13

Eran más de las cinco cuando llegué a Redwood. El cabo de policía que ordenaba el tránsito en la esquina de la estación me indicó cómo debía hacer para llegar a Sherwood Drive.

Quedaba en un barrio residencial más elevado que Marvista. Las casas estaban un poco apartadas y diferían entre sí por los detalles arquitectónicos.

Frente a la casa de los Matheson había una bicicleta tirada en el césped. Un chiquillo me recibió. Tenía ojos oscuros como su madre, cabellos cortos y castaños que se le erizaban denunciando su excitación.

—Estaba haciendo unas vueltas de carnero —me dijo, con desaliento entrecortado—. ¿Quiere hablar con papi? No está… éste, no está en casa, todavía no vino del centro.

—¿Tu mamá está en casa?

—Fue hasta la estación para ir a buscarlo. Tienen que llegar dentro de once minutos. Igual que los años que yo tengo…

—¿Once minutos?

—No, once años. La semana pasada fue mi cumpleaños. ¿Quiere que le haga unas vueltas de carnero?

—Bueno.

—Pase, ahora va a ver.

Lo seguí hasta una sala dominada por un enorme hogar de ladrillos con una repisa. El pequeño corrió hasta el medio de la inmensa alfombra verde.

—Míreme.

Realizó una serie de vueltas de carnero hasta que los bracitos se le doblaron. Se levantó, agitado como un perro en un día estival.

—Ahora que aprendí la maña podría seguir haciéndolos durante toda la noche si me diera la gana.

—No tendrías que cansarte tanto.

—Bah, yo soy fuerte. El señor Steele dice que soy demasiado fuerte para la edad que tengo, es que tengo buena coo… coordinación. Mire, toque los músculos.

Se arremangó un brazo, flexionó el bíceps y produjo una protuberancia del tamaño de un huevo.

—Es duro.

—Los tengo así porque hago vueltas de carnero. ¿A usted le parece que soy demasiado alto para la edad que tengo? ¿O cree que mi altura es normal?

—Diría que eres bastante alto.

—¿Tan alto como usted cuando tenía once años?

—Más o menos.

—¿Y usted cuánto mide ahora?

—Uno ochenta, aproximadamente.

—¿Y cuánto pesa?

—Ochenta y cinco kilos.

—¿Jugó al fútbol alguna vez?

—Sí, cuando estuve en el colegio.

—¿Le parece que yo podré llegar a ser un jugador de fútbol? —me preguntó, ansiosamente.

—No veo por qué no.

—Esa es mi ambición, llegar a ser un jugador de fútbol.

Huyó de la habitación y regresó casi de inmediato trayendo una pelota que me arrojó desde la puerta.

—Y. A. Tittle —exclamó.

Cogí el balón y le repuse:

—Hug McElhenny.

Le causó gracia: Rió hasta doblarse sobre sí mismo. Y como estaba en posición adecuada, inició otra serie de vueltas de carnero.

—Basta, basta. Me estás cansando.

—Pero yo nunca me canso —replicó, casi exhausto—. Cuando termine de hacer vueltas de carnero daré una vuelta a la manzana.

—Ah, no sigas, me fatigo sólo con verte. Se oyó el rodar de un coche. El chico se puso en pie:

—Ahí están papi y mami. Les diré que usted está aquí, señor Steele.

—Me llamo Archer. ¿Quién es el señor Steele?

—El entrenador de la Liga Juvenil. Yo lo confundí a usted con él.

A él no le molestó, pero a mí sí. Era una declaración de fe y a mí me desagradaba lo que tendría que hacer con la señora Matheson.

Ella entró sola. Su rostro se endureció y afinó al verme:

—¿Qué quiere? ¿Qué está haciendo con el balón de mi hijo?

—Lo aguanto. El me lo tiró y lo estoy aguantando.

—Estábamos jugando como los Cuarenta y Nueve —dijo el chico. Pero la risa había terminado.

—Deje tranquilo a mi hijo, ¿entiende? —gritó, y le dijo al pequeño—: Jimmy, tu padre está en la cochera, ayúdale a traer las provisiones. Y llévate la pelota.

