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La oficina del sheriff era una caja de zapatos de yeso. Bolling dijo que se quedaría en el coche porque los esqueletos lo asustaban:

—Hasta me horroriza pensar que contengo uno. No soy como el Webster del poema de Eliot, a mí me gusta olvidarme del cráneo que hay debajo de la piel.

Nunca podría saber si Bolling se estaba riendo de mí.

El oficial Mungan era un hombre muy alto, casi una cabeza más alto que yo y su cara parecía una escritura sin terminar. Le dije cómo me llamaba y cuál era mi ocupación y luego le entregué la presentación escrita por Dineen. Cuando terminó de leerla se estiró por encima de su escritorio y me quebró los huesos de la mano:

—Los amigos del doctor Dineen son mis amigos. Dé la vuelta y dígame qué quiere.

—Bueno, es algo relacionado con los huesos que se encontraron en el camino de Mar-vista. Me dijeron que usted estuvo tratando de identificarlos.

—No diría eso. El doctor Dineen piensa que pertenecieron a un hombre que conoció… un individuo llamado John Brown. Coincide la ubicación de los restos, estoy de acuerdo, pero aparte de eso no hemos podido confirmar nada más. No se registró la desaparición de ese hombre. No hemos podido descubrir antecedentes locales. Por cierto seguimos trabajando.

La amplia cara de Mungan estaba seria. Le dije:

—Tal vez podamos ayudarnos mutuamente para poder aclarar este asunto.

—Toda ayuda que usted pueda ofrecerme será bien venida. Esto lleva arrastrándose unos cinco, no, seis meses —me lanzó una pregunta rápida y sagaz—: Quizá usted representa a su familia, ¿no es así?

—Represento a una familia. Pero me pidieron que no divulgara el apellido. Y todavía queda por probarse si se trata de la familia del muerto. ¿Qué evidencia física se descubrió junto a los huesos? ¿Un reloj? ¿Zapatos? ¿Ropas?

—Nada. Ni siquiera un jirón de ropas. —Se pudieron pudrir después de veintidós años. ¿Y botones?

—No había botones. Nuestra teoría sostiene que lo enterraron tal como vino al mundo.

—Pero sin cabeza.

Mungan asintió con gravedad:

—El doctor Dineen le contó todo, ¿eh? Yo también estuve pensando en ese cráneo. Hace unas semanas vino un joven diciendo que era el hijo de John Brown.

—¿Y usted cree que no es?

—Procedió como si lo fuera. Pareció trastornarse cuando le mostramos los huesos. Desgraciadamente sabía menos de su padre que yo. Y yo no sé nada, absolutamente nada. Sabemos que este John Brown vivió en el camino viejo, en el Bluff, durante dos meses allá por 1936 y eso es todo. Pero el chico cree que no son los restos de su padre. Y puede estar en lo cierto. Yo también estuve pensando, como le dije.

»Por ejemplo, la cuestión del cráneo. Cuando aparecieron los huesos presumimos que lo habían matado cortándole la cabeza —Mungan emitió un sonido chirriante entre la lengua y el paladar y haciendo pasar el aire sobre el filo de su mano—. Tal vez así fue la cosa. O quizá le cortaron la cabeza luego de haberlo matado para evitar la posible identificación. Usted sabe que nosotros dependemos mucho de los dientes y las obturaciones. Allá por el treinta, antes de que desarrolláramos nuestras técnicas modernas de laboratorio, los dientes y las obturaciones constituían el mejor elemento para las identificaciones.

»Si mi hipótesis no está equivocada, el asesino era un criminal profesional. Y eso coincide con otros datos. Allá por los años veinte y treinta el camino Bluff era el campo de operaciones de los pícaros. Y eso llegó casi hasta nuestros días. Una gran parte del licor que se consumía en San Francisco durante la prohibición pasaba de contrabando por la Bahía de la Luna. Pero además importaban otras cosas: drogas y mujeres de México y Panamá. ¿No oyó hablar de la Posada del Caballo rojo?

—No.

