Pude cobrar el cheque del doctor Howell antes de que el Banco cerrara a las tres de la tarde. El cajero me indicó dónde había una agencia de viajes. Allí fui y reservé una plaza en el avión que iba de Los Ángeles a Detroit. El avión local saldría de Santa Teresa tres horas después.
Recorrí las calles que me separaban de la oficina de Sable. El ascensor privado me dejó en la antesala cuyas paredes estaban cubiertas con chapas de roble.
La señora Haines levantó la vista y se pasó la mano para suavizar su cabellera teñida de rojo. Me dijo con cierto aire maternal:
—¡Señor Archer! Entonces lo lastimaron terriblemente. El señor Sable me dijo que lo habían golpeado, pero no llegué a suponer…
—Basta, basta. Me está obligando a sentir lástima por mí mismo.
—¿Y eso le molesta? Muchas veces siento lástima por mí misma. Eso me ayuda a levantar el ánimo.
—Pero usted es mujer.
Sacudió la brillante cabeza como si mis palabras hubieran sido un cumplido:
—¿Y cuál es la diferencia?
—No querrá que se la diga.
Rió entre dientes, más o menos en forma agradable y trató de sonrojarse, pero su rostro experimentado se resistió al intento:
—Tal vez en otro momento. ¿Ahora qué necesita?
—¿Está el señor Sable?
—Lo siento, pero todavía no ha regresado de comer.
—Ya son las tres y media.
—Ya sé. Pero hoy no lo espero. Lamentará no haberse encontrado con usted. Los horarios del pobre se han trastornado por completo desde el día en que ocurrió aquello en su casa.
—¿Se refiere al crimen?
—A eso y a otras cosas. Su mujer no está bien.
—Eso me dijeron. Gordon me contó que había sufrido una crisis.
—¿Oh, le dijo eso? No suele decirle tanto a la gente. Es muy sensible en ese aspecto —me hizo un gesto confidencial levantando su mano con las uñas rojas y la apoyó verticalmente contra su boca—. Entre usted y yo, ésta no es la primera vez que le pasan estas cosas.
—¿Cuándo fue la otra vez?
—Varias veces, la cosa es en plural. Una noche de marzo vino acá. Nosotros estábamos haciendo cuentas por los impuestos y ella me acusó de querer robarle el marido. Le hubiera podido decir una o dos cosas, pero, naturalmente, no podía hablar delante del señor Sable. Se lo aseguro, él es un santo con todo lo que le ha ocurrido con esa mujer y con lo que le sigue ocurriendo.
—¿Ella qué le hizo?
Sus mejillas se tiñeron de rubor. Evidentemente estaba ebria de malicia:
—Mucho. El verano pasado se escapó por todo el país gastándole el dinero como si fuera agua. Dilapidándolo con otros hombres además, ¿se imagina? Por fin él la localizó en Reno donde estaba viviendo con otro hombre.
—¿En Reno?
—En Reno —me repitió—. Quizá ella se habría propuesto divorciarse de él o algo por el estilo, pero luego descartó la idea. Le hubiera hecho un favor según creo. Pero el pobre fue a verla para pedirle que volviese. Parece que está trastornado por ella —su voz revelaba su desconsuelo. Pensó un instante y luego me dijo—: Yo no tendría que estarle diciendo todo esto, ¿no es cierto?
—Yo sabía que ella tenía una triste historia. Gordon me dijo que tuvo que internarla.
—Es cierto, quizá él esté con ella en este momento. Por lo general se va para comer con ella y la mayor parte de las veces se queda el resto del día. Yo diría que es una devoción inútil. Y si quiere mi opinión, le diré que ese matrimonio está destinado al fracaso. Ya una vez preparé un horóscopo y jamás vi un antagonismo mayor entre las estrellas.
—No sólo entre las estrellas. ¿Dónde está internada, señora Haines?
—En la clínica del doctor Trenchard, en la calle Light. Pero yo no iría si está pensando en eso. El señor Sable no quiere que lo molesten cuando está visitando a su mujer.
—Me arriesgaré, de todos modos. No le vaya a decir que estuve aquí, ¿de acuerdo?
—Bueno —pero estaba dudosa—. Está en el lado oeste, calle Light 235.
Tomé un coche que cruzó la ciudad. El conductor me miró con curiosidad cuando descendí. Tal vez dudaba si yo sería un paciente o un visitante.
—¿Quiere que lo espere?
—Sí. Y si no salgo ya sabe lo que eso significará.
Lo dejé mientras tardaba en reaccionar. El «hogar» era un edificio largo y blanco, apartado de la calle. Estaba rodeado por su propio terreno. Nada indicaba su especialidad, salvo la verja elevada que rodeaba el patio por sus costados.
Había un hombre y una mujer sentados en una mecedora azul, detrás de la verja. Me daban la espalda, pero reconocí la blanca cabeza de Sable. La rubia cabeza de la mujer descansaba en su hombro.
