Dediqué dos días a la averiguación personal de ciertas cosas en Ann Arbor. Allí me presenté como un investigador que representaba a una firma que poseía contratos con agencias de otros países. Lo que dijera John sobre su vida en el colegio superior coincidió en todos sus detalles. Pero establecí un hecho interesante: se había inscrito en el colegio superior bajo el nombre de John Lindsay cinco años y medio antes, precisamente el 9 de enero. Pete Culligan había sido arrestado en Detroit, a unos sesenta kilómetros, el día 7 de enero del mismo año. Por lo visto sólo había necesitado dos días para buscarse un nuevo protector: Gabriel Lindsay.
Hablé con amigos de Lindsay, la mayor parte eran profesores del colegio. Recordaban a John como a un chico agradable, aunque, como uno de ellos me dijo, había sido «un hueso demasiado duro de roer». Tenían entendido que Lindsay lo había recogido de la calle.
Gabriel. Lindsay siempre había ayudado a los muchachos con problemas. Era un anciano que había perdido a su hijo en la guerra y a su mujer poco después de la guerra. Murió en el hospital de la Universidad en febrero del año anterior.
Su médico recordaba la constante asistencia que John le brindaba junto al lecho. El duplicado de su testamento, que obraba en los archivos de la corte de justicia del condado de Washtenaw, legaba dos mil dólares a «mi casi hijo adoptivo, conocido con el nombre de John Lindsay, para que pueda proseguir con su educación». No había otras consideraciones en ese testamento. Quizá eso indicaba que ese dinero debió haber sido todo el que tuvo.
John se graduó en la Universidad en el mes de julio como bachiller con honores. Su consejero en la oficina del decano me informó que había sido un estudiante sin problemas manifiestos. Pero no había sido popular, parecía no haber tenido amigos íntimos. Por otra parte, había actuado intensamente en las representaciones teatrales y había alcanzado un éxito moderado como actor cuando cursó su año superior.
Su domicilio, cuando su graduación, había sido una pensión en la calle Catalina, cerca del Colegio de Graduados. La portera era la señora Haskell. Tal vez ella pudiera ayudarme.
La señora Haskell vivía en el primer piso de una casona de mal gusto con tres plantas. Al ver los paquetes de correspondencia que había sobre la mesa al otro lado de la puerta deduje que el resto de la casa debía estar ocupado por pensionistas. Me llevó por un pasillo con piso de parquet lustroso y llegamos a una salita en penumbras.
Por algún lado, encima de nuestras cabezas, tecleaba una máquina perforando el silencio. Una tonada sureña cimbreó en la voz de la señora Haskell como un acorde en una mandolina:
—Siéntese y dígame cómo está John. ¿Y qué tal se encuentra en su posición? —la señor Haskell apretó, con entusiasmo, sus manos contra el delantal floreado. Los rizos de su frente se mecieron como campanillas mudas.
—Todavía no empezó a trabajar con nosotros, señora Haskell. Pero el propósito de mi investigación es el de comprobar su vida para poderle asignar una misión confidencial.
—¿Eso quiere decir que lo otro fracasó?
—¿Qué otro?
—La interpretación. Tal vez no lo sepa, pero John Lindsay es un buen actor. Uno de los de más talento que haya albergado en mi casa. Jamás me perdí sus intervenciones en Lidia Mendelsshon. El invierno pasado estuvo muy bien en Hobson’s Choice.
—La creo, la creo. ¿Y dijo que recibió ofrecimientos para actuar?
—No hablé de ofrecimientos en plural, sino de una proposición excelente. Un gran productor le ofreció un contrato personal y prepararlo para el profesionalismo. Según las últimas noticias que tuve, John había aceptado. Pero tal vez haya cambiado de opinión si va a trabajar con ustedes. Buscará mayor seguridad económica.
—Me interesa lo que me dijo sobre su capacidad como actor —le dije—. Queremos que nuestros empleados sean gente capaz. ¿No recuerda el apellido del productor?
—No, nunca lo supe.
—¿No sabe de dónde vino?
—Tampoco lo sé. John era muy reservado en sus cosas privadas. Ni siquiera me dejó su dirección cuando se marchó en el mes de junio. Lo único que sé de él es lo que me dijo la señorita Reichler después que él se fue.
