencio a la hora de las comidas era un síntoma ominoso. Durante los días que siguieron a la catástrofe del bautizo ella se había mostrado deprimida; pero ahora, aparentemente, ya había reaccionado. Aunque había tenido la intención de condenarse a permanente cavilación, su propia naturaleza se lo impedía.
—¿Cuándo piensas ir a ver a Jim? —preguntó.
—¿A Jim? —repitió Ross, abandonando sus reflexiones acerca de las compañías cupríferas y sus fechorías.
—A Jim Carter. Dijiste que la próxima vez llevarías contigo a Jinny.
—Y eso haré. Pensé ir la semana próxima. Es decir, si puedes privarte de ella y no tienes objeciones.
Demelza lo miró.
—Para mí las dos cosas son lo mismo —dijo ella con expresión un tanto desconcertada—. ¿Pasarás una noche fuera?
—Los chismosos tienen la mente muy sucia, y algunos no dejarán de murmurar porque salgo a caballo en compañía de una criada. Ocurre que… —Hizo una pausa.
—¿Quieres decir que sales con otra criada?
—Bien, si quieres decirlo así. Jinny no es del todo fea, y por cierto que no respetarán mi buen nombre.
Demelza alzó los dedos para acomodar un rizo.
—¿Y tú qué piensas, Ross?
El sonrió apenas.
—Pueden murmurar hasta que se les seque la lengua, y eso es lo que han hecho hasta hoy.
—En ese caso, ve con ella —dijo Demelza—. No temo a Jinny Carter, ni a las viejas chismosas.
Una vez fijado el día, había que enviar un mensaje a Verity. El lunes por la mañana Ross trabajó en la mina, y Demelza aprovechó para caminar los cinco kilómetros que la separaban de la casa Trenwith.
Sólo una vez había estado anteriormente en la casa de sus elegantes primos políticos; y cuando se acercó a las ventanas divididas por columnitas y a la antigua piedra isabelina, hizo modestamente un rodeo para entrar por el fondo.
Encontró a Verity en la antecocina.
Demelza dijo:
—No, no te preocupes. Todos estamos muy bien. Querida Verity, vine a pedirte que me prestes un caballo. Casi diría que es un secreto, y no quise que Ross lo supiera; el jueves próximo va a Bodmin a ver a Jim Carter, que está en la cárcel, y se lleva a Jinny Carter, de modo que no tendré caballo para llegar a Truro; y quiero regresar antes de que vuelva Ross.
Las dos mujeres se miraron. Aunque jadeaba un poco, Demelza no parecía culpable.
—Si lo deseas te prestaré a Random. ¿También es un secreto para mí?
—No, nada de eso —dijo Demelza—. Pues si quisiera que no te enterases no te pediría prestado un caballo, ¿verdad?
Verity sonrió.
—Muy bien, querida, no te preguntaré una palabra. Pero no puedes ir sola a Truro. Podemos prestarte un pony para Jud.
—No sé a qué hora saldrá Ross el jueves, de modo que si no tienes inconveniente vendremos caminando a buscar los caballos. Quizá no te opongas a que vengamos por el fondo, así Francis y… y Elizabeth no se enterarán.
—Te aseguro que todo esto parece muy misterioso. Confío en que no estarás haciendo nada malo.
—No, no, te lo aseguro. Es sólo… algo que deseo realizar hace mucho tiempo.
—Muy bien, querida.
Verity se alisó el frente de su vestido de algodón azul. Esa mañana se la veía retraída y sin atractivos. Uno de sus días de solterona. Demelza sintió que se le oprimía el corazón ante la enormidad del paso que se proponía dar.
Ross miró alrededor con ojos apreciativos mientras atravesaba el valle, a hora temprana, la mañana del jueves, acompañado por Jinny Carter que cabalgaba silenciosa en el viejo Ramoth, ya casi ciego. La delgada capa de tierra que era característica de la región pronto se agotaba, y uno tenía que conceder bastante tiempo al suelo para que se recuperase después de una cosecha de cereales; pero los campos que había cultivado este año estaban produciendo bien. Podía ver todos los colores del arco iris, desde el verde arveja hasta el pardo bizcocho. Una buena cosecha representaría cierta compensación por el daño que había provocado la tormenta de la primavera.