—Toma —le dije, y le arrojé el balón. Lo llevó como si estuviera hecho de hierro. La puerta se cerró detrás de él—. Es un chico encantador.

—Como si le importara… Viniendo aquí para sonsacarme… Ya hablé esta mañana con la policía. No necesito hablar con usted.

—Con todo, creo que usted querrá hablar conmigo.

—No puedo… Mi marido…, él no sabe nada.

—¿Qué es lo que no sabe?

—Por favor —se me acercó rápida, pesadamente, como si estuviera para caerse, y me tomó el brazo—. Ron vendrá dentro de un instante. ¿No me obligará a hablar delante de él?

—Dígale que se vaya.

—¿Y cómo? Ya tiene que cenar.

—Dígale que necesita cualquier cosa del mercado.

—Piense en otra cosa.

Sus ojos se estrecharon hasta convertirse en dos tajos.

—Maldito sea. No vino más que a destruir mi vida. ¿Qué le hice para que viniera a causarme esta desgracia?

—Esa es la pregunta que quiero hacerle, señora Matheson.

—¿Por qué no se va y regresa más tarde?

—Después tengo otras cosas que hacer. Terminemos de una vez.

—Ojalá pudiera hacerlo.

Se abrió la puerta posterior. Ella se separó de mí. Su cara se suavizó y se mostró inerte, como el rostro de un agonizante.

—Siéntese —dijo—. Siéntese, de todos modos.

Me senté en el borde de un sofá cubierto con un brocado verde y brillante. Unos pasos cruzaron la cocina y se oyó un crujir de papeles. Un hombre preguntó en voz alta:

—Marian, ¿dónde estás?

—Aquí —repuso con gran tensión.

Por la puerta apareció su marido. Matheson era un hombre delgado, pequeño, vestido de gris y que parecía tener cinco años menos que su esposa. Me miró a través de sus gafas con la beligerancia propia de su estatura. Pero habló con su mujer:

—No sabía que había visitas.

—El señor Archer es el marido de Sally Archer. Ron, ya te hablé de Sally Archer —a pesar de su mirada incomprensiva ella apuró sus palabras—: Les prometí enviar una torta para la fiesta que celebraban en el templo y me olvidé de prepararla. ¿Qué haré?

—Tendrás que disculparte.

—No puedo. Dependen de mí, Ron. ¿No podrías ir hasta la ciudad y traerme un postre para que el señor Archer se lo lleve a Sally? Por favor…

—¿Ahora? —preguntó disgustado.

—Es para esta noche. Sally lo estará esperando.

—Déjala que espere.

—No puedo, no puedo. No te gustaría que anduvieran diciendo que yo no he contribuido.

Mostró sus palmas, resignado:

—¿Qué clase de torta quieres?

—Una de dos dólares. De chocolate. ¿Conoces la confitería que queda en el centro comercial?

—¡Pero eso queda casi en la otra punta de la ciudad!

—Tiene que ser una buena tarta, Ron. No querrás avergonzarme ante mis amistades…

En sus palabras se filtraba un poco de sus sentimientos verdaderos. Los ojos del hombre me miraron y luego regresaron a su rostro, escrutándolo.

—Marian, ¿qué pasa? ¿Estás bien?

—Claro que estoy bien —fingió una sonrisa—. Ahora vete como un chico bien educado y tráeme la tarta. Puedes llevarte a Jimmy contigo, cuando regreséis ya estará preparada la cena.

Matheson se fue, golpeando la puerta en señal de protesta. Oí el arranque de su coche y me volví a sentar.

—Lo tiene muy bien entrenado.

—Por favor, no meta a mi marido en todo esto. No merece ningún disgusto.

—¿Y él sabe que estuvo aquí la policía?

—No, pero los vecinos ya se lo dirán. Y entonces tendré que volver a mentir. Y odio estas mentiras.

—Deje de mentir.

—¿Y que el se entere que yo estuve metida en un asesinato? ¡Ah, eso sí que sería grande!

