Capítulo 1

Tal vez hubiera podido decirse que la tormenta que se desencadenó durante el nacimiento de Julia tenía un carácter hasta cierto punto profético.

El mes de mayo no era habitualmente una época de fuertes chubascos y ventarrones, pero el clima de Cornwall es una de las cosas más caprichosas del mundo. Había sido una primavera bastante benigna, tan benigna como el verano y el invierno que la habían precedido; un tiempo suave, sereno y agradable, y la tierra ya estaba cubierta de verdor. De pronto, mayo se mostró lluvioso y ventoso, y las flores se deshojaron aquí y allá, y el heno se doblegó buscando apoyo.

La noche del quince de mayo Demelza sintió los primeros dolores. Pese a todo, estuvo un rato aferrada a la cabecera de la cama, y lo pensó bien antes de decir nada. Durante todos esos meses había anticipado con espíritu sereno y filosófico la prueba que se aproximaba, y nunca había molestado a Ross con falsas alarmas. Y tampoco quería hacerlo ahora. La tarde anterior había estado en su amado jardín, cavando la tierra alrededor de las plantas jóvenes; después, cuando ya estaba oscureciendo, había encontrado un erizo irritado, y había jugado con el animal, tratando de convencerlo de que aceptara un poco de pan y leche, y al fin había entrado de mala gana en la casa, porque el cielo estaba cubriéndose de nubes y hacía frío.

Esto que ahora sentía —esa cosa en mitad de la noche— quizá fuera únicamente consecuencia del exceso de cansancio.

Pero cuando empezó a sentirlo como si alguien estuviera arrodillándose sobre su columna vertebral y tratando de quebrársela, comprendió que no era eso.

Tocó el brazo de Ross y él despertó instantáneamente.

—¿Qué?

—Creo —dijo ella—, creo que tienes que llamar a Prudie. Ross se sentó en la cama.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —Me duele.

—¿Dónde? ¿Quieres decir que…?

—Me duele —dijo ella puntillosamente—. Creo que será mejor que llames a Prudie.

Ross bajó rápidamente de la cama, y ella oyó el raspado del pedernal y el acero. Un momento después, la mecha prendió y Ross encendió una vela. La habitación se reveló en un juego de luces y sombras. Las gruesas vigas de teca, la cortina sobre la puerta movida suavemente por la brisa, la ventana baja con su escaño y la colgadura de gorgorán rosado, los zapatos que ella se había quitado antes de acostarse, una suela de madera hacia arriba, el catalejo de Joshua, la pipa de Ross, el libro de Ross y una mosca que caminaba sobre sus páginas.

El la miró y comprendió inmediatamente. Demelza sonrió, como pidiendo una descolorida disculpa. Ross se acercó a la mesa que estaba al lado de la puerta y le sirvió un vaso de brandy.

—Bebe esto. Enviaré a Jud en busca del doctor Choake. —Comenzó a vestirse.

—No, no Ross; no lo envíes todavía. Estamos en mitad de la noche. Seguramente duerme.

Llamar o no llamar a Thomas Choake había sido motivo de discusión entre ellos durante varias semanas. Demelza no podía olvidar que doce meses antes ella había sido una criada y que Choake, aunque no era más que un médico, poseía una pequeña propiedad que, pese a que la había comprado con el dinero de su esposa, lo elevaba a un nivel que era inalcanzable para la clase social de la cual provenía la propia Demelza. Esa había sido la situación hasta que ella se casó con Ross. Después, Demelza se había elevado paulatinamente a la altura de su nueva posición. Ahora podía mostrar cierta apariencia de refinamiento y buenos modales, y lo hacía bastante bien; pero un médico era diferente. Un médico lo sorprendía a uno en situación de desventaja. Si el dolor la torturaba, era casi seguro que ella empezaría a jurar como hacía antes, y como había aprendido de su padre, y que no se limitaría a unos pocos y corteses «Dios mío» y «Qué horror», es decir, las interjecciones que cualquiera podía disculpar cuando se trataba de una dama en dificultades. Tener un bebé y verse obligada simultáneamente a demostrar educación era más de lo que Demelza podría hacer.

Además no deseaba tener cerca a un hombre. No era decente. Su prima política, Elizabeth, había utilizado los servicios del doctor Choake; pero Elizabeth era una aristócrata hecha y derecha, y esa gente miraba las cosas de distinto modo. Demelza prefería contar con la ayuda de la vieja tía Betsy Triggs, de Mellin, que vendía sardinas y tenía muy buena mano para ayudar a parir.

