Llegué a Pitt a las tres en punto, con el coche que alquilara. Era la hora más oscura de la noche. Pero había luces en la casa roja junto al río. La señora Fredericks salió a recibirme, vestida de negro. Su cara adquirió severidad al reconocerme:
—¿Otra vez aquí? ¿Ahora a quién busca? Yo no sabía que esos Hamburg eran gente requerida por la policía.
—No sólo ellos. ¿Estuvo aquí su hijo?
—¿Teo? —sus ojos y su boca trataron de elaborar una respuesta—: Hace años que no viene.
De las tinieblas que había a sus espaldas surgió un susurro áspero.
—No lo crea, señor —apareció su marido apoyándose con una mano contra la pared. Estaba completamente ebrio—. Sería capaz de mentir hasta perder su alma por él.
—Guarda la lengua, viejo.
Un odio ciego cubrió sus pupilas como si fuera una mancha de tinta; yo había visto cómo ocurría lo mismo con su hijo. Se volvió hacia Fredericks y él retrocedió. Su cara porosa y húmeda parecía una sustancia delicuescente. Sus ropas estaban cubiertas de polvo.
—¿Usted lo vio, señor Fredericks?
—No. Y tuvo suerte porque estuve fuera, de lo contrario, le hubiera enseñado una buena lección —su perfil agudo cortó el aire—. Pero ella sí que lo vio.
—¿Dónde está, señora Fredericks?
Su marido respondió por ella:
—Ella me dijo que se habían ido al hotel, él y la chica. Eso, los dos.
Algún sentimiento oscuro, de resentimiento, de culpa, la obligó a decir:
—No tenían por qué ir al hotel. Les ofrecí mi casa. Pero me parece que no es suficiente para gente engreída como ella.
—¿La chica está bien?
—Sí. Pero me preocupa Teo. ¿Para qué vino aquí después de tantos años? No puedo entenderlo.
—Siempre tuvo ideas alocadas —interrumpió Fredericks—. Pero ¿se da cuenta? Está más loco que una cabra. Obsérvelo bien cuando tenga que atraparlo. Habla dulcemente pero es como una víbora entre la hierba.
—¿Dónde queda ese hotel?
—Allá, en la ciudad. El hotel Pitt… no se equivocará. Pero a nosotros no nos meta, ¿eh? El tratará de enredarnos en este lío, pero soy un hombre respetable…
Su mujer gritó:
—Cállate. Yo quiero volverlo a ver aunque a ti no te guste.
Los dejé ocupados con la pelea que parecía ser la ocupación natural de sus vidas durante todas las noches.
El hotel era un edificio de ladrillos rojos de tres pisos de altura. En la ventana de la esquina, en el segundo piso, había una luz encendida. Otra luz iluminaba la recepción. Apreté la campanilla que había sobre el mostrador. Un hombrecillo de mediana edad con una visera en la frente salió bostezando de una habitación a oscuras.
—Llega temprano —comentó.
—Llego tarde. ¿No puedo tomar una habitación?
—Claro que sí. ¿Con baño o sin él?
—Con baño.
—Tres dólares, entonces —abrió el registro con tapa de cuero y me lo empujó sobre el mostrador—. Firme en el renglón.
Firmé. Encima de mi firma había otra: señor y señora Galton, Detroit, Michigan.
—Por lo visto hay otros americanos alojados.
—Sí, una linda pareja, se inscribieron anoche bastante tarde. Creo que están en plena luna de miel, tal vez vayan hacia las Cataratas del Niágara. De todos modos los metí en la cámara nupcial.
—¡Ah!, ¿es la pieza que queda en el segundo piso?
Me miró con severidad:
—¿No se le ocurrirá ir a molestarlos, verdad?
—No, pero podría ir a saludarlos por la mañana.
—Será mejor que los salude bastante tarde —sacó una llave y la puso sobre el mostrador—. Bueno, le doy la pieza doscientos diez que queda en el otro extremo, en el segundo piso. Se la mostraré, si quiere.
—Gracias, yo solo me arreglo.