—¿La señorita Reichler?
—Su amiga. No quiero decir que fuera su novia. Tal vez ella pensase así, pero él jamás. Yo le advertí que no se enredara con una joven rica como ella, que no anduviese corriendo en sus «Cadillac» y sus convertibles. Mis muchachos vienen y se van, pero siempre trato de cuidarlos para que no tropiecen en la vida. La señorita Reichler era mucho mayor que John —sus labios formularon su nombre con algo de codicia maternal. El acorde de mandolina se acentuó.
—Me parece que es el joven que necesitamos. Socialmente ágil, atractivo para las mujeres.
—Ah, eso sí. No digo que anduviera loco por las chicas. No hacía caso de las chicas a menos que ellas le llamasen la atención. Ada Reichler prácticamente vino a golpear su puerta. Ella venía en su «Cadillac» cada segundo o tercer día de la semana. Su padre era un industrial poderoso de Detroit. Tiene algo que ver con automóviles.
—Bien —le dije—. Una conexión comercial de alto nivel.
—No cuente mucho con eso. La señorita Reichler quedó muy amargada cuando John se fue sin decirle adiós siquiera. Eso la deprimió. Traté de explicarle que un joven que se inicia en el mundo no puede llevar demasiados equipajes. Entonces ella se enfureció conmigo por unas razones que no llego a comprender. Se metió en su coche dando un portazo y apretó el acelerador hasta convertirlo en una papilla.
—¿Fueron amigos durante mucho tiempo?
—Mientras estuvo conmigo, creo que un año. Parece que ella tenía buenas cualidades porque si no él no hubiera seguido con ella tanto tiempo. Es muy bonita, si es que le gustan las de ese tipo escurridizo…
—¿No sabe su domicilio? Me gustaría hablar con ella.
—Pero ella tal vez le cuente un montón de mentiras. ¿Conoce aquello de: «El infierno no conoció furia mayor que la de una mujer despechada»?
—Por supuesto, yo ya lo tengo en cuenta.
—Bueno, se lo advertí. John es un joven encantador y su gente tendrá suerte si consigue que trabaje con ustedes. El padre de la muchacha se llamaba… Ben, creo que… Sí, Ben Reichler. Viven junto al río.
Conduje el coche por una serie de vericuetos a través de un área boscosa. Por fin encontré el buzón de los Reichler. Su camino se deslizaba bordeado por una doble fila de arces y llegaba hasta una casa baja de ladrillos y techo de tejas. A lo lejos se la veía pequeña, pero al acercarse recibí una impresión de solidez. Empecé a comprender cómo John pudo efectuar el salto desde la casa de la señora Gorgeo hasta la mansión de los Galton. Recibió un entrenamiento previo.
Un hombre que vestía un mono y llevaba una regadera en la mano subió los escalones de granito que conducían al jardín.
—La gente no está en casa —me explicó—. Nunca están aquí en el mes de julio.
—¿Y dónde los podré encontrar?
—Si es por un asunto comercial, el señor Reichler suele ir a su oficina, en el edificio Reichler, de tres a cuatro veces por semana.
—Pero yo quiero hablar con Ada Reichler.
—Bueno, ella… creo que está en KingsviIle con su madre. Kingsville, en el Canadá. Allá tienen una casa. ¿Usted es amigo de la niña Ada?
—Soy amigo de un amigo.
Ya caía la tarde cuando llegué a KingsviIle. El lago que yacía a los pies de la población parecía una niebla celeste en medio de la cual flotaban blancos velámenes sostenidos por sus extremos.
La casa veraniega de los Reichler estaba junto a la orilla del lago. Unas verdes explanadas descendían desde la casa hasta un muelle privado y el tinglado para los botes. La casa era una vieja mansión cuyas paredes estaban cubiertas por la hiedra. Me atendió una criada que llevaba un uniforme limpio y almidonado y hasta una cofia. Me dijo que la señora Reichler estaba descansando y que la niña Ada se había ido a pasear con alguna de las lanchas. Me preguntó si yo querría esperarla.