Pero Ross estaba absolutamente decidido, y se había impuesto. Demelza no se asombró cuando le oyó decir secamente mientras salía de la habitación:

—En ese caso, que se despierte.

—¡Ross! —llamó Demelza. Por el momento el dolor había desaparecido.

—¿Sí? —El rostro vigoroso e introspectivo, marcado por la cicatriz, estaba iluminado a medias por la vela; tenía desordenados los cabellos oscuros, que apenas mostraban sus matices cobrizos; llevaba la camisa abierta. Ese hombre… aristócrata como ellos, pensó Demelza… ese hombre, tan reservado y discreto, con quien había compartido momentos de profunda intimidad…

—¿Quieres? —dijo Demelza—. Antes de salir…

Ross regresó a la cama. La urgencia lo había arrancado tan bruscamente del sueño que aún no había tenido tiempo de sentir más que alarma porque había llegado el momento, y alivio porque quizá todo terminaría muy pronto. Cuando la besó, vio la transpiración que le cubría el rostro, y en lo profundo de sí mismo sintió un impulso de temor y compasión. Le tomó el rostro con las manos, apartó los cabellos negros y contempló un momento los ojos oscuros de su joven esposa. No se los veía brillantes y pícaros, como sucedía a menudo, pero en todo caso tampoco manifestaba temor.

—Regresaré. Regresaré en un instante.

Ella hizo un gesto negativo.

—No vuelvas, Ross. Ve a buscar a Prudie, y nada más. Prefiero… que no me veas así.

—¿Y Verity? Habías dicho que deseabas tenerla aquí.

—Díselo por la mañana. No es justo obligarla a salir con el aire de la noche. Avísale por la mañana.

El volvió a besarla.

—Ross —dijo ella—, dime que me amas. El la miró sorprendido.

—Bien lo sabes.

—Y dime que no amas a Elizabeth.

—Y no amo a Elizabeth.

¿Qué podía decir, si él mismo no sabía cuál era la verdad? No era un hombre que manifestase fácilmente sus sentimientos íntimos, pero ahora se sentía importante para ayudarla, y sólo sus palabras y no sus actos podían servir a Demelza.

—Tú eres lo único que importa —dijo—. Recuérdalo. Mis parientes, mis amigos y Elizabeth, y la casa y la mina… Renunciaría a todo, y tú lo sabes… lo sabes bien. Si no lo sabes, significa que todos estos meses he fracasado, y lo que puedo decirte ahora de nada servirá. Te amo, Demelza, y juntos hemos sido muy felices. Y volveremos a serlo. Recuérdalo y apóyate en ello, porque nadie más puede hacerlo.

—Así lo haré, Ross —dijo ella, contenta porque él lo había dicho.

Ross la besó nuevamente, y se volvió y encendió más velas; tomó una y salió rápidamente de la habitación, y la grasa caliente le corría sobre la mano. El viento se había calmado el día anterior, y sólo soplaba una leve brisa. Ignoraba la hora, pero suponía que serían alrededor de las dos.

Abrió la puerta sobre el extremo del corredor, y entró en la habitación donde Jud y Prudie dormían. La puerta mal encuadrada se abrió con un prolongado crujido que se combinó con el ronquido lento y áspero de Prudie. Ross emitió un gruñido de disgusto, porque el aire caliente y viciado y el olor de transpiración ofendieron su olfato. El aire nocturno quizás era peligroso, pero sin duda podían abrir la ventana durante el día y ventilar la habitación.

Se acercó a la cama, separó las cortinas y sacudió a Jud por el hombro. Los dos grandes dientes de Jud se mostraban como lápidas. Lo sacudió otra vez, con violencia. Cayó el gorro de dormir de Jud, y una gota de la grasa caliente de la vela fue a parar al cráneo calvo. Jud despertó. Comenzó a maldecir; de pronto vio quién era, y se sentó en la cama, mientras se frotaba la cabeza.

—¿Qué pasa?

—Demelza está enferma. —¿Acaso podía llamarla de otro modo en presencia de un hombre que la había conocido cuando no era más que una mocosa harapienta de trece años?— Quiero que busques inmediatamente al doctor Choake. Y despierta a Prudie. La necesitamos.

—¿Qué le pasa?

—Comenzaron los dolores.