—Estaba situada sobre la costa, a un kilómetro más al sur del lugar donde encontramos el esqueleto. La derrumbaron hace dos años, después de habernos decidido a ponerle coto. Antes fue un lugar de veraneo para la gente adinerada de la ciudad y de la península. Los contrabandistas de ron se lo apropiaron allá por los años veinte. Lo convirtieron en una sede de tres operaciones: en los sótanos depósito de licores, bar y salas de juego en la planta baja y mujeres en el primer piso. Yo sé mucho de esto porque allí fue donde bebí por primera vez en el año 1930.

—Pero usted no parece tener tanta edad.

—En aquel entonces sólo tenía dieciséis años. Creo que por eso entré en la policía. Quería extirpar a los degenerados como Lempi. Lempi era el zorro patrón que manejaba todo el lugar allá por 1920. Lo conocí personalmente pero la ley lo atrapó antes de que yo hubiera podido crecer hasta alcanzar su talla. Lo pescaron por unos impuestos en 1932, murió unos años después.

»Yo conocí a varios de esos muchachos y a eso voy. Sé que eran capaces de todo. Mataban porque les pagaban y mataban porque les gustaba. En público fanfarroneaban diciendo que eran intocables. Fue necesario un edicto federal para atrapar a Lempi. Mientras tanto, mucha gente perdió la vida. Nuestro señor "Huesos" pudo haber sido uno de ellos.

—Pero usted dice que Lempi y sus muchachos fueron limpiados en el 32. Y nuestro hombre fue asesinado en el 36.

—Eso no lo sabemos. Llegamos a esa conclusión basándonos en las palabras del doctor Dineen, pero no tenemos evidencias concretas. El mismo doctor admite que ni aun realizando un análisis químico del suelo podría fijar la fecha del entierro con una precisión mayor que cinco años. Cinco años en cualquiera de los dos sentidos. El señor «Huesos» pudo haber sido asesinado en 1931. Y digo pudo.

—¿O en 1941? —agregué.

—Así es. Por eso dudamos.

—¿Podría mirar los huesos?

—Cómo no.

Mungan entró en una habitación posterior y regresó con una caja de metal del tamaño de un cajón sorpresa. La colocó sobre su escritorio, la abrió y levantó la tapa. Los huesos no estaban unidos y se entrechocaron. Sólo las vértebras se enlazaban con un alambre y yacían sobre el resto como si fueran el esqueleto de una víbora. Mungan me señaló el lugar donde había sido partido el hueso de la nuca con un instrumento cortante.

Luego tomó un hueso pesado que medía casi treinta centímetros.

—Este es el hueso del brazo —me dijo, con tono profesional—. Venga aquí, a la ventana. Quiero mostrarle una cosa.

Sostuvo el hueso frente a la luz. Cerca de upo de los extremos descubrió una línea finísima bordeada por depósitos de calcio.

—¿Una fractura? —pregunté.

—Sí, pero es una fractura que luego soldó. Es el único detalle curioso que encontré en todo el esqueleto. Dineen afirma que fue atendida por una mano experta: la de un médico. Si pudiésemos encontrar al médico que curó esta fractura, tendríamos la respuesta a varias de nuestras preguntas. Así que si a usted se le ocurre algo… —Mungan dejó que su voz se fuera esfumando, pero sus ojos permanecieron mirándome.

—Voy a llamar por teléfono.

—Puede usar el mío.

—Será mejor que use uno público.

—Como guste. Hay uno al otro lado de la calle, en el hotel.

Encontré la cabina telefónica en el extremo más umbrío de la recepción del hotel y llamé a Santa Teresa. La secretaria de Sable lo llamó al teléfono.

—Habla Archer, el rastrillo humano —le dije—, estoy en la Bahía de la Luna.

—¿Dónde?

—En la Bahía de la Luna, un pueblo que queda sobre la costa y al sur de San Francisco. Tengo que comunicarle dos cosas: encontré unos huesos y un muchacho. Empecemos con los huesos.

