Capítulo 3

El día del bautizo amaneció con buen tiempo, y en la iglesia de Sawle la ceremonia se desarrolló sin tropiezos en presencia de unos treinta invitados. Julia parpadeó inquieta cuando su primo segundo, el reverendo William-Alfred Johns le echó agua sobre la frente. Después, todos iniciaron el camino de regreso a Nampara, algunos a caballo y otros caminando en grupos de dos y tres personas, charlando y gozando del sol, una colorida procesión que se desgranaba sobre el paisaje áspero, y que era observada con curiosidad y cierto respeto por los estañeros y los aldeanos. En verdad, eran como visitantes de otro mundo.

El salón, pese a que era cómodo y amplio, no tenía espacio suficiente para un grupo de treinta personas, algunas con grandes miriñaques bajo la falda, y ninguna acostumbrada a la falta de espacio.

Allí estaban Elizabeth y Francis, y con ellos Geoffrey Charles, que tenía tres años y medio. La tía Agatha, que hacía diez años que no salía de Trenwith y veintiséis que no montaba un caballo, había venido con aire de disgusto sobre una yegua muy vieja y dócil.

También estaba George Warleggan, que había venido sobre todo porque Elizabeth lo había persuadido. Estaban la señora Teague y tres de sus hijas solteras para ver lo que hubiera que ver, y Paciencia Teague, la cuarta, porque tenía la esperanza de encontrar a George Warleggan. Y además, John Treneglos y Ruth, y el viejo Horace Treneglos, el primero por interés en Demelza, la segunda por despecho y el tercero por espíritu de buen vecino.

También habían invitado a Joan Pascoe, hija del banquero, y con ella estaba un joven llamado Dwight Enys, que hablaba poco pero parecía un hombre sincero y agradable.

Ross miraba a su joven esposa mientras ella hacía los honores de la casa. No podía menos que comparar a Demelza con Elizabeth, que ahora tenía veinticuatro años, y que ciertamente parecía tan bella como siempre. En Navidad la había fastidiado un poco el éxito de la joven Demelza, y hoy hacía todo lo posible para reconquistar el aprecio de Ross, un asunto que a medida que pasaba el tiempo le parecía cada vez más importante. Llevaba un vestido de terciopelo carmesí, con anchas cintas en la cintura y aplicaciones de encaje en las mangas. Para quien tuviera un mínimo sentido del color, el carmesí intenso formaba un seductor contraste con la piel muy blanca y los cabellos rubios.

La suya era la belleza de la feminidad elegante y aristocrática, acostumbrada al ocio y educada en el refinamiento. Descendía de innumerables generaciones de la pequeña nobleza terrateniente. Había existido un Chynoweth antes de Eduardo el Confesor; y al mismo tiempo que la elegancia y el linaje, parecía manifestarse en ella cierta susceptibilidad a la fatiga, como si su sangre demasiado pura se hubiese debilitado un poco. Comparada con ella, Demelza era la advenediza: criada en un ambiente de borrachos y suciedad, una huérfana puesta en un salón, una mocosa abandonada que trepaba a hombros de la fortuna para respirar en los salones de sus superiores: vital, tosca, directa, en todos sus actos y sentimientos un paso más próximo a la naturaleza. Pero cada una de ellas tenía algo que faltaba en la otra.

El reverendo Clarence Odgers, cura de Sawle y Grambler, se hallaba presente con su peluca de crin de caballo; la señora Odgers, una mujer menuda y ansiosa que había podido engendrar diez hijos sin engordar un solo centímetro en la empresa, conversaba modestamente de asuntos parroquiales, frente a un plato de pollo hervido, con Dorothy Johns, la esposa de William-Alfred. En el extremo más alejado de la mesa, un grupo de personas más jóvenes reía del relato de Francis acerca del modo en que John Treneglos, por ganar una apuesta, había subido a caballo los peldaños de la casa Werry y había aterrizado en el regazo de lady Bodrugan, que se encontraba rodeada de sus perros.

—Es mentira —dijo la voz profunda de John Treneglos por encima de las risas; y mientras hablaba Treneglos miraba a Demelza, para comprobar si prestaba atención al cuento—. Una mentira perversa y descarada. Es cierto que el animal me tiró de la silla, y que Connie Bodrugan se encontraba allí, dispuesta a ayudarme; pero volví a montar la yegua en medio minuto y bajé los peldaños antes de que ella terminase de maldecir.

—Y las maldiciones sin duda fueron sabrosas, si yo conozco a su señoría —dijo George Warleggan, al mismo tiempo que manipulaba el cuello de su hermosa camisa, que no alcanzaba a disimular su cuello corto y grueso—. Me asombraría que no hayas escuchado algunas obscenidades nuevas.