—Oh, es eso. Pensé que estaba realmente enferma. —Jud frunció el ceño cuando desprendió un pedazo de sebo frío—. Prudie y yo podemos arreglarnos. Prudie sabe mucho de esas cosas. No es muy difícil. Caramba, no comprendo por qué arma tanto escándalo por una cosa así. Claro, no es del todo fácil, pero cuando se le toma la mano…

—Levántate.

Jud bajó de la cama, pues conocía el tono, y ambos despertaron a Prudie. El rostro grande y lustroso de la mujer espió a través de la maraña de cabellos negros y grasientos, mientras se limpiaba la nariz con una esquina del camisón.

—Ah, Dios mío, yo me ocuparé de la chica. Pobrecita. —Comenzó a ponerse un par de sucias enaguas sobre el camisón—. Sé todo eso por mi madre. Ella me contó cómo era cuando estaba haciéndome. Cómo me movía. Sin parar. Dijeron que era una cosa cruel y crónica. Y después nací, y era un ratoncito débil y enfermo, y nadie creyó que llegarían a bautizarme…

—Ve con ella apenas puedas —dijo Ross—. Traeré a Morena. No necesitas ensillarla.

—Quizá pueda montarla así esa distancia —dijo Jud de mala gana—. Aunque si uno se cae en la oscuridad, seguro que se rompe la cabeza, y probablemente también el cuello, ¿y qué le pasa entonces?

Ross bajó rápidamente la escalera. Cuando se acercaba a la puerta volvió los ojos hacia el reloj que había comprado para el salón. Eran las tres menos diez. No tardaría en amanecer. Todo era mucho peor a la luz de las velas.

En el establo se demoró ensillando a Morena, y diciéndose que todas las mujeres pasaban por eso: era una cosa corriente en su existencia, y unos embarazos seguían a otros, como las estaciones del año. Pero de todos modos prefería que Jud no sufriese un accidente; si el muy estúpido se caía del caballo, podían perderse varias horas. Hubiera ido personalmente si hubiese podido dejar a Demelza en manos de los Paynter.

Frente a la casa, Jud estaba abrochándose los pantalones bajo el árbol de lila.

—No sé si encontraré el camino —dijo—. Oscuro como la boca del lobo. Hubiera sido mejor llevar una linterna con una vara. Una vara larga y…

—Monta de una vez, o recibirás la vara sobre tu cabeza.

Jud montó.

—Y si no quiere venir, ¿qué le digo?

—Tráelo —dijo Ross, y descargó una palmada sobre el anca de Morena.

Cuando Jud llegó al portón de Fernmore, la residencia de Thomas Choake, observó desdeñosamente que la construcción era apenas mejor que una granja, pese a que el matrimonio se daba tantos aires como si se hubiera tratado de Blenheim. Desmontó y golpeó a la puerta. La casa estaba rodeada por altos pinos, y los grajos y los cuervos ya estaban despiertos, y volaban en círculos y armaban escándalo. Jud alzó la cabeza y olió. El día anterior las aves habían estado muy inquietas en Nampara.

Al séptimo golpe, una ventana chirrió encima de la puerta, y un gorro de dormir apareció como un cuclillo que sale de un reloj.

—¡Bueno, hombre, bueno, hombre! ¿Qué pasa? ¿Por qué hace ese ruido infernal?

Por la voz y el ceño Jud comprendió que había despertado a la persona que le interesaba.

—El capitán Poldark me ordenó llamarlo —dijo entre dientes—. Demel… la señora Poldark se siente mal, y lo necesita.

—¿Qué señora Poldark? Vamos, hombre, ¿qué señora Poldark?

—La señora Demelza Poldark. De Nampara. Parece que falta poco para que dé a luz.

—Y bien, ¿qué pasa? ¿No le dijeron qué querían?

—Sí. Ya es tiempo.

—Vamos, amigo, tonterías, La vi la semana pasada y le dije al capitán Poldark que hasta junio no habría nada. Repítales eso, y dígales que confirmo mi opinión.

La ventana se cerró bruscamente.

Jud Paynter era un hombre muy interesado en la perversa indiferencia de las personas y en la necesidad de satisfacer sus propios apetitos, y fuera de eso nada le inquietaba demasiado; pero a veces la casualidad lo inducía a perseguir otros fines. Esa era una de tales casualidades. Después de sentirse disgustado por la afeminada blandura de Demelza y la impropia dureza de Ross, que lo había arrancado de la cama en una fría mañana de mayo sin ofrecerle siquiera un trago de ron, pasó a meditar que Ross era su amo y Demelza una muchacha de su propia clase.

