Capítulo 4

Tres días antes del bautizo, se había realizado una tormentosa reunión de los accionistas de la Wheal Leisure, y en el curso de la misma Ross y el doctor Choake se habían enfrentado otra vez. Ross apoyaba firmemente el desarrollo de la explotación —Choake decía que eso era practicar juegos de azar— y Choake pedía que se afirmase la explotación de las vetas conocidas —Ross decía que eso era obstrucción—. La discusión había concluido cuando Ross propuso comprar la participación de Choake en la mina por el triple de lo que el médico había pagado. Con aire muy digno, Choake había aceptado, de modo que durante la mañana que siguió al bautizo Ross se dirigió a Truro para conversar con su banquero y tratar de conseguir el dinero.

Harris Pascoe, un hombrecillo de edad indefinida, con anteojos de marco de acero, que tartamudeaba al hablar, confirmó la opinión de que la hipoteca sobre la propiedad de Nampara podía aumentarse de modo que cubriese el pago, pero opinó que el precio de compra confería a la operación un carácter fantásticamente anticomercial. El cobre se vendía ahora a setenta y una libras, y nadie sabía dónde iría a parar. Había bastante resentimiento contra las compañías fundidoras, pero, ¿qué podía esperarse cuando el metal debía permanecer ocioso meses enteros antes de encontrar comprador? Ross simpatizaba con Harris Pascoe y consideró que no tenía objeto enzarzarse en una discusión acerca de sus propias motivaciones.

Cuando salió de la casa se cruzó con un joven cuya cara le pareció conocida. Se descubrió, y habría seguido de largo, pero el hombre se detuvo.

—¿Cómo le va, capitán Poldark? Fue muy amable de su parte al recibirme ayer. Soy un desconocido en la región, y aprecio la bien venida que usted me dispensó.

Dwight Enys había asistido a la fiesta acompañando a Joan Pascoe. Tenía la cabeza y el rostro bien proporcionados; una expresión de coraje fortalecía el perfil infantil de la mejilla y el mentón. En cierto modo, Ross nunca había superado esa misma etapa. Y sin embargo, había ido a América cuando era un joven alto y desmañado, y había regresado convertido en veterano de guerra.

—Su apellido sugiere vínculos con la región.

—Tengo aquí algunos primos segundos, pero uno no siempre desea presumir de sus parentescos. Mi padre es originario de Penzance, y yo estuve en Londres estudiando medicina.

—¿De modo que piensa dedicarse a la profesión?

—Me diplomé a principios de este año. Pero vivir en Londres es caro. Pensé instalarme un tiempo en este vecindario, para continuar mis estudios a la vez que atiendo algunos pacientes.

—Si le interesa la mala alimentación o las enfermedades de los mineros, dispondrá de mucho material de estudio.

Enys pareció sorprendido.

—¿Alguien se lo dijo?

—Nadie me dijo nada.

—En realidad, se trata de los pulmones. Pensé que si alguien deseaba dedicarse simultáneamente a la práctica, el mejor lugar era una comunidad minera, donde abunda la consunción pulmonar.

El joven estaba perdiendo su timidez.

—Y también si a uno le interesa la fiebre. Hay tanto que aprender y experimentar en eso… Pero, señor, sin duda lo aburro. Tiendo a explayarme cuando…

Ross dijo:

—Los médicos a quienes conozco tienden mucho más a habla de sus éxitos en la casa. Volveremos a conversar de todo esto.

Después de alejarse unos pasos, Ross se detuvo y llamó de nuevo a Enys.

—¿Dónde piensa vivir?

—Durante un mes estaré con los Pascoe. Quizás intente alquilar una casita entre este lugar y Chacewater. No hay otro médico en la vecindad.

Ross dijo:

—Como quizás usted sepa, tengo intereses en una mina que posiblemente usted vio ayer desde mi casa.

—Sí, he visto algo. Pero no, no sabía…

—Por ahora, el cargo de médico de la mina está vacante. Creo que, si le interesa, usted podría ocuparlo. Naturalmente, por ahora no hay mucho personal, apenas unos ochenta hombre pero representan unos catorce chelines semanales, y por supuesto allí puede adquirir mucha experiencia.

El rostro de Dwight Enys se sonrojó de placer y embarazo.

—Espero que no creerá…

—Si hubiese pensado eso no le habría propuesto nada.

—Para mí significará una gran ayuda. Ese tipo de trabajo es precisamente lo que deseo. Pero… la distancia sería considerable.

—Entiendo que aún no alquiló casa. En nuestro vecindario hay espacio.

