Me quedé hasta muy entrada la noche en la habitación del hotel, haciendo apuntes sobre el caso de John Brown. Aparentemente, era una historia admisible. Su supuesta sinceridad la hacía más plausible. Eso, y el hecho de que podía ser comprobada con sencillez. Durante la entrevista yo me había apostado a mí mismo que John Brown estaba diciendo la verdad. John Galton, claro está.
Por la mañana remití todos estos datos a mi oficina. Luego fui a visitar al sheriff en la subestación. Había un oficial muy joven sentado ante el escritorio de Mungan.
—¿Sí, señor?
—¿Está el oficial Mungan?
—Lo siento, pero está franco de servicio. Pero si usted es el señor Archer, me dejó este mensaje.
Extrajo un sobre largo de uno de los cajones y me lo alcanzó por encima del mostrador. Contenía una nota apresurada escrita en una papel cualquiera:
«Jefatura telefoneó datos sobre Frederick Nelson. Prontuario comienza diques de San Francisco año veinte. Asalto, sin proceso. Matón en banda de Lempi desde 1928. Arresto sospechas asesinato 1930, Habeas Corpus. Convicto gran robo 1932, sentenciado. Intentó escapatoria 1933, aumento sentencia. Escapó diciembre 1936, nunca apresado.
»Mungan.»
Crucé la calle hasta el hotel y llamé al Sussex Arms, donde se alojaba Roy Lemberg. Me atendió el conserje:
—Sussex Arms, habla Farnsworth.
—Habla Archer. ¿Está Lemberg?
—¿Quién habla?
—Archer. Ayer le di diez dólares. ¿Está Lemberg?
—El señor y la señora Lemberg se retiraron del hotel.
—¿Cuándo?
—Ayer por la tarde, después que usted se fue.
—¿Cómo no los vio salir?
—Quizá porque se fueron por la puerta trasera. No indicaron su destino. Pero el señor Lemberg realizó una llamada a larga distancia antes de partir. Llamó a Reno.
—¿A quién llamó en Reno?
—A un vendedor de coches llamado «José Generoso». Creo que el señor Lemberg solía trabajar para él.
—¿Y eso es todo?
—Esto es todo —replicó Farnsworth—. Espero que sea lo que usted deseaba.
Fui rápidamente al Aeropuerto Internacional, devolví el coche alquilado y tomé un avión hacia Reno. Al mediodía ya estaba aparcando otro coche alquilado en el terreno de «José Generoso».
Había un enorme cartel con un tío como Papá Noel desparramando dólares de plata. En una esquina del aparcamiento había un quiosco y toda una fila de coches de modelos muy viejos. En el extremo había un gran depósito de chapas corrugadas en una de cuyas paredes pendía un aviso: «SE PINTAN COCHES.»
Antes de que terminase de aparcar salió del quiosco un joven vehemente que llevaba corbata ordinaria. Palmeó y acarició los guardabarros.
—Bueno, muy bueno. Está en perfecto estado. Si usted quiere cerrar trato tal vez pueda cambiarlo y quedarse con un poco de dinero en efectivo.
—Me meterían en la cárcel. Acabo de alquilar este coche.
Tragó saliva y fingió una gran sorpresa:
—¿Por qué alquilarlo? Según nuestro lema, usted puede ser propietario de un coche por menos dinero.
—¿No será usted «José Generoso»?
—El señor Culotti está en el depósito, ¿quiere hablar con él?
Le dije que sí. Me llevó hasta la cochera y gritó:
—¡Eh, señor Culotti, un cliente!
Apareció un hombre con cabellos grises, que parecía haberse vestido de gala por muy poco dinero con su traje de crema helada. Parecía estar permanentemente asustado.
—¿El señor Culotti?
—Soy yo —me dedicó una sonrisa mercantil—. ¿En qué puedo servirle, señor?
—Un tal Lemberg lo llamó ayer por teléfono.
—Es cierto, solía trabajar para mí y me pidió el puesto que antes tenía. Pero, nones —su gesto indicó que había hundido a Lemberg en el polvo.
—¿Está en Reno? Trato de localizarlo.
Culotti se tocó la nariz y me miró sorprendido, luego sonrió con generosidad y me empujó paternalmente con el brazo.
—Entre, vamos a hablar.
Me llevó hacia la puerta. Un hombre con gafas de pintor abandonó el trabajo que estaba realizando en un coche azul.
Traté de reconocerlo cuando el hombro de Culotti me golpeó la espalda como si hubiera sido el parachoques de un camión. Trastabillé hacia el hombre con gafas. La pistola-soplete silbó en sus manos.
Una nube azul me cegó. En la ardiente oscuridad azulada recordé que el conserje no me había exigido la otra parte del dinero. Luego sentí una explosión apagada sobre la cabeza. Me deslicé por paredes de color azulino hasta un agujero que se abrió para esperarme.