Tres minutos después el doctor Choake asomó de nuevo la cabeza.

—¿Qué le ocurre, hombre? ¡Echará abajo la puerta!

—Se me dijo que lo llevase.

—¡Individuo insolente! ¡Haré que le den latigazos por esto!

—¿Dónde está su caballo? Se lo traeré mientras usted se pone los pantalones.

El médico desapareció de la ventana. Del fondo llegaba la voz ceceante de Polly Choake, y durante un instante su cabeza de cabellos rizados se asomó por la ventana. Los dos esposos se consultaban. Al fin, Choake habló fríamente:

—Amigo, tendrá que esperar. Estaremos con usted en diez minutos.

Jud conocía bastante bien las particularidades del médico, y por lo tanto sabía que con esas palabras Choake se refería sólo a sí mismo.

Veintiún minutos después, envueltos en frígido silencio, los dos hombres partieron. Los cuervos continuaban volando en círculos y graznando, y en la iglesia de Sawle hacían mucho ruido. Comenzaba a amanecer. Hacia el noreste se dibujaban líneas verde claro, y en el punto en que debía salir el sol el cielo mostraba matices de color anaranjado pálido detrás de las líneas negras de la noche. Un amanecer misterioso y extrañamente sereno. Después de los vientos de los últimos días reinaba una calma profunda. Cuando pasaron frente a la mina Grambler dejaron atrás a un grupo de obreros que cantando se encaminaban al trabajo; sus voces frescas y sonoras eran dulces y jóvenes como la mañana. Jud vio que las ovejas de Will Nanfan estaban reunidas todas en el rincón más abrigado del campo.

La reflexión acerca de la serenidad del campo calmó parte de la irritación del doctor Choake, y así, cuando llegaron a Nampara, no se quejó; saludó tiesamente a Ross, y subió al primer piso. Allí comprobó que no se trataba de una falsa alarma. Permaneció media hora junto a Demelza, diciéndole que debía mostrarse valerosa y que no había por qué temer. Después, como la vio inquieta y muy sudorosa, sospechó que tenía un poco de fiebre, y para mayor seguridad la sangró. El resultado fue que la paciente se sintió muy mal, y ello complació mucho al médico porque demostraba, según dijo, que había existido una condición tóxica, y que su tratamiento había determinado la eliminación normal y conveniente de la fiebre. Si Demelza bebía una infusión de quina cada hora, se impediría la reaparición del mal. Finalmente, volvió a su casa a desayunar.

Ross había estado lavándose bajo la bomba, en un esfuerzo por eliminar las miasmas de la noche, y cuando regresó a la casa y vio que una figura robusta iba subiendo el valle llamó bruscamente a Jinny Carter, que todos los días iba a trabajar a la casa, y que acababa de llegar.

—¿Ese era el doctor Choake?

Jinny se inclinó sobre su hija, a quien traía cargada a la espalda, para depositarla después en un canasto que permanecía en la cocina.

—Sí, señor. Dijo que el bebé no nacería antes del almuerzo, cuando mucho, y que vendría a eso de las nueve o diez.

Ross desvió la cara para disimular su fastidio. Jinny lo miró con expresión devota.

—Jinny —preguntó Ross—, ¿quién te ayudó a tener tus bebés?

—Mi madre, señor.

—¿Quieres ir a buscarla? Creo que confiaré más en tu madre que en ese viejo estúpido.

La joven se sonrojó de placer.

—Sí, señor. Iré inmediatamente. Y ella vendrá con mucho gusto. —Echó a andar, pero luego miró a su propia hija.

—Yo la cuidaré, no te preocupes —dijo Ross.

Ella lo miró un momento con un sentimiento de agradable confusión y luego se quitó la cofia blanca y salió en seguida de la cocina.

Ross entró en el vestíbulo de techo bajo y se detuvo al pie de la escalera con un sentimiento de desagrado ante el silencio; después entró en la sala y se sirvió un vaso de brandy, mientras miraba la figura ágil de Jinny que se alejaba en dirección a Mellin; finalmente, regresó a la cocina.

