14

Regresé por la cuesta hacia la última luz que se esfumaba en el cielo. En el camino que giraba para llegar a la Bahía de la Luna pasé junto a un viejo que llevaba un hatillo sobre sus espaldas. Era uno de esos vagabundos que suelen seguir al sol como las aves migratorias.

Frené, retrocedí y le di la tarta.

—Gracias, es usted muy amable —su boca era una rendija en un copo de lana. Metió la tarta en el hatillo. Era un regalo demasiado barato, y le agregué un dólar.

—¿Quiere que le lleve hasta la ciudad? —No, gracias. Le dejaría olores en su coche.

Se alejó con pasos largos, lentos, intencionados, perdidos en un sueño eterno, difuso.

Comí pescado con un poco de pan en una fonda infecta y luego fui a la oficina del sheriff. El reloj que había en la pared, sobre el escritorio de Mungan, marcaba las ocho. Levantó la vista de unos papeles.

—¿Dónde estuvo? El hijo de Brown preguntó por usted.

—Quiero verlo. ¿No sabe adónde se fue?

—Estará en la casa del doctor Dineen. Son muy amigos. Me dijo que el doctor le está enseñando a jugar al ajedrez. Ese juego siempre estuvo un poco fuera de mi alcance. Prefiero una mano de póquer.

Di la vuelta al escritorio y traté de responder a su pregunta:

—Estuve realizando algunas averiguaciones. Hay un par de cosas que podrán interesarle. Me dijo que conoció a unos cuantos rufianes de esta ciudad allá por el año treinta. Dígame, ¿no le suena el apellido Culligan?

—Sí. «Happy» Culligan[2] le decían. Estaba en la banda del Caballo Rojo.

—¿Quiénes eran sus amigos? —Mungan acarició su mentón de piedra.

—Estaban Rossi, «Hombros» Nelson, el «Zurdo» Dearbon… todos ellos eran matones de Lempi. Culligan era más bien de los que hablaban, pero le gustaba andar con armas.

—¿Y «Hombros» Nelson?

—Era el peor de todos. Hasta sus íntimos le temían —en sus ojos se asomó un resto de su admiración juvenil—. Una vez vi cómo castigaba a Culligan hasta dejarlo hecho un trapo. Los dos querían la misma mujer. Una de las chicas que trabajaban en el primer piso del Caballo Rojo. Pero no llegué a saber su nombre. Me dijeron que Nelson vivió un tiempo con ella.

—¿Cómo era Nelson?

—Era un hombre corpulento, casi como yo. Las mujeres lo seguían, tal vez lo consideraban guapo. Yo, no obstante, siempre pensé lo contrario. Era un degenerado desagradable, con cara larga y amargada y ojos malignos. El y Rossi y Dearborn fueron atrapados en la misma época que Lempi.

—¿Los mandaron a Alcatraz?

—Lempi fue a Alcatraz, pero eso cuando el gobierno se hizo cargo. Pero los otros fueron condenados por otros cargos: hurto. Además, apuñalaron a alguien. Los tres fueron a dar a San Quintín.

—¿Qué pasó después?

—No sé, no seguí sus pasos. Yo no estaba en la policía por aquel entonces. Pero ¿a qué viene todo esto?

—Creo que «Hombros» Nelson es el asesino que busca —le dije—. ¿La oficina de la ciudad de Redwood no tendrá su ficha?

—Lo dudo. Hace más de veinticinco años que nada sabemos de él. De todos modos, fue un caso en que intervino el Estado.

—Entonces deben saber algo en Sacramento. Podría decirles a los de Redwood que teletipen a Sacramento.

Mungan extendió sus manos sobre el escritorio y se levantó, meneando la cabeza de un lado al otro:

—Si todo lo que tiene es una corazonada, no puedo pedir que se utilicen servicios oficiales para confirmarla.

—Creí que estábamos cooperando.

