12

Llamé a la policía de Santa Teresa. Después de una demora pude comunicarme con el sheriff Trask en persona. Parecía tener prisa:

—¿Qué ocurre?

—Gordon Sable me dijo que usted ha investigado la procedencia del coche del crimen en el caso Culligan.

—Y nos costó bastante trabajo. Fue robado en San Francisco la noche anterior. El ladrón cambió la matrícula.

—¿Quién es el propietario?

—Un hombre de San Francisco. Estaba pensando enviar a alguien allí para que hablara con él. Porque, por lo que nosotros sabemos, no denunció el robo.

—No me gusta eso. Estoy cerca de San Francisco, en la Bahía de la Luna. ¿Quiere que yo lo vea?

—Se lo agradecería. No puedo disponer de más personal. Se llama Roy Lemberg, vive en el hotel Sussex Arms.

Una hora después llegaba al garaje que quedaba debajo de la Plaza Unión. Bolling se despidió al llegar a la salida:

—Que tenga suerte en su caso.

—Que tenga suerte en su poema. Y muchas gracias.

El Sussex Arms era otro hotelito como aquel en el que yo pasara la noche. El conserje tenía ojos tristes y modales suntuosos.

Me dijo que el señor Lemberg estaría, probablemente, trabajando.

—¿Dónde trabaja?

—Vende automóviles, según dicen.

—¿Según dicen?

—No creo que le vaya muy bien. Trabaja comisionado por un revendedor. Y lo sé porque trató de venderme un coche a mí —hizo un gesto como indicando que conocía el secreto de un medio de transporte más avanzado.

—¿Hace mucho que vive Lemberg aquí?

—Unas semanas más o menos. ¿No será por algún asunto policial que me pregunta todo esto, no?

—Lo quiero ver por un negocio personal.

—Tal vez esté arriba la señora Lemberg. Casi siempre está.

—¿Puede llamarla? Me llamo Archer. Quiero comprarles el coche.

Fue hasta el conmutador telefónico y transmitió el mensaje:

—Dice la señora Lemberg que suba. Es en el tercer piso, apartamento undécimo. Puede tomar el ascensor.

Este me llevó hasta el tercer piso. En el extremo de un pasillo polvoriento había una rubia vestida con una bata rosada: parecía un espejismo. Al acercarme fue desluciéndose el brillo. Sus cabellos aparecían oscuros en las raíces y mostraba una sonrisa casi desesperada.

Esperó hasta que casi estuve encima de ella. Luego bostezó y se desperezó elásticamente. Vino y sueño en su aliento. Pero su silueta era excelente, su busto atractivo y su cintura esbelta. Me pregunté si estaría en venta o simplemente en exhibición.

—¿La señora Lemberg?

—Sí. ¿Qué pasa con el «Jaguar»? Alguien me llamó esta mañana por teléfono y me dijo que lo habían robado y ahora usted quiere comprármelo.

—¿Le robaron el coche?

—No, yo creo que fue una broma de Roy. Siempre hace chistes así. Pero ¿en serio quiere comprar el coche?

—Bueno, siempre que esté todo en orden —le dije evasivamente.

Mi desconfianza avivó su interés, tal como yo lo había previsto:

—Vamos, entre, hablemos de este asunto. El «Jaguar» está a su nombre, pero soy yo quien decide cuando se habla de dinero.

Entramos en su cuartito. Encendió una lámpara y señaló vagamente hacia una silla. Sobre el respaldo colgaba una camisa de hombre. Junto a la silla y en el suelo se veía un botellón de vino moscatel medio vacío.

—Siéntese, perdone todo este lío. Con todo el trabajo que hago fuera de casa ya ni tengo tiempo de limpiar el cuarto.

—¿A qué se dedica?

—Soy modelo. Vamos, siéntese. La camisa ya tendrá que ir al lavadero de todos modos.

Me senté, apoyando la espalda contra la camisa. Ella se arrojó sobre la cama y su cuerpo adoptó, automáticamente, la forma de un queso fresco:

—¿Usted piensa pagar en efectivo?

—Si compro el coche.

—Nos vendría muy bien un poco de dinero. ¿Cuánto piensa pagar? Antes le advierto que no se lo venderé muy barato que digamos. Es la única diversión que tengo: salgo y paseo por el campo… Y no es porque él me lleve a pasear. Hace tiempo que casi no veo el coche. Su hermano lo monopoliza. Roy es tan blando que no hace respetar sus derechos. Como la otra noche.

—¿Qué pasó la otra noche?

—Lo de costumbre. Tommy llegó encandilado como siempre. Dijo que tenía una oportunidad fabulosa. Que lo único que necesitaba era un coche, que haría una fortuna en un instante. Bueno, entonces Roy le prestó el coche, sin más. Tommy cuando habla es capaz de inventar cualquier cosa.