La pequeña Kate no se había movido y yacía de espaldas, pateando, gorjeando y riéndose. La niña tenía nueve meses y nunca había visto a su padre, que cumplía una condena de dos años en la cárcel de Bodmin por cazar en vedado. A diferencia de los dos mayores, que se parecían al padre, la pequeña Kate era una auténtica Martin: los cabellos color arena, los ojos azules, y las pecas pequeñas que ya se dibujaban en el puente de la naricita.

Esa mañana no habían encendido el fuego, y no había indicios de desayuno. Ross removió las cenizas, pero no había brasas; juntó algunas astillas y trató de encenderlas, mientras se preguntaba irritado dónde estaría Jud. Sabía que se necesitaba agua caliente, y toallas y palanganas; por el momento, no habían preparado nada. Condenado Choake, con su impertinencia; ni siquiera había intentado saludarlo antes de marcharse.

Las relaciones entre los dos hombres habían sido frías durante algún tiempo. Ross experimentaba antipatía hacia la tonta mujer del médico, que chismorreaba y murmuraba acerca de Demelza, y cuando a Ross le desagradaba alguien lo disimulaba con dificultad. Ahora le molestaba profundamente estar a merced de ese viejo estúpido, obstinado, altanero y retrógrado que era el único médico en kilómetros a la redonda.

Cuando el fuego comenzaba a encenderse apareció Jud y, al mismo tiempo que él, entró el viento y barrió la cocina.

—Está preparándose algo —dijo, mirando a Ross con los ojos inyectados en sangre—. ¿Ha visto qué oscura y fuerte está la marejada?

Ross asintió impaciente. Desde la tarde del día anterior el mar estaba picado.

—Bien, está golpeando fuerte el arrecife. Pocas veces vi una cosa parecida. Es como si alguien lo estuviese castigando con un látigo. Ya amaneció del todo, y el mar está cubierto de espuma, blanco como la barba de Joe Triggs.

—Cuida de Kate —dijo Ross—. Y entretanto prepara el desayuno. Voy arriba.

En cierto lugar de su mente Ross tenía conciencia del sonido del viento que aullaba a lo lejos. En determinado momento miró por la ventana del dormitorio y comprobó que, en efecto, la marejada mucho más intensa, y el mar estaba surcado por olas de reborde blanco que se cruzaban y entrecruzaban confusamente, y se desplazaban en distintas direcciones, chocando y quebrándose en hilos de espuma. Hasta el momento el viento no era demasiado intenso en tierra firme, pero aquí y allá se formaban remolinos en el agua, y las ráfagas agitaban la superficie y se perdían.

Mientras Ross estuvo en el dormitorio, Demelza hizo un gran esfuerzo para mantener una actitud normal, pero él advirtió que su esposa no deseaba tenerlo allí. No podía ayudarla.

Desconsolado, volvió a bajar y en ese momento llegó la señora Martin, la madre de Jinny. Una mujer de rostro ancho, aire competente, que usaba anteojos, la respiración un tanto agitada, entró en la cocina con una camada de cinco niños pequeños que venían pisándole los talones, y ella les hablaba, les hacía bromas, explicaba a Ross que no había podido dejarlos a nadie —eran los dos mayores de Jinny y los tres menores de la propia señora Martin—, y saludó a Jud y preguntó por Prudie, formuló un comentario acerca del olor a cerdo frito, inquirió por la salud de la paciente, explicó que también ella había tenido un poco de calentura, pero que antes de salir había bebido cuajada de vino; se arremangó y ordenó a Jinny que pusiera a hervir las berzas y la agripalma, porque eran mejores que todas las pócimas del doctor para calmar a la muchacha; y antes de que nadie pudiese hablar, desapareció escaleras arriba.

Parecía como si en cada banco de la cocina se hubiera instalado un niño. Estaban sentados como los tímidos muñecos de una feria, esperando que un tiro certero los derribase. Jud se rascó la cabeza, escupió en dirección al fuego y juró por lo bajo.

Ross regresó a la sala. Sobre la mesa había una labor en la cual Demelza había estado trabajando la noche anterior. Una revista de modas que Verity le había prestado estaba al lado del tejido —era una cosa novedosa, que les había llegado de Londres; nunca habían visto nada parecido—. La habitación tenía un aspecto un tanto polvoriento y descuidado.

