30

Gordon Sable los vio alejarse y pareció aliviarse. La inquietud que brillaba en sus ojos había desaparecido. Todo había terminado para él.

—No lo hubiera hecho —explicó—, si hubiera sabido lo que ahora sé. Existen factores que yo no contemplé… uno de ellos es el cambio en los hombres, por ejemplo. Uno cree que podrá dominar todo, que podrá hacerlo durante mucho tiempo. Pero la fuerza se agota cuando le acosan distintas tensiones. Unos días, o unas semanas y todo parece distinto y es como si nada mereciera que uno luchase en su defensa. Todo se desinfla —produjo un ruido explosivo y sibilante con sus labios—: Todo se va al mismo diablo. Y aquí estamos.

—¿Por qué lo mató?

—Usted la oyó —Sable cambió de posición como preparándose para un cambio en su historia—. Culligan la pescó el año pasado en Reno. Ella quiso divorciarse pero terminó en una orgía de juego mientras Culligan la estimulaba. No tengo dudas de que él recibía su comisión por el dinero que ella perdía. Y perdió mucho, todo el dinero que pude conseguir. Cuando se terminó y su crédito quedó exhausto él la dejó compartir su apartamento durante un tiempo. Tuve que ir allá y rogarle que volviese a casa conmigo. Pero ella no quiso. Tuve que pagarle a él para que la dejase marchar.

No dudé una palabra de todo lo que me estaba diciendo. Nadie sería capaz de inventar una historia así en su contra. Era Sable quien no parecía creer en sus palabras. Caían pesadamente desde su boca como un informe aprendido de memoria, una narración de algo que él no comprendía, de algo ocurrido a alguna persona de otro país.

—Ya no volví a ser el mismo después de eso. Nosotros no volvimos a ser los mismos. Vivimos en esta casa, que construí para ella, como si hubiera una separación de cristal. Nos veíamos, pero no podíamos hablarnos. Teníamos que fingir nuestros sentimientos como si fuéramos payasos o monos que están en jaulas separadas. Los gestos de Alicia se hicieron cada vez más curiosos. Creo que lo mismo pasó con los míos. Las cosas que hacíamos fueron cada vez más desagradables. Ella se tiraba al suelo y se golpeaba la cara con el puño hasta que le quedaba amoratada, llena de lastimaduras. Y yo me reía de ella y la insultaba.

»Eso nos hacíamos mutuamente —dijo—. Creo que, en cierta manera, nos alegramos cuando Culligan llegó el invierno pasado. Habían sido desenterrados los huesos de Anthony Galton y Culligan se había enterado de ello por los diarios. El sabía a quién pertenecían esos restos y vino a mí con la información.

—¿Por qué lo escogió a usted, precisamente?

—Buena pregunta. Muchas veces yo también me la he formulado. Alicia le había dicho que yo era el abogado de los Galton, naturalmente. Y allí debió estar la fuente de su interés por ella. Sabía que sus pérdidas en el juego me habían dejado en un aprieto financiero. Y él necesitaba una ayuda muy experta para llevar a cabo su plan. No era lo suficientemente hábil como para poder ejecutarlo solo, sí lo suficiente como para darse cuenta de que yo era infinitamente más hábil que él.

«Y él conocía otras cosas tuyas», pensé. «Eras un hombre insensible a quien se podía doblar y quebrar.»

—¿Otto Schwartz tuvo algo que ver con el trato?

—¿Otto Schwartz? No, no estaba metido en esto —Sable pareció ofenderse con esas palabras—. Su única relación con nosotros se debía al hecho de que Alicia le debía sesenta mil dólares. Schwartz había estado apurando su pago y, por fin, llegó a amenazarnos a ambos con una paliza. Yo tenía que conseguir dinero de algún modo. Estaba desesperado. No sabía qué hacer.

—Basta de drama, Sable. Usted no se metió en esta conspiración porque se le ocurrió en medio de un paseo. Usted estuvo trabajando en todo esto durante varios meses.

—No lo niego. Había mucho trabajo. Al principio no encontré muy prometedor el proyecto de Culligan. Pero él ya lo había estado madurando desde el día en que se encontrara con el hijo de los Fredericks en el Canadá, cinco o seis años atrás. El había conocido a Anthony Galton en la Bahía de la Luna y le asombró el parecido del muchacho. Hasta se lo trajo a los Estados Unidos con la esperanza de valerse de ese parecido en cualquier momento. Pero se metió en líos con la policía y perdió el rastro del chico. Creía que si yo le facilitaba algo de dinero podría volver a encontrarlo.

