19

Por la mañana, tras una sesión con mi dentista, abrí mi oficina en el Sunset Boulevard. El buzón estaba lleno de correspondencia, la mayor parte integrada por facturas y circulares. Había dos sobres enviados desde Santa Teresa en los días pasados.

El primero que abrí contenía un cheque por mil dólares y una esquela de Gordon Sable escrita en un papel que llevaba el membrete de su estudio. Aunque le pesaba la muerte de Anthony Galton, su cliente y él estimaban que los resultados habían sido mejores que los que habían previsto. Esperaba que yo hubiese vuelto al servicio activo y que me encontrase como nuevo y que les enviara las facturas de mi asistencia médica.

La otra carta estaba cuidadosamente escrita a mano por John Galton:

«Estimado señor Archer:

»Sólo unas palabras para agradecerle sus esfuerzos encaminados a lograr mi bienestar. La muerte de mi padre ha sido un golpe muy doloroso para todos nosotros. La situación implica una tragedia que tendré que aprender a afrontar. Pero también incluye una oportunidad para mí. Espero poder probar que merezco mi patrimonio.

»El señor Sable me dijo que usted cayó "en medio de unos ladrones". Espero que ya se haya recuperado y mi abuela me acompaña en este sentimiento. Como se lo merece, logré persuadir a mi abuela para que le remitiese un cheque adicional que simboliza nuestro aprecio. Ella hace suyas mis palabras al invitarlo para que nos visite en cuanto le sea posible.

»Yo, personalmente, tendría mucho gusto en hablar con usted.

»Con mi consideración más distinguida,

»John Galton

Me parecía que no era más que gratitud diluida en palabras comerciales hasta que pensé que él se atribuía la remisión del cheque que me enviara Sable. Esta carta comenzó a aflorar ciertas sospechas que permanecían latentes en mi pensamiento desde el día en que hablara con el abogado en el hospital. John podría ser cualquier cosa, pero era evidente que se trataba de un muchacho despierto y capaz de adoptar decisiones muy rápidas. Me pregunté para qué querría hablar conmigo.

Después de revisar el resto de mi correspondencia llamé a mi servicio de respuestas. La chica que atendía el conmutador mostró su sorpresa al enterarse de que seguía viviendo en este mundo y me dijo que un doctor Howell había tratado de encontrarme. Llamé a Santa Teresa al número telefónico que dejó.

Respondió una voz femenina:

—Con la casa del doctor Howell.

—Habla Lew Archer, ¿habla la señorita Howell?

—Sí, señor Archer.

—Su padre ha tratado de ponerse en contacto conmigo.

—Oh, se acaba de ir al hospital. Veré si puedo alcanzarlo.

Tras una pausa se oyó la voz precisa de Howell:

—Me alegro oírlo, Archer. Tal vez me recuerde por el breve encuentro que tuvimos en la casa de la señora Galton. Me gustaría invitado a comer.

—De acuerdo. ¿A qué hora y en qué lugar, por favor?

—A la hora que establezca… pero cuanto antes, mejor. Creo que el lugar más conveniente será el Country Club de Santa Teresa.

—Es un viaje bastante largo para ir a comer.

—Pienso en algo más que en comer —bajó la voz como si temiera que lo estuviesen oyendo—. Quisiera contratar sus servicios, si se encuentra libre.

—¿Para qué?

—Eso prefería discutirlo personalmente.

¿Cree que le será posible venir hoy mismo?

—Sí, estaré en el Country Club a la una.

—Hombre, usted no puede venir en coche en sólo tres horas.

—Tomaré el avión del mediodía.

—Ah, muy bien.

Oí el clic cuando colgó su auricular y un segundo clic. Alguien había escuchado por un supletorio. Cuando bajé del avión en Santa Teresa supe quién había sido. Una muchacha con ojos de gacela y cabellos color miel me estaba esperando al otro lado de la barrera.

—¿Me recuerda? Soy Sheila Howell. Vine para llevarlo.

—Muy amable.

Sonrió encantadoramente. La seguí por toda la terminal bañada por el sol y llegamos hasta su coche.