—¿Huesos?

—Huesos. Los descubrieron accidentalmente hace unos seis meses y se encuentran en la oficina local del sheriff. No están identificados pero existen grandes posibilidades de que se trate de los restos del hombre que estamos buscando. Y también es muy posible que lo hayan asesinado hace veintidós años.

Nadie replicó.

—¿Oyó, Sable? Tal vez lo asesinaron.

—Lo oí. Pero usted dice que los restos no están identificados.

—Bueno, y aquí llega el momento en que usted me puede ayudar. Será mejor que lo escriba. En el húmero derecho se advierte una fractura muy cerca del codo. Evidentemente fue curada por un médico. Quiero que usted averigüe si Anthony Galton se rompió el brazo derecho. En caso afirmativo, ¿quién fue el médico que lo atendió? Pudo haber sido Howell, y no habrá más dificultades. Lo volveré a llamar dentro de quince minutos.

—Espere. Usted mencionó a un muchacho. ¿Qué tiene que ver con todo esto?

—Habrá que verlo. Cree que es el hijo del muerto.

—¿El hijo de Tony?

—Sí, pero no está seguro. Vino aquí desde Michigan creyendo que podría descubrir quién fue su padre.

—¿Y usted cree que es el hijo de Tony?

—No podría asegurarlo, pero tampoco podría negarlo. Es muy parecido a Tony. Pero, por otra parte, su historia es muy débil.

—¿Cómo es?

—Inteligente, habla muy bien, tiene buenos modales. Si es alguien que finge, lo hace muy bien para la edad que tiene.

—¿Cuántos años tiene?

—Veintidós.

—Usted trabajó muy rápido —me dijo.

—Tuve suerte. ¿Y usted cómo anda? ¿Trask encontró mi coche?

—Sí, lo hallaron abandonando en Obispo. San Luis.

—¿Destrozado?

—Sin gasolina. Pero está en buen estado, yo lo vi con mis propios ojos. Trask lo metió en la cochera municipal.

—¿Y qué saben del hombre que me lo robó?

—Nada definitivo. Tal vez robó otro coche en San Luis. La tarde anterior desapareció uno. De paso, Trask me dijo que el «Jaguar», el coche del crimen, como lo llama, era un coche robado.

—¿Quién era el propietario?

—No sé. El sheriff está investigando por medio del número del motor.

Colgué y me pasé la mayor parte de los quince minutos pensando en Marian Culligan Matheson y en su vida respetable en la ciudad de Redwood. Una vida que tendría que volver a perturbar. Luego llamé a Sable. Las líneas estaban ocupadas. Volví a llamar diez minutos más tarde y lo conseguí.

—Estuve hablando con el doctor Howell —me dijo—. Tony se partió el brazo derecho cuando estaba en la escuela primaria. El no lo atendió pero conoce al médico que lo curó. De todos modos fue una fractura de húmero.

—Trate de encontrar las placas radiográficas, por favor. No se acostumbra conservar esas placas durante tantos años pero puede valer la pena. Es la única forma de conseguir una identificación positiva.

—¿Y los dientes?

—Lo que hay por encima del cuello no aparece.

Sable tardó un instante para poder asimilar mis palabras; luego exclamó:

—¡Dios! —otra pausa—. Será mejor que deje todo y vaya allá. ¿Qué le parece?

—Una buena idea. Así usted podrá entrevistarse con el chico.

—Ya lo creo. ¿Dónde está en este momento?

—Está trabajando en una gasolinera. ¿Cuánto tardará?

—Llegaré entre las ocho y las nueve.

—Nos veremos en la oficina del sheriff a las nueve de la noche. Mientras tanto, ¿cree que podré contarle todo al oficial de policía? Es un hombre respetable.

—Será mejor que no lo haga.

—Pero no se puede investigar un crimen sin publicidad.

—Ya lo sé —repuso Sable con acritud—, pero todavía no sabemos si la víctima fue Tony, ¿no es cierto?

Antes de que pudiera agregar algún comentario, Sable colgó.