Tres días después me fui del hospital y pude acomodarme en un avión que iba a San Francisco. Desde el Aeropuerto Internacional fui en un taxi hasta el hotel Sussex Arms.
El conserje Farnsworth se hallaba sentado detrás del mostrador en un rincón. Estaba leyendo una revista de atletas y no levantó la vista hasta que estuve tan cerca que pude verle las legañas de los ojos. Aun entonces no me reconoció: los vendajes que cubrían mi rostro constituían una máscara eficaz.
—¿Una habitación, señor?
—No, vine a verlo a usted.
—¿A mí? —sus cejas se alzaron y luego se reunieron indicando su concentración.
—Le debo algo.
Empalideció.
—No, no. No me debe nada. Todo está bien.
—Los otros diez y la bonificación. Suman quince. Perdone por la demora, pero no pude llegar antes.
—Lo siento —giró la cabeza y miró a sus espaldas. Allí no había nada más que el conmutador telefónico que lo miraba como una pared con sus ojos huecos.
—No se aflija, Farnsworth. No fue culpa suya, ¿no es así?
—No —tragó repetidas veces—. No fue culpa mía.
Lo miré y sonreí con las partes visibles de mi rostro.
—¿Qué pasó? —preguntó al cabo de un instante.
—Es una historia larga y triste. No le interesaría.
Saqué la billetera flamante y coloqué un billete de cinco dólares y otro de diez sobre el mostrador que nos separaba. Se sentó y contempló el dinero.
—Tómelos —le dije.
No se movió.
—Vamos, no tenga vergüenza. El dinero es suyo.
—Bueno, gracias.
Despacio, con desconfianza, estiró la mano para tomar los billetes. Le agarré la muñeca con mi mano izquierda y se la apreté. Trató convulsivamente de soltarse. Luego metió la mano izquierda debajo del mostrador y sacó un revólver.
—Suélteme.
—No lo haré.
—¡Tiro! —pero el revólver temblaba.
Apreté la muñeca de la mano armada y se la retorcí hasta que dejó caer el revólver sobre el mostrador. Era un 32, un arma pequeña, niquelada, un arma para suicidas. Solté a Farnsworth, levanté el arma y apunté al nudo de la corbata. Sus ojos se aproximaron.
—Por favor, no pude evitarlo.
—¿Qué fue lo que no pudo evitar?
—Me ordenaron que le hablara de esa comunicación con Reno.
—¿Quién le dio esa orden?
—Roy Lemberg. No fue culpa mía.
—Lemberg no da órdenes a nadie. Es el tipo que las recibe.
—Bueno, él me transmitió el mensaje, eso fue lo que quise decir.
—¿Y quién dio el mensaje?
—Un jugador de Nevada llamado Schwartz —Farnsworth mojó sus labios violáceos con la punta de la lengua—. Escuche, no me vaya a arruinar. Yo gano poco, las apuestas grandes no son para mí. Si no hago lo que me indican los muchachos que manejan el dinero quedo fuera del negocio. Tenga piedad, oiga.
—Siempre que hable. ¿Roy Lemberg trabaja para Schwartz?
—El no, su hermano.
—¿Dónde están los Lemberg en este momento?
—Del hermano no sé nada. Roy se fue, como le dije, se fue con su mujer. Baje el revólver, oiga. Por Dios, me afecta el estómago.
—Pues tendrá una úlcera perforada si no habla. ¿Adónde fueron los Lemberg?
—Creo que a Los Ángeles.
—¿A qué dirección?
—No sé —extendió las manos. Por ellas corría un ligero temblor—. De veras.
—Vea, Farnsworth —le dije con mi nueva y amenazante voz de matón—: le doy cinco segundos para que hable.
Volvió a mirar el conmutador como si éste fuera un instrumento con que habrían de ejecutarlo y tragó haciendo ruido:
—Está bien. Se lo diré. Viven en un alojamiento para viajeros en Bayshore, cerca del campo de aviación de Moffet. Están en el Triton Motor Court. Al menos allí dijeron que irían. ¿Y ahora no podría bajar ese revólver, jefe?
Antes de que el ritmo de su temor comenzara a decaer le pregunté:
—¿Conoce a alguien llamado Culligan?
—Sí. Vino aquí hace un tiempo, tal vez un año.
—¿En qué se ganaba la vida?
—Apostaba en las carreras.
—¿Y eso es una forma de ganarse la vida?
—Creo que también explotó a alguna mujer. Ahora puede bajar el revólver, ¿no? Le dije todo lo que quería saber.
—¿De aquí adónde fue Culligan?
—Me dijeron que consiguió un trabajo en Reno.
—¿Trabajó para Schwartz?