Más tarde alguien empezó a hablar.
—Será mejor que le laves los ojos —dijo el primer sepulturero—, no queremos que quede ciego.
—Que se quede ciego para que aprenda —repuso el segundo sepulturero—. Me parece que se lo merece.
—¿Todavía no has aprendido la lección, Tuerto? Haz lo que te digo.
Oí a Culotti resoplar como un toro. Escupió, pero no respondió. Mis manos estaban atadas a mis espaldas. Mi cara parecía de cemento. Traté de parpadear. Mis parpados quedaron pegados.
El miedo a la ceguera es lo peor que existe. Quería rogarles que me salvaran la vista. Pero una persistencia luminosa que había detrás de mis ojos me obligó a quedarme quieto y a continuar en silencio.
Se oyó burbujear un líquido en una lata.
—Con gasolina no, bola de grasa.
—No me digas eso.
—¿Por qué no? Eres una bola de grasa tuerta, un jamón que antes llegó a ser un montón de músculos —esta voz ligera, carecía de personalidad, no demostraba emoción alguna, casi no tenía sentido—. ¿No tienes aceite de oliva?
—En casa tengo mucho.
—Vete a buscarlo. Yo me quedaré aquí. Mi conciencia debió disolverse durante un rato. El aceite corría por mis mejillas como si fuera un chorro de lágrimas.
Un rostro comenzó a dibujarse, era la cara de Culotti que colgaba, cabeza abajo y con la boca abierta, sobre mí. Giré sobre mí mismo, me coloqué de espaldas y lo pateé con ambos pies. Un tacón le dio en el mentón y él se derrumbó. Algo rodó y golpeó en el suelo. Luego se plantó delante de mí, mirándome con un solo ojo y me hizo regresar a la oscuridad total.
Fue una mala tarde. De pronto se transformó en una mala noche. Alguien me había despertado con sus ronquidos. Los escuché durante un buen rato. Callaban cuando yo dejaba de respirar, proseguían cuando yo dejaba escapar el aire. Durante un rato no alcancé a comprender el significado de todo aquello.
Estaba tirado en una habitación. La habitación tenía paredes. En una de las paredes había una ventana. En la habitación flotaba la penumbra como si fuera humo azul.
Me senté. Un hombre que no había visto se separó de la pared contra la que había estado recostado. Apoyé los pies en el suelo y giré para mirarlo despacio y cuidadosamente, para no perder el equilibrio.
Era un joven robusto, con rizos oscuros que caían sobre su frente. Uno de sus brazos estaba en cabestrillo. Con la mano del otro contenía un arma. Sus ojos ardientes y el ojo frío del revólver triangulaban mi esternón.
—Hola, Tommy —traté de decirle, pero se oyó—: Hoo Toui.
En mi boca había restos de sangre. Traté de escupirlos. Así se inició una reacción en cadena que me lanzó de espaldas sobre la cama jadeando y vomitando. Tommy Lemberg se puso de pie y me observó.
Cuando pude contenerme me dijo:
—El señor Schwartz lo espera, quiere hablar con usted. ¿Desea limpiarse un poco la cara?
—¿Aóne pueo laarme? —le pregunté con mi jerga inimitable.
—Hay un baño al final de este corredor. ¿Cree que podrá ir caminando?
—Ií, peo amiar.
Pero tuve que apoyarme en las paredes para llegar hasta el baño. Tommy Lemberg se quedó mirando cómo me lavaba la cara y hacía unas gárgaras. Traté de no mirarme en el espejo que había sobre el lavabo. Pero me vi, cuando empecé a secarme. Uno de los incisivos estaba partido. Mi nariz parecía una patata hervida.
Y todo eso me enfureció. Fui hacia Tommy. El retrocedió por el pasillo. Tropecé y caí de rodillas, el cañón de su arma me pegó en la nuca. El dolor fue tan intenso que me asusté. Me levanté apoyándome en el lavabo.
Tommy sonreía, excitado:
—No haga esas cosas. No quiero lastimarlo.
—Y a Culligan tampoco, me imagino —ya podía caminar, pero mis ojos no lograban enfocar con claridad.
—¿Culligan? ¿Quién es? Nunca oí hablar de Culligan.
—Y tampoco estuvo en Santa Teresa, ¿no?
—¿Dónde queda eso?
Me condujo hasta el final del corredor y me hizo bajar unos escalones que me llevaron a una enorme habitación mal iluminada. Por sus enormes ventanas podía ver las montañas que ahora se destacaban contra un cielo negro. Tommy encendió las luces y las montañas desaparecieron. Se desplazó por la habitación como si fuera su casa.