»Y Culligan lo encontró, como usted sabe, cuando iba al colegio de Ann Arbor. Yo fui allá en el mes de febrero y lo vi actuando en una de las piezas teatrales que representaban los estudiantes. Era un buen actor y de él emanaba un aire agradable de sinceridad. Cuando hablé con él decidí que si alguien podría llevar a cabo la cosa, esa persona sería él. Me presenté como un productor de Hollywood que estaba interesado por su talento. Una vez que lo enganchamos con ese pretexto y después que me sacó un poco de dinero no nos fue difícil hablar de lo otro.

»Naturalmente, le preparé una historia. Tuve que pensarla considerablemente. El problema más difícil fue el de conducir la investigación de su pasado a un callejón sin salida. Me inspiré en el Orfanato de Crystal Springs, pero tuve noción de que el éxito de esta impostura estaría nada más que en sus manos. Si él lo lograba, tendría derecho a la parte del león. Yo era modesto en mis demandas: él me dio, simplemente, una opción para comprar una parte de sus yacimientos petrolíferos.

Lo contemplé y me pregunté cómo un hombre con la capacidad de Sable pudo haber terminado así. Algo le había destruido, en su mente, el pensamiento creador. Quizá fuera su mismo orgullo por sus planes perfectos, orgullo que parecía subsistir.

—Hablan del crimen del siglo —continuó—. Este iba a ser el más fabuloso de todos: una empresa por miles de millones de dólares en la cual nadie resultaría dañado. El muchacho se dejaría descubrir y los hechos hablarían por sí mismos.

—¿Los hechos? —le pregunté inmediatamente.

—Los hechos aparentes, si prefiere. Yo no soy un filósofo. Nosotros, los abogados, no tratamos con las últimas realidades. Trabajamos con apariencias. En este caso hubo poco que manipular con los hechos: no hubo falsificación de documentos. Es cierto, el chico tuvo que decir una o dos mentiras sobre su infancia y sus padres. Pero ¿qué importan una o dos mentiras? La señora Galton se alegró por ellas como si él fuese su verdadero nieto. Y si ella decidía dejarle su dinero, eso sería cosa suya.

—¿Ella redactó ya su nuevo testamento?

—Creo que sí. Pero en él yo no participé. Le dije que tendría que conseguir otro abogado.

—¿Y eso no era un riesgo?

—No, para quien conozca a Mary Galton como yo. Sus reacciones son siempre tan contradictorias que se puede contar con ellas. Conseguí que redactara un nuevo testamento diciéndole que no lo hiciera. La interesé en la búsqueda de Tony insistiendo en que sería infructuosa. La persuadí para que lo contratase oponiéndome a la idea de recurrir a un detective.

—¿Por qué yo?

—Schwartz me estaba punzando y yo tenía que echar a rodar la bola. No podía arriesgarme a ser yo quien encontrase al muchacho. Y si alguien tenía que hacerlo por mí, esta persona debería ser alguien en la que yo pudiese confiar. También pensé que, si llegábamos a engañarlo a usted, podríamos engañar a cualquiera. Y si nosotros hubiéramos llegado a fracasar con usted, pensé que usted sería más… ¿digamos, flexible?

—Mejor digamos: ¿venal?

Sable pestañeó, al oír la palabra. Las palabras lo afectaban más que los hechos que designaban.

Se abrió una puerta en el extremo del corredor y Alicia Sable y el doctor Howell se nos acercaron. Ella se apoyaba en el brazo del médico. Aparecía vestida, recién peinada y su rostro estaba libre de afeites. Llevaba un maletín con la mano libre.

—Sable acaba de confesarlo todo —le dije a Howell—. Llame a la oficina del sheriff, por favor.

—Ya lo hice. Estarán aquí dentro de un instante. Llevaré a la señora Sable adonde la puedan cuidar como es debido —y agregó, un poco más bajo—: Espero que esto sea un punto decisivo para su vida.

—Yo también —dijo Sable—. Lo digo de veras.

Howell no respondió. Sable agregó otras palabras:

—Adiós, Alicia. Tú sabes que te quiero de veras.

Su cuello se puso rígido pero no lo miró. Se alejó, inclinada sobre Howell. Sus cabellos peinados brillaban como si fueran de oro en medio del sol. De imitación de oro. Sentí remordimientos por Sable: él había sido incapaz de sostenerla. En el espacio estrecho que había entre su debilidad y las necesidades de ella, Culligan había cavado una zanja profunda y toda la estructura se había derrumbado.

Sable era un hombre muy sutil y debió notar el cambio de mi expresión:

—Me sorprende, Lew. No creí que podría afligirlo de esa manera. La gente dice que usted es capaz de detener el viento para que no se enfríe la oveja trasquilada.

—Pero las puñaladas que usted le aplicó a Culligan no tienen parecido con las actitudes de las ovejas.

—Tenía que matarlo. Usted no parece haberlo comprendido.

—¿Debido a su mujer?