—¿No tienen ya un médico de cierta reputación?

—¿Choake? Oh, hay lugar para los dos. Choake dispone de recursos privados, y no se mata trabajando. En fin, piense en el asunto e infórmeme su decisión.

—Gracias, señor. Usted es muy amable.

«Y si es buen médico —pensó Ross mientras doblaba para seguir por una calle lateral—, haré que se ocupe de Jim cuando salga, porque Choake no podría haber hecho menos.»

Ya hacía más de un año que Carter estaba en la cárcel, y puesto que se las había arreglado para sobrevivir a pesar de la condición mórbida de su pulmón, cabía la esperanza de que aún soportara los diez meses siguientes, de modo que volviese con Jinny y su familia. Ross lo había visto en enero, y lo había encontrado delgado y débil, pero desde el punto de vista de la vida carcelaria, las condiciones de Bodmin eran por lo menos soportables. Jinny y su padre, Zacky Martin, lo habían visto dos veces, y en cada ocasión habían tenido que caminar un día en el viaje de ida, y otro en el de regreso; pero más de cuarenta kilómetros de trayecto eran demasiado para una muchacha que aún estaba amamantando a su bebé. Ross pensaba llevarla en su caballo durante una de las próximas visitas.

La disputa con Choake lo dejaría con una irritante escasez de dinero en el mismo momento en que comenzaba a disponer de cierta holgura que le permitía gastar más en los lujos de la vida. Y también en las necesidades, porque le hacía mucha falta otro caballo. Y el nacimiento de Julia le había acarreado nuevos gastos, que no podía ni deseaba evitar.

Estaba molesto consigo mismo por haberse mostrado tan temerario.

Entró en la posada del «León Rojo», que estaba atestada, y eligió un asiento en el rincón al lado de la puerta. Pero su entrada no había pasado inadvertida, y después que el camarero se alejó para atender su pedido, Ross oyó que se acercaban unos pasos discretos.

—¿Capitán Poldark? Buenos días. No lo vemos a menudo en la ciudad.

Ross alzó los ojos, con una expresión poco acogedora en el rostro. Era un hombre llamado Blewett, gerente y accionista de la Wheal Maid, una de las minas de cobre del valle Idless.

—No, dispongo de tiempo sólo para las visitas de negocios!

—¿Puedo sentarme con usted? Los comerciantes de lana del salón no me interesan. Gracias. Veo que el precio del cobre ha descendido nuevamente.

—Eso dicen.

—Si la baja continúa, todos iremos a la quiebra.

—Nadie lo deplora más que yo —dijo Ross, que de mala gana hacía causa común con ese hombre, con quien no simpatizaba sólo porque había venido a interrumpir el curso de sus pensamientos íntimos.

—Sólo nos resta esperar que algo detenga la caída de los precios —dijo Blewett, mientras depositaba su vaso sobre la mesa—. Este año hemos perdido ochocientas libras. Es mucho para gente como nosotros.

Ross volvió a mirarlo. Vio que Blewett estaba realmente inquieto; tenía profundas ojeras, y en la boca una expresión de desaliento. Sin duda, afrontaba la perspectiva —y no muy lejana— de la prisión para deudores y el hambre de su familia. Por eso se había arriesgado al desaire de un hombre que tenía reputación de inabordable. Quizás acababa de llegar de una reunión con sus colegas de la mina, y sentía que tenía que hablar o reventar.

—No creo que las condiciones puedan mantenerse así mucho tiempo —dijo Ross—. El cobre está usándose cada vez más en toda clase de máquinas. A medida que se difunda el uso del metal, el precio se elevará.

—A largo plazo quizá tenga razón usted, pero lamentablemente estamos obligados al pago a corto plazo de los intereses de los préstamos. Tenemos que vender barato el mineral para sobrevivir. Si las compañías productoras y fundidoras se administrasen con honestidad, podríamos capear la tormenta. Pero, en las condiciones actuales, ¿qué posibilidades tenemos?

—No creo que interese a los fundidores mantener bajos los precios —dijo Ross.

—El precio del mercado no, pero sí el que nos pagan. Es un círculo cerrado, capitán Poldark, y todos lo sabemos —dijo Blewett—. ¿Qué posibilidades tenemos de conseguir precios equitativos si las compañías no pujan entre ellas?

Ross asintió y miró a la gente que entraba y salía de la posada. Un ciego se abría paso hacia el mostrador.

—Hay dos modos de combatir el mal.

Blewett percibió inmediatamente la posibilidad de una esperanza.

