La segunda fiesta en celebración del bautismo se desarrolló sin tropiezos. Los mineros, los campesinos y sus esposas no tenían reservas cuando se trataba de aprovechar la diversión. Además, era la fiesta de Sawle, y si no los hubieran invitado a Nampara de todos modos la mayoría habría pasado la tarde en Sawle, bailando o jugando, o emborrachándose en una de las tabernas.
La primera media hora en Nampara hubo cierta tensión, porque los invitados todavía recordaban que estaban en casa de gente distinguida; pero muy pronto la timidez se disipó.
Fue una celebración al viejo estilo, sin refinamientos ni delicadezas que pudieran molestar a nadie. Demelza, Verity y Prudie habían trabajado desde la mañana temprano. Habían preparado enormes pasteles de carne: varias capas de pasta y carne una sobre la otra, en enormes fuentes, todo revestido con crema. Habían asado cuatro gansos y doce capones; y pasteles grandes como ruedas de molino. Había hidromiel y cerveza preparada en casa, y sidra y oporto. Ross había calculado cinco litros de sidra por hombre y tres por mujer, y ahora pensaba que apenas alcanzaría.
Después de la comida todos salieron al prado, donde se organizaron carreras para las mujeres; se levantó un poste alto con regalos para los niños, que además jugaron al escondite, a la gallinita ciega y al vigilante y el ladrón. Además, hubo un torneo de lucha para los hombres. Después de varios encuentros previos, el enfrentamiento definitivo fue entre los dos hermanos Daniel, Mark y Paul —y Mark venció, como todos esperaban que ocurriera—, Demelza lo premió con un pañuelo rojo vivo. Un rato después, cuando ya habían digerido parte del almuerzo, todos fueron invitados de nuevo a beber té y comer pastel de carne, y torta de azafrán y pan de jengibre.
El acontecimiento de la tarde fue la visita de la compañía ambulante. En Redruth, la semana anterior, Ross había visto un deteriorado cartel clavado sobre una puerta; el texto decía que la compañía de Aaron Otway debía visitar la ciudad esa semana para ofrecer un magnífico repertorio de estupendas obras musicales, tanto antiguas como modernas.
Había encontrado al director de la compañía en la mayor de las dos sórdidas carretas en que viajaban, y lo había comprometido para que ofreciera una función en la biblioteca de Nampara, el miércoles siguiente. Se habían amontonado en un rincón los trastos que allí se guardaban, y después de limpiar la ruinosa habitación habían puesto tablas sobre cajones, para asiento de público. El escenario estaba delimitado por unos trozos de cordel de cortina unidos entre sí, que separaban un sector al fondo de la habitación.
Representaron Elfrida o La esposa perdida, una tragedia de Johnson Hill, y después una pieza cómica llamada El matadero. Jud Paynter estaba de pie a un lado, y se acercaba para despabilar las velas cuando humeaban demasiado.
Para los lugareños, la representación tenía todo el atractivo y el esplendor de Drury Lane. La compañía contaba con siete miembros; era un grupo heterogéneo formado por semi gitanos, actores de la legua y cantantes ambulantes. Aaron Otway, el director, era un individuo de cuerpo grueso, nariz ganchuda y un ojo de vidrio. Tenía la capacidad histriónica de un vendedor de feria, y con voz nasal y tremendo impulso dijo el prólogo y el entreacto; también representó los papeles del padre tullido y el asesino. En este último papel usaba un gorro negro, una visera y una gruesa peluca negra. Trabajaba sin descanso, del mismo modo que durante el resto de la velada se dedicaría a beber sin darse tregua. El papel de la heroína estaba a cargo de una rubia de unos cuarenta y cinco años, que tenía el cuello de una enferma de bocio y las manos grandes enjoyadas; pero la mejor actriz de la compañía era una bonita morena de ojos almendrados, una muchacha de unos diecinueve años, que representó a la hija con recato poco convincente y a una mujer de la calle con notable éxito.
Ross pensó que si recibía adecuada instrucción, la muchacha llegaría lejos. Era más probable que jamás se le ofrecieran oportunidades ni educación, y que acabase sus días buscando clientes en la calle o colgada de un patíbulo por robar el reloj de un caballero.