Eran las seis y cuarto. Esa mañana no se oía el canto de los pájaros. Un momento antes, un rayo de sol se había extendido sobre el pasto, pero había desaparecido poco después. Ross contempló los olmos, que se inclinaban hacia adelante y hacia atrás, como impulsados por un temblor de tierra. Los manzanos, más protegidos, se inclinaban y mostraban el dorso de sus hojas. El cielo estaba cubierto de nubes que se desplazaban velozmente.

Recogió un libro. Sus ojos recorrieron la página, pero sin entender nada. La fuerza del viento en el valle comenzaba a acentuarse. Entró la señora Martin.

—¿Y bien?

—Es muy valiente, capitán Ross. Prudie y yo nos arreglaremos, no se preocupe. Terminará mucho antes de que regrese el doctor Tommie.

Ross dejó el libro.

—¿Está segura?

—Bien, tuve once hijos, y súmele los tres de Jinny; y ayudé a nacer a los mellizos de Betty Nanfan, y a los cuatro de Sue Vigus, los tres primeros antes de que se casara. —A la señora Martin ya no le quedaban dedos para contar—. No será fácil, nada parecido a lo de Jinny, pero haremos un buen trabajo, no se preocupe. Ahora traiga el brandy y déle un trago a la muchacha, para ayudarla.

La casa se estremeció repentinamente a causa de un golpe de viento. Ross permaneció inmóvil, los ojos fijos en los elementos desencadenados, y su cólera ante la actitud de Choake se acentuó, y buscó expresarse, como si hubiera sido una parte de la tormenta. El sentido común le decía que Demelza saldría bien del asunto, pero le parecía intolerable que se viese privada de los mejores cuidados. Quien soportaba la situación era Demelza, y dos viejas torpes eran la única ayuda que se le prestaba.

Se dirigió a los establos, y apenas tuvo conciencia de la tormenta que comenzaba a desencadenarse.

Frente a la puerta del establo volvió los ojos hacia Hendrawna, y vio que del mar habían comenzado a levantarse torbellinos de espuma, que se dispersaban como la arena durante una tormenta en el desierto. Aquí y allá parecía que los arrecifes humeaban.

Acababa de aferrar la puerta del establo cuando el viento se la arrancó, volvió a cerrarla con fuerza, y empujó al propio Ross contra la pared. Levantó los ojos y vio que no sería posible montar a caballo en medio de esa turbonada.

Echó a andar. Eran a lo sumo unos tres kilómetros.

Cuando dio la vuelta a la esquina de la casa, lo recibió una lluvia de hojas, matas de pasto, tierra y ramitas. Detrás, el viento levantaba cortinas de agua del mar, como si hubiera querido elevarlas hasta las nubes. En otra ocasión lo habría conmovido el daño infligido a sus cultivos, pero ahora el asunto le parecía secundario. No era tanto una ventolera, sino más bien una tormenta repentina, como si las fuerzas de una atmósfera irritada se hubieran acumulado durante un mes para descargarse en el lapso de una hora. La rama de un olmo cayó sobre el arroyo. Evitó el obstáculo, al mismo tiempo que se preguntaba si podría alcanzar la cima de la colina.

Cuando llegó a las construcciones ruinosas de la Wheal Maiden se sentó jadeante, trató de recuperar el aliento y se frotó la mano dolorida; el viento arrancaba pedazos de mampostería de las altas y viejas paredes de granito, y aullaba como una prostituta por agujeros y rendijas.

Mientras caminaba entre los pinos, soportó toda la fuerza de la tormenta que batía la llanura de Grambler y traía consigo un bombardeo de lluvia, tierra y grava. Aquí, parecía que toda la tierra suelta se alzaba en el aire, y que las hojas nuevas y todas las sustancias pequeñas de la tierra se dispersaban empujadas por el viento. Había nubes bajas, pardas y veloces, ya desprovistas de lluvia, que se dispersaban como trapos desgarrados frente al ceño irritado de Dios.

En Fernmore, el doctor Choake comenzaba a desayunar.

Había terminado los riñones a la parrilla y el jamón asado, y se preguntaba si se serviría un poco del bacalao ahumado antes de que se lo llevaran, con el fin de mantenerlo caliente, para su esposa, que desayunaba más tarde en la cama. Cabalgar a hora tan temprana había despertado su apetito, y al regresar, el doctor Choake había armado un formidable escándalo porque el desayuno no estaba esperándolo. Choake creía que no debía permitirse la pereza y la desidia de los criados.

Los fuertes golpes en la puerta principal apenas se oyeron a causa del rugido del viento.