—Realmente, querido —dijo Paciencia Teague, fingiéndose sorprendida y mirando de reojo a George a través de sus pestañas—. ¿No le parece que lady Bodrugan es un tema un tanto impropio de una reunión tan agradable?

Nuevas risas, y Ruth Treneglos, que ocupaba un asiento a cierta distancia, observó atentamente a su hermana mayor. Paciencia comenzaba a rebelarse contra la autoridad materna, exactamente como ella misma había hecho. Fe y Esperanza, las dos mayores, eran ahora solteronas sin remedio que como un coro griego repetían todo lo que decía la señora Teague. Joan, la que seguía a las mayores, iba por el mismo camino.

—En los tiempos que corren la gente joven se viste de un modo extravagante —dijo en voz baja Dorothy Johns, interrumpiendo una conversación más importante para mirar a Ruth—. Estoy segura de que las sedas de la joven señora Treneglos cuestan mucho dinero a su marido. Afortunadamente, él puede pagar sus caprichos.

—Sí, señora. Estoy completamente de acuerdo, señora —dijo ansiosamente la señora Odgers, mientras manipulaba el collar prestado. La señora Odgers consagraba todo su tiempo a estar de acuerdo con alguien. Era su misión en la vida—. Y nadie podrá decir que siempre gozó de esos lujos en el hogar. Parece que fue ayer cuando mi marido la bautizó. Mi primer hijo nació poco después.

—Ha engordado bastante desde la última vez que la vi —murmuró la señora Teague al oído de Fe Teague, mientras detrás Prudie distribuía los pasteles de pasas—. Y no me gusta su vestido, ¿sabes? No es propio de una mujer que hace tan poco ha sido… hum… en fin, se encontraba en estado. Quiere llamar la atención de los hombres. Eso es evidente.

—Por supuesto, es comprensible —dijo Fe Teague a Esperanza Teague en una disciplinada transmisión del mensaje— que ella atrae a cierto tipo de hombre. Tiene esa clase de frescura que se amustia muy pronto. De todos modos, reconozco que el capitán Poldark me asombra. Pero no cabe duda de que las circunstancias…

—¿Qué dijo Fe? —preguntó Joan Teague a Esperanza Teague; había estado esperando su turno.

—Bueno, es una linda monita —dijo a Demelza la tía Agatha, que estaba cerca de la cabecera—. Vamos, flor, déjame tenerla. No temerás que se me caiga, ¿verdad? He tenido en brazos a muchos que murieron antes de que nadie supiera de ti. ¡Oh, chuí, chuí, chuí! Mira, mira, me sonríe. O quizás hace muecas por los gases. Una pequeña y verdadera Poldark. La mismísima cara de su padre.

—Cuidado —dijo Demelza—, puede mancharle de babas su hermoso vestido.

—Será un buen augurio. Mira, flor, tengo algo para ti. Ten un momento a la mocosa. ¡Ah! Hoy me duele todo el cuerpo, y los brincos que pegó esa vieja yegua no me mejoraron… Mira, esto es para la niña.

—¿Qué es? —preguntó Demelza después de un momento.

—Bayas de fresno secas. Cuélgalas de la cuna. Evitan el mal de ojo…

—Todavía no tuvo la viruela —dijo Elizabeth a Dwight Enys, mientras acariciaba suavemente los rizos de su hijito, que estaba sentado tranquilamente en una silla, al lado de la madre—. A menudo me he preguntado si esa nueva inoculación, de la que tanto se habla ahora, sirve, y si no hará daño al niño.

—No, si se la aplica con cuidado —dijo Enys, a quien había instalado al lado de Elizabeth, y que tenía ojos sólo para la belleza de la joven—. Pero no acuda a un granjero para aplicar la vacuna. Llame a un médico de confianza.

—Oh, felizmente tenemos uno bueno en la región. Hoy no está aquí —dijo Elizabeth.

La comida concluyó al fin, y como hacía tan buen tiempo la gente pasó al jardín. Cuando el grupo se dispersó, Demelza s acercó a Joan Pascoe.

—Señorita Pascoe, ¿dijo usted que venía de Falmouth? ¿Le oí decirlo?

—Bueno, señora Poldark, allí crecí, pero ahora vivo en Truro.

Demelza miró alrededor para comprobar si alguien las escuchaba.

—Señorita Pascoe, ¿conoce quizás a cierto capitán Blamey?

Joan Pascoe arrulló al bebé.

—Lo conozco, señora Poldark. Lo vi una o dos veces.

—¿Quizá todavía vive en Falmouth?