Cuando Ross y Jinny alcanzaron la cima de la colina y desaparecieron al otro lado, Demelza se volvió y entró en la casa. Ahora disponía de todo el día, todo ese día y parte del siguiente si era necesario; pero Julia imponía un límite más breve a sus actos. Si la alimentaba a las siete podía arreglarse bastante bien con un poco de azúcar y agua a mediodía, una comida que Prudie se encargaría de darle; así, Demelza podía ausentarse hasta las cinco de la tarde.
Diez horas. En ese lapso había mucho que hacer.
—¡Jud!
—Sí.
—¿Estás listo?
—Bien, que me cuelguen; hace apenas dos minutos que el señor Ross salió de la casa.
—Tenemos poquísimo tiempo. Si yo no… si no estoy de regreso antes de las cinco, la pequeña Julia llorará, y yo estaré quizás a varios kilómetros de distancia.
—Todo el asunto es una fea idea, del comienzo al fin —dijo Jud, que había asomado por la puerta la cabeza calva—. Algunos dirían que yo no debo prestarme a esos caprichos y fantasías. No es razonable. No es justo. No es humano…
—Y no está bien que discutas toda la mañana —dijo Prudie, que apareció detrás de su marido—. Si ella dice que vas, pues vas y se acabó. Si el señor Ross se entera, ella verá lo que hace.
—No estoy tan seguro —dijo Jud—. No lo sé, de veras no lo sé. Nadie sabe qué harán las mujeres cuando empieza la tormenta. Son astutas como un vagón de monos. Bien, les advierto. Si acepto la culpa de esto, merezco que me cuelguen por estúpido. —Se fue gruñendo para buscar su mejor chaqueta.
Partieron poco después de las siete y recogieron el caballo y el pony en la casa Trenwith. Demelza había prestado especial atención a su atuendo, y se había puesto su nuevo traje de montar azul, de corte masculino, con una blusa celeste que diera un toque de color y un pequeño sombrero de tres picos. Besó a Verity y le dio las gracias muy afectuosamente, como si creyera, que la calidez de su abrazo podía compensar el engaño.
La compañía de Jud era útil, porque sabía llegar a Falmouth, siguiendo estrechos senderos y caminos de mulas, sin atravesar pueblos o aldeas donde podían reconocerlos.
En esos villorrios nada pasaba inadvertido. Todos los estañeros y los peones de las granjas interrumpían su trabajo, las manos en las caderas, para contemplar a la desigual pareja. Jud deforme, silbando por lo bajo en su pequeño pony, y ella, joven y bella, en su caballo alto y gris. En cada cottage siempre había alguien que espiaba.
No llevaban reloj, pero dos o tres horas antes de mediodía vieron un resplandor de agua azul y plateada, y Demelza comprendió que debían estar cerca.
El río desapareció entre los árboles, y los dos jinetes comenzaron a descender por una colina polvorienta, el camino marcado por las huellas profundas de los carros, y de pronto se encontraron entre cottages. Pasando los cottages había una gran bahía rodeada de tierra, y los mástiles de los barcos. Ahora, el corazón de Demelza aceleró sus latidos. Comenzaba a percibir el riesgo de la empresa. Todo lo que había imaginado en el silencio de la noche venía a enfrentarse con la verdad desnuda y difícil. Su propia imagen del enamorado de Verity, un marino de hablar moderado, apuesto y maduro, y la imagen que Ross había evocado con su descripción de la escena en la taberna de Truro; había que reconciliar y enfrentar con la verdad estas imágenes, antes de dar un solo paso.
Unos minutos después llegaron a una plaza empedrada, y el agua centelleaba como una fuente de plata entre algunas casas de proporciones más amplias. En las calles había mucha gente que no parecía tener prisa para apartarse y dar paso a una pareja de jinetes. Jud se abrió camino entre gritos y juramentos.
Al fondo de la calle vieron un muelle ocupado por pilas de bultos de mercancías, que estaban descargándose de una barcaza. Demelza miró alrededor, levemente fascinada. Un grupo de marinos de chaqueta azul y coleta miró a la muchacha sobre el caballo. Una corpulenta negra pasó cerca. Dos perros peleaban por un mendrugo. Alguien se asomó a una ventana alta y arrojó más desechos a la calle.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Jud, quitándose el sombrero y rascándose la cabeza.
