La ciudad de Pitt estaba a oscuras a pesar de las luces callejeras. Yendo por la calle que me describiera Ada Reichler pude ver cómo el río se desperezaba entre las casas.
En el segundo piso de la vieja casa roja, una luz macilenta recortaba una ventana. Los extremos de la baranda crujieron bajo mi peso.
Se encendió una luz encima de mí. Un viejo me espió, torciendo su cabecita grisácea.
—¿Qué quiere? —su voz era un susurro áspero.
—Quisiera hablar con la encargada, con la señora Fredericks.
—Yo soy el señor Fredericks. ¿Quiere alquilar una habitación? Yo también le puedo alquilar una.
—¿Alquilan por la noche?
—Seguro. Tengo una bonita habitación aquí en el frente. Le costará… veamos —se frotó la pelusa de su mejilla produciendo un sonido desagradable. Sus ojos estúpidos trataron de mostrarse astutos—. ¿Dos dólares?
—Antes me gustaría verla.
—Como quiera. Pero trate de no hacer ruido, ¿eh? La vieja…, la señora Fredericks está acostada.
Lo seguí escaleras arriba. Se desplazaba silenciosamente y al llegar al descanso se volvió e hizo señas con el dedo para que me callase.
Desde la parte trasera de la casa nos llegó una voz de mujer:
—¿Por dónde estás arrastrándote?
—No quiero despertar a los pensionistas —le replicó con un susurro.
—Todavía no han llegado los pensionistas, y bien que lo sabes. ¿Hay alguien contigo?
—No, sólo yo y mi sombra.
Me lanzó una sonrisa entre sus dientes amarillentos, como si esperase que fuera a festejar su broma.
—Ven a la cama, entonces —le gritó.
—Dentro de un minuto.
Se fue de puntillas hasta el frente del hall, me hizo pasar por una puerta abierta y luego la cerró cuidadosamente. Durante un instante permanecimos en silencio como si fuésemos conspiradores.
Se estiró para encender la luz. Un escritorio, un lavabo con palangana y jarra y una cama que conservaba la impresión de numerosos cuerpos. Los muebles me recordaron la pieza donde John Brown pasara sus días en la Bahía de la Luna.
¿John Brown? John Nadie.
Miré la cara del viejo. Era muy difícil imaginar qué broma le habrían jugado sus genes para haber producido un hijo así. Y si Fredericks alguna vez pudo ser guapo, el tiempo se había encargado de destruir hasta el recuerdo de esos años. Su cara parecía cuero peludo pegado sobre unos huesos desnudos y sostenida en ese lugar por la presencia de sus ojos, que parecían negras cabezas de alfileres.
—¿Le parece bien la habitación? —me preguntó, con inquietud.
Miré el empapelado floreado. Unas enredaderas desteñidas trepaban por unas verjas parduscas hasta el cielo raso pintado a la aguada.
—Voy a dejar entrar un poco de aire fresco —abrió una ventana y retrocedió hasta su habitación—. Si me paga por adelantado y en efectivo le dejo la habitación en un dólar con cincuenta.
No pensaba perderme allí la noche, pero le entregué el dinero. Su mano tembló al tomarlo.
—No tengo cambio.
—Guárdeselo. Señor Fredericks, usted tiene un hijo.
—¿Y qué hay si tengo un hijo?
—Un chico llamado Theodor.
—No es un chico. Ya debe estar muy crecido.
—¿Cuánto hace que no lo ve?
—Ni sé. Cuatro o cinco años, qué sé yo. Se escapó cuando tenía dieciséis años. No sé si estará bien decir esto de un hijo, pero así nos deshicimos de una molestia.
—¿Por qué lo dice?
—Porque es cierto. ¿Usted conoció a Teo?
—Más o menos.
—¿Otra vez anda en líos? ¿Por eso vino usted aquí?
Antes de que pudiese responder la puerta se abrió violentamente. Una mujer recia, aunque menuda, vestida con su bata de franela pasó a mi lado y se enfrentó con Frederick:
—¿Qué te crees? ¿Alquilando una habitación a mis espaldas?
—No, no.
Pero el dinero seguía en su mano. Trató de esconderlo en el puño, pero ella quiso tomarlo.
—Dame eso.
Apretó el puño contra su pecho de tabla.
—El dinero es tan mío como tuyo.
—No, señor. Yo trabajo hasta quebrarme los huesos para que podamos respirar. ¿Y qué es lo que tú haces? Te bebes todo más rápido de lo que yo tardo en ganar el dinero.