—Creo que va allí de tanto en tanto. Como usted sabe, es marino.

—A menudo he pensado que me gustaría mucho ir de visita a Falmouth —dijo Demelza con aire soñador—. Dicen que es un hermoso lugar. Me pregunto cuándo hay mayores probabilidades de ver a todos los barcos en el puerto.

—Oh, lo mejor es después de una tormenta, cuando todos lo navíos entran a puerto para refugiarse. Es tan espacioso que todos encuentran lugar en las peores tormentas.

—Sí, pero supongo que el servicio regular funciona como un reloj. Dicen que el buque correo a Lisboa sale todos los martes.

—Oh, no, creo que la informaron mal, señora. El correo a Lisboa sale de Saint Just’s Pool todos los viernes por la tarde en invierno y todos los sábados por la mañana en verano. El fin de semana es el mejor momento para ver los servicios regulares.

—Chuí, chuí, chuí —dijo Demelza a Julia, imitando a la tía Agatha y observando el efecto—. Gracias, señorita Pascoe, por la información.

—Querida —dijo Ruth Treneglos a su hermana Paciencia— ¿quiénes son esos que vienen bajando el valle? ¿Puede ser un cortejo fúnebre? La vieja Agatha sin duda diría que es de mal augurio.

Otros también advirtieron que estaban en camino más visitantes. Encabezados por un hombre de mediana edad vestido con una chaqueta negra y lustrosa, los visitantes avanzaban entre los árboles que se alzaban del otro lado del arroyo.

—¡Por todos los mártires del cielo! —exclamó Prudie desde la ventana de la segunda sala—. Es el padre de la muchacha. Se equivocó de día. Dime, gusano negro, ¿no le dijiste el miércoles?

Jud pareció sobresaltado, y tragó un gran trozo de tarta de pasas. Tosió irritado.

—¿Miércoles? Claro que le dije que era el miércoles. ¿Por qué tenía que decirle el martes, cuando se me ordenó que le hablase del miércoles? No tengo la culpa. Nada puedes decirme. ¡Si quieres usar esa escoba, golpéala sobre tu propia cabeza!

Con una sensación de náusea en la boca del estómago, Demelza también había reconocido a los visitantes. Se le habían helado el cerebro y la lengua. Pero veía el desastre, y nada podía hacer para evitarlo. En ese momento ni siquiera Ross estaba cerca; estaba cuidando de la comodidad de la tía abuela Agatha, y abría dos ventanales franceses de modo que ella se sentara y contemplase la escena.

Pero Ross había visto la procesión.

Formaban un grupo imponente: el propio Tom Carne, alto y sólido en su nueva respetabilidad; la tía Chegwidden Carne, su segunda esposa, tocada con una cofia y la boca pequeña como una gallina negra, y detrás cuatro jóvenes altos y desmañados, una selección del grupo de hermanos de Demelza.

En la casa se había hecho el silencio. Sólo el río susurraba, y un pinzón real canturreaba. Los caminantes llegaron al puente de tablas, y lo atravesaron con un golpeteo de botas claveteadas.

Verity adivinó la identidad de los recién llegados, se apartó de la anciana señora Treneglos y se acercó a Demelza. No sabía en qué podía ayudarla, como no fuera acompañándola, pero si estaba a su alcance conseguir el apoyo de Francis y Elizabeth, trataría de lograrlo.

Ross salió prontamente de la casa, y sin dar la impresión de que se apresuraba, llegó al puente cuando Tom Carne terminaba de pasarlo.

—Cómo le va, señor Carne —dijo, extendiendo la mano—. Le agradezco que haya podido venir.

Carne lo miró fijamente un segundo. Hacía más de cuatro años desde que se habían encontrado, y en esa ocasión habían hecho trizas una habitación antes de que uno de ellos acabara en el arroyo. Dos años de vida reformada habían cambiado al hombre de más edad; tenía los ojos más limpios, y las ropas eran buenas y respetables. Pero conservaba la misma mirada intolerante. Ross también había cambiado en el intervalo, y había conseguido dejar atrás su decepción; la satisfacción y la felicidad que hallara con Demelza habían suavizado su intolerancia, e impuesto una nueva moderación a su espíritu inquieto.

Como no percibió ningún sarcasmo, Carne aceptó la mano que se le tendía. La tía Chegwidden Carne, que no se sentía en absoluto impresionada, se acercó a Ross, le estrechó la mano, y continuó caminando para saludar a Demelza. Como Carne no hizo ningún intento de presentar a los cuatro jóvenes desmañados, Ross se inclinó gravemente ante ellos, y estos, imitando al mayor, a manera de respuesta se llevaron la mano al mechón que les cubría la frente. Ross se sintió extrañamente reconfortado por el hecho de que ninguno se parecía en lo más mínimo a Demelza.