—Mi mujer fue sólo el principio. Siguió molestándome. No estaba satisfecho con compartir mi mujer y mi casa. Estaba hambriento, siempre quería algo más. Por fin me di cuenta de que quería todo para sí. Todo —su voz temblaba indignada—. Después de mi contribución, trataba de dejarme fuera.

—¿Y cómo podría hacerlo?

—Por medio del muchacho. El lo tenía atado por alguna causa, nunca llegué a conocerles. Ninguno de los dos me lo quiso decir. Pero Culligan afirmaba que era suficiente para arruinar todo mi plan. También era su plan, naturalmente, pero era tan irresponsable que estaba dispuesto a destruirlo todo si las cosas no se hacían como él quería.

—Y entonces usted lo mató.

—La oportunidad surgió sola, yo la aproveché. No fue premeditado.

—Pero ningún jurado se lo habrá de creer después de todo lo que le hizo a su esposa. Parece más premeditado que el diablo. Usted esperó una oportunidad para matar a un hombre indefenso y luego le echó la culpa a una mujer enferma.

—Fue culpa de ella —agregó con frialdad—. Ella quería creer que lo había matado. Ya estaba casi convencida cuando hablamos. Ella se sentía culpable por el enredo que tuviera con Culligan tiempo atrás. Yo hice lo que hubiera hecho cualquier hombre en esas circunstancias. Ella me había visto cuando lo apuñalé. Tenía que hacer algo para purgar ese recuerdo de su memoria.

—¿Y en las largas visitas que usted le hacía, eso era lo que se proponía: insinuarle su culpabilidad?

Golpeó la pared con la palma de la mano.

—¿Pero no ve que ha sido la causante de todo esto? Fue quien hizo que él se metiera en nuestra vida. Ella debía purgar por esa culpa. ¿Por qué tenía que ser yo quien sufriera y nadie más?

—No tenía por qué hacerlo. Pero dejemos eso. Dígame cómo haré para encontrar al chico Fredericks.

Me miró por el rabillo de sus ojos:

—Quiero un quid pro quo[4] —la frase legal pareció estimularlo. Sus palabras fueron apurando el «tempo» hasta que se convirtieron en un parloteo—: En realidad, él tendría que cargar con las culpas de la mayor parte de todo este lío. Y si con eso se aclara algo de todo esto, estoy dispuesto a mostrar algunas pruebas. Alicia no puede testimoniar en mi contra. Usted ni siquiera sabe si todo lo que ella dijo es verdad. ¿Cómo sabe que su historia es cierta? Tal vez yo esté encubriéndola —su voz subía cada vez más alto, como si en ella simbolizase su última esperanza.

—¿Y usted cómo sabe que está vivo, Sable? Quiero a su cómplice. Estaba en San Mateo esta misma mañana. ¿Hacia dónde va?

—No tengo la menor idea.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—Yo no sé por qué tengo que cooperar con usted si usted no lo quiere hacer conmigo.

Yo seguía sosteniendo el rifle descargado. Le di vuelta y lo levanté como si fuera un garrote. Estaba tan enojado que hubiera sido capaz de usarlo.

—Por esto, por esto va a tener que cooperar.

Echó atrás su cabeza y se la golpeó contra la pared.

—Usted no puede forzarme a hablar. Eso no es legal.

—Termine con esas burbujas, Sable. ¿Anoche estuvo aquí Fredericks?

—Sí. Quiso que le canjeara un cheque. Le di todo el dinero en efectivo que tenía en casa. Creo que llegaba a unos doscientos dólares.

—¿Para qué los quería?

—No me lo dijo. En realidad no tenía mucho sentido todo lo que dijo. Hablaba como si la tensión soportada hubiera sido excesiva.

—¿Qué dijo?

—No puedo repetirlo oralmente. Yo estaba muy alterado. El me efectuó una serie de preguntas, que yo no podía contestar, sobre Anthony Galton y lo que le había sucedido. La impostura debió haberle llegado al seso porque parecía completamente convencido de que era el hijo de Galton.

—¿Sheila Howell estaba con él?

—Sí, estaba presente y ya sé lo que usted quiere decir. Me parece que él estaba hablando para que ella lo supiera todo. Y si fue así, creo que llegó a convencerla completamente. Pero, como le dije, me pareció que preguntaba todo eso para saberlo, porque le interesaba. Parecía estar muy excitado y me llegó a amenazar para que le dijera quién había matado a Galton. No supe qué decirle. Por fin pensé en esa mujer que vivía en la ciudad de Redwood… la que fuera nurse en la casa de Tony Galton.

—¿La señora Matheson?

—Sí. Algo tenía que decirle. Tenía que sacármelo de encima.

Un coche de patrulla subió la cuesta y se detuvo frente a la casa. Salieron Conger y otro policía. Sable habría de pasar un mal rato para librarse de ambos.