—Yo sí, pero usted no. Yo hablé durante todo el tiempo y usted se limitó a escuchar. Y esto ya lleva un buen rato.

—Le dije que Nelson es su probable asesino. Creo que eso es hablar.

—Eso y nada más, no me sirve.

—Podría servirle si atiende mis consejos: trate de averiguar en Sacramento.

—¿Cuál es su fuente de información?

—No puedo decírselo.

—Vaya, ¿así es la cosa, no?

—Creo que sí.

Mungan me miró, mostrando su desilusión. No estaba sorprendido, sólo desencantado. Había entrevisto el comienzo de una hermosa amistad, pero todo se había frustrado.

—Espero que sepa lo que hace.

—Lo mismo digo. Piense en lo que le digo sobre Nelson. Vale la pena. Podría ganar una buena publicidad.

—Mejor para usted.

—¡Bah, puede irse al diablo!

No pude culparlo porque se sulfurase. Es muy duro pasarse medio año con un caso y ver cómo se resuelve de forma casual.

Pero tampoco podía dejarlo amargado. Di la vuelta al mostrador y me senté en un banco de madera que había contra una pared. Mungan volvió a su lugar junto al escritorio.

A las ocho y treinta y cinco Mungan se levantó y fingió descubrirme.

—¿Todavía está por aquí?

—Estoy esperando a un amigo…, a un abogado del sur. Dijo que vendría a las nueve.

—¿Para qué? ¿Para que lo ayude a hacerme pensar?

—No sé por qué se puso así, Mungan. Este es un caso muy importante, más de lo que usted pueda imaginar. Necesitaremos ser más de uno para poderlo dilucidar.

—¿Por qué dice eso?

—Por la gente que está involucrada, por el dinero que hay en juego, por los apellidos. En este extremo tenemos a la banda del Caballo Rojo o lo que quedó de ella. En el otro una de las familias más ricas y antiguas de California. Estoy esperando a su abogado, precisamente, es un tal Sable.

—¿Y con eso qué? ¿Quiere que me arrodille? A todo el mundo le doy la mano de la misma forma, a todos los trato igual.

—El señor Sable podría identificar los huesos que tiene en la caja.

—¿Ese es el tío con quien usted habló por teléfono?

—Ese mismo.

—¿Está trabajando en este caso para ese abogado?

—El me contrató. Y tal vez traiga algunos datos médicos que puedan ayudarnos a identificar los restos.

Mungan volvió a sus papeles. Al cabo de un rato dijo, como de pasada:

—Si usted está trabajando para un abogado queda fuera de órbita. Eso le confiere el mismo derecho de mantener el secreto que podría tener un abogado. Tal vez no lo sepa, pero yo estudié bastante la ley.

—Esto es completamente nuevo para mí —le mentí.

Con magnanimidad anunció:

—En general la gente, y hasta los policías, desconocen esos detalles legales.

Su orgullo y su integridad estaban satisfechos. Llamó a la fiscalía del condado y pidió que le averiguasen todo lo relativo a Nelson en Sacramento.

Gordon Sable llegó a las nueve menos cinco. Sus párpados estaban un poco inflamados. Su boca tendía a hundirse en las comisuras de los labios y en los lados de su nariz se notaban marcas de cansancio.

—Ha hecho un viaje rápido —comenté.

—Demasiado para mí. No pude desocuparme hasta las tres en punto.

Miró la habitación como si dudara de la utilidad de su viaje. Mungan se levantó, expectante.

—Señor Sable, el oficial Mungan.

Se estrecharon las manos, en señal de aprecio.

—Es para mí un placer el conocerlo —manifestó el policía—. El señor Archer me ha dicho que usted podría aportar algunos informes médicos relativos a… los restos que descubrimos en la primavera pasada.

—Es posible —Sable me miró de soslayo—. ¿Qué otros detalles tuvo que revelarle?

—Nada más que ése y el hecho de que la familia es importante. Desde ahora en adelante no será posible mantener el anonimato.

