Sable debió habernos oído llegar porque parecía haber estado esperando nuestra llamada a la puerta. Abrió de inmediato. Sus ojos irritados comenzaron a lagrimear al ver la luz del día, y estornudó.
—¿Dónde está su mujer? —le preguntó Howell.
—En su propia habitación, donde siempre debió estar. Había tanto ruido y confusión en el sanatorio que…
—Quiero verla.
—No, doctor. Tengo entendido que estuvo formulándole preguntas sobre el infortunado crimen que ocurrió en nuestro solar. Y eso la ha perturbado. Usted mismo me dijo que no había que forzarla a hablar de ese hecho.
—Ella misma sacó el tema a relucir. Y exijo poder hablar con ella.
—¿Exige, doctor? ¿Y cómo? Tal vez convenga que le aclare que he dado por terminados sus servicios desde este mismo momento. Voy a conseguir otros especialistas para encontrar un lugar donde Alicia pueda descansar en paz.
La frase despertó ecos susurrantes que fueron interrumpidos por Howell:
—Los médicos no se consiguen, Sable, ni tampoco se echan.
—Pues bien, sus exigencias carecen de legalidad. Le voy a sugerir que se consiga algún abogado si piensa invadir mi casa —la voz de Sable evidenciaba su autocontrol, pero sonaba fría, inexpresiva.
—Yo tengo un deber para con mi paciente. Y usted no tiene derecho a privarla de la asistencia que le brindaba el sanatorio.
—¿Y de sus interrogatorios, quizá? Déjeme recordarle algo, por si no lo tiene presente, que todo lo que Alicia le dijo es un secreto. Lo empleé a usted y a los demás en mi calidad de abogado de mi mujer para que me ayudasen a determinar ciertos hechos. ¿Está claro? Si usted comunica esos hechos a cualquiera, oficial o no oficial, le entablaré juicio criminal acusándole de calumnias.
—Usted habla demasiado —interrumpí—, usted no piensa entablar ningún juicio.
—¿Ah, no, eh? Usted se encuentra en la misma posición que el doctor Howell. Lo contraté para que realizase cierta investigación y le ordené que me comunicase los resultados oralmente. Cualquier otro tipo de comunicación significa una escisión de contrato. Trate de hacerlo y le juro que le anularé su patente.
No sé si él tenía legalmente razón. No me importó. Cuando quiso cerrar la puerta metí el pie por el vano.
—Vamos a entrar, Sable.
—Creo que no —manifestó con voz extraña.
Se estiró por detrás de la puerta, retrocedió un paso y nos amenazó con un arma. Era un rifle pesado, largo, destinado a la caza de ciervos. Tenía una mira telescópica. Lo levantó deliberadamente.
Sable puso el dedo en el gatillo. Estaba dispuesto a matarme.
—Baje ese rifle —dijo Howell.
Pasó delante de mí por el portal y ocupó mi lugar en la línea de fuego.
—Bájelo, Gordon. Usted no es el mismo, está trastornado, está terriblemente afligido por Alicia. Pero nosotros somos sus amigos. También somos amigos de Alicia. Queremos ayudarlos a los dos.
—No tengo amigos —dijo Sable—. Yo sé por qué están aquí, por qué quieren hablar con Alicia. Y no lo voy a permitir.
—No sea tonto, Gordon. Usted solo no puede cuidar a una mujer enferma. Yo sé que a usted no le preocupa su seguridad personal, pero debe considerar la seguridad misma de Alicia. Necesita que la cuiden, Gordon. Así que baje el arma, déjeme hablar con ella.
—Vuélvase. Voy a disparar.
La voz de Sable era casi un grito histérico. Su mujer debió haberlo oído. Desde el interior de la casa gritó:
—¡No!
Sable pestañeó contra la luz. Parecía un sonámbulo que se despierta al borde de un precipicio. Detrás de él surgieron los gritos de su mujer remarcados por golpes sonoros y crujidos de vidrios que se rompían.
Atrapado por dos presiones irreconciliables, Sable quiso girar para atender esos ruidos. El rifle se desplazó a un costado siguiendo su movimiento. Pasé junto a Howell y agarré con una mano el rifle, y con la otra el nudo de la corbata de Sable. Los aparté. Hombre y rifle se separaron.
Sable se golpeó contra la pared y casi se cayó. Respiraba con dificultad. Sus cabellos ocultaban sus ojos. Tenía un cierto parecido con una vieja que espía por los intersticios de una manta deshilachada y blanquecina.
Abrí el cargador del rifle. Mientras sacaba las balas, unos pies descalzos se acercaron por el patio cubierto. Alicia Sable apareció en el extremo del corredor. Sus cabellos claros estaban alborotados, su bata torcida envolvía su cuerpo esbelto. La sangre corría por uno de sus pies desnudos, proveniente de una herida que tenía en una pierna.
—Me he hecho daño con la ventana —explicó con un hilillo de voz—. Me corté con los vidrios.
—¿Necesitabas romperla? —Sable quiso realizar un movimiento abrupto dirigiéndose hacia ella, pero nos recordó y su voz bajó de volumen—: Querida, vuelve a tu habitación. No tienes que pasearte casi desnuda delante de las visitas.
—El doctor Howell no es una visita. ¿Usted ha venido a curarme donde yo me he lastimado, no es cierto?
Medio indecisa, se acercó al doctor. El fue a su encuentro con las manos extendidas.
—Claro que sí. Volvamos a su habitación y la curaré.
—Pero es que yo no quiero volver ahí. Odio ese lugar, me deprime. Pete subía allí para ir a visitarme.
—¡Silencio! —gritó Sable.
