Si Julia hubiera podido percibir la diferencia, habría llegado a la conclusión de que le había tocado en suerte una región extraña. Durante horas fue como si una peste estuviera asolando el campo. El terrible viento llevaba tanta sal que nada pudo escapar a su desolación. Las hojas nuevas y verdes de los árboles se ennegrecieron y agostaron, y cuando la brisa las agitaba crujían como bizcochos secos. Incluso los dientes de león y las ortigas se oscurecieron. También sufrieron el heno y la cosecha de patatas, y las arvejas y las habas se arrugaron y murieron. Los capullos de rosa nunca se abrieron, y el arroyo se atascó con los restos de una primavera asesinada.
Pero en Nampara, en el pequeño mundo formado por cuatro muros y cortinas de colores vivos y voces murmuradas, la vida triunfaba.
Después de haber echado una buena ojeada a su bebé, Demelza llegó a la conclusión de que la niña estaba completa, y de que era maravilloso mirarla, una vez que la pobre carita lastimada se restableciera. Nadie parecía saber muy bien cuánto tiempo llevaría eso —Ross pensaba que podían quedar señales permanentes—, pero Demelza, que tenía un carácter más vital, miró las raspaduras, y después volvió los ojos hacia el paisaje asolado, y llegó a la conclusión de que a su debido tiempo la naturaleza haría maravillas con ambos. Tendrían que postergar el bautizo hasta finales de julio.
Demelza tenía sus propias ideas acerca del bautizo. Elizabeth había organizado una fiesta con motivo del bautizo de Geoffrey Charles. Demelza no había participado en ese acontecimiento, porque eso había sido cuatro años antes, cuando ella era menos que nada a los ojos de la familia Poldark; pero nunca había olvidado los relatos de Prudie acerca de los distinguidos invitados, los grandes ramos de flores traídos desde Truro, la mesa del festín, el vino y los discursos. Ahora que ella misma se había iniciado, aunque fuese modestamente, en dicha sociedad, nada impedía que organizaran una fiesta en honor del hijo de ambos, una fiesta que sería tan buena o incluso mejor.
Decidió que, si podía convencer a Ross, organizarían dos reuniones.
Le habló del asunto cuatro semanas después del nacimiento de Julia, mientras bebían té en el jardín, frente a la puerta principal de Nampara, y Julia dormía profundamente a la sombra del árbol de lilas.
Ross la miró con su expresión inquisitiva y un tanto burlona.
—¿Dos fiestas? No tuvimos mellizos.
Los ojos oscuros de Demelza se encontraron con los de Ross; después, la joven miró las heces de su taza.
—No, Ross, pero está tu gente y mi gente. Los caballeros y el pueblo. No conviene mezclarlos, del mismo modo que uno no mezcla crema y… cebollas. Pero unos y otros tienen sus propias virtudes.
—Prefiero las cebollas —dijo Ross—. La crema empalaga. Demos una fiesta para el pueblo: la gente de Zacky Martin, los Nanfan, los Daniel. Valen mucho más que los caballeros repletos de comida y sus elegantes damas.
Demelza arrojó un pedazo de pan al desproporcionado perro que se había agazapado a pocos pasos.
—Garrick no mejoró después de su pelea con el toro del señor Treneglos —dijo—. Estoy segura de que perdió algunos dientes, pero se traga la comida como una gaviota, y cree que su estómago se encargará de masticarla.
Garrick movió el muñón de la cola cuando comprendió que aludían a él.
—Ven aquí —dijo Demelza—, déjame ver.
—Podemos invitar a algunos amigos personales —dijo Ross—. Verity seguro que aceptaría. Simpatiza con tu gente tanto como nosotros… o así sería si se lo permitieran. Incluso puedes invitar a tu padre, si quieres. Sin duda ya me perdonó por haberlo arrojado al río.
—Pensé que sería bueno invitar a mi padre y mis hermanos —dijo Demelza—, pero el segundo día. Podría ser el veintitrés de julio, la fiesta de Sawle, porque ese día los mineros no trabajan.
