20

Antes de que ella me dejase en la sala principal del club, me pidió disculpas por su descarga emocional —como la llamara— y murmuró algo inarticulado diciendo que no se lo contara a papá. Le dije que no necesitaba disculparse, que no diría nada.

Los ventanales del club daban sobre el link de golf. Los jugadores parecían confites de colores dispersos sobre el verdor. Los estuve mirando hasta que llegó Howell a la una y cinco.

Me estrechó la mano vigorosamente:

—Me alegra verlo, Archer. Espero que no le disguste comer de inmediato. Tengo una reunión con un comité poco después de las dos.

Me condujo hasta el comedor. Nos sentamos a una mesa que quedaba junto a una ventana que dominaba una piscina protegida por altos muros. El camarero atendió a Howell como si fuera miembro del club.

Como no conocía al doctor le pregunté lo primero que se me ocurrió.

—¿Qué clase de comité es ése?

—¿No son iguales todos los comités? Se pierden horas tratando de que su mente colectiva resuelva algo que cualquiera puede realizar en la mitad del tiempo —su sonrisa fue un relámpago—. Bueno, en verdad se trata de una Asociación Cardiológica. Vamos a iniciar una campaña y yo soy uno de los vocales. ¿Quiere beber algo? Yo me serviré un «Gibson».

—Bueno, lo mismo para mí.

—¿Qué quiere comer?

Consulté la minuta.

—Si prefiere pescado —me indicó, casi ordenándolo—, le diré que la langosta Newbery se puede masticar con facilidad. Gordon Sable me contó todo lo de su pequeño accidente. ¿Cómo anda la mandíbula?

—Ya se está curando, gracias.

—Si no le molesta la pregunta, ¿por qué fue todo el embrollo?

—Bueno, es una historia demasiado larga que tiene que ver con cosas como éstas: Anthony Galton fue asesinado a causa de su dinero por un criminal llamado Nelson y que acababa de escapar de la prisión. Su primera apreciación estuvo muy cerca de la verdad. Pero hay más, aún. Creo que las muertes de Anthony Galton y la de Pete Culligan están vinculadas.

—¿Cómo están vinculadas?

—Ese era el problema que trataba de resolver cuando me rompieron la mandíbula. Doctor, permítame que le formule una pregunta: ¿Qué impresión tiene de John Galton?

—Yo estaba por preguntarle lo mismo. Pero seré yo el primero en responder. El muchacho parece abierto y despabilado. Por cierto, es inteligente y agregaría que tiene, si le parece, un encanto natural. Su ab… la señora Galton parece estar encantada con él.

—¿No cuestionó su identidad?

—Jamás, nunca le dijo una palabra y eso desde el primer momento. Para Mary es, prácticamente, la reencarnación de Tony, su hijo. Su dama de compañía, la señorita Hildreth, parece ver las cosas a través del mismo color. Yo tengo que admitir que el parecido es sorprendente. Pero esas cosas pueden arreglarse, siempre y cuando haya suficiente dinero implicado. No creo que haya un solo hombre en este mundo que no tenga su doble en alguna parte.

—¿Usted sugiere que lo buscaron y lo contrataron?

—¿No había pensado en esa posibilidad?

—Sí, en efecto. Me pareció que tendría que haberse investigado ese aspecto.

—Me alegra oírselo decir. Y seré franco: cuando el muchacho apareció, se me ocurrió que usted podría ser parte de la conspiración.

Pero Gordon Sable atestigua su corrección y, además, yo ya estuve realizando otro tipo de investigaciones —sus ojos grises me midieron—. Pero a todo eso se agrega el hecho de que en su rostro ostenta las señales de su honestidad.

—Es el camino más arduo para probar la honestidad personal.

Howell sonrió ligeramente y su mirada se posó en la piscina. Sheila, su hija, apareció al otro lado de la ventana vestida con bañador. Era muy bonita, pero ese hecho no parecía causarle ningún placer. Se sentó en el borde. Estaba pálida, sufría con los dolores crecientes que trae aparejados la madurez. La mirada de Howell descansó en ella durante un momento y una extraña dureza se apoderó de su rostro.

—Lo que me fastidia es la historia de este muchacho. Creo que usted fue el primero que la oyó, ¿no es cierto? ¿Y qué le parece?

—Sable y yo tratamos de sonsacarle todo lo posible. El soportó las preguntas y su historia permaneció intacta. Aquella misma noche yo tomé nota de todo. Repasé los apuntes después de hablar con usted esta mañana. No pude encontrar ninguna contradicción.

—La historia pudo haber sido preparada cuidadosamente. Recuerde que las primas son muy elevadas. Quizá le interese saber que Mary va a testar en favor del muchacho.

—¿Ya?

—Ya. Tal vez ya lo haya hecho. Gordon no estaba de acuerdo y ella llamó a otro abogado para que redactase su testamento. Mary está un poco trastornada…, ha constreñido sus sentimientos generosos durante tantos años que se ha intoxicado.