Dominé el impulso que sentí por llamarlos. Subí la escalinata por donde no me podían divisar desde el patio e hice sonar el timbre que había junto a la puerta del frente. Me abrió una enfermera vestida de blanco y sin cofia. Era sorprendentemente joven y bonita.
—¿Sí, señor?
—Quisiera hablar con el señor Sable.
—¿A quién debo anunciar?
—A Lew Archer.
Me dejó en una salita de espera cuyos muebles estaban tapizados con telas de algodón de vistosos colores.
Una de las ventanas semicubiertas por las cortinas daba al patio bañado por el sol. Vi a la joven enfermera que llegaba hasta la mecedora azul. El rostro de Sable pareció despertar. Se separó de su esposa. El cuerpo de la mujer se relajó, adoptando una extraña posición.
Sable arrastró su sombra por el caminito de lajas artificiales. Pareció empequeñecido, curiosamente reducido de tamaño, aplastado por el peso del cielo azul. Cuando me miró sus ojos estaban enrojecidos, su voz cascada:
—¿Qué lo trae por aquí?
—Quería hablar con usted. No dispongo de mucho tiempo en la ciudad.
—Bueno, aquí me tiene —levantó los dos brazos y los dejó caer en sus costados.
—¿Cómo está su señora?
—No está bien —se estremeció y me llevó hasta el corredor—. En realidad está enferma de melancolía. El doctor Trenchard me comunicó que ella sufrió una crisis igual antes…, antes de casarme con ella. El choque que sufriera hace dos semanas despertó la antigua dolencia. Por Dios, ¿fue hace dos semanas, nada más?
Me atreví a preguntar:
—¿Qué hacía antes?
—Alicia era modelo en Chicago y ya había estado casada con anterioridad. Perdió una criatura y su primer marido la trató muy mal. He querido reanimarla. Pero maldito sea el éxito que he alcanzado.
Su voz se hundió en la desesperanza.
—Me dijeron que ella está recibiendo terapia.
—Lógicamente. El doctor Trenchard es uno de los mejores psiquiatras de la costa. Si ella empeora, habrá de probar con shocks —se apoyó en la pared mirando hacia nada en particular. Sus ojos enrojecidos parecían hervir.
—¿No será mejor que usted se vaya a su casa y descanse un poco?
—Últimamente no he dormido lo suficiente. Es fácil decirlo: dormir. Pero uno no puede obligarse a dormir. Por otra parte, Alicia me necesita —se estremeció y luego se quedó quieto—. Pero usted no vino para hablar de mis preocupaciones.
—Es cierto. Vine a agradecerle el cheque y a formularle algunas preguntas.
—El dinero se lo ganó. Contestaré las preguntas que pueda.
—El doctor Howell me ha contratado para que investigue el pasado de John Galton. Ya que usted me contrató para este caso, me gustaría contar con su anuencia.
—Cuente con ella, naturalmente. Pero yo no puedo hablar con la señora Galton.
—Lo comprendo. Howell me dijo que está encariñada con el muchacho. Pero el doctor está convencido de que él es un impostor.
—Ya hemos hablado de eso. Parece que hay una especie de romance entre John y la hija del doctor.
—¿Tendrá Howell algún otro motivo especial?
—¿Motivo para qué?
—Para comprobar lo de John, para evitar que la señora Galton cambie de testamento.
Sable me miró y algo de su agudeza habitual pareció brillar en sus pupilas.
—Bonita pregunta. Con el presente testamento, Howell se beneficia en muchos sentidos. Es el ejecutor y heredará una buena suma, no tengo por qué decir cuánto. Su hija, Sheila, también recibirá una suma sustanciosa, muy sustanciosa. Luego de cumplirse con unas cuantas donaciones, la mayor parte de la herencia será destinada a la Asociación de Cardiología. Henry Galton falleció debido a un trastorno cardiovascular. Howell es vocal de esa asociación y todo ello lo convierte en una persona sumamente interesada.
—Muy interesada. ¿Ya ha sido cambiado el testamento?
—No sabría decirlo. Le dije a la señora Galton que, conscientemente, yo no redactaría un nuevo testamento si se tienen presentes las circunstancias actuales. Dijo que se arreglaría con otro abogado. Si ya lo hizo o no, no sabría decirlo.
—Usted tampoco confía en el chico
—Confié. Ya no sé qué pensar. Francamente, no he prestado mucha atención —se desplazó con cierta impaciencia y trastabilló hacia un costado, su hombro golpeó contra la pared—. Si no tiene inconveniente, voy a volver con mi esposa.
La joven enfermera me condujo hacia la salida.
Miré hacia atrás por la verja. La señora Sable seguía en la misma postura en la mecedora. Su marido se reunió con ella en la sombra azul. Le levantó la cabeza inerte y se la apoyó en su hombro. Parecían una pareja de ancianos que espera la hora en que las sombras de la tarde se estiran y cubren todo de noche.