27

Sostuve una conferencia con el sheriff Trask. Estuvo de acuerdo en enviar telegráficamente la autorización para transportar a los hermanos Lemberg. Me la entregaron en Willon Run y los tres subimos a una avioneta. Trask nos estaba esperando con un coche oficial en cuanto el avión aterrizó en Santa Teresa.

Antes del mediodía estábamos en la salita para interrogatorios de la corte de justicia de Santa Teresa. Roy y Tommy hicieron sus declaraciones, que fueron registradas por un escribiente de la corte, y en cinta magnetofónica. Tommy pareció estar amedrentado por la gigantesca habitación, por las ventanas enrejadas, por el silencioso poderío del sheriff, por el peso de la ley que él y el edificio representaban. No hubo discrepancias en su declaración con lo que me dijera.

Trask me llevó afuera antes de que Tommy terminase su declaración. Lo seguí por el corredor hasta su oficina.

—Si llegamos a admitir todo esto —dijo, finalmente—, volveremos a estar como al comienzo. ¿Usted cree en todo eso, Archer?

—He tomado una decisión en este caso. Naturalmente, creo que habría que realizar ciertas investigaciones. Pero tal vez eso pueda esperar. ¿Usted interrogó a Theodor Fredericks con respecto a la muerte de Culligan?

—No.

—¿Ha declarado algo Fredericks hasta este momento?

—No.

—Pero usted lo arrestó anoche mismo.

La cara de Trask se enrojeció. Al principio creí que estaría al borde de un ataque. Luego me di cuenta que estaba completamente azorado.

—Alguien lo denunció —me dijo—. Pero se escapó cinco minutos antes de que nosotros llegásemos a su casa —volvió a mirarme—. Lo peor de todo es que se llevó a Sheila Howell.

—¿Por la fuerza?

—¿Lo dice en serio? Ella misma debió ser quien lo denunció. Pero yo cometí el error de telefonear al doctor Howell antes de dedicarme a esa ratita. De cualquier forma, ella se fue voluntariamente con él… salió de la casa de su padre y se encontró con el muchacho en medio de la noche. Howell ha estado encima de mí desde ese mismo momento.

—Howell quiere mucho a su hija.

—Sí, ya sé cómo lo siente; yo también tengo una hija. Por un momento pensé que Howell saldría a buscarla con una carabina tal como se lo digo. Howell es un buen cazador, tal vez uno de los mejores que hay en el país. Pero conseguí calmarlo. Está en la sala de comunicaciones, esperando recibir alguna noticia de ella.

—¿Se fueron en coche?

—En el que le compró la señora Galton.

—Un «Thunderbird» rojo debe ser muy fácil de localizar.

—Eso es lo que usted cree. Pero ya llevan ocho horas sin dejar rastro. Quizá estén en México en estos momentos. O podrían hallarse en algún hotel en Los Ángeles escudados tras algunos de sus diversos apodos —Trask se estremeció al pensar en: ¿cuántas chicas bonitas se meten con los tipos más peligrosos?

No era una pregunta para ser respondida, por mi parte tampoco hubiera podido hacerlo.

Trask se sentó pesadamente en su sillón.

—¿Hasta qué punto será él peligroso? Bueno, ya hablamos anoche por teléfono sobre ese tema. Usted dijo que apuñaló a su padre en el Canadá.

—Apuñaló a su padre. Por lo visto quiso matarlo. Pero el viejo no es un santo que digamos. La pensión de los Fredericks es un verdadero nido de ladrones. Pete Culligan estaba allí en el momento en que ocurrió ese hecho. El muchacho escapó, luego, con él.

Trask cogió un lápiz, lo partió y sin darse cuenta arrojó los trozos en el canasto.

—¿Y cómo haremos para saber que el hijo de los Fredericks no mató a Culligan? Tenía un motivo: Culligan podía descubrir su impostura y confesar al mundo entero quién era él. O podría ser acusado de ofensa criminal, ya que ostenta una similar en su pasado.