Ross sonrió para sí mismo. Era agradable sentarse al sol, y no le molestaban los intentos de persuasión de Demelza. Más aún, sentía cierto interés en ver cuál sería el próximo movimiento de su esposa.
—Sí, todavía le quedan dientes para dárselas de perro feroz —dijo Demelza—. Si no mastica es por pura haraganería. Quizá tus excelentes amigos son demasiado refinados y no es posible invitarlos a cenar con la hija de un minero.
—Si le abres mucho más la boca —dijo Ross— te caerás adentro.
—No, nada de eso; estoy demasiado gruesa. Tengo la cara redonda, y apenas puedo ajustarme las enaguas nuevas. Creo que John Treneglos no rechazaría una invitación. Y quizás incluso su esposa de ojos rasgados aceptará venir, si puede verte. Y George Warleggan… dijiste que su abuelo había sido herrero, de modo que no puede darse muchos aires, aunque sea tan rico. Y Francis… me gusta el primo Francis. Y la tía Agatha, con sus bigotes blancos y su notable peluca. Y Elizabeth y el pequeño Geoffrey Charles. Será una extraña mezcla. Y además —observó astutamente Demelza—, quizá puedas invitar a algunos de los amigos que encuentras en casa de George Warleggan.
Entre los dos esposos sopló una fresca brisa. Alzó el borde del vestido de Demelza, lo agitó inseguro y lo dejó caer.
—Son todos jugadores —dijo Ross—. No querrás tener jugadores en un bautizo. Y encontrarse un par de veces en una mesa de juego no significa conocer a la gente.
Demelza soltó la mandíbula baboseada de Garrick y se limpió las manos en el costado de su vestido. Después, recordó algo y fue a frotarlas en el pasto. Garrick le lamió la mejilla y un rizo oscuro cayó sobre uno de los ojos de la joven. «El inconveniente de discutir con las mujeres —pensó Ross—, es que su belleza lo distraía a uno del asunto.» Demelza no era menos bella porque provisionalmente tuviera un aire más matronal. Recordaba la apariencia de Elizabeth, su primer amor, después del nacimiento de Geoffrey Charles; se hubiera dicho que era una camelia exquisita, delicada y perfecta, y ligeramente sonrojada.
—Puedes preparar tus dos bautizos, si lo prefieres así —dijo Ross.
Durante un momento, sin saber muy bien por qué, Demelza pareció desconcertada. Acostumbrada a sus súbitos cambios de humor, lo miró con aire inquisitivo, y luego dijo en voz baja:
—Oh, Ross, eres muy bueno conmigo.
El se echó a reír.
—No llores por eso.
—No, pero lo eres. —Se puso de pie y lo besó—. Aveces —dijo con voz pausada— pienso que soy una gran dama, y después recuerdo que sólo soy…
—Eres Demelza —dijo Ross, besándola a su vez—. Dios rompió el molde.
—No, ¡no es así! Está fabricando otra. —Lo miró con expresión profunda—. ¿Hablabas en serio cuando me dijiste todas esas cosas bonitas, antes de que naciera Julia? ¿Era en serio, Ross?
—Olvidé lo que dije.
Demelza se apartó de Ross y recorrió el jardín con paso ágil. Poco después regresó.
—Ross, vamos a bañarnos.
—Qué tontería. Hace apenas una semana que te levantaste.
—Entonces me mojaré los pies en el agua. Podemos ir a la playa y caminar sobre el borde del agua. Hoy el mar está sereno. Ross la palmeó afectuosamente. —Julia pagará las consecuencias de tu mojadura.
—… No había pensado en eso. —Volvió a hundirse en su sillón.
—Pero —dijo Ross—, podemos caminar sobre la arena seca.
Demelza se puso de pie instantáneamente.
—Iré a decir a Jinny que cuide de Julia.