—Joven, estuvimos esperando en la iglesia —dijo sombríamente Carne a su hija—. Dijiste a las cuatro, y a esa hora llegamos. Pero no fue justo bautizarla antes. Pensamos volvernos a casa.

—Dije mañana a las cuatro —replicó Demelza con aspereza—. Sí. Así dijo tu hombre. Pero teníamos derecho a estar aquí el día del bautizo, y él dijo que el bautizo era hoy. La gente de tu propia sangre tiene mucho más derecho que todos esos afeminados.

Una tremenda amargura inundó el corazón de Demelza. Ese hombre, que antaño había destruido todo el afecto que ella podía tenerle, a quien habían enviado una invitación que era una forma de perdón, había venido intencionadamente un día antes, y se proponía arruinar su fiesta. Todos sus esfuerzos eran inútiles, y Ross sería el hazmerreír del distrito. Aun sin mirar, ya percibía la risa en los rostros de Ruth Treneglos y la señora Teague. Hubiera sido capaz de arrancar mechones de la espesa barba negra (que ahora mostraba hilos grises bajo la nariz y bajo la curva del labio inferior); sentía deseos de desgarrar con las uñas la chaqueta discreta, demasiado respetable, o ensuciarle con tierra de sus canteros la nariz gruesa y surcada de venillas rojas. Con una sonrisa helada que ocultaba la desolación de su corazón saludó a su madrastra y a los cuatro hermanos: Luke, Samuel, William y Bobby; nombres y rostros que ella había amado en esa lejana vida de pesadilla que ya no le pertenecía.

En todo caso, ellos estaban impresionados, no sólo por su hermana, a quien recordaban como una fregona avispada, y que ahora aparecía transformada en una joven bien vestida que actuaba y hablaba de diferente modo. Se agruparon alrededor de Demelza, a respetuosa distancia, y contestaron con voz hosca las preguntas breves y metálicas de la joven, mientras Ross, con toda la gracia y la dignidad de que era capaz cuando quería, escoltaba por todo el jardín a Tom Carne y a la tía Chegwidden, presentándolos implacablemente a los demás. En su actitud había una acerada cortesía que acallaba las reacciones de quienes no estaban acostumbrados a intercambiar cumplidos con las clases vulgares.

A medida que pasaban de un grupo a otro, los ojos de Tom Carne no adquirían una expresión más respetuosa ante el despliegue de elegancia, sino más dura e irritada ante la frivolidad que esa gente parecía considerar apropiada en un día solemne, y la boca de la tía Chegwidden se cerraba cada vez más, los labios apretados como un ojal clausurado, después de ver el carmesí estridente de Elizabeth, el corpiño muy escotado y tenso de Ruth Treneglos, y las hileras de perlas y la peluca muy rizada de la señora Teague.

Al fin, concluyeron las presentaciones y se reanudó la charla general, aunque en tono menor. Comenzaba a levantarse un poco de viento, que soplaba entre los invitados y alzaba una cinta aquí y la cola de una levita más allá.

Ross ordenó a Jinny que sirviese oporto y brandy. Cuanto más bebiesen, más hablarían, y cuanto más hablaran menos posibilidades había de un fiasco.

Carne rechazó la bandeja.

—Nada tengo que ver con estas cosas —dijo—. ¡Que se cuiden los que se levantan temprano en la mañana y toman licores fuertes, porque luego continuarán hasta la noche y hasta que el vino los envenene! He acabado con la perversidad y afirmado mis pies en una roca de virtud y salvación. Hija, muéstrame a la niña.

Con un gesto tieso y sombrío, Demelza presentó a Julia.

—Mi primer hijo era más grande —dijo la señora Chegwidden Carne, jadeando sobre el bebé—. ¿No es así, Tom? En agosto tendrá doce meses. Es un muchachito lindo, debo reconocerlo, aunque sea mi propio hijo.

—¿Qué le pasa en la frente? —preguntó Carne—. ¿La dejaste caer?

—Fue al nacer —dijo irritada Demelza.

Julia empezó a llorar.

Carne se frotó el mentón.

—Confío en que le habrás elegido buenos padrinos. Pensaba ser uno de ellos.

Cerca del arroyo las jóvenes Teague se reían disimuladamente, pero la señora Teague se mostraba muy digna y mantenía los ojos fijos en la lejanía, con los párpados medio entornados.

—Un insulto intencional —dijo—, miren que traer a un hombre y una mujer de esa clase y presentarlos. Es una afrenta que nos infligen Ross y su cocinera. ¡Yo jamás quise venir!

