El sheriff Trask estaba en su oficina. En sus paredes colgaban testimonios de organizaciones cívicas y de diversos clubs. Certificados del Ejército, la Marina, las Fuerzas Aéreas. Había, también, una cantidad de fotografías del sheriff junto al gobernador y a otros notables. La cara actual de Trask no tenía el mismo aspecto que en los retratos.
—¿Problemas? —le dije.
—Siéntese. Usted es el problema. Levanta una tormenta y luego desaparece del cuadro. Lo que pasa con los investigadores privados es que carecen de responsabilidad.
—Me parece que ésas son palabras gruesas, sheriff —le señalé los huesos partidos de mi rostro.
—Sí, ya sé que lo golpearon y lo lamento. Pero ¿qué quiere que haga? Otto Schwartz está fuera de mi jurisdicción.
—Pero en los casos criminales se puede saltar por encima de las fronteras estatales, ¿o no oyó decir nada de eso?
—Sí, pero también oí decir que no se puede pedir una extradición si no se tienen pruebas. Sin evidencias, no puedo hacer venir a Schwartz para interrogarlo. Y, ¿quiere creer que no dispongo de las mismas?
—Déjeme pensar. Claro: fue culpa mía, de nuevo.
—Sí, pero no le encuentro ninguna gracia. Yo estaba dependiendo de su discreción. ¿Por qué diablos tuvo que ir a pelearse con Roy Lemberg? Me espantó a los testigos y se fueron del país.
—Estaba demasiado ansioso y me equivoqué. Pero no fui el único.
—¿Y con eso qué quiere decir?
—Que usted me dijo que el coche de Lemberg era un coche robado.
—Bueno, eso es lo que, habitualmente, quieren decir las matrículas cambiadas —Trask se sentó y pensó en todo eso durante un instante, hinchando el labio inferior—. Está bien. Cometimos unos errores. Pero lo mío fue una bagatela mientras que lo suyo fue más grande que una calabaza. Y por eso le pegaron una paliza. Así que no nos sentemos para llorar. ¿Ahora qué hacemos?
—El caso es suyo, sheriff. Yo sólo soy un ayudante.
Se inclinó hacia mí, ancho de hombros, sincero:
—¿Quiere decirme que va a ayudar? ¿O se le ocurrió otra posibilidad?
—Quiero ayudarlo, ésa es mi posibilidad.
—Veremos. ¿Sigue trabajando para Sable… para la señora Galton?
—En este momento no.
—¿Quién le provee los fondos, el doctor Howell?
—Corren rápido las noticias.
—Caray, lo supe antes que usted. Howell vino para que yo averiguara sus antecedentes en Los Ángeles. Parece que allá en el sur tiene algunos buenos amigos. Si engañase a alguna vieja jamás lo podrían atrapar.
—Prefiero las jóvenes.
Trask desechó la broma con un gesto impaciente:
—¿Así que lo contrataron para que comprobase el pasado del muchacho? Howell quería que yo también interviniese en esto, pero le dije que no podría mover un dedo si no existen evidencias de que se ha transgredido la ley. ¿Y usted tiene algún dato?
—Todavía no.
—Yo tampoco. Hablé con el chico y me pareció una seda. Hasta el momento nada pidió ni reclamó. Dice que la gente le ha dicho que es el hijo de su padre y quizá sea así.
—¿No cree que todo ha sido preparado, sheriff?
—No sé. Quizá esté ocultando sus propios planes. Cuando vino a verme no fue porque quisiera establecer su identidad, aparentemente. Quería que le informase sobre la muerte de su padre, si es que este John Brown era su padre.
—¿Y eso no ha sido probado?
—Bueno, se hizo lo que se pudo. Todavía quedan dudas, según mi opinión. Pero, le estaba contando lo que él vino a decirme, qué tenía que hacer yo. Quería que se moviese la cosa en torno a ese viejo asesinato. Le dije que todo estaba en manos de la gente de San Mateo y entonces, ¿qué hizo? Se fue allá para prenderle fuego debajo del pantalón del sheriff.
—Es muy posible que haga todo esto en serio.