Pero otras ideas rondaban la cabeza de un hombre sentado a poca distancia. El desmañado Mark Daniel, alto, de anchas espaldas y vigoroso, tenía treinta años, y en toda su vida jamás había visto algo parecido a esa joven. Era tan esbelta, tan grácil, tan pulida y elegante, con ese modo de pararse de puntillas y de doblar el cuello, con su canturreo dulce y sibilante, y el brillo ocre de sus ojos oscuros, que reflejaban la luz de las velas. Para Mark Daniel el recato de la joven nada tenía de superficial. La luz humosa revelaba la suave curva juvenil de las mejillas, y el vestido barato y charro era exótico e irreal. Parecía distinta de todas las mujeres que él había conocido, como el fruto de un linaje más duro y refinado. Permaneció sentado y mudo durante toda la pieza y la canción que siguió a la obra, y sus oscuros ojos celtas no se apartaban de la joven cuando ella estaba en escena, y se inmovilizaban inexpresivos en el lienzo negro cuando la actriz se retiraba.
Después de la representación y una vez que se distribuyeron bebidas, Will Nanfan desenfundó su violín, Nick Vigus su flauta y Pally Rogers su serpentón. Retiraron los bancos, los pusieron contra las paredes, y comenzó el baile. No eran minués elegantes y contenidos, sino las danzas vigorosas del campo inglés. Bailaron «Los cuclillos se extraviaron», «Todos en un verde jardín» y «Los viejos son bolsas de huesos». Después, alguien propuso «La danza del almohadón» y después de un momento se detuvo y cantó: «No seguiré bailando», a lo cual los tres músicos replicaron a coro: «Se lo ruego, señor, ¿por qué dice tal cosa?» Y el que bailaba cantó: «Porque Betty Prowse no quiere venir», y los músicos replicaron con fuerte voz: «Ella debe ir, quiéralo o no.» Entonces, el hombre depositó el almohadón frente a la muchacha, ella se arrodilló sobre el almohadón y él la besó. Después, tenían que describir un círculo por toda la habitación tomados de la mano y cantando: «Prinkum, prankum, es una bonita danza, y queremos bailarla otra vez.» Ahora era el turno de la muchacha.
Todo marchó sin tropiezos hasta que llegó el turno de los viejos. Zacky Martin, deseoso de travesuras, llamó a la tía Betsy Triggs. La tía Betsy, cuyo carácter alegre era bien conocido por todos, bailó con Zacky Martin revoleando la falda como si hubiera tenido dieciséis años, no sesenta y cinco. Cuando le tocó el turno de bailar sola, convirtió el asunto en una verdadera danza guerrera, y al fin se detuvo al fondo de la habitación. Se oyó una salva de risas, porque allí había un solo hombre.
—No seguiré bailando —gritó la tía Betsy.
—Os rogamos, buena señora, que nos digas por qué —exclamaron todos al unísono.
—¡Porque Jud Paynter no quiere venir! —proclamó la tía Betsy.
Otro clamor, y entonces todos cantaron a coro:
—¡El debe ir, quiéralo o no!
Hubo un súbito movimiento y estallidos de risas, y varios hombres se arrojaron sobre Jud cuando este se disponía a huir. Entre protestas y forcejeos lo llevaron al almohadón; no quiso arrodillarse, de modo que lo sentaron. Entonces, la tía Betsy le rodeó el cuello con los brazos, y lo besó apasionadamente, tan apasionadamente, que Jud perdió el equilibrio y ambos rodaron por el suelo, en un remolino de botas y faldas. Después de nuevos clamores se pusieron de pie y juntos dieron vuelta a la habitación, Jud con movimientos tímidos y ojos sanguinolentos de bulldog, medio asustados medio maliciosos. Ahora debía elegir. Aunque Prudie estuviese mirándolo, tenía derecho a elegir, y ella no podía oponerse, porque no era más que un juego.
Cuando quedó solo, se movió lentamente, tratando de recordar la letra de la canción. Al fin se detuvo.
—¡Aquí me quedo! —dijo.