—Pregunta a alguien —dijo ella—. Es lo correcto.
—No hay a quién preguntar —dijo Jud, paseando la vista por la plaza atestada. Tres marinos de aspecto importante, con alamares de oro en los uniformes, pasaron antes de que Demelza pudiese decidirse. Jud se lamía los grandes dientes. La joven hizo avanzar su caballo entre algunos chicuelos que jugaban en el albañal, y se acercó a cuatro hombres que conversaban en la escalinata de una de las casas grandes. Parecían comerciantes prósperos, de estómago prominente y rotundo, tocados con pelucas.
Sabía que Jud era quien debía preguntar, pero ella no podía confiar en sus modales. En ese momento, Random decidió inclinarse hacia un costado, y el ruido de los cascos sobre los adoquines llamó la atención de los hombres.
—Perdonen la interrupción —dijo Demelza con su voz más refinada—, pero, ¿podrían indicarme cuál es la casa del capitán Andrew Blamey?
Todos se descubrieron. Nada parecido le había ocurrido jamás a Demelza. La tomaban por una dama, y el hecho provocó su sonrojo.
Uno dijo:
—Perdón, señora, no entendí el nombre.
—El capitán Andrew Blamey, del buque correo a Lisboa.
Advirtió que los hombres se miraban.
—Vive en las afueras de la ciudad, señora. Siga por esta calle. Aproximadamente medio kilómetro; pero el representante de la línea puede indicarle mejor, si usted lo visita. También le informará si el capitán Blamey está en su casa o en el mar.
—Está aquí —dijo el otro—. El Carolina zarpará el sábado a mediodía.
—Les estoy muy agradecida —dijo Demelza—. ¿Dicen que por esta misma calle? Gracias. Buenos días.
Los hombres volvieron a inclinarse; Demelza espoleó el caballo y siguió avanzando. Jud, que había escuchado con la boca abierta, la siguió al paso más lento de su cabalgadura, mascullando por lo bajo.
Recorrieron una calle larga y angosta, bordeada sobre todo por sórdidas chozas y patios, y aquí y allá había una casa mejor construida o una minúscula tienda. El terreno formaba una empinada pendiente, y a la derecha había árboles y matorrales. La bahía albergaba dos o tres docenas de barcos, que se encontraban casi al alcance de la mano; ella jamás había visto nada semejante. Estaba acostumbrada a la visión de algún bergantín o alguna balandra que navegaba lejos de tierra, en la peligrosa costa del Norte.
Los encaminaron hacia una de las mejores casas; una habitación del primer piso avanzaba sobre la puerta del frente, formando un porche cubierto sostenido por pilares. La casa era más importante que lo que ella había esperado.
Desmontó con movimientos envarados y dijo a Jud que cuidase el caballo. Su traje estaba cubierto de polvo, pero no tenía un lugar donde limpiarse.
—No tardaré —dijo—. No te alejes ni te emborraches, porque volveré a casa sin ti.
—Emborracharme —dijo Jud, enjugándose la frente—. Nadie tiene derecho a decirme eso. Paso las semanas enteras sin probar una gota de licor. A veces mi cuerpo no tiene ni la humedad que necesita para producir una escupidura. Tan seco está. Y habla de emborracharse. Miren quién habla. Caramba, recuerdo una vez que encontró una botella de ponche, y entonces…
—Quédate aquí —dijo Demelza, volviéndole la espalda—. No tardaré mucho. —Tiró del cordón de la campanilla. Jud era un espectro de lo que había sido. Mejor olvidarlo. Ahora había que afrontar esto. ¿Qué hubiera dicho Ross si la veía ahora? ¿Y Verity? Una vil traición. Ojalá no hubiese venido. Ojalá…
Se abrió la puerta, y ya no se oyeron los murmullos de Jud.
—Por favor, quiero ver al capitán Blamey.
—No está, señora. Dijo que volvería antes de mediodía. ¿Quiere esperarlo?
—Sí —dijo Demelza, tragando con dificultad y entrando en la casa.
Demelza fue introducida en un agradable saloncito de la planta baja. Las paredes estaban recubiertas con paneles color crema, y entre los papeles dispersos sobre el escritorio había un barco en miniatura.
—¿A quién debo anunciar? —preguntó la anciana.
