15

El doctor Dineen nos recibió con un chaquetón de fumar de terciopelo rojo, muy viejo, y que me recordó las etiquetas de los postillones. Me miró con impaciencia.

—¿Qué pasa?

—Creo que hemos podido identificar su esqueleto.

—¿De veras? ¿Cómo?

—Por la fractura curada que había en uno de los brazos. Doctor Dineen, éste es el señor Sable, un abogado que representa los intereses de la familia del desaparecido.

—¿Cuál era su familia?

Sable respondió:

—Su verdadero nombre era Anthony Galton. Su madre es la señora de Henry Galton, de Santa Teresa.

—¡Vaya! Solía ver este apellido en las páginas sociales. En su tiempo llegó a ser muy importante.

—Creo que sí —replicó Sable—. Pero ahora es una anciana.

—Todos envejecemos, ¿no es cierto? Pero… pasen, pasen caballeros.

Retrocedió para darnos paso. Al entrar al hall le dije:

—¿John Brown está con usted?

—Sí, está aquí. Creo que esta tarde estuvo tratando de localizarle a usted. En este momento se halla en mi consulta estudiando un problema de ajedrez. Eso le puede hacer mucho bien. Pero lo voy a vencer en seis jugadas.

—Doctor, ¿no podría concedernos unos instantes?

—Si es importante…, supongo que sí.

Nos hizo entrar en un comedor adornado con hermosos muebles de vieja caoba. La habitación me recordó la sensación que experimentara aquella misma mañana: la casa del doctor era una regresión a un pasado más seguro.

Se sentó a la cabecera de la mesa y nos señaló sillas a ambos flancos. Sable se inclinó sobre la mesa. Los sucesos de ese día y del anterior habían afilado su perfil:

—¿Podría manifestarnos su opinión sobre la moral de este joven?

—Le permito estar en mi casa. Eso bastaría para contestar su pregunta.

—¿Lo considera un amigo?

—Sí, en efecto. No suelo entretenerme con desconocidos. A mi edad no se puede perder el tiempo con gente a quien no se aprecia.

—¿Con eso indica que es una persona a quien estima?

—Por lo visto —la sonrisa del doctor era lenta, casi indiferenciada de su gesto habitual—. Lo merece, aunque no se le puede exigir mucho a un chico de veintidós años.

—¿Hace mucho que lo conoce?

—Toda su vida, si usted tiene en cuenta la presentación inicial. El señor Archer le habrá dicho que yo lo traje al mundo.

—¿Está seguro de que éste es el mismo muchacho que usted ayudó a nacer?

—No tengo motivo alguno para dudar.

—¿Sería capaz de jurarlo, doctor?

—Si fuera necesario.

—Puede ser necesario. El problema de su identidad es sumamente importante. Hay mucho dinero de por medio.

El anciano sonrió o se enfureció:

—Perdone si no me muestro impresionado. Después de todo, el dinero no es más que eso: dinero. No creo que John esté muy ansioso por dinero. En realidad este hecho puede significar un golpe para él. Vino aquí esperándose encontrar con vida a su padre.

—Pero si está calificado para recibir una fortuna —agregó Sable—, eso tal vez pueda significar un consuelo, ¿no es cierto? ¿No sabe si sus padres estaban casados legítimamente?

—Bueno, ocurre que puedo contestar afirmativamente a su pregunta. John estuvo realizando algunas averiguaciones. La semana pasada descubrió que un tal John Brown y una Teodora Gavin se casaron en Benicia sin ceremonia religiosa en el mes de setiembre del año 1936. Y eso lo legitima aunque por un margen muy escaso.

Sable permaneció callado durante un momento. Miró como un fiscal que duda de un testigo.

—Bien —dijo el anciano—. ¿Está satisfecho? No quiero que me tomen por un inhospitalario, pero me levanto temprano y ya es hora de irme a acostar.

—Todavía quedan dos cosas, doctor, si es que nos permite. Por ejemplo, ¿me pregunto por qué usted está tan empapado en los asuntos del muchacho?

—Tuvo que ser así —replicó con cierta brusquedad.

—¿Por qué?

El doctor miró a Sable con cierto disgusto.

—Mis motivos no son de su incumbencia, consejero. Hace un mes el muchacho llamó a mi puerta esperando encontrar a alguien de su familia. Naturalmente, hice lo que pude para ayudarle. Tiene un derecho moral a ser sostenido y protegido por su familia.

—Si llega a probar que es miembro de ella.

—No creo que haya dudas en ese sentido. Creo que usted es innecesariamente duro al juzgarlo y no sé por qué tiene que seguir siéndolo. No hay indicios que pueda ser un impostor. Tiene su certificado de nacimiento, que prueba su origen. Allí figura mi nombre por haber sido el médico que lo atendió. Por eso, en primer lugar, vino a verme.