Hubo más risas, hasta el extremo de que la gente apenas pudo contestarle.
—Se lo ruego, buen señor, ¿por qué dice tal cosa?
—Porque quiero a Char Nanfan, por eso, ¿entienden? —Jud miró alrededor, como si esperase que alguien se opusiera, y mostrando sus dos grandes dientes.
La segunda esposa de Will Nanfan era una de las mujeres más bonitas de la fiesta, con sus grandes trenzas rubias alrededor de la cabeza. Todos miraron para ver cómo tomaba el asunto, pero ella puso al mal tiempo buena cara y se rio, y sumisamente fue a arrodillarse sobre el almohadón. Por un momento, Jud contempló con agrado la perspectiva, y después, lentamente, se limpió la boca con el reverso de la manga.
La besó, demorándose complacido, mientras todos los jóvenes que estaban allí prorrumpían en gemidos.
Jud prolongaba el beso, pero de pronto se oyó un sonoro grito de Prudie, que ya no podía soportar la situación.
—¡Suéltala, viejo buey! ¡No tienes derecho a quedarte así una hora!
Jud se enderezó bruscamente, entre nuevas risotadas, y todos vieron que cuando abandonó el círculo volvía a su rincón, que estaba bastante lejos de su mujer.
Un rato después concluyó el juego y se reanudó el baile. Entretanto, Mark Daniel se había mantenido al margen. Siempre había considerado afeminadas esas danzas; la suya era una masculinidad silenciosa, áspera e inflexible, indiferente al mundo y autosuficiente. Pero de pronto vio que dos o tres actores, después de haber cenado, se unían al grupo de invitados.
Ya no pudo contenerse y se arriesgó a participar en una contradanza de ocho bailarines, que no exigía movimientos delicados. Después, mientras se frotaba el mentón y pensaba que hubiera debido afeitarse mejor, participó en un baile campesino. En el extremo opuesto de la línea estaba la joven. Decían que se llamaba Keren Smith. No podía apartar los ojos de ella, y Mark bailaba casi como si no viera a la gente que tenía enfrente.
Y sin embargo, la joven sabía que él la miraba. Ni una vez volvió los ojos hacia él, pero en su expresión había algo que le dijo que ella sabía, un modo de curvar intencionadamente los labios jóvenes y rojos, el modo en que una o dos veces se recogió el cabello y echó hacia atrás la cabeza. De pronto, Mark vio que durante algunos segundos bailarían juntos.
Tropezó y sintió que comenzaba a transpirar. Se aproximaba el momento, la pareja anterior estaba regresando a su lugar: él se había adelantado, y ella venía a buscarlo. Se encontraron, él la tomó de las manos y bailaron juntos, sueltos los cabellos de la joven, y ella lo miró una vez, directamente en los ojos; y esa mirada lo aturdió y desconcertó. Después se separaron, y él volvió a su lugar y ella al suyo. Las manos de la muchacha estaban frías, pero él sentía las palmas como si hubiera tocado fuego y hielo, y se sentía conmovido por el contacto.
La danza había concluido. Mark caminó pesadamente de regreso a su rincón. Alrededor, otros hablaban y reían, y no percibieron ningún cambio. Se sentó, se enjugó el sudor de la frente y las manos callosas, que tenían doble tamaño que las de la joven, y que hubieran podido reducirlas a pulpa. La miró disimuladamente, esperando que ella volviese los ojos; pero no lo hizo. Sin embargo, él sabía que las mujeres podían mirar incluso sin mirar.
Mark se unió a todas las danzas restantes con la esperanza de encontrarla otra vez; pero no lo consiguió. Joe Nanfan, hijo de Nanfan, que hubiera debido comportarse mejor, se las había arreglado para iniciar una conversación con la muchacha, y él y un hombrecito marchito de la compañía de actores monopolizaban toda la atención de Keren.