Subí por la escalera que arrancaba desde el fondo de la conserjería. Sentía pesadas las piernas. Una vez en la habitación saqué la pistola calibre 32 de mi maletín y le inserté un cargador que acababa de comprar. La alfombra que recorría el pasillo estaba casi pelada pero amenguó mis pisadas.
Había luz, todavía, en la pieza de la esquina. Y la luz se colaba por el resquicio. También se oía la pesada respiración de alguien que dormía, era un suspiro largo que se cortaba y volvía a soplar. Probé el tirador, la puerta estaba cerrada con llave.
La voz de Sheila Howell llegó claramente hasta la oscuridad:
—¿Quién es?
Esperé. Volvió a hablar:
—John, despiértate.
—¿Qué pasa? —su voz parecía más cercana que la de la muchacha.
—Alguien quiere entrar en la habitación.
Oí el crujir de los resortes de una cama, sus pisadas desnudas. El tirador de bronce giró.
Abrió la puerta con un tirón y se echó a un lado con los puños preparados para atacar. Me vio y trató de golpearme, pero al ver la pistola quedó rígido. Estaba desnudo hasta la cintura. Sus músculos resaltaban bajo su pálida piel.
—Tranquilo, muchacho. Levante las manos.
—Esa tontería es innecesaria. Baje la pistola.
—Soy yo quien da las órdenes. Apriete las manos y dese la vuelta, vaya despacio al otro lado de la habitación.
Se movió sin ganas, como si fuese una piedra a la que se obliga a andar. Cuando se dio la vuelta vi las blancas cicatrices que cubrían su espalda, cientos de tajitos como marcas cuneiformes que desaparecen.
Sheila estaba parada junto a la cama deshecha. Tenía puesta una camisa de hombre, demasiado grande para ella. La camisa y restos de marcas del lápiz labial le conferían un aspecto disoluto.
—¿Y ustedes dos cuándo tuvieron tiempo de casarse?
—No nos hemos casado. Todavía no —un rubor como fuego avanzó desde su cuello hasta las mejillas—. Pero no es lo que usted piensa. John compartió mi habitación porque yo se lo pedí. Tenía miedo y él durmió a los pies de la cama, allí, ¿ve?
Con las manos en alto él hizo un gesto para hacerla callar:
—No le digas nada. El está de parte de tu padre. Todo lo que digamos lo dirá al revés.
—Teo, no soy yo el mentiroso.
Giró y casi le disparé un tiro:
—No me llame por ese nombre.
—¿Te pertenece, no es cierto?
—Yo me llamo John Galton.
—Vamos, vamos. Tu asociado, Sable, confesó completamente todo ayer por la tarde.
—Sable no es mi asociado. Nunca lo ha sido.
—Sable cuenta una historia distinta y la cuenta muy bien. No creas que te está encubriendo, porque él habrá de convertirse en el testigo más importante de toda esta conspiración, ya que además se le acusa de asesinato.
—¿Quiere decir que Sable mató a Culligan?
—¿Ya lo sabías, no es cierto? Tú sabías todo mientras nosotros perdíamos las semanas siguiendo pistas equivocadas.
—Por favor, usted no comprende la situación. John sospechó del señor Sable, eso es cierto, pero no podía ir a contarle sus sospechas a la policía. El mismo estaba en condiciones similares. ¿Señor Archer, no podrá dejar de apuntarnos con esa pistola? ¿Por qué no deja que John le explique todo?
Su fe ciega en el muchacho me enervó:
—No se llama John. El es Teo Fredericks, es un muchacho de esta ciudad y que la abandonó hace algunos años después de apuñalar a su padre.
—Ese Fredericks no es su padre.
—Su madre dice que sí, ella me dio su palabra.
—Está mintiendo —exclamó el muchacho.
—Todos mienten acerca de ti, ¿no es eso? Sable dice que lo tuyo es una ficción y debe tener razones para decirlo.
—Yo le dejé pensar así. Pero el hecho es éste: cuando Sable me vio por primera vez yo no sabía quién era yo. Me metí en un trato que me ofreció, en parte porque quería averiguar mi origen.
—¿Y el dinero nada tenía que ver con eso?
—Hay algo más que dinero en la herencia de una persona. Por encima de todo quería estar seguro de mi identidad.
—¿Y ahora estás seguro?