—¿Cuánto hace de esto?

—Fue anteanoche, creo. He perdido la cuenta de las noches y los días.

—No sabía que Roy tuviera un hermano —insistí.

—Sí, tiene un hermano —su voz era fría, despreciativa—. Roy está metido con su hermanito, hasta que la muerte los separe. Y todavía estaríamos en Nevada viviendo la vida de O’Reilly si no hubiera sido por ese imbécil.

—¿Por qué?

—Hablo demasiado —pero el infortunio le había nublado el entendimiento y el vino le había aflojado la lengua—. Las autoridades dijeron que podría quedar en libertad bajo palabra siempre que alguien se hiciera responsable por él. Y entonces volvimos a mudarnos a California para buscarle un hogar a Tommy.

Pensé: ¿esto es un hogar? Ella advirtió su mirada:

—No siempre hemos vivido aquí. Pagamos unas cuantas cuotas por un lugar hermoso que quedaba en la ciudad de Daly, pero Roy empezó, otra vez, a beber y no pudimos seguir pagando —giró sobre sí misma, echándose de vientre en el lecho y sostuvo su mentón con la mano—. Yo no lo culpo —agregó con más suavidad—, porque el hermano que tiene es capaz de hacer emborrachar a un santo. Roy jamás hizo daño a nadie durante toda su vida. A mí sí, pero eso puede esperarse de cualquier hombre.

Me sentí conmovido por su inocencia callejera.

—¿Por qué encerraron a Tommy?

—Porque golpeó a un tipo y le quitó la billetera. En la cartera sólo había tres dólares y le «encajaron» seis meses de prisión.

—Así que lo encerraron a razón de cincuenta céntimos mensuales. Tommy debe ser un genio.

—Pues sí. Y lo bueno es oírle hablar. Creo que le correspondía quedarse más tiempo adentro, pero él siempre se porta bien cuando hay alguien vigilándolo. La cosa se desborda en cuanto sale —inclinó la cabeza hacia un costado y sus cabellos cayeron sobre su mano—. No sé por qué le estoy contando todo esto. Pero me parece que tiene una cara que invita a que le digan cosas, a que le cuente todo.

—Mejor así.

—Claro, y así de esta forma no tiene necesidad de abrir la boca. Pero usted vino a comprar un coche, ya me estaba olvidando —su mirada se deslizó por mi lado y se detuvo junto al botellón con moscatel—. Además, estuve bebiendo unos tragos, si quiere que se lo diga francamente.

Echó una cortina de cabellos sobre sus ojos y espió a través de los mismos.

—¿Cuándo podré ver el «Jaguar»?

—En cualquier momento, me parece. Tal vez sea mejor que hable con Roy.

—¿Dónde lo podré encontrar?

—No me lo pregunte. Le diré la verdad, no sé si Tommy lo devolvió.

—¿Por qué dijo Roy que le habían robado el coche?

—No sé. Estaba medio dormida cuando él se fue. No se lo pregunté.

Al pensar en el sueño volvió a bostezar. Dejó caer la cabeza y se quedó quieta. Se oyeron unos pasos en el corredor que se detuvieron al llegar a la puerta. Una voz de hombre susurró:

—¿Estás ocupada, Fran?

Se levantó, apoyándose en los brazos como un luchador que oye la cuenta:

—¿Eres tú, querido?

—Sí, ¿estás ocupada?

—No. Vamos, entra.

Abrió la puerta, me vio y retrocedió como si fuera un intruso:

—Perdón.

Sus ojos negros eran rápidos, inciertos. Parecía un hombre que ha perdido apoyo y está deslizándose. Su traje estaba muy planchado, pero hacía mucho tiempo que no recibía una limpieza. La gordura de su rostro le confería la apariencia de un jamón, como si ya no reaccionase ante otro estímulo que una enfermedad.

Su rostro me interesó. A menos que me dejase influir por los parecidos familiares, era una versión adulta del que me robara el coche. La violencia del joven era petulancia en el hermano mayor. Le dijo a su mujer:

—Me dijiste que no estabas ocupada.

—Y no lo estoy. Descanso —rodó sobre si misma y se levantó—. Este caballero quiere comprar el «Jaguar».

—No se vende —Lemberg cerró la puerta que quedaba a sus espaldas—. ¿Quién le ha dicho que lo quería vender?

—Un pajarito.

—¿Y qué más le dijo?

Era un individuo muy sagaz, no podía seguir jugando con él.

Creo que le habría gustado pegarme un golpe. Pero yo hubiera podido partirlo por medio y debió darse cuenta.

—¿Schwartz lo envió para que me dijera todo esto?

—¿Quién?