Finalmente, los asistentes a la fiesta comenzaron a disgregarse. Antes de que los mayores iniciaran la retirada, Zacky Martin, el «hombre instruido» del vecindario y padre de Jinny, se puso de Ple y pronunció un discursillo, explicando que lo habían pasado muy bien, que habían comido lo suficiente para sobrevivir una semana, y bebido por una quincena, y bailado por un mes. Y que era justo y propio agradecer amablemente los buenos momentos y toda la generosidad del capitán Poldark, y desearles larga vida y prosperidad, a ellos y a los suyos, sin olvidar a la señorita Julia, y que creciera para orgullo de su padre y su madre, como sin duda ocurriría, y eso era todo lo que tenía que decir, excepto agradecer de nuevo amablemente y dar las buenas noches.
Ross ordenó que sirvieran a todos un buen vaso de brandy con meladura. Después que bebieron, dijo a los presentes:
—Aprecio mucho estos buenos deseos. Quiero que Julia se críe en esta región, porque es mi hija, y que llegue a ser amiga de todos ustedes. Quiero que esta tierra sea parte de su herencia, y que se gane la amistad de todos. Les deseo salud y felicidad a todos ustedes, y a sus hijos, y que juntos veamos tiempos más prósperos.
Sus palabras fueron saludadas con entusiastas vivas.
Los Martin se quedaron; la señora de Zacky quería ayudar a su hija a ordenar las cosas, de modo que los Daniel volvieron solos a su casa.
Abrían la marcha la abuela Daniel y la señora de Paul, que sostenían entre ambas al hermano mayor de Mark; luego, como fragatas detrás de los barcos de línea, venían los tres hijos de Paul. Un poco a la izquierda, hablando en voz baja, las dos hermanas de Mark, Mary y Ena; detrás, el viejo Daniel tropezaba y gruñía, y la figura alta y silenciosa de Mark cerraba el convoy.
Era una grata noche de julio, y hacia el oeste el cielo se mantenía claro, como si estuviera recogiendo el reflejo de una ventana iluminada. De tanto en tanto, un abejorro pasaba zumbando cerca de los caminantes, y un murciélago aleteaba en la semipenumbra.
Muy pronto dejaron atrás el arroyo, y el único sonido fue el de las frases farfulladas por la abuela Daniel, una dura y malhumorada anciana de casi ochenta años.
El convoy, una hilera de figuras confusas y desiguales en la semioscuridad, subió la ladera de la colina y se movió unos segundos sobre la línea del horizonte, y luego descendió hacia el racimo de cottages de Mellin. El valle se los tragó, y sólo quedaron las estrellas silenciosas y el resplandor nocturno del estío sobre el mar.
En su cama, Mark Daniel yacía silencioso y atento. El cottage de su familia, levantado entre la casa de los Martin y la de los Vigus, tenía sólo dos dormitorios. El más pequeño estaba ocupado por el viejo Daniel, su madre y el mayor de los tres chicos de Paul. En el segundo dormían Paul y su esposa Beth, con los dos hijos menores; Mary y Ena ocupaban una habitación agregada al fondo del cottage. Mark dormía sobre un jergón de paja, en la cocina.
Todos tardaron mucho acomodándose, pero al fin, cuando la casa se aquietó, Mark se levantó y volvió a ponerse los pantalones y la chaqueta. No se calzó las botas hasta que salió del cottage.
Después del cerrado silencio del cottage, el silencio de la noche estaba poblado de leves ruidos. Echó a andar en dirección a Nampara.
Ignoraba qué haría; pero no podía permanecer acostado y dormir con ese nudo en la garganta.
Esta vez no se dibujó ninguna silueta en el horizonte, pero durante un momento el tronco de un árbol pareció engrosarse, y luego una sombra se movió junto a la ruinosa casa de máquinas de la Wheal Grace.
Nampara aún no estaba sumida en la oscuridad. Había velas encendidas tras las cortinas del dormitorio del capitán Poldark, y en el piso bajo parpadeaba una luz. Pero no era eso lo que él buscaba. A cierta distancia, valle arriba, estaban las dos carretas que albergaban a los actores ambulantes. Avanzó en esa dirección.
Cuando se acercó vio que también allí había luces, aunque disimuladas en parte por los espinos y los avellanos silvestres. Por tratarse de un hombre tan corpulento, Mark se movía silenciosamente, y consiguió acercarse a la carreta más grande sin atraer la atención.