Pero su hija menor sabía a qué atenerse. Todo eso no era parte de un plan, sino resultado de la mala suerte, y ella aún podría aprovecharlo. Aceptó una copa de la bandeja de Jinny, y pasando detrás de la espalda de su hermana, se acercó a George Warleggan.

—¿No le parece —murmuró— que está mal que nos quedemos tan lejos de nuestros anfitriones? Estuve en muy pocos bautizos, y no conozco la etiqueta, pero el buen sentido me sugiere…

George dirigió una mirada a los ojos verdes levemente almendrados. En su fuero interno siempre había despreciado a las Teague, una actitud que era una forma exagerada de la mezcla de respeto y condescendencia que sentía frente a los Poldark y los Chynoweth, y a toda esa nobleza rural cuyo talento para el comercio estaba en relación inversa con la antigüedad de su linaje. Podían fingir que lo despreciaban, pero George sabía que algunos de ellos, en el fondo de su alma, le temían. De hecho, no hacía el menor caso de las Teague, una familia sin varones, formada por mujeres sin seso que vivían de algunos valores y unas pocas hectáreas de tierra. Pero desde su casamiento, Ruth se había desarrollado con tal rapidez que George sabía que tendría que cambiar su opinión. Lo mismo que Ross en el caso de los Poldark, ella era de un metal más duro.

—Señora, tanta modestia es previsible en una mujer tan encantadora —dijo—, pero de bautizos sé tanto como usted. ¿No le parece que lo mejor es consultar los propios intereses y seguirlos adonde nos lleven?

Una salva de risas detrás de ambos saludó la conclusión de una anécdota que Francis había relatado a John Treneglos y Paciencia Teague.

Ruth dijo en un murmullo exagerado:

—Francis, creo que usted debería comportarse mejor; de lo contrario nos reprenderán. El viejo está mirando hacia aquí.

Francis dijo:

—Todavía estamos a salvo. Al jabalí siempre se le erizan los pelos antes de atacar. —Nuevas risas—. Oye, muchacha —dijo a Jinny, que pasaba cerca—, ¿tienes algo que no sea vino de Canarias? Beberé otra copa. Eres una chica bonita; y a ti, ¿dónde te encontró el capitán Poldark?

El subrayado fue casi inconsciente, pero la risa de Ruth no permitía dudar de la interpretación que daba a la frase. Jinny enrojeció hasta la raíz de los cabellos.

—Soy Jinny Carter, señor. Antes Jinny Martin.

—Sí, sí. —La expresión de Francis varió levemente—. Ahora recuerdo. Trabajaste un tiempo en Grambler. ¿Cómo está tu marido?

El rostro de Jinny se distendió.

—Bien, señor, gracias; por lo que yo… por lo que yo…

—Por lo que tú sabes. Espero que el tiempo pase rápidamente para ambos.

—Gracias, señor. —Jinny hizo una reverencia, aún ruborizada, y siguió su camino.

—Francis, no se interesa mucho en su ahijada —dijo Ruth, deseosa de apartarlo de su actitud caballerosa—. Mientras usted atiende otros asuntos, hay quien se ocupa de examinarla cuidadosamente. Creo que a la niña le gustaría un trago de vino.

—Dicen que la gente baja se cría con gin —afirmó Paciencia Teague—. Y que no la perjudica. El otro día leí cuántos millones de litros de gin, ahora no recuerdo la cifra exacta, se bebieron el año pasado.

—Hermana, no todos fueron a parar al estómago de los bebés —dijo Treneglos.

—Bien, estoy segura de que a veces, para variar, aceptarán un vaso de cerveza —dijo Paciencia.

Tom Carne había visto, aunque no oído, el intercambio de observaciones festivas. Volvió hacia la señora Carne los ojos duros y obstinados.

—Esposa, estamos en un lugar de impiedad —dijo a través de la barba—. No es un lugar adecuado para una niña. No es la gente que debería venir a un bautizo. Lo que me sospechaba. Mujeres con vestidos escandalosos y jóvenes vanidosos pavoneándose entre ellos, bebiendo y bromeando. Es peor que lo que uno ve en Truro.

La esposa se encogió de hombros. Su convicción era más antigua, y por carácter menos beligerante.

—Tom debemos rezar por ellos. Rezar por todos, incluso por tu hija. Quizá llegue el día en que vea la luz.

Julia no quería callar, de modo que Demelza aprovechó la excusa para llevarla adentro. Estaba desesperada.