Cuando regresó, ambos se acercaron al borde del jardín, donde el suelo ya era en parte de arena. Cruzaron un sector del páramo, abriéndose paso entre cardos y malvas, y él la ayudó a pasar la derruida pared de piedra. Siguieron caminando sobre la arena blanda y llegaron a la playa Hendrawna.
Reinaba una suave temperatura estival, y en el horizonte se dibujaban blancas masas de nubes. El mar estaba tranquilo, y las pequeñas olas que se alzaban cerca de la orilla dejaban detrás, sobre la superficie verdosa, un delicado arabesco blanco.
Caminaron tomados del brazo, y él pensó que habían tardado muy poco en recuperar su antigua camaradería.
Mar afuera, había dos o tres embarcaciones de Padstow, dedicadas a la pesca del arenque, y una de Sawle. Les pareció que era el bote de Pally Rogers y lo saludaron con la mano; pero él no prestó atención, porque en ese momento le interesaba más la pesca que la amistad.
—Creo —dijo Demelza— que sería bueno que Verity viniese a las dos fiestas. Necesita cambiar de ambiente, y cosas nuevas que le interesen.
—Supongo que no pensarás sostener a la niña sobre la pila dos días enteros.
—Oh, no, el bautizo será el primer día. Cuando venga la gente distinguida. Al pueblo no le importará si tienen mucha comida. Y además pueden terminar lo que quede del día anterior.
—¿Por qué no organizamos una fiesta para los niños —dijo Ross—, y terminan el tercer día lo que quedó del segundo?
Ella lo miró y se echo a reír.
—Te burlas de mi, Ross. Siempre estás burlándote de mí.
—Es una forma invertida de respeto. ¿No lo sabías?
—Pero, en serio, ¿no crees que sería muy apropiado ofrecer una reunión así?
—Hablo en serio —respondió él—. Estoy dispuesto a satisfacer tus caprichos. ¿No te basta?
—En ese caso, deseo que atiendas otro de mis pedidos. Estoy muy preocupada por Verity.
—¿Qué le ocurre?
—Ross, ella no tiene vocación de solterona. Es tan cálida y afectuosa. Tú lo sabes bien. No es vida para ella ocuparse de Trenwith, cuidar la granja y la casa, y ayudar a Elizabeth y a Francis, y al hijo de Elizabeth, y a tía Agatha, y dirigir a los criados, y hacer las compras, y enseñar a los chicos del coro de la iglesia de Sawle, y auxiliar a la gente de la mina. Eso no es lo que debería hacer.
—Es exactamente lo que le agrada.
—Sí, si estuviera en su propia casa. Si estuviese casada, y en su propio hogar, sería completamente distinto. En septiembre, cuando vino a Nampara, en seguida mejoró, pero está otra vez pálida, amarilla y delgada. Dime, Ross, ¿cuántos años tiene?
—Veintinueve.
—Bien, ya es hora de hacer algo.
Ross se detuvo y arrojó una piedra a dos gaviotas que reñían. Al frente, no muy lejos, en la cima del arrecife, estaban las construcciones de la Wheal Leisure, abiertas ahora como resultado de varios años de esfuerzo del propio Ross, con un personal de cincuenta y seis hombres y balances que arrojaban ganancias.
—Ya caminaste bastante —dijo él—. Regresemos.
Ella se volvió sin protestar. La marea estaba subiendo, y cubría lentamente la faja de arena. De tanto en tanto, una ola se adelantaba y luego se retiraba, dejando un delgado hilo de espuma que señalaba el límite alcanzado.
Ross dijo, con expresión levemente divertida:
—Hace nueve meses era imposible lograr que aceptaras a Verity. Creías que era un ogro. Cuando quise que la conocieras, se hubiera dicho que te habías tragado una estaca, tan tiesa estabas. Pero desde que la conociste, a toda hora me fastidias pidiéndome que le consiga marido. ¡A menos que acuda a una de las viejas brujas de la feria de Summercourt y le compre un brebaje de amor, no sé cómo podré satisfacerte!
