El centro de comunicaciones del edificio era una habitación sin ventanas que había en la planta baja. El doctor Howell estaba cabizbajo, frente al teletipo. Levantó la cabeza con brusquedad cuando le hablé.
—Por fin vino. Mientras recorría todo el país con mi dinero, ella se fue con él. ¿Se da cuenta de lo que eso significa?
Su voz había subido de tono y ya no tenía control. Los dos policías que operaban se miraron entre sí. Uno de ellos anunció:
—Si los dos caballeros quieren hablar en privado, será mejor que lo hagan en otro sitio, no aquí.
—Salgamos —le dije a Howell—; de nada sirve que usted permanezca aquí. Ya los pescarán, tarde o temprano, no se aflija.
Se sentó quedando en un silencio inconmovible. Quería apartarlo del teletipo antes de que lo sacudiera el mensaje proveniente de San Mateo. Se iría corriendo a la zona de la Bahía y yo lo necesitaba en Santa Teresa.
—Doctor, ¿Alicia Sable sigue bajo su cuidado?
Me miró interrogativamente.
—Sí.
—¿Continúa internada?
—Sí, hoy tendría que sacarla de allí —se pasó las yemas de los dedos por la frente—. Temo que he estado descuidando a mis pacientes.
—Vayamos allí ahora mismo.
—¿Para qué diablos?
—La señora Sable puede cooperar a cerrar este caso y quizás a encontrar a su hija.
Se levantó y quedó indeciso al mirar al teletipo. La fuga de Sheila le había robado sus fuerzas. Lo tomé por el codo y lo arrastré hasta el corredor. Una vez que empezó a andar se me adelantó por las escalinatas hasta llegar al mediodía blanco y estival.
Su «Chevrolet» estaba en el aparcamiento municipal. Cuando puso en marcha el motor me dirigió la palabra:
—¿Cómo puede ayudarnos, la señora Sable, para encontrar a Sheila?
—No estoy seguro, pero ella tuvo que ver con Culligan, el posible cómplice del chico Fredericks en esta conspiración. Ella puede saber más que nadie sobre Teo Fredericks.
—Pero ella nunca me dijo una palabra.
—¿Estuvo hablando con usted de todo este caso?
Tras una vacilación, me advirtió:
—Como yo no practico psiquiatría no estimulé una discusión de esos temas. Sin embargo, se habló de eso. Y fue inevitable, ya que constituye un hecho que se compagina con su estado mental.
—¿No podría ser más específico?
—Prefiero no serlo. Usted conoce la ética de mi profesión. La relación médico-paciente es sagrada.
—Como la vida humana. No olvide que se asesinó a una persona. Y poseemos cierta evidencia que nos prueba que la señora Sable conocía a Culligan desde tiempo atrás, antes de que él viniese a Santa Teresa. Ella fue incluso testigo de su asesinato. Todo lo que pudiera decir tiene que ser muy significativo.
—Sí, pero ello no será así si el recuerdo de ese hecho está obstruido por ilusiones.
—¿Por qué? ¿Ella ha sufrido alguna alucinación al respecto?
—En efecto. Su narración no coincide con el verdadero desarrollo de los acontecimientos, tal como nosotros lo conocemos. Ya me ocupé de eso con Trask y no quedan dudas de que un truhán llamado Lemberg apuñaló a la víctima.
—Pues ahora existen dudas muy serias —le dije—. El sheriff acaba de tomar declaración al mismo Lemberg. Un jugador de Reno lo mandó aquí para que fuese a reclamar cierta suma que le debía Alicia Sable. Tal vez sólo quería asustarla. Pero Culligan se interpuso en el camino. Lemberg lo derribó, fue baleado y lo dejó, inconsciente, tendido en el césped. Asegura que las puñaladas fueron asestadas por alguien que apareció después de su pelea.
El rostro de Howell experimentó un súbito cambio. Sus ojos se endurecieron, brillaron con interés.
—Pero Trask afirmó que la culpabilidad de Lemberg era innegable.
—Trask estaba equivocado. Todos lo estuvimos.
—¿Y usted, honestamente, afirma que Alicia estuvo diciendo la verdad durante todo el tiempo?
—No sé qué estuvo diciendo, doctor. Usted sí.