—Los certificados de nacimiento son muy fáciles de conseguir —le dije—. Uno mismo los puede solicitar mediante el pago de una pequeña suma y luego todo consiste en arriesgarse.

—Estoy de acuerdo, pero siempre que uno sea un sinvergüenza, un pícaro. Y yo no admito que se acuse al muchacho de una u otra cosa.

—Por favor, por favor —interrumpió Sable, moderando su voz—. Como abogado de la familia Galton yo tengo el deber de ser escéptico en estas demandas.

—Pero John no ha hecho ninguna demanda.

—Todavía no, quizá. Pero las hará. Y están involucrados intereses muy importantes, tanto humanos como financieros. La señora Galton tiene una salud muy delicada. No voy a presentarle una situación que puede estallar ante sus mismos ojos.

—No creo que éste sea ese caso. Usted solicitó mi opinión y ahí la tiene. Pero ninguna situación humana es totalmente previsible, ¿no es cierto? —el anciano se inclinó para levantarse. Su calva brilló como una piedra pulida ante la luz del candelabro—. Usted querrá hablar con John, me imagino. Le diré que están aquí.

Salió y regresó con el muchacho. John vestía un pantalón de franela y un jersey gris que llevaba encima de una camisa abierta en el cuello. Sus ojos saltaron de mi rostro al de Sable. Dineen quedó a su lado manteniendo una postura protectora.

—El señor Sable —le comunicó en tono indiferente— es un abogado de Santa Teresa y está muy interesado por ti.

Sable se adelantó y le estrechó la mano.

—Mucho gusto.

—El gusto es mío —sus ojos grises estaban tan atentos como los de Sable—. Tengo entendido que usted sabe quién es mi padre.

—Era, John —le dije—. Hemos identificado perfectamente los restos que están en la oficina del sheriff. Pertenecían a un hombre llamado Anthony Galton. Todo indica que él fue su padre.

—Pero mi padre se llamaba John Brown.

—Usaba ese nombre. Lo empezó a emplear como seudónimo literario, aparentemente —miré al abogado que estaba a mi lado—. ¿Podemos admitir que Galton y Brown eran la misma persona y que lo mataron en el año 1936?

—Por lo visto —Sable apoyó una mano sobre mi brazo—. Preferiría que usted me dejase seguir adelante con todo esto. Están incluidas varias cuestiones legales.

Miró al muchacho que parecía no haber captado la noticia de la muerte de su padre. El doctor apoyó un brazo sobre sus hombros.

—Lo siento por ti. Sé lo que significa.

—Lo curioso es que no significa nada. No conocí a mi padre. Son nada más que palabras que hablan de un extraño.

—Quisiera hablar con usted en privado —dijo Sable—. ¿Adónde podemos ir?

—A mi habitación, si le parece. ¿De qué vamos a hablar?

—De usted.

Vivía en un barrio obrero, en el otro extremo de la ciudad. Era una casona con aspecto descuidado, que acompañaban otros caserones que conocieran días mejores.

Su cuarto era un cubículo desnudo situado en el segundo piso, al fondo. Desgarrones y manchas que se alternaban con las rosas del empapelado iban narrando una larga historia de declive.

La habitación albergaba una cama de hierro cubierta con una manta del ejército, un armario de pino bastante manchado y en cuyo frente se sostenía, a duras penas, un espejo deslucido, un guardarropas inestable, una silla de paja junto a una mesita. A pesar de los libros que había sobre esta última, algo me recordaba a la habitación del finado Culligan.

Mi mente voló a la grandiosa propiedad de la señora Galton. Sería un salto enorme desde este lugar a aquél. Me pregunté si el muchacho estaría preparado para realizarlo.

Se hallaba de pie junto a la única ventana, contemplándonos de forma casi desafiante. Tomó la silla y la llevó al otro lado de la mesa.

—Siéntense, si gustan. Uno de los dos deberá sentarse en la cama.

—Gracias, pero prefiero quedarme de pie, hijo —dijo Sable—. Tuve que hacer un viaje muy largo para llegar aquí y esta misma noche tendré que regresar con el coche.

El muchacho agregó con cierto apremio:

—Lamento que se hayan tomado tantas molestias.

—Bah, de todos modos éste es mi trabajo y en ello no incluyo nada personal. Bueno, me dijeron que tienes tu certificado de nacimiento. ¿Puedo verlo?

—Por supuesto.

Abrió el cajón superior del armario y tomó un documento enrollado. Sable se colocó unas gafas para examinarlo. Leí por encima de su hombro. Establecía que el señor John Brown, hijo, había nacido en Blubb Road, en el condado de San Mateo, el día 2 de diciembre de 1936. Que su padre era John Brown y su madre doña Teodora Gavin Brown. Que el médico que la atendió fue el doctor George Dineen.