Sabía que, no importaba lo que ocurriese después, la fiesta sería un cruel fracaso. Tema apropiado para la murmuración. Pues bien, que así fuera. Ella nada más podía hacer. Había tratado de ponerse a la altura de aquella gente, y había fracasado. No volvería a intentarlo. Que volvieran a sus casas, ahora mismo, para que el asunto acabase de una vez. Sólo así podría quedarse sola.

Pocos momentos después que Demelza entró en la casa, Ruth consiguió llevar a sus amigos al alcance del oído de Tom Carne.

—Por mi parte —dijo Ruth—, el brandy o el oporto son los únicos licores que me agradan; me gusta la buena bebida, suave al paladar, y que se sienta después de beberla. ¿No piensa lo mismo, Francis?

—Usted me recuerda a la tía Agatha —dijo Francis—. El engreimiento de una mujer discreta.

Se oyeron más risas, esta vez a costa de Ruth.

Pasaban frente a Tom Carne, y este avanzó un paso, de modo que hizo exactamente lo que Ruth deseaba.

—¿Alguno de ustedes es padrino de la niña?

Francis se inclinó levemente. Visto desde atrás parecía haber un atisbo de burla en el modo en que el viento le movía los faldones de la levita.

—Yo lo soy.

Tom Carne lo miró fijamente.

—¿Con qué derecho?

—¿Cómo?

—¿Con qué derecho asume el lugar de la virtud al lado de la niña?

La noche anterior Francis había ganado mucho en las mesas de juego, y se sentía indulgente.

—Porque me lo pidieron.

—Se lo pidieron? —repitió Carne—. Sí, quizá se lo pidieron, pero, ¿está salvado?

—¿Salvado?

—Sí, salvado.

—¿Salvado de qué?

—Del Demonio y la condenación.

—No he tenido ninguna comunicación acerca de ese asunto.

John Treneglos lanzó una risotada.

—Bien, en eso se equivoca, señor —dijo Carne—. Quienes no se inclinan ante la llamada de Dios, sin duda son aliados del Demonio. Para todos es una cosa o la otra. No hay manera de evitarlo. ¡O el Cielo con todos los ángeles, o el fuego del infierno y el pecado!

—Tenemos aquí a un predicador —dijo George Warleggan.

La señora Carne tiró de la manga a su esposo. Aunque afirmaba despreciar a los caballeros, no alimentaba el auténtico desdén que ellos inspiraban a Carne. Sabía que, fuera del reducido círculo de los miembros de su secta, esa gente gobernaba el mundo de las cosas materiales.

—Vamos, Tom —dijo—. Déjalos. Están en el valle de las sombras y nada los conmoverá.

Ross, que había entrado con Demelza en la casa, porque quería inducirla a afrontar la situación, reapareció en la puerta principal. El viento había cobrado más fuerza. Vio la discusión, y se acercó inmediatamente.

Carne se había desprendido de la mano de su esposa.

—Hace cuatro años —proclamó, con una voz que se oía en todo el jardín— yo era un pecador que ofendía a Dios y servía al Demonio en la fornicación y la embriaguez. En verdad, yo despedía olor a azufre y casi me había hundido en el infierno. Pero el Señor me mostró una gran luz y me ofreció la salvación, la alegría y la gloria. Pero los que aún no conocen la bendición y viven en la perversidad y la injusticia no tienen derecho a presentarse ante el Señor en nombre de una tierna niña.

—Francis, creo que le han dirigido un severo reproche —dijo Ruth.

Francis rehusó dejarse provocar.

—Por mi parte —dijo, mirando a Carne—, me desconcierta un poco esta división tan drástica entre réprobos y elegidos, aunque se que la gente como usted a menudo opina de ese modo. ¿Cuál es el signo del cambio? ¿Acaso usted y yo somos de diferente pasta, de modo que la muerte me llevará al Infierno y a usted le ofrendará una corona de oro? ¿Quién puede afirmar que usted practica mejor que yo la religión de esa niña? Se lo pregunto con absoluta sinceridad. Usted dice que está salvado. Usted lo dice. Pero, ¿qué lo demuestra? ¿Quién me impide afirmar que yo soy el Gran Visir y el Guardián de los Siete Sellos? ¿Qué me impide afirmar y anunciar que estoy salvado, y que hablo en nombre del Reino, y que usted es el enviado del Demonio: Y que yo voy al Cielo y usted al Infierno?

John Treneglos estalló en una enorme carcajada. El rostro carnudo y dogmático de Carne se tiñó de púrpura, y se cubrió con manchas de cólera.

—Déjalo —dijo bruscamente la señora Carne, tironeándole otra vez la manga—. Es el propio Demonio que quiere tentarte para que inicies una ociosa discusión.