—Está el capitán Blamey —dijo Demelza.
Ross esbozó un gesto irritado.
—Ya lo sé. Y el asunto empieza a cansarme. Por favor, dejemos el tema.
—Ross, nunca seré una mujer sensata —dijo ella, después de una pausa—. Y creo que ni siquiera lo deseo.
—Ni yo tampoco pretendo que lo seas —dijo él, mientras la pasaba sobre el muro.
Al día siguiente llegó Verity. La mojadura del mes anterior le había provocado un fuerte enfriamiento, pero ahora de nuevo estaba bien. Arrulló a la pequeña, dijo que se parecía a los dos padres y a ninguno, escuchó los planes de Demelza relacionados con el bautismo y los apoyó sin vacilar, trató valerosamente de responder a una o dos preguntas que Demelza había temido formular al doctor Choake, y le regaló una hermosa bata con bordes de encaje que había confeccionado para la niña.
Demelza la besó y agradeció el presente; y después se sentó y la miró con una expresión tan grave en sus ojos oscuros que Verity rompió a reír, lo cual en ella era poco usual, y preguntó qué ocurría.
—Oh, nada. ¿Quieres beber una taza de té?
—Si es la hora.
Demelza tiró del cordón que pendía al costado del hogar.
—Desde que Julia nació no hago más que beber. Y reconozco que el té es mejor que el gin.
Entró Jinny, con sus cabellos rojos y su piel muy blanca.
—Oh, Jinny —dijo nerviosamente Demelza—. Por favor, tráenos té. Fuerte y caliente. Y no olvides dejar que el agua hierva antes de echarla sobre las hojas.
—Sí, señora.
—No puedo creer que se dirige a mí —dijo Demelza cuando Jinny salió de la habitación.
Verity sonrió.
—Ahora, dime qué te preocupa.
—Tú misma, Verity.
—¿Yo? Querida. Dime en seguida en qué te ofendí.
—No me ofendiste. Pero si… Oh, tal vez yo sea quien ofenda…
—Mientras no sepa de qué hablas, nada puedo decir.
—Verity —dijo Demelza—, después de fastidiarlo durante horas, cierta vez Ross me dijo que hace tiempo tú querías a alguien.
Verity no hizo ningún gesto, pero la sonrisa en su rostro se enfrió; las curvas de la cara variaron ligeramente.
—Lamento que este asunto te inquiete —dijo después de un momento.
Demelza ya había ido demasiado lejos, y mal podía prestar suficiente atención a las palabras.
—Lo que me inquieta es la necesidad de saber si fue justo que… en fin, que te prohibieran hacer lo que deseabas.
Un débil rubor teñía las mejillas hundidas de Verity. Parecía haber envejecido, estaba como consumida, pensó Demelza, exactamente como la primera vez que la vio. La misma diferencia que si se tratara de dos personas que viven en un solo cuerpo.
—Querida, no creo que podamos juzgar la conducta ajena de acuerdo con nuestros propios principios. Eso es lo que hace siempre la gente. Mi… mi padre y mi hermano tienen principios firmes y bien meditados, y se ajustaron a ellos. Mal podemos decidir si se equivocaron o acertaron. Pero lo hecho, hecho está, y de todos modos eso fue hace mucho tiempo, y ahora de nada servirá volver sobre el asunto.
—¿Nunca tuviste noticias de él?
Verity se puso de pie.
—No.
Demelza se acercó y se detuvo frente a Verity.
—Odio lo que hicieron. Lo odio —dijo.
Verity le palmeó el brazo, como si Demelza hubiera sido la perjudicada.
—¿No quieres decirme cómo fue? —preguntó Demelza.
—No —dijo Verity.
—A veces hablar ayuda… en fin, tranquiliza.
—Ahora no —dijo Verity—. Hablar de eso ahora sería… como abrir una vieja tumba.
Tuvo un leve estremecimiento de emoción (o desagrado) cuando Jinny trajo el té.