—Me doy cuenta —chasqueó—. Pero primero tratemos de resolver la identificación. Antes de venir hablé con el doctor que curó el brazo partido. Había tomado radiografías, pero ya no las tiene. No obstante, pudimos consultar sus registros escritos y me especificó cuál era la…, la fractura —de un bolsillo interno extrajo un papel doblado—. Fue una fractura en el húmero derecho, a cinco centímetros del codo. El muchacho le aseguró que se lo había partido al caerse de un caballo. Mungan habló:

—Coincide.

Sable giró y lo miró.

—¿Podría ver los elementos en cuestión?

Mungan fue al cuarto de atrás.

—¿Dónde está el muchacho? —preguntó Sable en voz baja.

—Está en la casa de un amigo jugando al ajedrez. Lo llevaré allá en cuanto terminemos con esto.

—Tony jugaba al ajedrez, cree que él puede ser el hijo de Tony?

—No sé. Tengo que esperar un rato antes de decidirme.

—¿Basándose en la evidencia de los huesos?

—En parte. Pero poseo otra evidencia que no le comuniqué: Brown ha sido identificado por una foto de Tony Galton.

—Eso no me lo había dicho.

—Porque antes no lo sabía.

—¿Quién es el testigo?

—Una mujer de la ciudad de Redwood, llamada Matheson. Es la ex mujer de Culligan y fue la nurse de los Galton. Pero me comprometí a mantenerla apartada de toda esta complicación policial.

—¿Y le parece bien haber hecho eso? —la voz de Sable era aguda, desagradable.

—Bien o mal, así es la cosa.

Ya estábamos por pelearnos. Mungan regresó y la disputa terminó. Los huesos temblequearon en su caja. La apoyó sobre el escritorio y levantó la tapa. Sable contempló los restos de John Brown. Estaba muy serio.

Mungan levantó los huesos del brazo y los apoyó en el escritorio. Fue hasta un estante y regresó con una regla. La fractura estaba exactamente a cinco centímetros del extremo del húmero.

Sable respiraba con dificultad. Habló tratando de reprimir su excitación:

—Parece que encontramos a Tony Galton. ¿Por qué no está el cráneo? ¿Qué hicieron con él?

Mungan le dijo lo que sabía. Y de camino a la casa de Dineen le conté el resto.

—Tengo que felicitarlo, Archer. Consigue resultados, en efecto.

—Me los pusieron en las manos. Y ése es un motivo por el que he sentido sospechas. Demasiadas coincidencias…, el asesinato de Culligan, el asesinato de Brown-Galton, la aparición del hijo de Brown-Galton —si es que se trata de él—. No puedo dejar de pensar que todo esto fue planeado para que se resolviese de esta manera. Recuerde que hay mucha gentuza implicada. Y a veces suelen considerar las cosas pensando en un futuro muy lejano, a veces suelen esperar largo tiempo para conseguir su dinero.

—¿Dinero?

—El dinero de los Galton. Creo que lo de Culligan fue un asesinato relacionado con ciertas bandas. También sospecho que no fue accidental que Culligan fuese a trabajar en su casa hace cosa de tres meses. Su casa era el escondite perfecto, desde allí podía observar todo lo que sucedía en la familia Galton.

—¿Y para qué habría de hacerlo?

—No he llegado a pensar tanto —respondí—, pero estoy casi seguro de que Culligan no fue allí porque a él se le ocurrió.

—¿Y quién lo mandó?

—Ese es el problema —tras una pausa le pregunté—: De paso, ¿cómo está su señora?

—No está bien. Tuve que internarla. No podía dejarla sola en mi casa.

—¿Supongo que la muerte de Culligan la trastornó?

—Los doctores sostienen que eso provocó su crisis, pero ya antes tenía trastornos emotivos.

—¿Qué tipo de trastornos emotivos?

—Preferiría no hablar de eso —me repuso débilmente.