Los invitados al bautizo, como atraídos por un imán, se había acercado al centro de la discusión.

Ross se aproximó al grupo.

—Está levantándose viento —dijo—. Será mejor que las damas entren. Francis, ¿puedes ayudar a la tía Agatha? —Hizo un gesto en dirección a la anciana dama que, con su experimentado olfato para las situaciones difíciles, había abandonado su asiento al lado de la ventana, y con un paso vacilante, pero sin ayuda, venía cruzando el jardín.

—No —dijo Carne—. No permanecerá bajo el mismo techo con tan perversos pensamientos. —Miró severamente a Ruth—. Cubra su pecho, mujer, es vergonzoso y pecaminoso. Por menos que eso se ha flagelado a muchas mujeres en las calles.

Hubo una pausa terrible.

—¡Maldita sea su insolencia! —Ruth retrocedió un paso enrojeciendo—. Sí… si alguien recibe latigazos, será precisamente usted. ¡John! ¿Oíste lo que dijo?

El marido, cuya mente no era muy ágil, y que, inclinado en ese momento a la diversión, al principio no había visto más que el aspecto cómico de la situación, en estos momentos se tragó un risotada.

—¡Cerdo insolente! —dijo—. ¿Sabe con quién está hablando? ¡Discúlpese inmediatamente con la señora Treneglos, o de lo contrario le arrancaré la piel de la espalda!

Carne escupió sobre el césped.

—Si la verdad ofende, la culpa no es de la verdad. Corresponde a la mujer vestirse con modestia y decencia, y no tratar de seducir a los hombres con desvergüenza y descaro. Si fuera mi esposa por Dios que…

Ross se interpuso bruscamente entre los dos y aferró el brazo de Treneglos. Durante un momento miró fijamente el rostro enrojecido y colérico de su vecino.

—Mi estimado John. ¡Una pelea vulgar! ¡Y en presencia de todas estas damas!

—¡Ross, ocúpese de sus asuntos! Este tipo es insoportable…

—Déjelo —dijo Carne—. Hace dos años que no piso el ring, pero creo que todavía puedo enseñarle algo. Si el Señor…

—Vámonos, Tom —dijo la señora Carne—. Vámonos ahora mismo, Tom.

—Pero el asunto me concierne, John —dijo Ross, sin apartar los ojos de Treneglos—. No olvides que ambos son mis invitados. Y no puedo permitir que pegues a mi suegro.

Hubo un momento de atónito silencio como si, pese a que todos sabían la verdad, el mero enunciado los hubiese conmovido y tranquilizado.

John trató de desprender su brazo del apretón de Ross, pero no lo consiguió. Su rostro enrojeció todavía más.

—Naturalmente —dijo Ruth—, Ross querrá apoyar a quien siempre facilitó todos sus planes.

—Naturalmente —dijo Ross, soltando el brazo de Treneglos— deseo vivir en armonía con mis vecinos, pero no al precio de tolerar una pelea en mi propia casa. A las damas no les agradan las camisas rotas y las narices ensangrentadas. —Miró a Ruth, y los puntitos rojos que se manifestaban a través del maquillaje—. Por lo menos, a algunas no les agradan.

Ruth dijo:

—Es muy extraño, Ross, cómo mira las cosas desde que se casó. No creo que antes careciera totalmente de cortesía. No sé muy bien qué influencia lo ha llevado a mostrarse tan grosero.

—Quiero una disculpa —gritó Treneglos—. Mi esposa ha sido insultada groseramente por este hombre, suegro o no suegro. ¡Maldición, si perteneciera a mi clase social, le exigiría responder por lo que dijo! Ross, ¿estás dispuesto a tolerar tal insolencia? Dios me ampare, serías el último en admitir algo semejante. Que me cuelguen si estoy dispuesto a…

—¡La verdad es la verdad! —afirmó Carne—. Y la blasfemia no sirve para encubrir…

—Cierre la boca, hombre. —Ross se volvió hacia él—. Si deseamos sus opiniones, las pediremos a su debido tiempo. —Mientras Carne enmudecía, se volvió hacia Treneglos—. John, las formas y las costumbres varían según la crianza; los que tienen las mismas normas pueden hablar el mismo idioma. Puesto que soy el anfitrión, ¿me permitirás que te pida disculpas por la ofensa que tú o tu esposa hayan sufrido?

Vacilante, un tanto ablandado, John flexionó el brazo y gruñó y miró a la joven que tenía al lado.

—Bien, Ross, lo que dices es bastante aceptable. Y no deseo continuar el asunto. Si Ruth cree…

Conducida de ese modo, Ruth dijo:

—Confieso que las disculpas me hubieran parecido más apropiadas un momento antes. Por supuesto, si Ross desea proteger a su nuevo pariente… Los que tienen educación deben mostrar cierta tolerancia con quienes no la tienen.