—¿De qué asesinato está hablando?

Abrió la boca. Su mano voló y la cubrió. Obligó a su mano a descender hasta su costado y se quedó muy callada, muy quieta, como un centinela cuidando su hogar.

—¿El de Culligan? —le dije—. ¿O el de John Brown?

El nombre fue un golpe en su boca. Se sintió demasiado azorada como para poder hablar durante un rato. Luego reunió fuerzas, se enderezó y dijo:

—No conozco a ningún John Brown.

—Me dijo que odia mentir y lo está haciendo. Usted trabajó para él en el invierno del año 1936, cuidando a su mujer y a su hijo.

Permaneció en silencio. Saqué una de las fotos de Anthony Galton y se la mostré.

—¿Lo reconoce?

Asintió, resignada:

—Lo reconozco, es el señor Brown.

—Y usted trabajó para él, ¿no es cierto?

—¿Y qué? Trabajar para alguien no es un crimen.

—Crimen es el asesinato del que estábamos hablando. ¿Quién mató a quién, Marian? ¿Fue Culligan?

—¿Quién dice que alguien mató a alguien? El levantó la casa y se fue. Se fueron todos.

—Brown no llegó muy lejos, sólo unos centímetros bajo tierra. Lo desenterraron en la primavera pasada, pero faltaba su cabeza. El cráneo no está. ¿Quién lo cortó, Marian?

El desagrado creció en la habitación como si fuera un gigante de humo, entró en la mujer y asomó por sus ojos. Le dije:

—No quiero lastimar a su hijo. No tengo nada contra su marido. Pero sospecho que usted fue testigo presencial de un asesinato. Legalmente, tal vez la consideren cómplice.

—No —negó violentamente con la cabeza—. Yo nada tuve que ver con eso.

—Quizá no. No quiero atribuirle nada. De nada la acuso. Pero si usted me cuenta toda la verdad, trataré de mantenerla apartada de este asunto. Pero tendrá que ser toda la verdad y tendrá que decírmela ahora mismo.

—¿Cómo puede ser eso si ya transcurrieron tantos años?

—¿Por qué murió Culligan después de todos estos años? Creo que las dos muertes están relacionadas. Y creo que usted podrá decirme el porqué.

Su personalidad más íntima, más cruda, se desnudó en la superficie de sus ojos:

—Y usted qué se cree que soy: ¿una bola de cristal?

—Déjese de tonterías —la interrumpí—. Sólo tenemos unos minutos. Si no quiere hablar a solas conmigo, podrá hacerlo delante de su marido.

—¿Y si me niego?

—Recibirá otra visita de la policía. Empezará aquí y terminará en la corte de justicia. Y todo el mundo que vive al oeste de los Montes Rocosos tendrá la oportunidad de leer el caso en los periódicos.

—Necesito un minuto para pensarlo.

—No lo tiene. ¿Quién mató a Brown?

—No sabía que lo habían matado, se lo aseguro. Culligan no me dejó regresar a esa casa después de aquella noche. Me dijo que los Brown se habían mudado, que se habían ido con maletas y todo. Hasta trató de entregarme dinero que me aseguró le había sido entregado por ellos para mí.

—¿De dónde lo sacó?

Tras un corto silencio exclamó:

—Les robó.

—¿El mató a Brown?

—Culligan no. No hubiera sido capaz.

—¿Quién fue?

—Hubo otra persona. Debió haber sido ese otro hombre.

—¿Cómo se llamaba?

—No sé.

—¿Cómo era?

—Apenas me acuerdo. Sólo lo vi una vez y era de noche.

Su historia comenzaba a diluirse y me hizo recelar.

—¿Está segura de que había otro hombre?

—Claro que si.

—Pruébelo.

—Era un pájaro de presidio —me dijo—. Se había escapado de San Quintín. Era de la misma banda que Culligan.

—¿Qué banda era esa?

—No sabría decirlo. Se disolvió mucho antes de mi casamiento con Culligan. Pero él nunca mencionaba la época de las bandas. No le interesaba hablar de aquello.