—Yo también estuve pensando en todo eso, sheriff. Incluso existen casi pruebas de que ese Culligan era su socio en la conspiración. Eso hubiera constituido una excelente causa para querer silenciar a Culligan. Nosotros estuvimos suponiendo que Fredericks estuvo en la Bahía de la Luna en ese momento. Pero ¿se ha podido confirmar su coartada?

—No hay mejor tiempo que el presente.

Trask levantó el auricular de su teléfono, encargó a la telefonista que lo pusiera en comunicación con la oficina del sheriff del condado de San Mateo en la ciudad de Redfood.

—Se me ocurre otra posibilidad —le dije—: Alicia Sable estuvo enredada con Culligan durante el año pasado, cuando permaneció en Reno. Quizá siguiera estando con él. Recuerdo cómo reaccionó ante su muerte. Nosotros admitimos que se trató de un choque emotivo, pero pudo haber sido otra cosa.

—¿Sugiere que ella pudo matarlo?

—Como hipótesis.

Trask meneó la cabeza con impaciencia.

—Aunque se propusiera tal teoría como una hipótesis, creo que sería muy difícil admitirla, tratándose de una mujer como ella.

—¿Qué clase de mujer es? ¿Usted la conoce?

—Me la presentaron, eso es todo. Pero, caray, Gordon Sable es uno de los principales abogados de la ciudad.

—Eso nada quiere decir con respecto a su mujer. ¿No la interrogó?

—No —y Trask me empezó a explicar sus pasos como si temiera haber olvidado algún movimiento vital—. No he podido hablar con ella. Sable se opuso y los estrujacerebros lo apoyaron. Dijeron que no convendría interrogarla sobre temas penosos. Ha estado al borde de la psicosis desde el asesinato y cualquier presión podría obligarla a saltar la valla.

—¿Howell es su médico personal?

—Lo es. En realidad traté de llegar a ella por medio de Howell. Y él se opuso firmemente y como ya me pareció haber llegado a un punto muerto, no volví a insistir.

—Howell podría cambiar de opinión. ¿Me dijo que está en esta corte de justicia?

—Sí, está en comunicaciones. Pero espere un momento, Archer —Trask se levantó y dio la vuelta al escritorio—. Este es un asunto muy delicado, y usted no puede apoyarse demasiado en la historia de los dos hermanos Lemberg. Ellos no fueron testigos desinteresados.

—Pero tampoco conocían lo suficiente del caso como para inventar esa historia.

—Sí, pero ¿qué me dice de Schwartz y de sus abogados?

—¿Volvemos a Schwartz?

—Usted fue el primero que lo mencionó. Usted estaba convencido de que el asesinato de Culligan era cosa de una banda.

—Estaba equivocado.

—Tal vez. Bueno, dejemos que los hechos lo decidan. Pero si usted se equivocó podría volver a hacerlo —Trask me golpeó, amistosamente, la boca del estómago—. ¿Qué opina, Archer?

Sonó su teléfono y él lo atendió. No pude distinguir las confusas palabras que llegaban a su oído, pero advertí su efecto en el rostro del sheriff. Su cuerpo se puso rígido y su cara pareció alargarse.

—Iré en mi Aero Squadro —repuso—, quizá llegue dentro de dos horas. Pero no se queden esperándome —colgó el auricular con un golpe y tomó la chaqueta que colgaba del respaldo de su sillón.

—Encontraron el «Thunderbird» rojo —exclamó—. Fredericks lo abandonó en las inmediaciones de San Mateo. Estaban a punto de pasar la noticia por teletipo cuando recibieron mi llamada telefónica.

—¿En qué parte de San Mateo?

—Estacionado en el aparcamiento de la estación. Fredericks y la chica deben haber tomado el tren que los lleva a San Francisco.

—¿Usted se va en avión?

—Sí, he tenido un piloto voluntario esperándome durante toda la mañana. Venga con nosotros, si gusta. Es un «Beechcraft» de cuatro plazas.

—Gracias, ya estoy un poco cansado de volar. Se olvidó de preguntarles por la coartada de Fredericks.

—Me olvidé —replicó Trask con suavidad—. Pero me ocuparé de Fredericks personalmente.