En el último momento, Demelza se inclinó por la discreción.
—Prefiero decírselo yo misma. Dígale solamente que… una persona…
—Muy bien, señora.
Se cerró la puerta. Demelza sintió que el corazón le latía aceleradamente. Escuchó los pasos firmes de la mujer que bajaba la escalera. Los documentos sobre el escritorio atrajeron su curiosidad, pero temió acercarse para mirarlos; además, aún leía muy lentamente.
Una miniatura, junto a la ventana. No era Verity. ¿Su primera esposa, de cuya muerte él era responsable? Las pequeñas siluetas de dos niños. Demelza había olvidado a los hijos del capitán Blamey. Un cuadro que representaba a otro barco; parecía un navío de guerra. Advirtió que desde esa habitación podía verse la calle.
Se acercó a la ventana. La cabeza lustrosa de Jud. Una mujer que vendía naranjas. El viejo la insultaba. Y ella respondía. Jud parecía escandalizado al comprobar que alguien era tan mal hablado como él. «Capitán Blamey», diría Demelza, «he venido a verlo… a propósito de mi prima». No, primero debía asegurarse de que no se había casado. «Capitán Blamey», diría. «¿Se ha casado nuevamente?» Bien, no podía decir semejante cosa. ¿Qué esperaba conseguir? «Deja en paz las cosas», le había advertido Ross. «Es peligroso entrometerse en la vida de otra gente.» Era lo que ella estaba haciendo, a pesar de las órdenes y los consejos.
Había un mapa sobre el escritorio. Sobre él se habían trazado líneas con tinta roja. Pensaba acercarse y mirarlo cuando le llamó la atención otro ruido que venía de la calle.
Bajo un árbol, a unos cincuenta metros de distancia, estaba un grupo de marineros. Eran hombres rudos, con sus barbas, sus coletas y sus harapos, pero en medio de ellos había un hombre tocado con un tricornio, y les hablaba con voz irritada. Los marineros lo rodeaban, coléricos y gesticulantes, y durante un momento pareció que el hombre del tricornio desaparecía entre ellos. Después, volvió a verse el sombrero. Los hombres se apartaron para darle paso, pero varios continuaron gritando y sacudiendo los puños. El grupo volvió a cerrarse, y permaneció en el sitio mirando al hombre que se alejaba. Uno recogió una piedra, pero otro le aferró el brazo y le impidió que la arrojara. El hombre del tricornio continuó caminando sin mirar atrás.
Cuando se aproximó a la casa, Demelza sintió un nudo en la garganta. Supo instintivamente que esa era la persona que había venido a ver, la causa de su conspiración y de su cabalgar de más de treinta kilómetros.
Pese a todas las advertencias de Ross, ella no había imaginado un hombre así. ¿Acaso nunca hacía más que pelear con la gente ¿Era ese el hombre cuya pérdida provocaba la angustia y la tristeza de Verity? En un instante Demelza percibió la otra cara de la medalla, la misma que hasta ahora había rehuido, a saber, que quizá Francis, y el viejo Charles, y Ross, estaban en lo cierto, y que se equivocaba el instinto de Verity, no el de sus parientes.
Poseída por el pánico, volvió los ojos hacia la puerta par calcular sus posibilidades de fuga, pero en ese instante se oyó golpe de la puerta de la calle al cerrarse, y ella comprendió que era demasiado tarde. Ahora no podía retroceder.
Permaneció junto a las ventanas, el cuerpo rígido, y escuchó las voces en el vestíbulo. Después, oyó pasos en la escalera.
El hombre entró en el saloncito, el rostro todavía endurecido por su disputa con los marinos. Lo primero que Demelza pensó es que era un hombre viejo. Se había quitado el sombrero, y no llevaba peluca: tenía los cabellos grises en las sienes, y también había hilos grises en la coronilla. Debía tener más de cuarenta años. Los ojos eran azules y duros, y alrededor de ellos tenía la piel tensa, de tanto mirar de cara al sol. Eran los ojos de un hombre que quizás estaba siempre pronto para tomar el primer impulso de una carrera.
Se acercó al escritorio y dejó sobre él su sombrero; después, miró directamente a su visitante.
—Me llamo Blamey, señora —dijo con voz áspera y clara—. ¿En qué puedo servirla?