Sheila giró en cuanto se deslizó detrás del volante:

—Voy a serle franca. Oí lo que dijeron por teléfono y quise hablarle de John antes de que lo hiciera mi padre. Papá es una persona sin malas intenciones, pero ha estado viudo desde hace unos diez años y hay ciertas cosas que no ve. No comprende el mundo moderno.

—¿Y usted sí?

—Mejor que papá. Estudié Sociología en el colegio y la gente ya no anda diciendo a los demás por qué personas deben interesarse —hizo un gesto afirmativo para enfatizar sus palabras.

—¿Primer año de Sociología?

El rubor se acentuó. Sus ojos eran cándidos.

—¿Cómo lo supo? Bueno, de todas maneras ya estoy en segundo año —como si eso estableciera la diferencia entre la adolescencia y la madurez.

—Yo leo los pensamientos. Usted está interesada en John Galton.

—Amo a John y creo que él me ama.

—¿Eso es lo que quería decirme?

—No —estaba repentinamente azorada—. No quise decir eso, pero es cierto, de todos modos —sus ojos se oscurecieron—. Pero las cosas que piensa mi padre no son ciertas. Es un típico patriarca, lleno de prejuicios contra el muchacho que a mí me gusta. Cree las cosas más horribles en relación a John, o pretende creerlas.

—¿Qué cosas, Sheila?

—Ni siquiera deseo repetirlas, para que vea. El ya se las dirá. Yo sé lo que papá quiere que usted haga. Anoche se le escapó el gato de la canasta.

—¿Qué quiere que haga yo?

—Por favor —suplicó—, no me hable como si yo fuera una criatura. He conocido ese tono durante tanto tiempo que ya estoy cansada. Papá siempre me habla así. No nota que estoy prácticamente desarrollada. En mi próximo cumpleaños tendré diecinueve.

—¡Caray! —repliqué con suavidad.

—Está bien, siga tratándome como un padre. Tal vez yo no esté madura. Pero sí lo estoy para discernir entre personas buenas y malas.

—Todos nos equivocamos con respecto a la gente y no importa, para eso, la edad que tengamos.

—Pero yo no puedo estar equivocada con respecto a John. Es el muchacho más encantador que he conocido.

Le dije:

—A mí también me gusta.

—Me alegro —su mano tocó mi brazo—. John lo estima, porque en caso contrario yo no le habría confesado estas cosas.

—¿No se habrán propuesto casarse?

—Todavía no —explicó—. John quiere hacer muchas cosas antes y, lógicamente, yo no voy a contrariar la voluntad de mi padre.

—¿Qué quiere hacer John?

—Quiere llegar a ser alguien. Es muy ambicioso. Y, naturalmente, lo que necesita hacer en primer lugar es descubrir al asesino de su padre.

—¿Ha hecho algo hasta el momento?

—No, pero tiene algún proyecto. No me cuenta todo lo que tiene pensado. De todos modos yo no lo entendería. El es mucho más inteligente que yo.

—Me alegro de que se haya dado cuenta. Eso siempre conviene tenerlo presente.

—¿Qué quiere decir? —preguntó con un hilillo de voz. Pero de inmediato lo comprendió—: No es cierto lo que dice papá: ¡John no es un impostor! ¡No puede serlo!

—¿Por qué está tan segura?

—Aquí lo sé —y rozó su pecho—. No podría estarme mintiendo. Y Cassie afirma que es una imagen de su padre. Lo mismo dice la tía Mary.

—¿Nunca le habló John de su pasado?

—Ahora está hablando igual que papá. Usted no tiene que preguntarme por John. No sería justo.

—Entonces piense usted misma —le dije—. Yo sé que no parece posible, pero si él fuese un impostor usted estaría metiéndose en un piélago de disgustos y dificultades.

—¡No me importa si lo es! —exclamó y le saltaron las lágrimas.

Mi avión se alejó con un rugido. El rugido disminuyó hasta convertirse en una cigarra que zumbó en el cielo hacia el norte. Las lágrimas de Sheila se habían esfumado como una tormenta estival. Puso en marcha el automóvil y me llevó a la ciudad con gran eficiencia, como un chófer sordomudo.

John trabajaba muy rápido.