—Quizá. Una vez, me dijo que lo hizo en algunas mesas de juego.
Metí el revólver en el bolsillo de la chaqueta.
—¡Eh! —exclamó—. Ese revólver es mío. Yo lo compré.
—Será mejor que no lo tenga más. Al llegar a la puerta me volví y vi a Farnsworth a mitad de camino entre el mostrador y el conmutador telefónico. Se detuvo a mitad de movimiento. Regresé a la conserjería:
—Si resulta que me ha estado mintiendo o que les avisó a los Lemberg, regresaré para buscarlo. ¿Está claro?
Una especie de sacudida moral agitó todo su cuerpo.
—Sí, claro. He comprendido.
Esta vez no miré hacia atrás. Llegué a la plaza de la Unión y allí reservé un lugar para el vuelo de aquella misma tarde hacia Los Ángeles. Luego alquilé un coche y me fui a Bayshore, pasando el aeropuerto.
Los tinglados del aeropuerto de Moffet se escalonaban en medio de la neblina como si fueran leviatanes grises. El Triton Motor Court estaba situado en unos terrenos yermos interrumpidos por chozas de troncos al final de las pistas de aterrizaje.
Aparqué en el sendero ceniciento que había junto al despacho con aspecto de gallinero. La mujer que estaba encargada del mismo tenía un mugriento collar de perlas falsas en torno a su cuello. Me dijo que el señor y la señora Lemberg no estaban allí.
—Tal vez se hallen inscritos con el apellido de ella —y se los describí.
—Me parece que es la chica que está en el siete. Pero no quiere que la molesten durante el día.
—Yo no la voy a molestar. No le voy a hacer nada.
Reaccionó:
—¿Y quién dijo que usted habría de hacerle nada? ¿Qué clase de lugar se cree que es éste, a ver?
Era una pregunta bastante difícil. Desvié el tema:
—¿Con qué nombre están inscritos? —¿Usted es de la policía? No quiero líos con la policía.
—Yo estuve en un accidente. Tal vez ella pueda ayudarme a localizar al conductor.
—Eso es diferente —la mujer tal vez no me creyó, pero decidió actuar cono si tal cosa hubiese ocurrido—. Se registraron diciendo ser el señor y la señora Hamburg.
—¿Y el marido también está?
—Durante la semana pasada no apareció. Tal vez sea mejor así —agregó con tono de intriga.
Llame a la puerta desgastada que correspondía a un siete de hierro oxidado. Fran Lemberg pestañeó al recibir la luz del día. Sus ojos estaban inflamados.
Cuando me reconoció dejó de pestañear:
—Váyase.
—Voy a estar sólo un minuto. No se oponga.
Miró más allá de mí y yo seguí su mirada. La mujer con las perlas sucias nos estaba mirando desde la ventana de su oficina.
—Está bien, pase.
Me hizo entrar antes que ella y luego oscureció la luz del día con un portazo. La pieza olía a vino, a cigarrillos, a peladuras de naranjas, a mujer y a un perfume que no reconocí de inmediato, tal vez fuera «Pecado Original».
Se sentó en el borde de la cama sin tender adoptando una postura defensiva. Despejé una silla para poderme sentar.
—¿Qué le pasó? —me preguntó.
—Tuve un encuentro con algunos de los compañeros de Tommy. Su marido me hizo caer en la trampa.
—¿Roy?
—Vamos, no bromee, usted estuvo con él todo el tiempo. Yo creí que era un tipo honesto que trataba de ayudar a su hermano, pero no es más que un alcahuete de esos pistoleros.
—No, no es cierto.
—¿Por qué? ¿Porque él se lo dijo?
—Viví con él durante treinta años y puedo conocerlo. Una vez trabajó para un sinvergüenza que compraba y vendía coches en Nevada. Cuando Roy se dio cuenta de la clase de negocios que ese tipo realizaba, lo abandonó. Así es Roy.
—Si se refiere a «José Generoso» le diré que eso no lo califica de niño prodigio.
—Yo no dije que lo fuera. Roy no es más que una persona que trata de ganarse la vida.
—Y algunos consiguen que la vida sea más dura para el resto.
—No puede culpar a Roy porque trata de protegerse. Lo buscan como cómplice en un asesinato. Y eso no es justo. Usted no lo puede condenar por lo que lo que hizo Tommy.
—Usted es una esposa leal —le dije—. Pero ¿adónde la está llevando esa actitud?
—¿Quién le dijo que quiero llegar a algún lado?
—Hay mejores sitios que éste.
—Dígamelo a mí. Yo he vivido en unos cuantos sitios.
—¿Cuánto hace que se fue Roy?