—Volvamos al hombre que huyó de San Quintín. Debía tener un nombre. Culligan debía llamarlo de alguna forma.

—No me acuerdo.

—Inténtelo.

Miró a través de la ventana. Su cara estaba bañada por la luz que se colaba por los vidrios.

—«Hombros». Creo que le decía «Hombros».

—¿Sin apellido?

—No, no recuerdo. Creo que Culligan nunca lo llamó por el apellido.

—¿Cómo era?

—Era corpulento, de cabellos oscuros. Nunca lo vi a la luz del día.

—¿Por qué cree que él mató a Brown? Repuso en voz baja, para que la casa no oyera sus palabras:

—Aquella noche los oí discutir. Era medianoche. Estaban sentados afuera, en mi auto, discutiendo por cosas de dinero. El otro…, «Hombros»… dijo que quitaría del medio a Pete si no estaba de acuerdo con él. Este «Hombros» tenía una voz chillona que penetraba por las paredes como si fuera un cuchillo. Quería todo el dinero para él solo, también quería la mayor parte de las joyas.

»Pete dijo que eso no era justo, que él le había dado los datos y que tendrían que repartir las cosas por la mitad. Que él también necesitaba dinero y Dios es testigo de que era cierto. Siempre necesitaba dinero. Dijo que un par de rubíes no le vendrían mal. Por eso fue que deduje lo que sucedió. La pequeña señora Brown tenía esas joyas rojas y enormes que siempre pensé que serían de vidrio. Pero no, eran rubíes.

—¿Qué pasó con los rubíes?

—El otro se llevó casi todos. Culligan quedó con una parte del dinero, creo. Al menos, durante un tiempo no tuvo apremios.

—¿Nunca le preguntó por qué?

—No, tenía miedo.

—¿Miedo de Culligan?

—No, de él no —trató de seguir hablando, pero las palabras se le atascaron en la garganta. Apretó la piel de su cuello como tratando de liberarlas—. Tenía miedo de la verdad, miedo de que me dijera qué había ocurrido. Creo que ni quería pensar en lo que había pasado. La pelea que oí fuera de casa… traté de convencerme de que todo había sido una pesadilla. En aquella época estaba enamorada de Culligan y no podía enfrentarme con él.

—¿Quiere decir que no informó de sus sospechas a la policía?

—Eso hubiera sido grave, pero yo hice algo peor. Yo fui la responsable de todo el drama. Y he vivido veinte años sintiendo su peso sobre mi conciencia. Fue culpa mía porque no supe callarme la boca —me miró casi de soslayo, sus ojos ardían por el dolor que los apremiaba—. Tal vez ahora mismo tendría que callar.

—¿Por qué fue responsable?

Su cabeza se inclinó. Sus ojos se hundieron bajo sus cejas oscuras.

—Le dije a Culligan que había dinero —agregó—. El señor Brown lo guardaba en una cajita de hierro que tenía en su habitación. La vi cuando me pagó. Debía haber unos cuantos miles de dólares. Y tuve que ir a decírselo a mi espo… a Culligan. Hubiera sido mejor si me hubiese cortado la lengua —su cabeza fue levantándose despacio, como si estuviera contrabalanceada por un peso enorme—. Eso es todo.

—¿El señor Brown nunca le dijo de dónde había sacado ese dinero?

—No. Pero se refirió a eso formulando un chiste: dijo que lo robó. Pero él no era de esa clase de gente.

—¿Cómo era?

—El señor Brown era un caballero, bueno, al menos empezó a ser un caballero. Hasta que se casó con su mujer. Yo no sé qué vio en ella además de una cara bonita. Ella no sabía nada de nada. Pero él sí que sabía, por si le interesa. Era capaz de hablar hasta con la cabeza cortada.

Abrió la boca. La enormidad de la imagen que formulara la estremeció.

—¡Dios! ¿Le cortaron la cabeza? —No me Io preguntaba. Estaba consultando con los negros recuerdos que lamían los cimientos de su vida.