Ella se escondió detrás de la puerta arrebujando su cuerpo, como si quisiera comparar su desliz con la irresponsabilidad de una criatura. Protegida por el hombro de Howell, desde allí espió a su marido.
—Silencio, es todo lo que me dices. Silencio, cállate la boca. Pero ¿para qué, Gordon? Todo el mundo sabe lo de Pete y yo. El doctor Howell lo sabe. Yo se lo he contado todo y muy claramente —su mano subió hasta su pecho y jugueteó con los capullos de rosa que había bordados en su bata. Su mirada llegó pesadamente hasta mí—. Ese hombre también lo sabe, lo veo en su rostro.
—Señora Sable, ¿usted lo mató?
—No contestes —dijo Sable.
—Yo quiero confesar. ¿No es cierto que después me sentiré mejor? —su sonrisa era brillante pero agónica, se desvaneció, quedando en su cara una expresión curiosa, sus dientes estaban al desnudo—. Lo maté. El tipo que estaba en el coche negro lo golpeó y yo salí y lo apuñalé.
Su mano descendió de su pecho y asió un cuchillo imaginario. Su marido la miró con aspecto de jugador de póquer.
—¿Por qué lo hizo? —le pregunté.
—No sé. Tal vez porque estaba cansada de él. Y ha llegado el momento de mi castigo. Lo he matado y merezco morir.
Sus trágicas palabras poseían un dejo de irrealidad.
—Merezco morir —replicó—, ¿no es cierto, Gordon?
—A mí no me metas.
—Pero tú me has dicho…
—Yo no te he dicho nada.
—Mientes, Gordon —le reprochó. Se advertía un acento malicioso en su voz—. Tú me has dicho que después de mis crímenes merecía morir. Y tenías razón. Me gasté el dinero jugando y me fui con otro hombre y para colmo me he convertido en una asesina.
Sable apeló a Howell:
—¿No podemos terminar con esto? Mi esposa está enferma, esto le afecta. Es inconcebible que usted permita que la interroguen. Este hombre ni siquiera es policía…
—Asumo la responsabilidad de lo que estoy haciendo —declaré—. Señora Sable, ¿recuerda haber apuñalado usted a Pete Culligan?
—En realidad no lo recuerdo, pero debo haberlo matado.
—¿Por qué debe haberlo matado si no lo recuerda?
—Porque Gordon me vio.
—Gordon no estaba aquí —le dije—. Estaba en la casa de la señora Galton cuando usted telefoneó.
—Pero vino. Vino en seguida. Pete siguió bastante tiempo tirado sobre el césped. Hacía un ruido curioso, como si estuviera roncando. Le desabotoné el cuello de la camisa para ayudarlo a respirar.
—¿Recuerda todo esto, pero no recuerda haberlo acuchillado?
—Esa parte la debo haber olvidado. Siempre me olvido de las cosas, pregúntele a Gordon.
—Pero yo se lo pregunto a usted, señora Sable.
—Déjeme pensar. Ya me acuerdo…, metí mi mano por debajo de su camisa para saber si le latía el corazón. Y allí estaba: golpeando, saltando. Parecía un animal que quería escaparse. Los pelos de su pecho eran duros, raspaban.
—¿Y usted qué hizo? —agregué.
—Yo…, nada. Me senté un rato y lo miré, contemplé su pobre cara golpeada. Le pasé los brazos a su alrededor y traté de despertarlo. Pero siguió roncando. Y todavía roncaba cuando llegó Gordon. Gordon estaba furioso porque me vio que lo abrazaba de esa forma. Yo entré corriendo a la casa. Pero lo miré desde la ventana.
De pronto su rostro iluminado:
—Yo no lo maté. Yo no estaba afuera. Ha sido Gordon y los vi desde la ventana. Tomó el cuchillo de Pete y se lo metió en el estómago —su mano apretada repitió su movimiento hacia arriba, golpeando su suave abdomen—. La sangre saltó y corrió roja por todo el césped. Todo era rojo y verde.
Sable adelantó la cabeza. El resto de su cuerpo, hasta sus brazos y manos, permanecieron pegados a la pared.
—Ustedes no le pueden creer. Esa es otra alucinación.
Su esposa no parecía oírlo. Quizá estaba resonando en una frecuencia más alta, cantando al sentir que en su mente había entrado la salvación.
—Yo no lo he matado.
—Bueno, basta, basta —Howell acarició la cabeza que tenía apoyada contra el hombro.
Había lágrimas en los ojos de la mujer.
—Esta es la verdad, ¿no es cierto? —le pregunté.
—Debe ser. Estoy seguro —replicó el médico—. Esas autoacusaciones eran simples fantasías, después de todo. Esta narración es mucho más inverosímil. Diría que ella ha dado un largo rodeo para llegar a la realidad.
—Ella está más loca que nunca —exclamó Sable—. Y si piensan que podrán usarla contra mí, están más locos que ella. No se olviden que yo soy abogado…
—¿Eso es lo que es usted…, un abogado? —Howell le dio la espalda y habló con la mujer—: Vamos, Alicia, vendaremos esa herida y usted se vestirá. Luego daremos un paseo y regresaremos al bonito lugar donde había otras señoras.
—No es un lugar bonito —protestó. Howell sonrió.
—Así tiene que ser la cosa. Siga diciendo lo que piensa en realidad y lo que sabe y la podremos sacar de allí para siempre. Pero por ahora no, ¿eh?
—Por ahora no.
Llevándola del brazo, Howell estiró la mano hacia Sable:
—Déme la llave de la habitación de su mujer. Ya no la necesitará.
Sable extrajo una llave de bronce, que Howell aceptó sin decir una palabra. El doctor se fue con Alicia Sable por el corredor hasta el patio cubierto.