Antes de despedirnos, el doctor Dineen me entregó una presentación para el policía que estuviera a cargo de la oficina local del sheriff, escrita en un recetario en blanco. Me indicó, además, dónde quedaba la gasolinera en la que trabajaba John Brown, hijo. Regresé a la droguería con gran premura. Bolling seguía junto al mostrador con un emparedado de queso en una mano y en la derecha un lápiz. Escribía en una libreta y masticaba el emparedado, simultáneamente.
—Discúlpeme por haberlo hecho esperar…
—Discúlpeme usted, porque estoy escribiendo un poema…
Siguió escribiendo. Comí un emparedado impacientemente, mientras él terminaba y lo arrastré hasta el coche:
—Quiero mostrarle una persona. Le diré quién es un poco después —puse en marcha el motor y torcí hacia el sur—. ¿De qué habla su poema?
—De la ciudad del hombre. Estoy inaugurando una afirmación. Será bueno… será el primer buen poema que haya escrito después de muchos años.
El lugar que buscaba se hallaba en los alrededores de la ciudad. Era una gasolinera independiente con tres torres de bombeo y un dependiente. Este se hallaba ocupado cargando el tanque de una camioneta rural. Estacioné detrás de ella y me dediqué a observarlo.
No cabía duda: era idéntico a Anthony Galton. Tenía los mismos ojos claros muy separados, idéntica nariz recta, la boca llena. Sólo su cabello era diferente: lacio, oscuro.
Bolling se inclinó hacia adelante en su asiento:
—Por Dios. ¿No es Brown? No puede ser Brown, porque tendría casi mi misma edad. —Recuerde que tenía un hijo.
—¿Este es su hijo?
—Tal vez. ¿Recuerda de qué color eran los cabellos del chico?
—Oscuros, aunque muy escasos. Tenían el mismo color que los de su madre.
Bolling quiso salir del coche.
—Espere un momento —le dije—. No le diga quién es usted.
—Quiero preguntarle por su padre.
—El no sabe dónde está su padre. Por otra parte, queda en pie el problema de su identidad. Quiero escuchar qué me dice sin que lo interrogue.
Bolling me dirigió una mirada de frustración pero se quedó en el coche. El conductor de la camioneta pagó la gasolina y se alejó. Me adelanté hasta quedar junto a las bombas y salí para mirar mejor al muchacho.
Aparentaba unos veintiún o veintidós años. Era muy guapo, como lo fuera su supuesto padre. Su sonrisa era atractiva.
—¿Qué necesita, señor?
—Llénelo. Sólo precisará echar un par de galones. Me detuve porque quiero comprobar el aceite.
—Cómo no, señor.
Parecía un joven voluntarioso. Llenó el tanque y limpió los parabrisas hasta dejarlos inmaculados. Pero cuando quiso levantar el capot para medir el aceite, no pudo encontrar la varilla medidora. Le indiqué dónde estaba.
—¿Hace mucho que trabaja en este lugar? Parecía confundido:
—Dos semanas. Todavía no he podido conocer los coches modernos.
—No se preocupe —miré al otro lado de la carretera, hacia la costa barrida por los vientos y donde se estrellaba la extensa marejada—. Bonito lugar, me gustaría instalarme por aquí.
—¿Usted es de San Francisco?
—Mi amigo es de allí —señalé a Bolling que permanecía ceñudo en el coche—. Anoche vine desde Santa Teresa.
No reaccionó al oír el nombre.
—¿No sabe quién es el dueño de esa propiedad que hay cruzando la carretera?
—Lo siento, pero no lo sé. Tal vez mi jefe esté enterado.
—¿Dónde está?
—El señor Turnell ha ido a almorzar. Ya regresará y usted podrá hablar con él.
—¿Tardará mucho?
Miró el reloj barato que abrazaba su muñeca:
—Quince o veinte minutos. Su hora para almorzar comprende desde las once hasta las doce. Y ya son las doce menos veinte.