—Sí. Yo soy el hijo de Anthony Galton.
—¿Y cuándo fue que te sorprendió esta fantástica revelación?
—Usted no quiere que le responda en serio pero lo haré, de todos modos. Me fui dando cuenta poco a poco. Creo que todo empezó cuando Gabe Lindsay vio algo en mí que yo no supe advertir. Luego el doctor Dineen me reconoció como el hijo de mi padre. Y cuando mi abuela me aceptó, yo me fui convenciendo de que tenía que ser cierto. Pero eso no lo confirmé hasta hace unos pocos días. Sheila me creyó: le he contado todo, toda mi vida y ella me creyó.
La miró, un poco tímidamente. Ella le tomó la mano. Yo me sentí como un intruso en la habitación. Tal vez él notó este cambio en el balance moral porque siguió hablando con voz profunda, más tranquila:
—Hoy ya sé mucho más. Yo sospeché la verdad sobre mi identidad, o parte de ella, desde los días en que era un chiquillo. Nelson Fredericks nunca me trató como si fuera su hijo. Acostumbraba castigarme con un cinturón con hebilla. Nunca me dijo una palabra amable. El sabía que no podía ser mi padre.
—Muchos chicos sienten lo mismo con respecto a sus padres verdaderos.
Sheila se le aproximó con un tierno movimiento protector, apretando su mano, inconscientemente, contra su seno:
—Por favor, deje que le cuente su historia. Yo sé que parece rara, pero no es más que la vida misma. John le está diciendo la honesta verdad o, por lo menos, lo que sabe de ella.
—Suponiendo que lo fuera, ¿cuánto sabe de la verdad? Mucha gente sostiene ideas fantásticas sobre sí misma y sobre sus destinos.
Esperé que volviese a sublevarse. Me sorprendió cuando dijo:
—Ya lo sé y yo temía por eso, precisamente: creía que todo era una locura mía. Cuando chico yo estaba medio obsesionado por eso. Imaginaba que era el príncipe que estaba encerrado en la casa pobre y todo lo demás. Mi madre me estimulaba esas ideas. Me solía vestir con trajes de terciopelo y afirmaba que yo era distinto de los otros chicos.
»Aun antes de todo eso, mucho antes, ella solía contarme un cuento. Era joven en aquel entonces. Recuerdo su cara fina, sus cabellos que no eran grises. Entonces yo no era nada más que una criatura y pensaba en todo eso como en un cuento de hadas. Ahora me doy cuenta de que todo eso se refería a mí. Ella quería que yo supiera la verdad, pero tenía miedo de decírmelo abiertamente.
»Decía que yo era el hijo de un rey y que nosotros antes vivíamos en un palacio en el sol. Pero el joven rey murió y el hombre nos secuestró llevándonos a las cavernas de hielo donde nada era bello. Con todo eso ella lograba una especie de rima. Luego me mostraba un anillo de oro con una piedrecita roja que el rey le dejara como recuerdo.
Me miró interrogativamente, su mirada fue extraña. Nuestros ojos se encontraron por primera vez. Pensé en la realidad que se había gestado entre nosotros.
—¿Un rubí? —le dije.
—Debió serlo. Ayer hablé con una mujer llamada Matheson en la ciudad de Redwood. Usted la conoce, ella le contó todo, ¿no es cierto? Pero eso le dio sentido a muchas de las cosas que seguían intrigándome y me confirmó lo que Culligan me dijera alguna vez. Me contó que mi padrastro era un ex convicto llamado Fred Nelson. Había sacado a mi madre de un lugar… la Posada del Caballo Rojo y la había convertido en su… amante. Pero ella se casó con mi padre cuando Nelson fue encarcelado. Pero éste se escapó y los encontró y asesinó a mi padre —su voz casi había dejado de oírse.
—¿Cuándo le dijo Culligan todo esto?
—El mismo día en que nos escapamos. El se había peleado con Fredericks por el recibo de su alquiler. Yo los escuché desde la escalera que lleva al sótano. Siempre estaban peleándose. Fredericks era mayor que Culligan pero le dio una buena paliza, peor que de costumbre y lo dejó tendido en la cocina, inconsciente. Eché un poco de agua en el rostro de Culligan y lo reanimé. Fue entonces cuando me dijo que Fredericks había matado a mi padre. Saqué una cuchilla de carnicero que había en un cajón y la escondí arriba, en mi habitación. Cuando Fredericks trató de encerrarme, le metí una puñalada en el estómago.