La esperé en el muelle, plagado de avisos que decían: «Prohibido pasar.» Se había levantado una brisa ligera y los veleros regresaban a la costa. Pasó un bote de carreras levantando espuma blanquísima. Su paso estremeció el muelle. El bote giró y regresó, pero mucho más lentamente. Detrás del volante había una muchacha de cabello oscuro y gafas negras. Señaló con su dedo su busto tostado, inclinó la cabeza y me preguntó:
—¿Quería hablar conmigo?
Asentí y ella atracó la lancha. Atrapé la cuerda que me lanzó y la ayudé a subir. Su cuerpo era esbelto, delicado. Vestía un conjunto negro y llevaba una gorra. Su rostro; al quitarse las gafas, se mostró firme, severo.
—¿Quién es usted?
Ya había decidido descartar mi ficción:
—Me llamo Archer. Soy un detective privado de California.
—¿Y ha venido para hablar conmigo?
—Sí.
—¿Y por qué?
—Porque usted conoció a John Lindsay.
Su cara se conmovió. Pareció disponerse a cualquier cosa, a una maravilla, a una noticia infausta.
—¿John le dijo que viniera?
—No exactamente.
—¿Está metido en algún enredo?
No respondí. Me sacudió el brazo como si fuese una chiquilla que reclama atención.
—Dígame, ¿John está en algún enredo? No tema, dígamelo.
—Señorita Reichler, no sé si está en algún enredo o no. ¿Por qué sacó esa conclusión?
—Por nada. No quise decir nada de eso —sus palabras se entrecortaban—. Me dijo que es un detective. ¿Eso no quiere significar enredos?
—Digamos que está metido en un lío. ¿Qué pasa, entonces?
—Naturalmente, quiero ayudarle. ¿Para qué andamos hablando con tantos rodeos?
Me gustó su personalidad ágil, definitiva, supuse que la acompañaba una gran dosis de honestidad.
—No me gustan los rodeos, soy como usted. Le haré un trato, señorita Reichler. Yo le contaré el fin de mi historia, si usted me cuenta el fin de la suya.
—¿Qué es esto, la hora de las confesiones?
—Le hablo en serio y estoy dispuesto a hablar en primer término. Si le interesa saber en qué situación se encuentra John…
—Situación es una palabra neutra.
—Por eso la empleé. ¿Hacemos el trato?
—Está bien —me extendió la mano como si fuera un hombre—. No obstante, se lo prevengo; nada le diré que esté en contra de él. Nada sé en su contra, salvo que me trató como…, bueno, yo me lo busqué —levantó sus hombros finos y altos como sacudiéndose el pasado—. Podemos hablar en el jardín, si le parece.
Ascendimos por las explanadas y llegamos a un jardín cubierto que quedaba en el costado más umbrío de la casa. Me hizo sentar en una silla de cuero que quedaba enfrente de la suya. Le dije dónde estaba John y qué estaba haciendo.
Su expresión siguió todos los detalles de mi relato. Cuando terminé ella me dijo:
—Parece un cuento de los hermanos Grimm. Piel de Asno se convierte en el príncipe disfrazado. O como Edipo. Decía que Edipo mató a su padre porque lo había alejado del reino. Siempre pensé que era bastante ingenioso —su voz parecía frágil. Trataba de ganar tiempo.
—John es un muchacho muy despierto —le dije—. Usted también, y lo conoció íntimamente. ¿Le parece que él es la persona que dice ser?
—¿Y a usted? —como yo no contesté, ella agregó—: Así que ya tiene una muchacha en California —sus manos se apoyaron en sus esbeltas caderas. Las deslizó por sus piernas.
—El padre de esa chica fue quien me contrató. Cree que lo de John es un fraude.
—Y usted también, ¿no?
—No quiero pensar en eso, pero temo que sí. Hay algunos datos que indican que toda esa historia fue inventada para utilizarla en esta ocasión.
—¿Para heredar dinero?
—Por lo visto. Estuve hablando con la señora que lo tuvo de pensionista en Ann Arbor, la señora Haskell.
—La conozco —replicó, con prontitud.
—¿Usted sabe algo de esa oferta que le hiciera un productor?
—Sí, me la mencionó. Fue uno de esos contratos personales que los productores de cine suelen ofrecer a los actores jóvenes y con posibilidades. Este hombre lo vio cuando actuó en Hobson’s Choice.
—¿Cuándo?
—En febrero.
—¿Usted se encontró con ese hombre?