Allí nadie dormía, ni pensaba en acostarse. Había velas encendidas, y los actores estaban sentados alrededor de una larga mesa. Se hablaba y reía mucho, y se oía el tintineo de las monedas. Mark se acercó cautelosamente, el ojo atento a la posibilidad de que apareciese un perro.
Las ventanas de la carreta estaban a cierta altura sobre el suelo, pero como él era muy alto pudo mirar adentro. Allí estaban todos: el hombre grueso con el ojo de vidrio, la desaliñada primera actriz, un hombre delgado y rubio que había representado el papel del héroe, el cómico enjuto y arrugado… y la chica, estaban entretenidos en una partida de naipes, y usaban un mazo de cartas gruesas y grasientas. La joven estaba dando cartas, y cada vez que depositaba un naipe frente al hombre delgado y rubio decía algo que provocaba la risa general. Vestía una especie de bata china, y tenía desordenados los cabellos negros, como si se los hubiera peinado con los dedos; ahora estaba mirando sus cartas, un codo apoyado en la mesa y el ceño que manifestaba creciente impaciencia.
Pero hay un momento en que incluso una leve imperfección acentúa el atractivo; sin saber muy bien por qué, Mark se sentía complacido al descubrir que ella era poco menos que perfecta: permaneció inmóvil, una ancha mano apartando una rama de espino, la luz incierta de la ventana dibujando sombras y expresiones burlonas en su rostro.
Hubo una súbita salva de risas, y un momento después el actor recogía todos los peniques que estaban sobre la mesa. La muchacha estaba enojada, porque arrojó los naipes y se puso de pie. El joven rubio la miró con burla y le formuló una pregunta. Ella se encogió de hombros y movió la cabeza; después, su humor cambió, y con una elegancia increíblemente ágil se deslizó, flexible como un árbol joven, rodeó la mesa, se inclinó y besó la cabeza calva del actor, al mismo tiempo que le quitaba dos peniques de los dedos levantados.
Demasiado tarde, el hombre comprendió la maniobra y trató de aferrar la mano de la muchacha, pero ella se apartó velozmente, riendo regocijada, y se refugió detrás del hombre rubio, que rechazó al irritado actor. Casi antes de que Mark pudiese comprender qué ocurría, la joven salió de la carreta, y cerró la puerta con un fuerte golpe, al mismo tiempo que reía con acento de triunfo. Demasiado absorta en su huida para verlo en la oscuridad, la chica corrió hacia su propia carreta a unos treinta metros de distancia.
Mark se refugió en las sombras cuando el actor apareció en la puerta, y gritó y maldijo a la muchacha. Pero el hombre no avanzó, porque se lo impidió la mujer de cabellos rubios.
—Déjala —dijo—. Sabes que todavía es una niña, Tupper. No soporta la idea de perder a los naipes.
—¡Niña o no niña, me robó el precio de un vaso de gin! ¡Por menos que eso he visto encerrar y castigar a la gente! ¿Quién se cree que es, que se da tantos aires? ¡Malditas sean todas las mujeres! La arreglaré por la mañana. ¿Me oye Kerenhappuch? ¡Te echaré el guante por la mañana, ratita insignificante!
Por toda respuesta se oyó el golpe de una puerta. El jefe de grupo pasó delante de la mujer.
—¡Basta de gritos! ¡Amigos, no olviden que aún están en propiedad de Poldark, y aunque nos trató bien, puede cambiar de un momento a otro si ustedes lo contrarían! Tupper, deja en paz a esa tontita.
El resto, gruñendo y charlando, volvió a entrar en la carreta, y la mujer se dirigió al segundo de los vehículos.
Mark permaneció en el mismo sitio, agazapado entre los arbustos.
Ya nada más podía hacer o ver, pero esperaría a que todo se tranquilizara. Si volvía a su casa no podría dormir, y tenía que estar a las seis en la mina Grambler.
Ahora en la segunda carreta se había encendido una luz. Se enderezó, y describiendo un semicírculo se acercó. En ese momento se abrió una puerta y alguien salió. Oyó el tintineo de un cubo de metal, y vio una figura que se acercaba a él. Se escondió entre los arbustos.