Bolling estaba sufriendo, con un gesto conspirativo me llamó:
—¿Es el hijo de Brown? —susurró con un murmullo teatral.
—Podría serlo.
—¿Por qué no se lo pregunta?
—Espero a que él mismo me lo diga. Tranquilo, señor Bolling.
—¿Podré hablar con él?
—Preferiría que no lo hiciese. Todo esto es demasiado delicado.
—No veo el porqué. ¿Es o no el hijo? El muchacho se me aproximó:
—¿Pasa algo, señor? ¿Puedo hacer algo más?
—No, nada, nada. Su atención fue muy esmerada.
—Gracias.
—¿Usted es de estos lugares?
—Diría que lo fui; nací a unos kilómetros de este puesto.
—Pero usted no es un muchacho local.
—Es cierto. ¿Cómo se dio cuenta?
—Por el acento. Diría que lo criaron en el interior.
—Así es —se emocionó por mi interés—. Este mismo año he venido de Michigan.
—¿Recibió alguna educación superior?
—¿Si fui al colegio, querrá decir? Bueno, sí. ¿Por qué me lo pregunta?
—Estaba pensando que usted podría hacer cosas más útiles que andar bombeando gasolina.
—Ojalá —repuso.
—¿Qué trabajo le gustaría realizar?
—Me gustaría ser actor. Ya sé que eso parece ridículo: dicen que la mitad de la gente que viene a California quiere ser actor.
—¿Y por eso vino a California?
—Esa fue una de las razones.
—¿Entonces esto no es más que un paso antes de llegar a Hollywood?
—Bueno, algo así —su rostro comenzaba a preocuparse.
—¿Nunca estuvo en Hollywood?
—No, nunca.
—¿Tiene experiencia teatral?
—Sí, cuando era estudiante…
—¿Dónde?
—En la Universidad de Michigan.
Ya tenía lo que necesitaba: elementos para comprobar su pasado, si es que estaba diciendo la verdad. Si estaba mintiendo también era un medio para asegurarme de que mentía. Porque las universidades conservan datos de todos sus estudiantes.
—Le estoy formulando estas preguntas —le dije— porque tengo una oficina en Sun-set Boulevard, en Hollywood. Me interesan los talentos y me sorprendió su aspecto.
—¿Usted es agente?
—No, pero conozco a montones de agentes —quería evitar una mentira directa en cierta forma, por ello hice participar de la conversación a Bolling—: Mi amigo es un escritor muy conocido, el señor Chad Bolling. Tal vez haya oído hablar de él.
Bolling estaba turbado. Se asomó por la ventanilla para poder estrecharle la mano al muchacho.
—Mucho gusto.
—El placer es mío, señor. Me llamo John Brown. ¿Usted trabaja en el cine?
—No.
Bolling sentía su lengua atada por las cosas que quería y no debía decir. El muchacho nos miró, alternativamente, preguntándose qué habría hecho para estropear la reunión. Bolling se apiadó de él. Con una mirada desafiante que me dirigió, preguntó:
—¿Dijo que se llama John Brown? Yo conocí, hace tiempo, a un John Brown que vivía en la Bahía de la Luna.
—Así se llamaba mi padre. Tal vez usted conoció a mi padre.
—Vaya si lo conocí —Bolling salió del coche—. Y a usted lo conocí cuando no era más que un bebé.
Miré a John Brown. Se sonrojó. Sus ojos grises brillaron complacidos y luego se humedecieron por algún sentimiento profundo. Tuve que recordarme que había admitido ser actor.
Volvió a estrechar la mano de Bolling:
—¡Imagínese, usted conoció a mi padre! ¿Cuánto hace que no lo ve?
—Veintidós años…, demasiado tiempo.
—¿No sabe dónde está en estos momentos?
—Creo que no, John. Desapareció poco después de tu nacimiento.