—¿A que se refiere?

—Quizá lo que pienso no sea posible. Las compañías fundidoras nunca se perjudican unas a otras compitiendo por el metal, pues bien, si las minas mostrasen la misma unidad, podrían retener los suministros hasta que las empresas fundidoras estuviesen dispuestas a pagar más. Después de todo, no pueden vivir sin nosotros, que somos los productores.

—Sí, sí. Veo adonde quiere ir a parar. Continúe.

En ese momento un hombre pasó junto a la ventana baja de la posada, y entró por la puerta. El pensamiento de Ross estaba en lo que había dicho un momento antes, y durante unos instantes la figura robusta que él conocía bien y el andar con las piernas un tanto separadas no llamaron su atención. De pronto, miró al recién llegado. La última vez que lo había visto, varios años atrás, ese hombre se alejaba a caballo, atravesando el valle de Nampara, después de su pelea con Francis, mientras Verity permanecía de pie, inmóvil, y lo miraba perderse en la lejanía.

Ross bajó la cabeza y miró fijamente la mesa.

Entre sus ojos y la superficie de la mesa —como si lo hubiera deslumbrado la luz del sol— estaba la imagen del hombre a quien acababa de ver. Fina chaqueta azul, corbata negra bien anudada, encaje en las mangas, el cuerpo robusto y dominante, pero ahora el rostro había cambiado; tenía arrugas más profundas alrededor de la boca, y los labios estaban más apretados, como si los tuviera permanentemente así, y en los ojos había un aire de voluntariosa afirmación.

El hombre no miró a derecha ni a izquierda, y en cambio se encaminó directamente hacia uno de los saloncitos. Ross se consideró afortunado porque había evitado el encuentro.

—Lo que necesitamos, capitán Poldark, es un líder —dijo ansiosamente Blewett—. Un hombre importante, que tenga confianza en sí mismo y pueda representarnos a todos. Si me permite decirlo, un hombre como usted.

—¿Eh? —preguntó Ross.

—Espero que disculpará mi sugerencia. Pero en el mundo de las minas cada uno mira para sí mismo, y a los demás que se los lleve el diablo. Necesitamos un líder que pueda unir a los nombres y ayudarlos a luchar. La competencia está muy bien cuando la industria florece, pero no podemos permitirnos ese lujo en tiempos como estos. Las compañías fundidoras de cobre son voraces, no hay otra palabra para calificarlas. Mire el descuento por despilfarro que exigen. Si tuviéramos un líder capitán Poldark…

Ross trató de prestar atención.

—¿Cuál es la segunda sugerencia? —preguntó Blewett.

—¿Sugerencia?

—Usted dijo que había dos modos de combatir la situación actual…

—La segunda solución sería que las minas formasen su propia empresa fundidora… una empresa que se ocupara de comprar el mineral, levantar una fundición a corta distancia, y refinar y vender sus productos.

Blewett tamborileó nerviosamente con los dedos sobre la mesa.

—Quiere decir que…

—Fundar una empresa que oferte independientemente, y garantice las ganancias de los hombres que trabajan las minas. En la actualidad, las ganancias van a parar a Gales del Sur, o a manos de comerciantes como los Warleggan, que tienen participación en todos los negocios.

Blewett movió la cabeza.

—Se necesitaría mucho capital. Ojalá fuera posible…

—No más capital que el que ahora existe, pero con mayor unidad de acción.

—Sería espléndido —dijo Blewett—. Capitán Poldark, si me permite decirlo, usted tiene el carácter necesario para dirigir e imponer unidad. Las compañías harán todo lo posible para destruir la nueva empresa, pero… representaría una esperanza y un aliento para los que ahora afrontan la perspectiva de la ruina.

La desesperación había dado un toque de elocuencia a Harry Blewett. Ross lo escuchaba, con una mezcla de escepticismo y seriedad. Sus propias propuestas habían cobrado más claridad a medida que las formulaba. Pero en todo caso no se veía en el papel de líder de los intereses mineros de Cornwall. Como conocía a sus coterráneos, y su sentido de independencia, y resistencia obstinada que oponían a todas las ideas nuevas, anticipaba que se necesitaría un esfuerzo tremendo para llevas adelante el proyecto.

Durante un rato continuaron bebiendo, y Blewett parecía hallar cierto confortamiento en esa charla sin propósito. Parecía que, al expresarlos, sus temores se habían aliviado. Ross lo escuchaba, y al mismo tiempo vigilaba a Andrew Blamey.