Sable levantó la vista y jugueteó con las gafas como si fuera un político en medio de un discurso.

—¿Te das cuenta de que este documento no tiene ningún valor? Cualquiera puede pedir un certificado de nacimiento, cualquier certificado de nacimiento.

—Pero éste es mío, señor.

—Veo que lo extendieron en el pasado mes de marzo. ¿Dónde estabas en marzo?

—Todavía estaba en Ann Arbor. Viví allí durante cinco años.

—¿Fue a la Universidad durante todo ese tiempo? —le pregunté.

—La mayor parte del tiempo. Fui al colegio superior durante un año y medio y luego entré en la Universidad. Me gradué esta primavera —hizo una pausa y luego apretó el labio inferior con los dientes—. Supongo que habrán de comprobar todo lo que les estoy diciendo, por eso será mejor que les explique por qué no fui al colegio con mi nombre verdadero.

—¿Por qué? ¿No sabías tu apellido?

—Claro que lo sabía. Siempre lo supe. Si quieren que les cuente las circunstancias de ese hecho, lo haré.

—Creo que sería muy importante que lo hicieras —le indicó Sable.

El muchacho tomó un libro que había sobre la mesa. Su título decía: Dramas del modernismo. Lo abrió en la primera página y nos mostró un nombre: John Lindsay, escrito en tinta.

—Ese fue el nombre que usé: John Lindsay. El nombre era el mío, por supuesto. Pero el apellido pertenecía al señor Lindsay, el hombre que me recogió.

—¿Vivía en Ann Arbor? —preguntó Sable.

—Sí, en la calle Hill, 1028 —el tono del muchacho era un tanto sardónico—. Viví allí durante varios años. El se llamaba Gabriel R. Lindsay. Era maestro y consejero en el colegio superior.

—¿No es curioso que usaras su apellido?

—No lo creo, si se consideran las circunstancias. Estas sí que eran poco comunes… tal vez ése no sea el término correcto… el señor Lindsay fue quien realmente se interesó por mi caso.

—¿Tu caso?

El muchacho sonrió ligeramente.

—Sí, era un caso. He recorrido mucho camino en estos cinco años, gracias al señor Lindsay. Yo era un desastre cuando aparecí en ese colegio superior…, un desastre en más de un sentido. Había pasado dos días en los caminos, no tenía ropas decentes ni nada. Naturalmente, no me dejaron entrar. No tenía antecedentes escolares y no quería decirles mi nombre.

—¿Por qué?

—Temía mortalmente que me fuesen a llevar de regreso a Ohio y me internasen en un reformatorio. Eso solían hacer con los chicos que se escapaban del orfanato. Por otra parte, el superintendente no me quería.

—¿El superintendente del orfanato?

—Sí, se llamaba Merriweather.

—¿Cómo se llama el orfanato?

—Crystal Springs. Cerca de Cleveland. Pero no decían que era un orfanato. Lo llamaban Hogar. Pero de todos modos no se parecía a un hogar.

—¿Dice que su madre lo dejó allí?

—Cuando tenía cuatro años —respondió.

—¿Se acuerda de su madre?

—Lógicamente. Me acuerdo de su cara, en especial. Era muy pálida, delgada, tenía ojos azules. Creo que estaba enferma. Recuerdo sus últimas palabras: «Tu papito se llamaba John Brown, como tú, y tú naciste en California.» Entonces yo no sabía qué era California ni dónde podría estar situada, pero retuve la palabra.

Sable no parecía emocionado.

—¿Dónde te dijo todo eso?

—En el despacho del superintendente, cuando me dejó. Luego me prometió venir por mí, pero jamás regresó. No sé qué le sucedió.

—Pero ¿recuerdas las palabras que te dijo cuando tenías cuatro años?

—Yo estaba muy adelantado para la edad que tenía —repuso con tono indiferente—. Soy muy despierto y no me avergüenza confesarlo. Eso me ayudó cuando traté de inscribirme en Ann Arbor.

—¿Por qué elegiste Ann Arbor?

—Oí decir que era un lugar apropiado para conseguir buena educación. Los maestros del Hogar eran una recua de brutos ignorantes. Y yo quería educarme sobre todo. El señor Lindsay me hizo una prueba de aptitudes y decidió que merecía una educación aunque no tuviera antecedentes. Luchó valientemente por mí, para conseguir que me admitiesen en el colegio. Y luego tuvo que luchar contra la gente que se ocupaba de beneficencia. Ellos querían meterme en el Juvenil y conseguirme un padre adoptivo. Pero el señor Lindsay los convenció de que su casa podría servirme de hogar aunque él no tuviera mujer. Era viudo.