—Es que Trenchard y los demás psiquiatras estaban convencidos de que sus autoacusaciones eran fantasías. Y llegaron a convencerme.
—¿Y ella de qué se acusa? ¿Del asesinato de Culligan?
Howell se apoyó en el volante, permaneciendo en silencio durante un minuto. Por un momento se había sentido conmovido y mostrado completamente abierto. Pero su personalidad volvió a encerrarse.
—Usted no tiene derecho a interrogarme sobre las intimidades de uno de mis pacientes.
—Pues bien, doctor, creo que tendré que hacerlo, de todos modos. Si Alicia Sable mató a Culligan no habrá forma de encubrirla. Y me sorprende que usted quiera hacerlo. Usted, no sólo está quebrantando la ley, sino violando la ética que acaba de mencionar.
—Yo soy el juez de mi propia ética —contestó con voz tensa.
Allí se quedó con su problema sin solución. Su mirada escrutaba su interior. En la frente surgieron unas gotitas de sudor. Percibí algo de la simpatía que él sentiría por su paciente. Hasta había olvidado a su hija.
—¿Ella le confesó el crimen, doctor? Pausadamente, sus ojos me recordaron:
—¿Qué acaba de decir?
—¿La señora Sable confesó el asesinato de Culligan?
—Le voy a rogar que no vuelva a preguntarme nada más.
Bruscamente soltó el freno de mano. Me mantuve callado mientras nos dirigimos al sanatorio, esperando que mi paciencia me hiciera acreedor a una entrevista con Alicia Sable en persona.
Una enfermera de cabellos grises abrió la puerta del frente y sonrió con agrado al ver al doctor Howell.
—Buenos días, doctor. Llegamos tarde esta mañana.
—Hoy tendré que omitir mis consultas habituales. Quisiera ver a la señora Sable.
—Lo siento, doctor, ya se fue.
—¿Adónde se fue, por Dios?
—Se la llevó el señor Sable a su casa esta misma mañana, ¿no lo sabía? Dijo que usted se lo había autorizado.
—Yo no lo autoricé. Y usted no puede permitir que se retiren los pacientes si no cuenta con una orden expresa de algún médico. ¿O todavía no lo comprendió, enfermera?
Antes de que ella pudiera responder, Howell giró sobre sus talones y regresó al coche. Tuve que correr para alcanzarlo.
—¡Ese hombre está loco! —gritó, dominando el rugido del motor—. No se le puede permitir que juegue así con la seguridad de su mujer. Ella es peligrosa para cualquier persona y aun para sí misma.
Mientras íbamos yendo le pregunté:
—Doctor: ¿ella fue peligrosa para Culligan?
Su respuesta fue un suspiro que surgió de lo más profundo de su ser. Los suburbios de Santa Teresa cedieron paso al campo abierto. Las colinas del Parque del Arroyo se levantaron ante nosotros. Con sus ojos fijos en las colinas, Howell exclamó:
—Esta pobre mujer me dijo que lo había matado. Y yo no tuve el suficiente sentido común como para creerla. No sé por qué su historia no lograba convencerme. Yo creía que eran fantasías que encubrían la verdad del hecho.
—¿Y por eso no permitió que Trask la interrogara?
—Sí. Dado el estado actual de las leyes un doctor tiene que velar por los derechos de sus pacientes, especialmente por los de los semipsicóticos. No podemos acudir ante la policía por cada historia que sus mentes imaginen. Pero en este caso —agregó—, creo que me equivoqué.
—Pero no está seguro.
—Yo ya no estoy seguro de nada. —¿Qué fue, exactamente, lo que ella le dijo?
—Oyó ruidos de una pelea, dos hombres estaban disputando e insultándose. Se disparó una pistola. Ella se sintió aterrorizada, lógicamente, pero bajó hasta la puerta del frente. Culligan yacía en el prado. El otro hombre se alejaba rumbo al «Jaguar». Cuando éste desapareció, ella fue hacia Culligan. Quiso atenderle, me dijo, pero vio su cuchillo tirado en el suelo, lo cogió y… lo usó.
Habíamos llegado al pie de la colina de los Sable. Howell hizo crujir su coche mientras subía la pendiente. Las cubiertas se estremecieron y chirriaron como almas en pena.