—Nancy, si es para mí —dijo Choake con gesto agrio, frunciendo el ceño—, no estoy en casa.

—Sí, señor.

Después de olerlo un poco, decidió probar el bacalao, y se sintió irritado porque tenía que servirse él mismo. Una vez que lo hizo, apoyó el estómago contra la mesa, y había tragado la primera porción cuando oyó detrás una tosecilla de disculpa.

—Discúlpeme, señor. El capitán Poldark…

—Dile… —El doctor Choake alzó la vista y por el espejo vio una figura alta y empapada detrás de la inquieta doncella. Ross entró en la habitación. Había perdido el sombrero y el encaje de la manga de su chaqueta estaba desgarrado; cuando se adelantó, el agua formó un reguero sobre la mejor alfombra turca del doctor Choake.

Pero en sus ojos había algo que impidió que Choake prestase atención al agua. Los Poldark habían sido caballeros de Cornwall durante doscientos años, y pese a todos sus aires, Choake provenía de un linaje dudoso.

Se puso de pie.

—Interrumpo su desayuno —dijo Ross.

—Nosotros… este… hum… ¿pasa algo?

—Como recordará —dijo Ross—, comprometí sus servicios con el fin de que atendiese el parto de mi esposa.

—¡Bien! No hay dificultades. Realicé un examen completo. El niño nacerá esta tarde.

—Lo llamé para que estuviese en la casa en su condición de médico, y no para que fuese vendedor ambulante.

Choake palideció. Se volvió hacia Nancy, que miraba asombrada.

—Trae una copa de oporto al capitán Poldark.

Nancy salió rápidamente.

—¿De qué se queja? —Choake realizó un esfuerzo para imponerse a su visitante; ese individuo no tenía dinero, y no era más que un jovencito—. Hemos atendido a su padre, a su tío, a su primo y a la esposa de su primo, y también a su prima Verity.

Nunca tuvieron motivo para dudar de mi tratamiento.

—Lo que ellos hacen no es asunto mío. ¿Dónde está su capa?

—Hombre, no puedo montar con este viento. Mírese usted mismo. Sería imposible ir a caballo.

—Debió pensarlo cuando salió de Nampara.

Se abrió la puerta y apareció Polly Choake, los cabellos sostenidos con alfileres, ataviada con una amplia bata color cereza. Emitió un chillido cuando vio a Ross.

—Oh, capitán Poldark. No tenía idea de que estaba aquí. Realmente, ¡qué mojado está! Dios mío, arriba el viento es terrible. Temo por el techo, Tom, te lo aseguro, y si me cae sobre la cabeza será terrible.

—Lo terrible es que dejes esa puerta abierta —replicó irritado el marido—. Entra o sal, como gustes, pero decídete.

Polly hizo un mohín y entró, miró de costado a Ross y se arregló los cabellos. La puerta se cerró con un fuerte golpe detrás de la mujer.

—Nunca me acostumbro al viento de Cornwall, y este es uno de los peores. Jenkins dice que se cayeron cinco tejas del techo, y me temo que el viento continúe arrancándolas. ¿Cómo está su esposa, capitán Poldark?

Choake se quitó el casquete y se puso la peluca.

—No aguantará el viento —dijo Ross.

—Tom, ¿no pensarás salir? Pero, no podrás montar, y apenas caminar. ¡Y piensa en el peligro de que te caiga encima un árbol!

—El capitán Poldark está nervioso por su esposa —dijo Choake con aire altivo.

—Pero, ¿seguro que es tan urgente? Recuerdo que mi madre decía que yo había tardado cuarenta y ocho horas en llegar.

—En ese caso, su esposo esperará cuarenta y ocho horas —dijo Ross—. Es un capricho que me vino, señora Choake.

El médico se quitó la bata mañanera de pintitas púrpuras, y se puso la levita. Después salió para recoger su maletín y la capa, y casi derribó a Nancy, que venía con el oporto.

El viento los tomó un poco de través. Choake perdió la peluca y el sombrero, pero Ross consiguió recuperar la peluca y se la metió debajo de la chaqueta. Cuando alcanzaron la elevación que estaba cerca de la Wheal Maiden, los dos jadeaban y estaban empapados. Cuando llegaron a los árboles, vieron adelante una figura esbelta cubierta por una capa gris.

—Verity —dijo Ross cuando alcanzó a la joven, que se había apoyado contra un árbol—. No tenías que haber venido.