—Creo que dos semanas. No llevo cuenta del tiempo. De esa forma pasa más rápido. —¿Qué edad tiene, Fran?
—No le importa —tras una pausa agregó—: Ciento veintiocho.
—¿Volverá Roy?
—Dice que sí. Pero siempre está al lado de su hermano cuando las cosas andan mal —la emoción anegó sus ojos, pero luego se diluyó—. Creo que no puedo culparlo, esta vez las cosas sí que andan mal.
—Tommy está en Nevada —le expliqué, tratando de encontrar el puente que me permitiría llegar hasta ella.
—¿Tommy está en Nevada?
—Allí lo vi. Schwartz lo está protegiendo. Y Roy también, posiblemente.
—No lo creo. Roy dijo que saldrían del país.
—Del estado, quizá. ¿No fue eso lo que le dijo, que saldrían del estado?
—Del país —repitió con empecinamiento—. Por eso no pudieron llevarme con ellos.
—La engañaron. No quieren que haya una mujer en medio de su camino. Por eso usted se quedó en esta cueva en Bayshore. Comiendo emparedados, mientras los dos chicos viven a lo grande en Nevada.
—¡Miente! —gritó—. ¡Están en el Canadá!
—Cómo la engañaron…
—Roy me dirá que vaya en cuanto le sea posible.
—Entonces tuvo noticias de ellos.
—Sí, tuve noticias de ellos —su boca se cerró pero ya era demasiado tarde para retener las palabras—. Está bien, ya se lo dije. Pero no le diré una sola palabra más —cruzó los brazos sobre sus pechos semidesnudos y me miró con amargura—. ¿Por qué no se va? No tiene nada contra mí. Nunca lo tendrá.
—Me iré después que usted me muestre la carta de Roy.
—No hay carta. Recibí el mensaje oralmente.
—¿Quién se lo trajo?
—Alguien. Roy le dijo que viniera a verme.
—Probablemente lo mandó desde Nevada.
—No. El tipo conducía un camión que venía desde Detroit. Habló con Roy en Detroit.
—¿Adónde iban?
—No lo sé y tampoco se lo diría si lo supiese.
Me senté en la cama a su lado.
—Escuche, Fran. Usted quiere que vuelva su marido, ¿no es así?
—Pero no lo quiero con traje de presidiario ni muerto.
—No es necesario que se llegue a ese extremo. Nosotros buscamos a Tommy. Si Roy nos lo entrega se alejará lo suficiente de todos los líos. ¿No podrá decirle eso a Roy?
—Si me llama por teléfono o cosa por el estilo. Lo único que puedo hacer es esperar.
—Usted debe saber adónde fueron.
—Sí, mencionaron esa ciudad de Ontario cerca de Windsor. Tommy era quien la conocía.
—¿Cómo se llamaba el lugar?
—No lo dijeron.
—¿Estuvo Tommy en el Canadá con anterioridad?
—No, pero Pete Culligan…
Cubrió la parte inferior de su rostro con la mano y me miró con ojos agrandados por el miedo y la desesperación.
Le pregunté:
—¿Tommy conocía a Pete Culligan, entonces?
Asintió.
—¿Tenía algún motivo personal para matarlo?
—No, creo que no. El y Pete eran muy amigos.
—¿Cuándo los vio juntos?
—En el invierno pasado en San Francisco. Tommy quería escaparse a pesar de su libertad bajo palabra hasta que Roy lo convenció para que no lo hiciera y Pete le habló de este lugar en el Canadá. Ahora parece una ironía del destino: Tommy se está escondiendo por haber matado a Pete.
—¿Tommy admitió que había matado a Pete Culligan?
—No, cuando se le oye hablar uno diría que es más inocente que un recién nacido. Y Roy le cree.
—¿Pero usted no?
—Dejé de confiar en Tommy después de aquel día en que lo encontré…, pero no hablemos de eso.
—¿Dónde queda ese escondite en el Canadá?
—No sé —su voz estaba llegando a un nivel histérico—. ¿Por qué no se va y me deja sola?
—¿Se pondrá en contacto conmigo si tiene noticias de ellos?
—Tal vez sí, tal vez no.
—¿Tiene dinero?
—Tengo un montón —me dijo—. ¿Qué piensa? Yo me vine a este barrio porque me gusta su atmósfera familiar.
Dejé caer un billete de diez dólares sobre su falda y me fui. Antes de tomar el avión para Los Ángeles tuve tiempo de llamar al sheriff Trask. Le conté casi todo, enfatizando la posibilidad de una conexión entre Schwartz y Culligan. Ahora que lo pensaba a la luz del día, me di cuenta de que no quería arreglarme con Schwartz sin más ayuda que mis manos.