—¿Cree que ella está incapacitada?

—De ningún modo —replicó—. No trato de reiniciar este caso. Incluso le concedo el derecho de hacer lo que le dé la gana con su dinero. Pero, por otra parte, no podemos permitir que la defraude… una persona de confianza.

—¿Cuánto dinero está en juego?

—No puedo saberlo. Pero debe ser algo así como la deuda nacional de cualquier país europeo desarrollado. Sé que Henry le legó unos pozos petrolíferos que le aportan miles semanales. Y tiene, además, cientos de miles en propiedades.

—¿Adónde irá a parar todo eso si no llega a manos del muchacho?

—No tengo por qué saberlo. Pero sucede lo siguiente: lo sé, aunque no estoy autorizado para decirlo.

—Usted fue franco conmigo —le dije—. Yo lo seré con usted. Me pregunto si usted no tendrá interés en todas esas propiedades.

—Tengo intereses, en varios sentidos. La señora Galton, en su testamento original, me había nombrado su ejecutor. Pero le aseguro que mis consideraciones personales no afectan mi juicio. Creo conocer mis propios motivos como para poder asegurárselo.

—Aparte del dinero involucrado, ¿qué otra cosa le molesta?

—La historia de ese joven. Según afirma, no comenzó hasta los dieciséis años. No hay manera de llegar hasta sus orígenes, cualquiera que fuesen. He tratado de hacerlo pero me di contra una pared.

—No entiendo lo que me dice. Según las palabras de John, estuvo en un orfanato hasta que llegó a los dieciséis años. Fue el Hogar de Crystal Springs, en Ohio.

—Estuve en contacto con un hombre que conozco en Cleveland…, un muchacho con quien asistí a la Facultad de Medicina. El Hogar de Crystal Springs se incendió hace tres años.

—Pero eso no convierte a John en mentiroso. Pero si lo fuera, nos deja sin elementos para probar que lo es. Los registros del Hogar se quemaron en el incendio. Y el personal fue dispersado. Merriweather murió durante el incendio debido a un ataque al corazón. Y todo esto sugiere la posibilidad… diría posibilidad… de que John se procuró una historia ex post facto. O que le adaptaron una historia. El o sus falderos buscaron un pasado irrefutable y se lo entregaron… un pasado incomprobable. Crystal Springs fue una enorme institución que ya no existe, de la que no se conservan archivos ni registros. ¿Quién podría decir si John pasó allí un solo día de su vida?

—Parece que usted estuvo pensando mucho en todo esto.

—Estuve y todavía no le he dicho todo. Por ejemplo, ahí tiene la cuestión de su lenguaje. Dice ser un americano, nacido y criado en los Estados Unidos.

—¿No intentará sugerir que es extranjero?

—Lo sugiero, con todo. Las diferencias nacionales en los lenguajes fueron temas que siempre me interesaron. Además, yo estuve cierto tiempo en el centro del Canadá. ¿Nunca oyó cómo pronuncia un canadiense la palabra about?[3]

—No sé, no recuerdo. ¿«About»?

—Sí, usted dice ebéut, más o menos.

Mientras que un canadiense pronuncia la palabra así: ebóut. Y así es como la pronuncia John Brown.

—¿Está seguro?

—Claro que estoy seguro.

—Me refiero a la teoría.

—No es una teoría. Es un hecho. He hablado con varios especialistas sobre el mismo.

—¿En las últimas dos semanas?

—En los últimos dos días —replicó—. No he querido traer esto a colación, pero mi hija, Sheila, está… pues… interesada en el muchacho. Si es un criminal, como sospecho… —Howell se interrumpió casi mordiendo sus últimas palabras.

Nuestras miradas se volvieron a la piscina. Sheila seguía sola, sentada en el borde y golpeaba el agua con los pies. Mientras la observaba, se volvió dos veces para mirar hacia la entrada. Su cuello y su cuerpo estaban rígidos, expectantes.

El camarero nos sirvió la comida; comimos en silencio unos minutos. Nuestro rincón del comedor comenzaba a llenarse de gente que vestía ropas deportivas. El doctor Howell miró a su alrededor con cierta impertinencia como para advertir a los jugadores que le molestaba la intrusión.

—¿Qué piensa hacer, doctor?

—Quiero contratarlo. Entiendo que Gordon ya terminó con sus servicios, ¿no?

—Así es. ¿Habló con él?

—Por cierto. Está tan ansioso como yo porque se realice alguna investigación ulterior. Infortunadamente Mary no quiere oír hablar de eso y como él es su abogado, no puede proceder según su propia voluntad. Pero yo sí.

—¿Lo discutió con la señora Galton?