»Creí que lo había matado. Después leí en un diario que no había ocurrido tal cosa, pero yo ya había pasado la frontera. Crucé por el túnel de Detroit metido en un camión vacío debajo de unas bolsas. La policía fronteriza no me encontró, pero pescó a Culligan. No lo volví a ver hasta el invierno pasado. Entonces dijo que me había estado mintiendo. Agregó que Fredericks nada tenía que ver con la muerte de mi padre, que me había dicho todo eso simplemente porque quería, por mi medio, deshacerse de él.
»¿Se da cuenta, ahora, por qué me decidí a colaborar con Culligan en todo este lío? Yo no sabía cuál de todas esas historias era la verdadera, ni siquiera si habría parte de verdad en alguna de ellas. Hasta sospechaba de Culligan, temiendo que él hubiese asesinado a mi padre. ¿De qué otra forma podría estar enterado de ese asesinato?
—El estuvo metido en eso —le dije—. Por ello cambió su relato cuando quiso utilizarte. Y por esa misma razón no quiso admitir ante los demás, incluso ante Sable, que sabía quién eras tú.
—¿Cómo tuvo que ver con el crimen?
¿Cómo no tuvo que ver?, pensé. Su vida se desarrollaba junto al caso como un trozo de cuerda sucia. El había condenado al hacha a Anthony Galton y al asesino de Anthony Galton a morir acuchillado. Había obligado a una mujer enferma a dilapidar su dinero, luego le había vendido a su marido un sueño disparatado de riquezas ilimitadas. Y todo esto lo llevó hasta el día irónico en que sus casi realidades se transformaron en una sólida realidad y Gordon Sable lo mató para preservar una mentira.
—No comprendo —dijo John—. ¿Qué tuvo que ver Culligan con la muerte de mi padre?
—Aparentemente él fue quien lo destinó a la muerte. ¿Hablaste con tu madre sobre las circunstancias del crimen? Ella fue, probablemente, testigo.
—Fue más que eso —sus palabras se estrangularon en su garganta.
Sheila lo miró con ansiedad:
—John —le dijo—. ¿Johnny?
El no respondió. Su mirada era intensa e introspectiva:
—Anoche mismo ella me estaba mintiendo, tratando de convencerme de que yo era hijo de Fredericks, que nunca había tenido otro padre. Pero ella ya me robó la mitad de la vida. ¿No quedará nunca satisfecha?
—¿Has visto a Fredericks?
—Fredericks se fue, ella no supo decirme dónde. Pero lo encontraré.
—No puede estar muy lejos. Estaba en su casa hace una hora.
—¡Maldito sea! ¿Por qué no me lo dijo?
—Lo acabo de hacer. Y me pregunto si no cometí un error.
John entendió mis palabras. No hablamos hasta que estuvimos a unas manzanas de la casa de su madre. Luego giró en su asiento y me dijo, por encima de Sheila:
—No se preocupe por mí. Ya hubo bastante muerte y violencia. Yo no quiero más sangre.
En la ribera, los techos de las casas empujaban sus ángulos oscuros contra un cielo que comenzaba a aclarar. Miré al muchacho cuando salió del coche. Su rostro estaba atormentado, pálido, parecía un condenado. Sheila le apretó el brazo, refrenando su marcha abrupta.
Llamé a la puerta del frente. Pasado un minuto angustioso abrieron. La señora Fredericks nos espió:
—¿Sí? ¿Qué quieren ahora?
John me empujó a un lado y le espetó en el umbral:
—¿Dónde está?
—Se fue.
—Mentirosa. Me has mentido durante toda la vida —su voz se quebró y luego prosiguió pero con una nota distinta, más alta—. Tú sabías que él mató a mi padre, tal vez tú misma lo ayudaste. Yo sé que tú lo ayudaste a encubrir ese hecho. Tú te fuiste del país con él, cambiaste tu apellido cuando él lo hizo.