—No. John me dijo que luego se fue volando hacia la costa. No quiso hablar más de ese asunto.
—¿No le mencionó ningún nombre antes de alejarse?
—No, no recuerdo. ¿Cree que John estaba mintiendo y que lo que le ofrecieron no fue un empleo como actor?
—Tal vez. Pero podría ser que le hubiesen engañado. Los conspiradores se le acercaron diciendo que eran productores cinematográficos o agentes, luego le indicaron para qué lo necesitaban.
—¿Y por qué habría de seguir sus planes? El no es un criminal.
—La propiedad de los Galton asciende a varios millones. Algún día habrá de heredar todo eso. Hasta un pequeño porcentaje lo enriquecería enormemente.
—Pero nunca le interesó el dinero. Por lo menos no le interesaba el dinero que se hereda. Pudo casarse conmigo; Barkis consentía. Y el dinero de mi padre fue una de las razones por las que no se casó. Tal vez la verdad fuera que no me quería. ¿El ama a esa muchacha?
—¿A la hija de mi cliente? No podría asegurárselo. Tal vez no quiera a nadie.
—Usted es muy honesto, señor Archer. Le ofrecía una oportunidad, pero usted no quiso usarla como un arma contra mí. Pudo decirme que está loco por ella y así conseguir avivar las llamas de los celos —sonrió ante la ironía que desplegó contra sí misma.
—Trato de ser honesto con la gente honesta.
Me dirigió una mirada fulminante.
—Con eso quiere usted obligarme.
—Sí.
Giró la cabeza y miró hacia el lago, como si pudiera divisar California. Las últimas velas venían hacia la orilla, alejándose de la oscuridad que cubría todo el horizonte.
—¿Qué le harán si descubren que es un impostor?
—Lo encarcelarán.
—¿Por cuánto tiempo?
—No es fácil poderlo calcular. Pero será mejor para él si desenredamos esto lo antes posible. Hasta ahora nada pidió ni se llevó dinero.
—¿Usted quiere decir que realmente le haría un favor si destruyese su historia?
—Esa es mi honesta opinión. Porque si todo resulta un montón de mentiras ya lo averiguaremos tarde o temprano. Por eso será mejor saberlo cuanto antes.
Titubeó. Su perfil parecía endurecerse.
—Usted dice que él afirma haber sido criado en un orfanato de Ohio.
—En Crystal Springs, Ohio. ¿Nunca le mencionó ese lugar?
Su cabeza lo negó con un movimiento corto. Yo agregué:
—Hay ciertos datos que permiten suponer que fue criado en el Canadá.
—¿Qué datos?
—Su acento, su forma de escribir.
Repentinamente se levantó, caminó hasta el final del jardín, se detuvo, tomó una flor y la arrojó con desdén. Volvió y se paró junto a mí. Con voz seca, áspera, me dijo:
—No le diga que fui yo quien le contó todo. No podría soportar su odio aunque jamás volviese a verlo. Este pobre tonto nació y se crió aquí, en Ontario. Se llama Theodor Fredericks y su madre es la dueña de una pensión en Pitt, a no más de cien kilómetros de este lugar.
Me levanté y la obligué a que me mirase.
—¿Y cómo lo sabe, señorita Reichler?
—Hablé con la señora Fredericks. No fue un encuentro muy agradable. A ninguna de las dos nos benefició. No debí ir a verla.
—¿Fue él quien la llevó para que viese a su madre?
—No exactamente. Yo fui sola dos semanas después de la partida de John. Cuando no tuve más noticias suyas, llegué a pensar que habría regresado a Pitt.
—¿Y cómo se enteró de esta casa en Pitt? ¿El se lo dijo?
—Sí, pero no creo que hubiera sido ésa su intención. Ocurrió en un momento, cuando él estaba aquí pasando un fin de semana con nosotros. Fue la única vez que vino a visitarnos aquí, en Kingsville. Fueron malos momentos para mí, los peores. Me disgusta tener que pensar en ellos.
—¿Por qué?
—Se lo diré, él me rechazó. Fuimos a pasear un domingo por la mañana. Yo conducía, naturalmente. El jamás había tocado el volante de mi coche. Siempre me trataba así: era muy orgulloso y yo no titubeaba en arrastrarme. No sé, me sentí envuelta por el encanto de las flores, de las abejas, no sé; le pedí que se casara conmigo. El se negó rotundamente.