Demelza olvidó todas las frases que había preparado. Se sentía sobrecogida por la actitud y la autoridad de este hombre.
Se humedeció los labios y dijo:
—Mi nombre es Poldark.
Fue como si una llave hubiese girado en el mecanismo íntimo de ese hombre duro, cerrando todas las compuertas antes de que pudiese manifestar el menor signo de sorpresa o emoción.
Se inclinó levemente.
—No tengo el honor de conocerla.
—No, señor —dijo Demelza—, no. Pero sin duda conoce a mi marido, el capitán Ross Poldark.
Su rostro también se parecía al perfil de un barco, afilado, agresivo y sólido, castigado por el tiempo, pero no derrotado.
—Hace unos años tuve ocasión de conocerlo.
Demelza no atinó a formular la frase siguiente. Con una mano tocó la silla que tenía detrás, y consiguió sentarse.
—Cabalgué treinta kilómetros para verlo.
—Me siento honrado.
—Ross no sabe que vine —dijo ella—. Nadie lo sabe.
Sus ojos inflexibles se apartaron un momento del rostro de Demelza y se posaron en el traje cubierto de polvo.
—¿Puedo ofrecerle un refresco?
—No… No… Debo partir en seguida. —Quizás había cometido un error, porque una taza de té, o cualquier bebida, le habría permitido sentirse más desenvuelta y ganar un poco de tiempo.
Hubo una pausa tensa. Bajo la ventana, se oyeron los gritos de la disputa con la vendedora de naranjas.
—¿El hombre que está en la calle es su criado?
—Sí.
—Me pareció reconocerlo. Debí haberlo sabido.
Su voz no permitía abrigar dudas acerca de sus sentimientos.
Ella ensayó otra vez.
—Yo… quizá no debí venir, pero pensé que era necesario. Quería verlo.
—¿Sí?
—Acerca de Verity.
Durante un momento la expresión del capitán Blamey expresó la molestia que sentía; ese nombre ya no podía mencionarse. Después, volvió bruscamente los ojos hacia el reloj.
—Puedo concederle unos minutos.
Algo en la mirada destruyó la última esperanza de Demelza.
—Ha sido un error venir —dijo—. Creo que nada tengo que decirle. Cometí un error, y eso es todo.
—Bien, ¿en qué consistió su error? Puesto que ya está aquí, más vale que lo diga.
—Nada. Nada de lo que yo pueda decir será útil con una persona como usted.
El le dirigió una mirada cargada de cólera.
—Puesto que le pregunto, contésteme.
Demelza volvió a mirarlo.
—Se trata de Verity. Ross se casó conmigo el año pasado. Hasta ese momento, yo nada sabía de Verity. Y ella jamás me dijo una palabra. Pero yo convencí a Ross de que me explicase lo ocurrido. Me refiero a usted. Quiero mucho a Verity. Daría todo por verla feliz. Y no es feliz. No ha podido olvidar. No es el tipo de persona que puede olvidar. Ross dijo que era peligroso entrometerse. Que debía dejar las cosas como estaban. Pero no podía dejar así las cosas, por lo menos tenía que hablar con usted. Yo… creí que Verity tenía razón, y que ellos se equivocaban. Yo… tenía que estar segura de que tenían razón, antes de abandonar el asunto.
La voz de Demelza parecía prolongarse en un espacio infinito, árido y vacío. Preguntó:
—¿Volvió a casarse?
—No.
—Hoy lo preparé todo. A escondidas. Ross fue a Bodmin. Pedí prestados los caballos y vine con Jud. Pero debo regresar porque en casa me espera un bebé.
Se puso de pie y caminó lentamente hacia la puerta. Cuando pasó al lado del marino, él la tomó del brazo.
—¿Verity está enferma?
—No —dijo irritada Demelza—. Enfermiza sí, pero no enferma. Se diría que ha envejecido diez años.
De pronto, los ojos de Blamey habían cobrado la fiereza dé sufrimiento.
—Conoce usted toda la historia? Sin duda le contaron todo.
—Sí, acerca de su primera esposa. Pero si yo fuera Verity…
—Usted no es Verity. ¿Cómo puede saber lo que ella siente?
—No lo sé, pero yo…
—Jamás me envió ni una línea…
—Tampoco usted le escribió.