—Antes de su muerte o después de ella, no lo sabemos con exactitud. ¿Dice que usted no regresó a la casa?

—Jamás. Nos fuimos a San Francisco.

—¿No sabe qué pasó con el resto de la familia, con la mujer, con el hijito?

Meneó la cabeza.

—Traté de no pensar en ellos. ¿Qué les pasó?

—No estoy seguro, pero creo que se fueron hacia el este. Parece que quedaron a salvo de alguna forma.

—Gracias a Dios —trató de sonreír, pero no lo consiguió. Sus ojos seguían evocando el recuerdo de su culpabilidad—. Creo que usted estará pensando en qué clase de mujer seré yo, que pude tolerar tantos años esta situación. Pero sepa que la cosa me afectó. Casi me volví loca durante aquel invierno. Recuerdo que me despertaba en medio de la noche y escuchaba la respiración de Culligan y deseaba que se terminase. Que no respirase más…, pero seguí con él cinco años después de aquella noche. Luego, me divorcié.

—Y ahora él dejó de respirar.

—¿Qué quiere insinuar?

—Que pudo haberle pagado a alguien para que lo matase. El estaba amenazándola. Usted tenía mucho que perder —no creía en todo eso, pero se lo dije para observar su reacción.

—¿Yo? ¿Usted cree que yo…?

—Para poder retener a su marido y a su hijo hubiera sido capaz de hacerlo. ¿No es cierto?

—No, no, por Dios.

—Muy bien.

—¿Por qué lo dice? —sus ojos estaban empañados por el pasado revivido.

—Porque quiero que usted conserve lo que tiene.

—No quiero favores.

—Pues se los voy a hacer, de todos modos. La voy a mantener aparte del caso Culligan. Y en cuanto a las informaciones que me ha suministrado sólo las emplearé como referencias privadas. Me hubiera sido más fácil si…

—Así que quiere que le paguen por la molestia que todo esto le ha provocado, ¿no es eso?

—Sí, pero no quiero dinero. Quiero su confianza y cualquier otra información que pueda proporcionarme.

—Pero no sé nada más. Eso es todo.

—¿Qué pasó con «Hombros»?

—No sé. Se debió ir a otra parte. Jamás volví a oír hablar de él.

—¿Y Culligan nunca lo mencionó?

—No, de veras.

—¿Y usted nunca mencionó el tema?

—No, yo era demasiado cobarde.

Se oyó entrar un coche por el sendero de grava. Ella se sorprendió, fue hasta la ventana y se frotó los ojos con los nudillos, como si quisiera ahuyentar sus experiencias pasadas. Quería vivir inocentemente en un mundo también inocente.

El chiquillo entró como un vendaval. Matheson apareció, casi pisándole los talones y haciendo balancear una caja que le colgaba de la mano.

—Bueno, ya lo conseguí —me la entregó—. Con eso ya habremos cumplido con la fiesta en el templo.

—Gracias.

—No tiene por qué darlas —me repuso con cierta brusquedad y se volvió para mirar a su mujer—: ¿Está lista la cena? Estoy muerto de hambre.

Ella quedó en el extremo más retirado de la habitación, separada de él por el desagrado:

—No preparé la cena.

—¿No la preparaste? ¿Qué es esto? Dijiste que estaría lista cuando nosotros estuviésemos de regreso.

Tensiones ocultas crisparon su rostro, abriéndole la boca, marcando unas arrugas bajo sus ojos. De pronto las lágrimas nublaron su vista. Gimiendo, se sentó en el borde del sofá como si fuera un chiquillo travieso a quien acaban de retar.

—¿Marian? ¿Qué pasa? ¿Qué pasa, querida?

—No soy una buena esposa para ti.

Matheson cruzó la habitación y fue hacia ella. Se sentó a su lado y la tomó en sus brazos. Ella escondió la cabeza en su cuello.

El niño fue hacia sus padres y luego giró, mirándome:

—¿Por qué llora mamá?

—Porque la gente llora.

—Yo no lloro —respondió.