Un súbito gemido, a pocos pasos de distancia, indujo a todos a volverse. La tía Agatha, olvidada en el curso de la disputa, había desarrollado bastante velocidad en su desplazamiento sobre el césped, pero en el mismo instante en que estaba casi sobre el grupo, un perverso golpe de viento cayó sobre ella. Entonces, todos vieron a una anciana dama casi irreconocible con un mechón de cabellos grises, mientras la cofia púrpura y la peluca rodaban en dirección al arroyo. Francis y uno o dos de los restantes invitados se lanzaron inmediatamente en persecución de los objetos. En pos de los perseguidores, flotando en el viento, llegó un rosario de maldiciones de un mundo carolingio que ninguno de los presentes había conocido. Incluso la viuda lady Bodrugan no hubiera podido superarla.

Una hora después, Ross subió al dormitorio y encontró a Demelza acostada, el rostro contraído en una expresión de dolor sin lágrimas. Todos los invitados se habían marchado con expresiones cordiales, y se alejaban a pie o a caballo, aferrando los sombreros, las faldas y los faldones de las levitas agitados por el viento.

Demelza había despedido a todos, y había mantenido en rostro una sonrisa inmóvil, de velada cortesía, hasta que el último desapareció por el camino. Después murmuró una disculpa y huyó.

Ross dijo:

—Prudie está buscándote. No sabíamos dónde estabas.

No hubo respuesta.

—Demelza.

—Oh, Ross —dijo la joven—, estoy desesperada.

El se sentó sobre el borde de la cama.

—Querida, no tienes por qué preocuparte.

—Toda la región hablará. Ruth Treneglos y las Teague se ocuparán de ello.

—¿Y qué te importa? Rumores y charlas ociosas. Si no tienen nada mejor que hacer…

—Estoy muy dolorida. Creí que podría demostrarles que era una buena esposa para ti, que podía usar ropas elegantes y mostrarme educada, y no avergonzarte. En cambio, volverán a sus casas burlándose de mí. «¿Qué les parece la esposa del capitán Poldark, la criada de la cocina…?» ¡Oh, quisiera morir!

—Eso sería mucho más desagradable que una pelea con John Treneglos. —Apoyó la mano sobre el tobillo de Demelza—. Niña, esto fue apenas la primera valla. No pudimos saltarla. Pues bien, lo intentaremos otra vez. Sólo una persona sin carácter renunciaría tan pronto al esfuerzo.

—¿De modo que crees que no tengo carácter? —Demelza retiró la pierna, irracionalmente irritada contra él. Sabía que, de todos los que habían intervenido en la disputa esa tarde, Ross era quien había hecho mejor papel. Y eso la molestaba un poco, porque sentía que, de haberle importado lo ocurrido, no hubiera podido mostrarse tan imperturbable; y a causa de este sentimiento ahora le molestaba la actitud de su marido, pues veía en ella más condescendencia que simpatía. Por primera vez le irritaba la palabra «niña», como si la misma hubiera indicado altanería más que amor.

Y en el trasfondo de todo el asunto estaba Elizabeth. Elizabeth se había destacado durante toda la reunión. Se la había visto tan bella, tan segura de sí misma y tan elegante, en una especie de segundo plano, sin participar de una riña. Le había bastado estar allí. Para ella había sido suficiente existir, mostrarse como una suerte de contraste, como un ejemplo de todo lo que no era la esposa de Ross. Y mientras él estaba sentado allí, palmeándole el pie y consolándola, sin duda pensaba en Elizabeth.

—El metodismo del viejo —dijo Ross—, se injertó en un árbol endurecido. La moderación no le sienta bien. Me gustaría saber qué diría Wesley.

—Jud tuvo la culpa… le dijo que había dos fiestas —exclamó Demelza—. ¡Lo mataría!

—Querida, dentro de una semana todo se habrá olvidado y a nadie le importará, y mañana vendrán los Martin, y los Daniel, y Joe y Betsie Triggs y Will Nanfan, y todos los demás. No habrá que incitarlos a que se diviertan, y bailarán en el jardín; y no olvides que la compañía ambulante vendrá a representar.

Demelza se volvió en la cama.

—Ross, no soporto más —dijo, la voz lejana y apagada—. Avísales que no vengan. Hice todo lo posible, y no es suficiente. Quizá la culpa es mía, porque me envanecí pretendiendo ser lo que nunca podré ser. Bien, ahora ha terminado. No puedo seguir. No me quedan fuerzas.