Era Keren.
Pasó cerca de Mark, y siguió su camino silbando entre dientes una canción. El repiqueteo del cubo llevaba el compás, y era un ruido estridente entre los sonidos más blandos del bosquecillo.
La siguió. La joven se dirigía al arroyo.
La alcanzó cuando la chica se inclinaba para llenar de agua el cubo. Estaban a cierta distancia de la carreta, y él la miró un momento, y oyó que lanzaba un juramento de impaciencia, porque el arroyo era poco profundo y nunca conseguía llenar el cubo más que hasta la tercera parte.
Salió de los arbustos.
—Tendría que usar un cacharro o una sartén para…
Ella se volvió y ahogó un grito.
—Déjeme en paz… —Entonces comprendió que no era el actor, y gritó más fuerte.
—No quiero hacerle daño —dijo Mark, con voz serena y firme—. Calle, o despertará a todo el valle.
Ella sofocó el grito con la misma rapidez con que lo había comenzado, y lo miró fijamente.
—Oh… es usted…
En parte complacido porque lo había reconocido, en parte dubitativo, él contempló el óvalo delicado del rostro femenino.
—Sí. —Allí, apartados de los árboles, había más luz. Podía ver el resplandor húmedo de su labio inferior.
—¿Qué desea?
—Pensé ayudarle —dijo él.
Recogió el cubo y entró hasta el medio del arroyo, donde había un angosto canal. Así pudo llenar el recipiente, y con él volvió al lado de la joven.
—¿Qué está haciendo por aquí a esta hora de la noche? —preguntó ella bruscamente.
Mark dijo:
—Creo que me gustó mucho lo que usted hizo esta noche… yo… bien, me gustó la obra.
—¿Usted vive… en la casa?
—No. Más allá.
—¿Dónde?
—En Mellin.
—¿Qué hace?
—¿Yo? Soy minero.
Ella hizo un gesto desdeñoso con los hombros.
—No es un trabajo muy bonito, ¿verdad?
—Yo… me gustó la obra —dijo Mark.
Ella lo miró oblicuamente, apreciando las proporciones del hombre, la anchura de los hombros. No alcanzaba a ver la expresión en el rostro sumido en sombras vuelto hacia ella.
—¿Usted ganó el encuentro de lucha? El asintió, sin demostrar su placer.
—Pero usted no…
—Oh, en efecto, no estuve allí. Pero me lo dijeron.
—Esa obra —empezó él.
—Oh, eso. —Hizo una mueca, y volvió su perfil hacia el cielo más claro—. ¿Le gustó mi trabajo?
—… Sí.
—Ya me parecía —dijo serenamente—. Soy bonita, ¿no es verdad?
—… Sí —contestó él articulando con dificultad la palabra.
—Ahora será mejor que se marche —aconsejó ella. Mark vaciló, sin saber qué hacer con las manos.
—¿No quiere quedarse y conversar un momento?
Ella rio por lo bajo.
—¿Para qué? Tengo modos mejores de pasar el tiempo. Además, me sorprende que haya venido. Es muy tarde.
—Sí —dijo él—. Ya lo sé.
—Será mejor que se vaya antes de que vengan a buscarme.
—¿Estará en Grambler mañana por la noche?
—Oh, sí. Eso creo.
—Yo también estaré allí —dijo él. La joven se volvió y recogió el cubo.
—Se lo llevaré —dijo él.
—¿Qué? ¿Hasta el campamento? No, nada de eso.
—La buscaré mañana —dijo Mark.
—Yo también lo buscaré —contestó ella por encima del hombro, como sin darle importancia.
—¿Lo promete?
—Sí… quizá. —Las palabras llegaron flotando hasta el hombre, porque ella ya había desaparecido, y el golpeteo del cubo se amortiguaba a medida que la joven se distanciaba.
Mark permaneció inmóvil un momento.
—¡Está bien! —gritó.
Se volvió y caminó de regreso a su casa bajo las estrellas inmóviles, el paso largo y vigoroso, más firme que nunca, y su mente ecuánime, tranquila y puntillosa, avanzando hacia mares inexplorados.