—Parece un buen hombre —intervine diciendo.

—Fue el mejor de todos, y lo sé muy bien. Viví con él durante casi cuatro años. Yo atendía el horno, recortaba el césped en el verano y cuidaba la casa para pagar mi educación y mi estancia. Pero estancia y educación fue lo menos que me dio. Cuando me recogió yo era una basura. Y de mí hizo una persona decente.

Hizo una pausa, sus ojos miraron a través de nosotros, llegaron a miles de kilómetros de distancia y luego se fijaron en mí.

—Hoy no tengo derecho a decir que no tuve padre. Gabriel Lindsay fue un padre para mí.

—Me gustaría conocerlo —manifesté.

—¿Para corroborar mis palabras?

—No por eso, precisamente. No haga que todo esto se nos convierta en algo más difícil, John. Como dijo el señor Sable, no tenemos intereses personales. Nuestro trabajo se limita a descubrir la verdad.

—Es tarde para que conozcan al señor Lindsay. Falleció en el invierno pasado. Me ayudó hasta el día de su muerte y aun después de ella. Me dejó suficiente dinero para que terminase mis estudios.

—¿Cuánto te dejó? —preguntó Sable.

—Dos mil dólares. Aún me queda algo.

—¿De qué murió?

—Neumonía. Murió en el hospital de la Universidad de Ann Arbor. Yo estuve junto a su lecho cuando murió. Podrán comprobarlo. Venga la próxima pregunta.

Su ironía era juvenil, vulnerable. No llegaba a ocultar sus sentimientos. Me pregunté si sus sentimientos serían fingidos. Si él no consiguiera el dinero de los Galton, bien podría ganarse la vida como actor.

—¿Por qué viniste a la Bahía de la Luna? —le preguntó Sable—. No pudo ser simple coincidencia.

—¿Y quién lo dijo? —presionado por el bombardeo de preguntas el muchacho parecía derrumbarse—. Tenía derecho a venir aquí, ¿no es cierto? Nací aquí, ¿no es cierto?

—¿Es cierto?

—Acaba de ver mi certificado de nacimiento.

—¿Cómo lo conseguiste?

—Escribí a Sacramento. ¿Hay algo de malo en eso? Les di mi fecha de nacimiento y ellos pudieron decirme dónde nací.

—¿Por qué se despertó en ti ese súbito deseo por saber dónde naciste?

—No fue un deseo súbito. Pregúntele a cualquier huérfano si eso no es importante. Lo único que se me ocurrió de repente fue eso de escribir a Sacramento. Antes jamás se me había ocurrido.

—¿Cómo supiste tu fecha de nacimiento?

—Mi madre debió decírsela a la gente del orfanato. Ellos siempre me hacían regalos cuando llegaba el dos de diciembre —sonrió ligeramente—. Mudas para el invierno.

Sable no pudo evitar una sonrisa. Agitó una mano como si quisiera disipar la tensión que reinaba en la pieza.

—¿Está satisfecho, Archer?

—Por ahora, sí. Ya pasó un día demasiado largo. ¿Por qué no deja este asunto por esta noche?

—No puedo. Mañana a las diez de la mañana tendré una audiencia muy importante, y antes de eso querría hablar con el juez de cámara —se volvió bruscamente y le preguntó al joven—: ¿Sabes conducir?

—No tengo coche, pero sé conducir.

—¿Te gustaría llevarme hasta Santa Teresa? ¿Ahora mismo?

—¿Para quedarme?

—Tal vez. Creo que sí. Tu abuela estará ansiosa por verte.

—Pero el señor Turnell cuenta conmigo en la gasolinera.

—Puede procurarse otro muchacho —le dije—. Será mejor que vaya, John. Le espera un gran futuro, y éste es el primer paso.

—Tienes diez minutos para meter todo en tus maletas —le dijo Sable.

Por un instante, el muchacho pareció aturdido. Miró las paredes que había a su alrededor como si le disgustase tener que abandonar ese cuartito. ¿Tendría miedo de efectuar el gran salto?

—Vamos —exclamó Sable—. De prisa.

John sacudió su apatía y sacó una vieja maleta de cuero que había en el guardarropa. Nos quedamos a su lado mirando cómo metía sus escasas pertenencias: un traje, algunas camisas y calcetines, una máquina de afeitar, una docena de libros y su preciado certificado de nacimiento.

Me pregunté si en realidad, le estaríamos haciendo un favor. La propiedad de los Galton poseía un surtidor de dinero caliente y frío, que manaba de una reserva inagotable. Pero el dinero nunca venía solo. Como todo lo demás, exigía un precio.