—Hace una semana que no echo un trago.
—Anoche estuviste bebiendo vino con los muchachos de la habitación de abajo.
—Pero ese vino era gratis —replicó, virtuosamente—. Y nadie te ha llamado para que me hables así delante de un desconocido.
—Perdone, señor. No es culpa de usted, pero él no puede tener dinero encima —y agregó, aunque innecesariamente—: Bebe.
Cuando sus ojos se apartaron de él, Frederick trató de colarse por la puerta. Ella le interceptó el paso. Se debatió débilmente. Los brazos de la mujer eran gruesos como jamones. Le abrió el puño y se metió los arrugados billetes en el seno. El vio cómo se le escapaba el dinero; allí se perdía la llave del cielo.
—Dame cincuenta centavos, nada más.
Por cincuenta centavos no te vas a arruinar.
—Ni un centavo falso —exclamó—. Si crees que voy a ayudarte para que vuelvas a tener delirium tremens estás muy equivocado.
—No, lo que quiero es beber un trago, solamente.
—Sí, y después otro y otro. Hasta que sientas que las ratas trepan por tus ropas y yo tenga que volver a cuidarte.
—Hay ratas y ratas. Y la mujer que es incapaz de darle a su fiel esposo cuatro cuartos para que se tranquilice el estómago es una rata de la peor especie.
—Retira esas palabras.
—Está bien, las retiro. Pero iré a beber, no te preocupes. Tengo buenos amigos en esta ciudad, ellos saben lo que valgo.
—Claro que sí. Le dan de beber a los que tienen las tripas podridas como tú en la otra orilla del río y después cruzan para cobrarme el dinero. Esta noche que no se te ocurra poner un pie fuera de casa.
—Tú no vas a darme órdenes, a tratarme como a un miserable. No es culpa mía si no puedo trabajar porque tengo un agujero en la barriga. No es culpa mía si no puedo dormir hasta que no tomo un trago a fin de calmar el dolor.
—Fuera —le dijo—. Vete a dormir, viejo. El se alejó arrastrando sus tirantes. La gorda me miró.
—Tengo que pedirle disculpas por mi marido. No volvió a ser el mismo desde el día del accidente.
—¿Qué le pasó?
—Se lastimó —su respuesta parecía deliberadamente vaga. Bajo unas capas de grasa, su rostro aún conservaba los rasgos de la inteligencia de su hijo. Ella cambió de tema:
—Vi que pagó con dinero americano. ¿Usted es de los Estados Unidos?
—Acabo de venir desde Detroit.
—¿Vive en Detroit? Yo nunca estuve allá, pero me han dicho que es un lugar interesante.
—Quizá. Pero no fue más que un punto de paso en mi viaje desde California.
—¿Y por qué se vino desde California?
—Porque un hombre llamado Pete Culligan fue apuñalado hace algunas semanas en ese lugar. Culligan fue apuñalado y muerto.
—¿Lo mataron?
Asentí. Su cabeza se movió al unísono con la mía.
—¿Usted lo conoció, no es cierto, señora Fredericks?
—Hace algunos años vivió aquí. Ocupaba esta misma habitación.
—¿Qué estaba haciendo en el Canadá?
—No me lo pregunte. Yo no pregunto a mis pensionistas de dónde sacan el dinero. Pero él se pasaba la mayor parte del tiempo sentado aquí, estudiando los pronósticos para las carreras —me miró inquisitivamente—. ¿Usted es de la policía?
—Trabajo con la policía. ¿Está segura de que no sabe por qué vino Culligan hasta aquí?
—Tal vez éste era un lugar como cualquier otro. Era un solitario que andaba a la deriva…, ya vinieron muchos como él a esta casa. En su época debió recorrer casi todo el país —miró las sombras que había en el cielo raso. La lámpara estaba quieta, las sombras eran concéntricas extendiéndose como ondas en un lago—. Dígame, señor, ¿quién lo mató?
—Un matón jovencito.
—¿Mi hijo? ¿Mi hijo lo mató? ¿Por eso vino hasta aquí?
—Creo que su hijo está implicado.
—Lo sabía —se estremecieron sus mejillas—. Antes de irse para el colegio, el día anterior, le robó un cuchillo al padre. Creo que hubiera sido capaz de matarlo, además. Y ahora es un asesino —apretó sus manos rollizas contra su pecho, se refregó los puños como si estuviera enjabonándose—. ¿No sufrí bastante en mi vida? Tuve que dar a luz un criminal…
—Bueno, tanto como eso no, señora Fredericks. Lo que él hizo fue cometer un fraude. Dudo que haya cometido ese crimen —en el preciso instante en que le dije eso me pregunté si John habría estado cerca de Culligan, si tendría una buena coartada para ese día—. ¿Tiene una foto de su hijo, señora?