—Sí, eso puede ser, pero también podría suceder que fuera un buen psicólogo. Esa conducta nada tiene que ver con una conciencia culpable.
—El Sindicato contrata a los mejores abogados.
Consideró mis palabras mientras sus ojos se esforzaban por debajo del mando protector de sus cejas:
—Usted cree que es un trabajo del Sindicato, ¿no? ¿Una gran conspiración?
—Con una paga enorme, con millones de dólares. Howell me dijo que la señora Galton está redactando nuevamente su testamento dejándolo todo al muchacho. Yo creo que tendríamos que vigilar esa casa.
—¿Cree que se atreverían a matarla?
—Matan a la gente por unas lentejas. ¿De qué no serían capaces con tal de apoderarse de la propiedad de los Galton?
—No deje que se le dispare la imaginación. Eso no volverá a ocurrir en el condado de Santa Teresa.
—Aquí comenzó, hace un par de semanas, cuando Culligan fue asesinado. Y esa muerte tiene todo el aspecto de un crimen cometido por una banda. Y esto sucedió en su territorio.
—No insista. Todavía no hemos cerrado ese caso.
—Es el mismo caso —le dije—: la muerte de Brown y la muerte de Culligan y la personificación de Galton. Todo esto es un solo caso.
—Bueno, es fácil decirlo. ¿Cómo lo probaremos?
—Por medio del muchacho. Esta noche me voy a Michigan. Howell piensa que su acento proviene del centro del Canadá. Y eso coincide con los Lemberg. Aparentemente cruzaron la frontera por Detroit y se fueron a una ciudad que les indicó Culligan hace tiempo…
—Ya estamos trabajando en eso —Trask sonrió un tanto forzadamente—. Sus datos sobre Reno fueron excelentes, Archer. Anoche hablé por larga distancia con un capitán de policía que conozco. El me telefoneó antes de almorzar. Culligan estaba trabajando con Schwartz hace menos de un año.
—¿En qué trabajaba?
—Era croupier en su casino. Y otra cosa interesante: Culligan fue arrestado en Detroit hace unos cinco o seis años. Está fichado por el FBI.
—¿Y por qué lo hicieron?
—Por una vieja acusación de hurto. Parece que se escapó del país para eludir este cargo, pero lo pescaron en cuanto asomó su cara por suelo americano y se pasó los dos años siguientes en la penitenciaría de Michigan Sur…
—¿Cuándo lo arrestaron en Detroit?
—No lo recuerdo con precisión. Pero debe haber sido cinco años y medio atrás. Si le interesa podría cerciorarme.
—Sí, me interesa.
—¿En qué está pensando?
—John Galton apareció en Ann Arbor hará unos cinco o seis años. Y Ann Arbor es, prácticamente, un suburbio de Detroit. Me pregunto si no habrá cruzado la frontera con Culligan.
Trask silbó suavemente, luego conectó una ficha en su intercomunicador.
—Conger, tráigame los datos de Culligan. Sí, estoy en mi oficina.
Recordé la cara tostada y dura de Conger. Al principio no me reconoció, luego se tiró un lance:
—Hace bastante tiempo que no nos vemos.
Le respondí con ironía:
—¿Cómo anda el negocio de las esposas?
—Tintineando.
Trask revisó los papeles que le trajera su subordinado y se mostró ceñudo, impaciente. Cuando levantó la vista, sus ojos brillaban:
—Un poco más de cinco años y medio. Culligan fue arrestado el 7 de enero en Detroit. ¿Coincide con su fecha?
—Todavía no sé, pero ya me fijaré. Me levanté para irme. El apretón de manos de la despedida fue efusivo:
—Si descubre cualquier cosa llámeme, no se preocupe si es de noche o de día. Y no meta la nariz bajo la cuchilla del carnicero.
—Esa es mi aspiración.
—Su coche está en la cochera del condado. Se lo puedo hacer entregar si lo necesita.
—Guárdelo un tiempo más. Y cuídelo bien, que es viejo, ¿eh?
El sheriff ya estaba dándole órdenes a Conger con respecto a mi petición antes de que yo hubiera llegado a la puerta.