Esa noche Demelza encontró a Jud solo en la cocina. Por el modo de tratarse, nadie hubiera podido decir si ambos simpatizaban o sencillamente se atenían a una neutralidad armada. A diferencia de su esposa, Jud nunca se había dejado conquistar por Demelza. Durante mucho tiempo Jud había mostrado irritación porque esa expósita que antes obedecía sus órdenes ahora podía mandarlo; pero por lo demás, Jud estaba seguro de que el destino siempre le dispensaba un trato cruel. Si le hubiera dado a elegir, siempre hubiera preferido a Demelza antes que a una dama de actitud altanera, acostumbrada al lujo y a que la sirviesen constantemente.
—Jud —dijo Demelza, mientras preparaba la tabla de amasar la harina y la levadura—. Jud, ¿recuerdas a cierto capitán Blamey que Solía venir aquí para ver a la señorita Verity?
—Vaya si lo recuerdo —dijo Jud.
—En esa época creo que yo ya estaba aquí —dijo la joven—, pero no recuerdo nada… absolutamente nada.
—Era una mocosita de trece años —dijo Jud con expresión sombría—, y estaba en la cocina, donde tenía que estar.
—Seguramente no recuerdas mucho de todo eso —dijo Demelza.
—No, claro que no, como que estuve en todo, qué me dice a eso.
Demelza comenzó a sobar la masa.
—¿Qué ocurrió, Jud?
Jud se apoderó de un pedazo de madera y comenzó a tallarla con el cuchillo, al mismo tiempo que silbaba entre los dos dientes. El cráneo lustroso con la corona de cabellos le daba el aire de un monje disconforme.
—Mató a su primera esposa casi por accidente, ¿no? —preguntó ella.
—Veo que lo sabe todo.
—No, todo no. Una parte, pero no todo, Jud. ¿Qué sucedió aquí?
—Bueno, ese capitán Blamey andaba detrás de la señorita Verity. El capitán Ross les permitía encontrarse aquí, porque no podían hacerlo en otro sitio, y entonces, un día, el amo Francis y su padre —el que enterraron en septiembre— vinieron y los encontraron en la sala. El señor Francis le dijo que saliera, y los dos salieron con esas pistolas de duelo que están colgadas de la pared, al lado de la ventana. Me llevaron para que no hubiese trampa, como era lógico, como era justo suponer, y no habían pasado cinco minutos cuando el señor Francis disparó contra el capitán Blamey, y Blamey disparó contra Francis. Todo justo, limpio y ordenado.
—¿Se hirieron?
—No lo que podría decirse heridas. Blamey tuvo un raspón en la mano, y la otra bala le atravesó el cuello a Francis. Todo justo y limpio, y el capitán Blamey montó su caballo y se fue.
—Y después, ¿supiste algo de él?
—Ni un murmullo.
—¿No vive en Falmouth?
—Cuando no está en el mar.
—Jud —dijo Demelza—. Quiero que hagas algo por mí.
—¿Eh?
—La próxima vez que el capitán Ross vaya a ver a Jim Carter, quiero que hagas algo.
Jud la miró con sus sanguinolentos ojos de bulldog, viejos y cautelosos.
—¿Qué es?
—Quiero que vayas a Falmouth y preguntes por el capitán Blamey, y veas si aún vive allí, y qué hace.
Hubo un momento de silencio mientras Jud se ponía de pie y dirigía al fuego un enérgico escupitajo.
Cuando la saliva terminó de chirriar, Jud se decidió a hablar.
—Señora, siga con su amasado. No tenemos que dedicarnos a arreglar los problemas del mundo. No es lógico, no es natural, no es justo, no es seguro. Es como provocar al toro.
Recogió la madera y el cuchillo y salió de la cocina.
Demelza lo miró mientras se alejaba. Se sentía decepcionada, pero no sorprendida. Y cuando volvió los ojos a la masa, y la hizo girar lentamente con los dedos enharinados, en el fondo de su mirada había una oscura chispa que sugería que no estaba desalentada.