—¿Tal vez dijo algo?
—No.
—Entonces, es lamentable… Este intento de su parte… esta intromisión.
—Lo sé —dijo Demelza, casi llorando—. Ahora lo sé. Quise ayudar a Verity, pero ahora desearía no haberlo pensado nunca. Mire, no comprendo todo esto. Si la gente se ama, es más que suficiente reunirse, y no importa que uno beba. Si el padre se opone, sí, es importante, pero ahora el padre murió, y Verity es demasiado orgullosa para hacer algo. Y usted… y usted… Pero creí que usted era distinto. Pensé…
—Creyó que probablemente yo pasaba mi tiempo sumido en melancolía. No dudo de que el resto de su familia hace mucho que se olvidó de mí, y que me cree un fracasado y un borracho, siempre metido en las tabernas, un hombre que por la noche regresa alcoholizado a su casa. No dudo de que hace mucho que la señorita Verity está de acuerdo con el afeminado de su hermano en que fue mejor para todos que despidieran al capitán Blamey. Para que…
—¡Cómo se atreve a decir eso de Verity! —exclamó Demelza, de pie frente al marino—. ¡Cómo se atreve! ¡Y pensar que vine aquí para oír estas palabras! Pensar que conspiré, y mentí, y pedí prestados los caballos, y qué sé yo qué más. ¡Decir semejante cosa de Verity, que está enferma por el recuerdo de usted! ¡Por Judas! ¡Déjeme salir de aquí!
El le impidió el paso.
—Espere.
Las charreteras y los alamares de oro de su uniforme ya no importaban.
—¿Esperar qué? ¿Más insultos? ¡Déjeme o llamo a Jud!
El le aferró de nuevo el brazo.
—Muchacha, no emito opinión acerca de usted. Le concedo que lo hizo con la mejor intención. Le concedo su buena voluntad.
Ella temblaba, pero apelando a toda su voluntad trató de no desasirse bruscamente.
Durante un momento él no siguió hablando, y en cambio la miró atentamente, como si tratara de adivinar lo que ella no había dicho. Su propia cólera se había disipado.
—Todos hemos seguido viviendo, y hemos cambiado. En realidad… Vea, todo está olvidado, es cosa del pasado… pero estamos amargados. Antes, yo rabiaba y me encolerizaba… usted me comprende… si hubiera visto cómo fueron las cosas, lo entendería. Cuando uno remueve un pasado que mejor sería dar al olvido, es probable que agite parte del lodo que ya se asentó.
—Suélteme el brazo —dijo ella.
El esbozó un gesto breve y torpe, y se apartó. El cuerpo rígido, ella se acercó a la puerta y aferró el picaporte.
Miró hacia atrás. El tenía los ojos fijos en la bahía. Demelza vaciló un segundo, y entonces se oyó un golpe en la puerta.
Nadie contestó la llamada. Demelza se apartó a un lado cuando vio que el picaporte se movía. Era la mujer que atendía al capitán Blamey.
—Disculpen. ¿Deseaba algo, señor?
—No —dijo Blamey.
—El almuerzo está servido.
Blamey se volvió y miró a Demelza.
—¿Quiere quedarse y comer conmigo, señora?
—No —dijo Demelza—. Gracias. Es mejor que regrese inmediatamente.
—En ese caso, acompañe primero hasta la puerta a la señora Poldark.
La anciana asintió.
—Sí, cómo no, señor.
La mujer y Demelza bajaron la escalera. La anciana advirtió a Demelza que mirase dónde ponía el pie, porque no había mucha luz, pues se habían corrido las cortinas para evitar que la alfombra se decolorase, ya que la ventana daba al sur. Agregó que hacía calor, y quizá se descargase una tormenta, pues era mal signo que se viese tan claramente el promontorio de San Antonio. Hablando sin cesar, abrió la puerta de la calle y dio los buenos días a la visitante.
En la calle, Jud estaba sentado sobre un muro de piedra, parpadeando somnoliento al lado de su pony. Estaba chupando una naranja que había hurtado del carrito de la vendedora.
—¿Ya terminó, señora? —dijo—. Creo que lo hizo bastante rápido. Bien, creo que es mejor, así podremos marcharnos.
Demelza no contestó. El capitán Blamey continuaba miran la desde la habitación del primer piso.