Ya era hora de partir; Demelza estaba muy deprimida, y con dificultad había logrado convencerla de que ofreciera la segunda fiesta. Blewett invitó a la mesa a otro hombre —William Aukett, gerente de una mina del valle Ponsanooth—. Entusiasmado, Blewett le explicó la idea. Aukett, un hombre delgado con un ligero estrabismo en un ojo, dijo que sin duda esa idea podía salvar a la industria, ¿pero de dónde obtendrían el capital? Sólo los bancos podían ofrecerlo, y estos estaban vinculados con las compañías cupríferas.

Ross, un poco obligado a defender su propia idea, dijo que había gente influyente que nada tenía que ver con las compañías fundidoras. Pero, por supuesto, no se trataba de un esfuerzo de exploración minera, que podía arreglarse con quinientas o seiscientas libras. Era más lógico pensar en unas treinta mil libras como inversión inicial —y el resultado sería la obtención de enormes ganancias o una catástrofe financiera—. Para comprender el asunto, había que considerarlo en la perspectiva adecuada.

Estos comentarios, lejos de desalentar a Blewett, parecieron acentuar su entusiasmo; pero en el mismo instante en que había extraído una hoja de papel sucio y se disponía a pedir una pluma y tinta, un fuerte golpe sacudió las jarras colgadas de las paredes del salón, y se impuso al murmullo de las voces que llenaban la posada.

En el súbito silencio se oyó el ruido de alguien que se alejaba gateando sobre el piso, en el saloncito contiguo. Se oyó ruido de pasos apresurados, y todos vieron la mancha roja del chaleco del posadero, que se dirigía prestamente al lugar.

—Señor, este no es lugar apropiado para reyertas. Siempre que usted viene hay peleas. No lo toleraré más, yo… —La voz quedó cubierta por otra, la de Andrew Blamey encolerizado.

Blamey salió, abriéndose paso entre los que se habían reunido junto a la puerta. No estaba borracho. Ross se preguntó si la bebida había sido jamás su verdadero problema. Blamey tenía un amo más peligroso: su propio carácter.

Francis y Charles y su propio juicio, varios años antes, habían estado después de todo en lo cierto. Entregar a la dulce y generosa Verity a un hombre así…

Debía decírselo a Demelza. Quizá de ese modo no volvería a fastidiarlo.

—Lo conozco —dijo Aukett—. Es el capitán del Carolina, un bergantín que hace el servicio de correo entre Falmouth y Lisboa. Maltrata a sus hombres; dicen también que asesinó a su esposa y sus hijos, aunque, si es así, ignoro cómo es posible que esté en libertad.

—Disputó con la esposa y la derribó cuando ella estaba encinta —dijo Ross—. Y la mujer murió. Por lo que sé, sus dos hijos nada tuvieron que ver con el asunto.

Los dos hombres lo miraron fijamente un momento.

—Dicen que ha peleado con todo el mundo en Falmouth —observó Aukett—. Por mi parte, procuro evitarlo. Creo que tiene una expresión extraña en el rostro.

Ross fue a buscar a su yegua, a la que había dejado en la posada de los «Gallos de Riña». No volvió a ver a Blamey, pero en el trayecto pasó frente a la casa de los Warleggan en la ciudad, y se detuvo un momento a mirar el carruaje de la familia que se detenía ante la puerta principal. Era un lujoso vehículo de madera pulida con ruedas verdes y blancas, arrastrado por cuatro magníficos caballos negros. Tenía un postillón, un cochero y un lacayo, todos de librea verde y blanca, más elegantes que los servidores de los Boscawen o los de Dunstanville.

El lacayo saltó al suelo para abrir la portezuela. Del carruaje descendió la madre de George, gruesa y madura, envuelta en encajes y sedas, pero en el fondo abrumada por tanto lujo. Se abrió la puerta de la residencia y llegaron otros lacayos para recibirla. Los transeúntes se detenían para mirar. La mujer desapareció en el interior de la mansión. El magnífico carruaje se alejó.

Ross no era hombre a quien pudiera interesar tanta ostentación, pero ese día el contraste le pareció grávido de ironía. No era tanto que los Warleggan pudieran permitirse un carruaje con cuatro caballos, mientras él no podía comprarse otro animal para atender su trabajo cotidiano, sino el hecho de que estos mercaderes banqueros y maestros herreros, que en el curso de dos generaciones se habían elevado desde el analfabetismo, pudieran conservar toda su prosperidad en medio de la depresión general de los negocios, mientras hombres dignos como Blewett y Aukett —y centenares más— afrontaban la perspectiva de la ruina.