Ella le dirigió su sonrisa temerosa.

—Ya deberías saber que aquí no puede guardase un secreto. La Betty de la señora Martin vio a Jud y al doctor Choake cuando se dirigían a la mina, y se lo dijo a la esposa de Bartle. —Verity inclinó sobre el árbol su rostro húmedo—. El establo de las vacas se derrumbó, y tenemos a los animales en el barracón de la malta. También cayó el andamio de la mina de Digory, pero creo que nadie está herido. Ross, ¿cómo está Demelza?

—Creo que bastante bien. —Ross tomó del brazo a Verity y ambos echaron a andar detrás de la torpe figura del médico envuelto en la capa. Ross había pensado con frecuencia que si se hubiera permitido que un hombre tuviese una segunda esposa, él habría elegido a su prima, por su bondad y generosidad, y por el efecto tranquilizador que siempre tenía sobre sus nervios. Ya comenzaba a sentirse avergonzado de su cólera. Tom Choake también tenía sus virtudes, y por supuesto conocía mejor su trabajo que la señora Zacky Martin.

Alcanzaron a Choake cuando este trataba de salvar el obstáculo del olmo caído. El viento había desarraigado dos de los manzanos, y Ross se preguntó qué diría Demelza cuando viese los restos de sus canteros de flores.

Cuando los viese…

Apresuró el paso. Parte de su irritación se reavivó al pensar en todas las mujeres que andaban por la casa, y en su amada Demelza, impotente y dolorida. Y en Choake, que antes se había marchado sin decir palabra.

Cuando entraron vieron a Jinny que subía la escalera con una palangana de agua humeante, parte de la cual estaba derramándose sobre el piso, por la prisa que la joven se daba. Jinny ni siquiera los miró.

El doctor Choake estaba tan agotado que entró en la sala, se sentó en la primera silla y trató de recuperar el aliento. Miró hostil a Ross y dijo:

—Le agradeceré que me devuelva la peluca.

Ross sirvió tres copas de brandy. Llevó la primera a Verity, que se había derrumbado en una silla, con sus espesos cabellos negros que contrastaban con los mechones húmedos donde la capucha no había alcanzado a protegerla. La joven sonrió a Ross y dijo:

—Subiré cuando el doctor Choake esté listo. Después, si todo está bien, te prepararé de comer.

Choake bebió el brandy y presentó la copa para que le sirvieran más. Ross, que sabía que el licor mejoraba sus dotes profesionales, accedió al pedido.

—Desayunaremos juntos —dijo Choake, más reconfortado por el pensamiento de la comida—. Subiré a ver cómo están las cosas; después podemos desayunar. ¿Qué pueden ofrecernos?

Verity se puso de pie. La capa cayó sobre la silla y mostró el sencillo vestido gris de algodón, con el ruedo cubierto de lodo y lluvia. Pero su rostro fue lo que llamó la atención de Ross. Tenía la expresión absorta, sorprendida, como si hubiese visto una visión.

—¿Qué es?

—Ross, me pareció oír…

Todos prestaron atención.

—Oh —dijo Ross ásperamente—. Hay niños en la cocina. Niños en la antecocina y, por lo que sé, niños en el guardarropa. De todas las edades y todos los tamaños.

Verity dijo:

—¡Ssssh!

Choake extendió la mano hacia el maletín. Todos sus movimientos eran torpes, y hacía mucho ruido.

—¡No es un niño! —dijo de pronto Verity—. ¡No es un niño crecido!

Volvieron a escuchar.

—Debemos ver a nuestra paciente —dijo Choake, que de pronto se mostró muy incómodo, y aún inquieto—. Podemos desayunar después.

Abrió la puerta. Los otros lo siguieron, pero al pie de la escalara se detuvieron todos.

Prudie estaba al final de la escalera. Aún llevaba puesto el camisón, con un abrigo encima, y su alta figura parecía un saco lleno. Se inclinó para mirarlos, su rostro alargado y rosáceo, protuberante y lustroso.

—¡Lo hicimos! —gritó con su voz profunda—. Es una niña. Tenemos una niña. El bebé más bonito que he visto jamás. Le magullamos un poco la cara, pero está tan sana como un potrillo recién nacido. ¡Oigan como grita!

Después de un momento de silencio, Choake se aclaró ruidosamente la garganta y apoyó el pie en el primer peldaño. Pero Ross lo apartó y subió la escalera.