»Debió darse cuenta de que yo me sentí herida porque se ofreció para conducir el coche hasta Pitt. No estábamos muy lejos de ahí y quiso mostrarme algo. Cuando llegamos allá, me llevó por una calle que corre junto al río, en el barrio de los negros. Era un barrio deprimente, chicos mugrientos jugando en los albañales, mujeres desaliñadas chillándoles. Nos detuvimos delante de un edificio con la fachada de ladrillos. Había unos hombres sentados en la escalinata, se pasaban de mano en mano una garrafa con vino.
»John me dijo que mirase bien porque, afirmó, él era de ahí. Me dijo que había crecido en ese barrio, en esa casa roja. Apareció una mujer en el zaguán y llamó a los hombres para que fuesen a comer. Tenía una voz desagradable, era gorda, fea. John me dijo que era su madre.
»No quise creerle. Pensé que estaba burlándose de mí, que me estaba poniendo a prueba con esa tontería. Sí, era una prueba, pero no como yo imaginaba. El quería que lo conociera, según pienso. Quería que yo lo aceptase tal como él era. Pero cuando me di cuenta ya era tarde. Se había sumergido en uno de sus mutismos helados —se tocó la boca apesadumbrada con las puntas de los dedos.
—¿Cuándo ocurrió todo esto?
—En la primavera pasada. Debió ser a comienzos de marzo, porque todavía quedaba un poco de nieve.
—¿Volvió a verlo después de eso?
—Algunas veces, pero fue peor. Creo que él se arrepintió por lo que me dijo. Aquel domingo en Pitt terminó la comunicación que existió entre nosotros dos. Había tantas cosas de las que no podíamos hablar que optamos por no hacerlo. La última vez que lo vi fue humillante tanto para él como para mí. Me pidió que no mencionase su origen a nadie que viniese a preguntármelo.
—¿Quién creía que podría preguntárselo? ¿La policía?
—Las autoridades de inmigración. Aparentemente había algo irregular en su ingreso en los Estados Unidos. Y eso coincidió con lo que su madre me dijo tiempo después. Me contó que una vez se escapó con uno de sus pensionistas. Tendría dieciséis años, por aquel entonces y, por lo visto, había cruzado la frontera.
—¿No le dijo cómo se llamaba ese pensionista?
—No. Y me sorprendió que la señora Fredericks me contase tantos detalles de su vida. Usted sabe cómo es la clase baja: desconfiada. Pero le di unos dólares y así desató la lengua —su tono revelaba desprecio, se dio cuenta de ello y agregó—: Sí, ya sé. Yo soy lo que dijo John: una niña mimada gracias a mis dólares. Está bien, yo tuve una educación. Y ahí fui a rondar esos suburbios de Pitt en un día cálido, estival, como si fuera una perra. Debía quedarme en casa. Su madre no tenía noticias suyas desde hacía unos cinco años y no esperaba volverlo a ver, me dijo. Me di cuenta que lo había perdido.
—Era muy fácil perderlo —comenté—, y no era una gran pérdida.
Me miró como si fuese un enemigo.
—Usted no lo conoce. John tiene un buen corazón, es fino, profundo. Yo fui quien hizo fracasar nuestra relación. Si yo hubiese sido capaz de comprenderlo aquel domingo no se hubiera deslizado por esta vida fraudulenta. Yo soy quien no sirve para nada.
—Tranquila.
Me miró con incredulidad. Una mano se apoyaba contra su sien.
—¿Con quién se cree que está hablando?
—Con Ada Reichler. Usted vale más que cinco como él.
—No, yo no soy buena. Yo no sirvo: lo traicioné. Nadie me habrá de querer. Nadie podría quererme.
—Le dije que se callara la boca —en mi vida me había sentido más enfadado.
—No se atreva a hablarme en ese tono. ¡No se atreva!
Se fue corriendo hasta un extremo del jardín, se arrodilló junto al césped y hundió la cara entre las flores. Esperé hasta que se aquietó y la levanté. Ella me miró.
El último resto de luz murió en las flores y en el lago. La noche llegó cálida, húmeda. Húmeda como el césped.