—No se haga el tonto. Otto Schwartz —gangueó al pronunciar esas palabras—. Si fue él quien lo mandó, puede llevarle un mensaje cuando regrese. Dígale que se tire al río, que nos hará un gran favor.

Me levanté. Instintivamente, uno de sus brazos cubrió su rostro. El gesto denunció su manera de ser y su pasado.

—Su hermano está metido en un lío muy grave. Y usted también. Se fue en el coche hacia el sur para matar a un tipo. Usted le prestó el coche.

—Yo no sabía… ¿qué? —su mandíbula cayó, inerte, y luego cerró la boca con un chasquido—. ¿Quién es usted?

—Un amigo de la familia. Dígame dónde está Tommy.

—No sé dónde está. No vino a su cuarto. No regresó.

La mujer me preguntó:

—¿Usted viene de parte de las autoridades que lo dejaron en libertad?

—No.

—¿Quién es usted? —repitió Lemberg—. ¿Qué quiere?

—A su hermano: Tommy.

—No sé dónde está Tommy, se lo juro.

—¿Qué tiene que ver Otto Schwartz con usted y con Tommy?

—No lo sé.

—Fue usted quien lo mencionó. ¿Fue Otto Schwartz quien contrató a Tommy para que asesinara a Culligan?

—¿Quién? —preguntó la mujer—. ¿A quién dice que mató?

—A Pete Culligan. ¿Lo conoce?

—No —replicó Lemberg en lugar de ella—. No lo conocemos.

Avancé unos pasos:

—Está mintiendo, Lemberg. Será mejor que se tranquilice y me lo cuente todo. No sólo Tommy está metido en este lío. Usted es cómplice de cualquier crimen que haya cometido.

Retrocedió hasta que sus piernas tocaron la cama. Bajó la vista y miró a su mujer, como si ella fuera su única salvación. Ella me estaba mirando:

—¿Qué dice que hizo Tommy?

—Cometió un crimen.

—Por Dios —estiró sus piernas y se plantó delante de su marido—. ¿Y tú le prestaste el coche?

—Tuve que hacerlo. El coche era suyo. Sólo estaba a mi nombre.

—¿Por qué estaba en libertad condicional? —pregunté.

El no respondió.

La mujer lo agarró por el brazo y lo sacudió:

—Dile dónde está.

—No sé dónde está —Lemberg me miró—: Esa es la pura verdad.

—¿Y qué pasa con Schwartz?

—Tommy trabajaba para él cuando nosotros vivíamos en Reno. Y siempre le pedían que volviera a trabajar con ellos.

—¿Haciendo qué?

—Cualquier cosa sucia que se les ocurriera.

—¿Incluyendo los asesinatos?

—Tommy nunca mató a nadie.

—Antes de esta vez, querrá decir.

—Lo creeré cuando él me lo diga personalmente.

La mujer gruñó:

—¿Seguirás siendo un idiota durante toda tu vida? Roy: ¿alguna vez hizo algo por ti?

—Es mi hermano.

—¿Espera que lo llame por teléfono? —le pregunté.

—Sí, espero eso mismo.

—Si él llegara a llamarlo, ¿me lo comunicará?

—Está bien —mintió.

Bajé con el ascensor y deposité un billete de diez dólares sobre el mostrador enfrente del conserje. Levantó una ceja lánguida.

—¿Para qué es esto? ¿Quiere una habitación?

—Hoy no, gracias, es para certificar su inscripción en el club de jóvenes G-men. Mañana le entregarán su cédula definitiva.

—¿Otros diez?

—Rápido el mozo…

—¿Qué tengo que hacer?

—Saber quién visita a Lemberg, si es que alguien lo visita. Y registrar sus llamadas telefónicas, especialmente las de larga distancia.

—Puedo hacerlo —su mano escondió velozmente el billete—. ¿Y qué tengo que hacer con las visitas que ella reciba?

—Son muchas?

—Vienen y se van.

—¿Ella le paga para que los deje ir y venir?

—Eso es cosa nuestra. ¿Usted es de la policía?

—Yo no —repuse, como si su pregunta fuera un insulto—. Usted trate de llevar cuenta exacta. Si la cosa anda bien tal vez pueda bonificarlo.

—¿Si la cosa anda bien…?

—Revelaciones. Ah, además lo mencionaré en mis memorias.

—¡Qué gentil!

—¿Cómo se llama?

—Jerry Farnsworth.

—¿Estará trabajando por la mañana? ¿A qué hora?

—A cualquier hora.

—Por un poco más de dinero tal vez…

—Cinco dólares más —le dije y salí.

En la esquina opuesta había un quiosco para la venta de revistas. Crucé, compré un ejemplar de la Revista del Sábado y perforé un agujero en la tapa. Durante más de una hora estuve observando la fachada del Sussex Arms esperando que Lemberg no descubriera mi disfraz.

Pero Lemberg no salió.