—Yo no niego tal cosa —repuso.
Su cuerpo se retorció con un espasmo e insultó a su madre. A pesar de su promesa, ya estaba al borde de la violencia. Apoyé pesadamente una mano sobre su hombro:
—No seas duro con tu madre. Hasta la ley admite una mitigación cuando una mujer ha sido dominada o asustada por un hombre.
—Pero éste no es el caso. Ella quiere seguir protegiéndolo.
—¿Yo? —dijo la mujer—. ¿Protegerlo de qué?
—Del castigo por su crimen.
Meneó la cabeza con solemnidad:
—Hijo, es tarde para eso. Fredericks ya recibió su castigo. Dijo que prefería que lo enterrasen antes de meterlo entre rejas. Fredericks se ahorcó y yo no he tratado de disuadirlo.
Lo encontraron en la habitación del segundo piso. Se hallaba recostado sobre una vieja cama de bronce. A la cabecera de la cama estaba atado un trozo de cable eléctrico que le daba varias vueltas al cuello, su mano derecha apretaba el extremo del cable. No cabían dudas de que él había sido su ejecutor.
—Saque a Sheila de aquí —le dije a John.
Ella se paró junto a él:
—Yo estoy bien. No tengo miedo.
La señora Fredericks llegó al vano de la puerta jadeando pesadamente. Miró a su hijo y levantó la cabeza:
—Así termina todo. Le dije que serían él o tú lo que habría de ocurrir. Yo no podía seguir mintiendo por él y permitir que te arrestaran por su culpa.
El la conminó, seguía siendo el acusador:
—¿Por qué has mentido durante tanto tiempo? ¿Por qué te quedaste con él después que mató a mi padre?
—Tú no tienes derecho a juzgarme por eso. Me casé con él para salvarte la vida. Yo vi cómo le cortaba la cabeza con un hacha a tu papá, cómo se la llenaba de piedras y la tiraba en el mar. Me dijo que si alguna vez contaba eso a alguien, te mataría a ti también. Tú sólo eras una criatura, pero eso no lo hubiera contenido. Levantó el hacha ensangrentada sobre tu cama y me obligó a jurarle que mantendría cerrada la boca por toda mi vida. Y eso fue lo que hice.
—¿Tuviste que pasar el resto de tu vida junto a él?
—No tuve más remedio —dijo—. Durante dieciséis años yo me interpuse entre él y tú. Cuando te fuiste me dejaste sola con él. Yo no tenía a nadie más en mi vida que a él. ¿Sabes, hijo, lo que es una vida sin nadie?
El trató de hablar, de levantar la voz, pero el monstruo del pasado lo dejó inmóvil.
—Lo único que yo quise durante toda mi vida —agregó— fue un marido, una familia y un lugar que pudiese decir que era mío.
Sheila se sintió conmovida y se le aproximó:
—Usted nos tiene a nosotros.
—Ah, no. Ustedes no me quieren en su vida. Seamos honestos. Cuanto menos me vean será mejor para ustedes. Ha corrido mucha agua bajo el puente. Y yo no te culpo porque me odies.
—Yo no te odio —dijo John—. Lo siento por ti, madre. Y lo siento por lo que he dicho.
—¿Tú y quién más lo siente? —le dijo con brusquedad—. ¿Tú y quién más?
Le pasó un brazo sobre los hombros, torpemente, tratando de consolarla. Pero ella estaba más allá de todo consuelo, quizá más allá del dolor. Lo que ella sentía estaba oculto por su carne. La seda grosera y negra que cubría su busto se arqueaba sobre su pecho como si fuera una armadura.
—No te preocupes por mí. Ocúpate de tu chica. Cuídala bien.
Afuera, en algún lado, un ave dejó escapar unas notas y luego se quedó en silencio, avergonzada. Fui hasta la ventana. El río era una faja blanca. Los árboles y los edificios que lo bordeaban estaban recobrando sus colores naturales, sus dimensiones. Se encendió una luz en una de las casas vecinas. Como respondiendo a esta señal humana, el pájaro volvió a trinar.
Sheila dijo:
—Escucha.
John torció la cabeza para escuchar. Hasta el muerto parecía estar atento.
FIN