—Tengo una de él cuando estaba en el colegio. Pero se escapó antes de terminar.
—¿Podría ver la foto, señora Fredericks? Todavía existe la posibilidad de que estemos hablando de dos personas distintas.
Pero esta esperanza se desvaneció pronto. El muchacho de la foto que trajo era el mismo, cinco o seis años más joven.
Devolví a la señora Fredericks su fotografía.
—Teo era un muchacho guapo —manifestó—. Le iba tan bien en el colegio y en todo… hasta que se le metieron esas ideas.
—¿Qué clase de ideas?
—Locuras. Decía que era el hijo de un lord inglés y que los gitanos lo habían raptado cuando era un bebé. Cuando era chiquillo decía que se llamaba Percival Fitzroy, como el de aquel libro. El siempre fue así… creía que era mucho mejor que su familia.
—Sigue soñando —le dije—. Ahora mismo dice que es el nieto de una mujer muy rica en el sur de California. ¿Usted no sabe nada de eso?
—No tuve noticias de él. ¿Cómo podría estar enterada de esas cosas?
—Aparentemente fue Culligan quien lo metió en eso. Tengo entendido que cuando él se escapó de aquí, lo hizo con Culligan.
—Sí. Ese sucio bribón le dijo tantas cosas que consiguió enemistarlo con su propio padre.
—¿Y usted dice que apuñaló a su padre?
—Ese mismo día —sus ojos se agrandaron—. Lo apuñaló con una cuchilla de carnicero, hiriéndolo profundamente. Fredericks tuvo que permanecer acostado durante varias semanas. Hasta ahora no ha podido recuperarse totalmente. Yo jamás hubiera pensado que mi propio hijo haría una cosa así.
—¿Por qué fue la pelea, señora Fredericks?
—Brutalidad, terquedad —respondió—. Quería irse de Casa y vivir su propia vida. Ese Culligan fue quien lo estimuló. Decía que deseaba el bienestar de Teo y ya sé en qué está usted pensando: que Teo hizo bien en alejarse de esta casa y de su padre, que no es más que un borracho, y de los pensionistas que yo albergo. Pero hay que morder el pastel para probarlo. Mire lo que le pasó a Teo.
—Lo he visto, señora Fredericks.
—Yo sabía que estaba destinado a un mal fin —comentó—. Ni siquiera mostró buenos sentimientos. Nunca me escribió una carta desde que se fue. ¿Y dónde estuvo durante todos estos años?
—Fue al colegio.
—¿Al colegio? ¿Fue al colegio?
—Su hijo es muy ambicioso.
—Sí, siempre tuvo una ambición, si eso es lo que usted quiere decir. ¿Y eso es lo que aprendió en el colegio: a engañar a la gente?
—Eso lo aprendió en otro lado.
Tal vez en esta misma habitación, pensé, donde Culligan dejaba volar sus fantasías y realizó una apuesta a largo plazo fundándose en un parecido lejano con un muerto. La apuesta llevaba la impronta de Culligan.
La mujer se movió, sintiéndose ofendida por mi sutil acusación:
—Yo no diré que fuimos buenos padres. El quería más de lo que podíamos darle. Fue como si siempre hubiera estado soñando con algo grande.
Su rostro se conmovió como si tratase de describir la verdad y la forma de sus sentimientos. Echó sus brazos hacia atrás y contempló su cuerpo deforme. Senos abultados, un vientre distendido. Sobre su cabeza los insectos giraban en órbitas excéntricas alrededor de la lamparilla eléctrica exponiéndose a una muerte cálida.
Trató de encontrar alguna esperanza en la situación:
—Por lo menos no mató a nadie, ¿no es así?
—Tiene razón.
—¿Quién fue el que apuñaló a Culligan? Dijo que era un matón jovencito.
—Se llamaba Tommy Lemberg. Tommy y su hermano Roy deben estar ocultos en Ontario…
—¿Hamburg, dijo?
—Tal vez usen ese apellido. ¿Los conoce a Roy y Tommy?
—Podría ser. Han estado ocupando la habitación de atrás de la planta baja durante las dos últimas semanas. Me dijeron que se llamaban Hamburg. ¿Cómo iba yo a saber que se estaban escondiendo?