Imaginé que sería el recibidor de la casa de Otto Schwartz, pero se parecía más a la conserjería de un hotel o a la sala de recreo de alguna institución. En un rincón había un viejo bar y toda una estantería con botellas lo dominaba. Un tocadiscos automático y una pianola eléctrica, una ruleta y varios tragaperras ocupaban la pared más lejana.
—Será mejor que se siente —Tommy señaló una silla con su revólver.
Después puso a funcionar la pianola. Tecleó una melodía sobre un pueblecito español. Por lo visto no sabía qué hacer.
Me concentré deseando que apartase su arma y me diese una oportunidad para defenderme. Pero fue inútil.
El hombre que entró a continuación irradiaba frío por sus ojos verdes y glaciales. Tenía una nariz cruel y por debajo de ella una de esas bocas que para sonreír se estiran hacia los lados.
El hombre que entró a un paso de distancia, y cuya estatura lo imponía sobre todos los presentes, tenía ojos chatos, mirada impersonal y rostro torturado. Cuando su jefe se detuvo frente a mí, él se paró a un lado, alerta como un perro guardián. Tommy se colocó junto a él como un aprendiz.
—Está hecho un asco —la voz de Schwartz también era fría aunque muy suave, como si esperase que la oyesen—. Soy Otto Schwartz, por si lo ignora. No tengo tiempo para perder con detectives de tres al cuarto. Tengo que pensar en otras cosas.
—¿Qué clase de cosas? ¿Asesinatos?
Se puso rígido. En lugar de golpearme se quitó el sombrero y se lo arrojó a Tommy.
—Estaba por tratarlo bien aunque no se lo mereciese. Pero ¿qué pasa?: empieza a decir esas cosas, a hablar de asesinatos y tonterías por el estilo. El lago Tahoe es muy hondo. Y usted podría zambullirse muy profundamente, con las piernas metidas en un bloque de cemento.
—Y usted podría sentarse en un sillón caliente, sin almohadones, con electrodos en la cabeza pelada.
El grandullón dio un paso hacia mí. Schwartz me sorprendió con una carcajada bastante aguda:
—Usted es un joven muy valiente. Me gusta. No quiero hacerle daño. ¿Qué se propone? Un poco de dinero, ¿no es eso?
—Un crimencito. Matar a cualquiera. Y luego usted se convierte en un personaje en este mundo.
—Ya soy un personaje, no sé por qué lo duda —su boca se plegó como una cicatriz—. ¡No permito que nadie me insulte! Y que nadie me robe.
—¿Culligan le robé? ¿Por eso ordenó que lo mataran?
Schwartz volvió a mirarme. Pensé en la profundidad del Tahoe y en el pobre Archer ahogado y con los pies metidos en cemento. Tommy Lemberg empezó a hablar:
—¿Puedo decir una cosa, señor Schwartz? Yo no maté al tipo ese. La policía está equivocada. Debió caerse al suelo y se le habrá clavado el cuchillo…
—¡Claro! ¡Imbécil! —Schwartz volvió su furia contenida sobre Tommy—: Ve y díselo a los policías. Pero no me metas en eso.
—No me creerían —murmuró con tono de incomprensión—. Me meterían adentro sólo porque traté de defenderme. Pero fui yo quien recibió un balazo. El me apuntó con una pistola.
—¡Basta! ¡Basta! —Schwartz se pasó la mano sobre la cabeza aplastando algunos pelos imaginarios—. ¿Por qué ya no queda inteligencia en este mundo? ¡Tarados! ¡Todos tarados!
—Los inteligentes no se atreverían a tocar sus bandas ni con un palo que mida diez metros.
—Ya lo he oído hablar demasiado.
Su cabeza giró y miró al matón que empezó a quitarse la chaqueta.
—¿Quiere que le dé una buena, señor Schwartz?
Era la misma voz ligera e impersonal que discutiera con Culotti. Me levanté de la silla. Schwartz estaba a mano y lo golpeé en el estómago. Se dobló como una navaja y siguió jadeando. No necesito mucho para ponerme contento, y eso me puso tanto que la alegría me duró durante los dos o tres primeros minutos de la paliza.
La cara del grandullón sólo se vio como imágenes fugaces y rojizas. Cuando la luz de la habitación desapareció por completo en mi mente, reapareció la luminosidad, que duró un instante. La voz de Schwartz seguía diciendo chistes:
—Prométame olvidarlo y eso será suficiente.
»Lo único que tiene que hacer es darme su palabra. Yo soy un hombre que mantiene su palabra, usted también…
»Vuelva a Los Ángeles, es lo único que tiene que hacer. Nadie le preguntará nada y nada pasará.
De pronto brilló una luz que salió de mí como si fuera la luz de un barco. Nadé hacia ella, pero se elevó, quedó colgada en el cielo oscuro como una estrella. Me alejé de la habitación y volé sobre ella y floté por encima de las negras montañas.