El rostro del muchacho se endureció.
—¿Y mi madre? —su voz pareció restallar al pronunciar esa palabra.
—Lo mismo —le dije—. ¿No recuerda a sus padres?
Repuso con rapidez:
—Recuerdo a mi madre. Me dejó en un orfanato en Ohio cuando yo tenía cuatro años. Prometió volver para buscarme pero jamás regresó. Viví doce años en esa institución esperando que volviese —su cara se había ensombrecido—. Entonces llegué a suponer que estaría muerta y huí.
—¿Cuándo? —pregunté—. ¿En qué ciudad ocurrió eso?
—En Crystal Springs, un lugar cercano a Cleveland.
—¿Y dice que huyó de ahí?
—Sí, cuando tenía dieciséis años. Fui a Ann Arbor, Michigan, para recibir educación. Un hombre llamado Lindsay me protegió. No me adoptó, pero me permitió firmar con su apellido. Fui al colegio con el nombre de John Lindsay.
—¿Por qué cambió su apellido?
—No quería usar el mío. Tenía mis motivos.
—¿No habrá sido por otra razón? ¿Está seguro de que John Lindsay no es su verdadero apellido y más tarde adoptó el de Brown?
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque alguien pudo haberlo contratado para que lo hiciera.
Se ruborizó.
—¿Quién es usted?
—Un detective privado.
—¿Si es un detective para qué mencionó a Sunset Boulevard y a Hollywood?
—Mi oficina está en el Sunset Boulevard.
—Pero todo lo que usted me dijo fue deliberadamente confuso.
—No se preocupe por mí. Necesitaba cierta información y la conseguí.
—Pudo haberme preguntado todo eso directamente. No tengo nada que ocultar.
—Habrá que verlo.
Bolling se interpuso entre ambos reprochándome, con furia:
—Ahora deje al chico. Es evidente que se trata de él. Hasta tiene la misma voz que su padre. Y sus implicaciones son insultantes.
No quise replicarle. En realidad estaba dispuesto a admitir que tenía razón. El muchacho se apartó de nosotros como si hubiésemos amenazado su vida.
—Pero ¿qué pasa, qué es esto?
—No se alarme —le dije.
—No estoy alarmado —temblaba de pies a cabeza—. Usted viene y me formula una serie de preguntas y me dice que conoció a mi padre. Naturalmente, quiero saber qué quiere decir todo esto.
Bolling se le acercó y le apoyó una mano sobre el hombro:
—Todo esto podría significar mucho para ti, John. Tu padre pertenecía a una familia muy adinerada.
El muchacho se apartó. En cierta manera era demasiado joven para la edad que tenía:
—No me importa. Quiero ver a mi padre.
—¿Por qué es tan importante? —le preguntó Bolling.
—Nunca tuve un padre —su rostro desnudo ante la luz mostraba unas lágrimas que corrían por sus mejillas. Las secó con rabia.
Lo había molestado demasiado, por eso quise ayudarlo:
—John, ya le formulé unas cuantas preguntas. De paso, ¿habló con la policía local?
—Sí, hablé con ellos. Ya sé dónde quiere llegar. En la oficina del sheriff tienen una caja con huesos. Algunos afirman que son los restos de mi padre, pero no lo creo. Y tampoco lo cree el oficial Mungan.
—¿Querrá ir allá ahora mismo?
—No puedo —replicó—. No puedo cerrar la gasolinera. El señor Turnell quiere que me quede acá.
—¿A qué hora termina?
—A las siete y media.
—¿Dónde estará esta noche?
—Vivo en una casa que está a un kilómetro de aquí. En casa de la señora Gorgello —me indicó su domicilio.
—¿No va a decirle quién era su padre? —me preguntó Bolling.
—Lo haré cuando todo esté comprobado. Vamos, Bolling.
Subió al coche sin demasiado entusiasmo.