—Traté de hacerlo —Howell sonrió amargamente—. Pero ella no quiere que le digan una sola palabra contra el bendito joven. Es una frustración, por decirlo suavemente, pero debo admitir que entiendo por qué ella tiene que creer en él. Tenía que aferrarse a algo y ahí llegó el hijo ilegítimo de Anthony, listo, voluntario. Tal vez todo fuese planeado así. De todos modos, ella se cuelga del muchacho como si su vida dependiera de ello.

—¿Y qué consecuencias puede tener la posible comprobación de este engaño?

—Naturalmente, lo encerraremos en la prisión, donde él debería estar.

—Me refiero a qué pasará con la salud de la señora Galton. Usted me dijo que un impacto emotivo podría matarla.

—Es cierto, eso le dije.

—¿Y no le importa?

Su rostro empezó a enrojecer por manchones.

—Claro que me importa. Pero en la vida existen prioridades éticas. No podemos permanecer ajenos a una conspiración criminal, sólo porque la víctima esté enferma. Cuanto más se tarde peor será, a la larga, para Mary.

—Quizá usted tenga razón. De todos modos su salud está bajo su responsabilidad. Quiero realizar esta investigación. ¿Cuándo empiezo?

—Ahora.

—Para hacerlo, tendré que ir a Michigan, casi con seguridad. Y eso costará dinero.

—Comprendo. ¿Cuánto?

—Quinientos.

Howell no pestañeó. Sacó un talonario de cheques y una pluma. Mientras escribía el cheque, me dijo:

—Tal vez fuera mejor que hablase antes con el muchacho. Claro, siempre y cuando no despierte sus sospechas.

—Creo que podré hacerlo. Esta mañana recibí una invitación suya.

—¿Una invitación?

—Una invitación escrita para que visite la casa de los Galton.

—Está procediendo con demasiada liberalidad con la propiedad de los Galton. ¿No trajo ese documento?

Le alcancé la esquela. La estudió con excitación creciente:

—¡Por Dios! ¡Yo tenía razón! Este maldito hipócrita es canadiense. Mire —colocó la carta sobre la mesa y la señaló con el índice—: escribe la palabra «labor» l-a-b-o-u-r. Y ésa es la forma en que la escriben los ingleses, acepción que todavía circula en el Canadá. Ni siquiera es americano. Es un impostor.

—Creo que será bastante difícil llegar a probarlo.

—Ya sé, ya sé. Bueno, hombre, empiece a moverse.

—Si no tiene inconveniente, terminaré antes con la comida.

Howell no me escuchó. Estaba mirando por la ventana, casi saliéndose de su silla.

Un joven moreno que vestía una camisa deportiva oscura, estaba hablando con Sheila Howell junto a la piscina. Giró la cabeza ligeramente, reconocí a John Galton. Acarició familiarmente el hombro del albornoz. Sheila le sonrió ampliamente.

La silla de Howell cayó el suelo. Salió antes de que pudiera detenerlo.

John y Sheila salieron cogidos de la mano. Estaban tan concentrados que no vieron a Howell hasta que estuvo casi encima de ellos. Se metió entre ambos sacudiendo al muchacho por el brazo. Su voz fue un desgarrón desagradable en medio de fa quietud ambiental.

—Salga de aquí, ¿me entiende? Usted no es miembro de este club.

—Sheila me invitó.

Sheila le tocó el brazo:

—Por favor, papá, no promuevas un escándalo. No ganaremos nada.

—A mi abuela le disgustará todo esto, doctor.

John logró separarse, su rostro estaba pálido, rígido:

—Así será, pero cuando conozca los hechos —la amenaza había henchido el velamen de Howell: ya no hablaba tan alto como hubiera debido.

—Por favor —repitió Sheila—. John no ha hecho mal a nadie.

—¿Pero no comprendes, Sheila, que estoy tratando de protegerte?

—¿Protegerme?

—Quiero apartarte de la corrupción.

—Eso es una tontería, papá. Cualquiera que te oiga hablar puede pensar que John es un criminal.

La cabeza del muchacho se enderezó bruscamente como si esa palabra hubiera golpeado algún nervio de su nuca.

—No discutas con él, Sheila. Yo no debía venir, nada más.

Giró sobre sus talones y se fue, cabizbajo, hacia el parking. Sheila se fue en otro sentido. Modelado por su albornoz, su cuerpo ofrecía una solidez y un misterio que no había advertido hasta ese momento.

Regresé al comedor y dejé que Howell me buscase. Llegó muy pálido y desencajado, como si hubiera experimentado una gran pérdida de sangre. Su hija estaba en la piscina nadando a lo largo con brazadas lentas y poderosas. Sus pies chapoteaban dejando una estela blanca.

Seguí andando cuando nos fuimos. Howell me llevó hasta el departamento de policía. Señaló las ventanas enrejadas de la cárcel del condado:

—Hay que meterlo entre rejas. Eso es lo que hay que hacer.