9

Por la mañana fui a buscar a Bolling al departamento Telegraph Hill. Era un día radiante.

Bolling temblaba por la mala noche transcurrida. Se acurrucó en el asiento trasero y se dedicó a roncar durante todo el trayecto. Era un pueblo descuidado, informal, que se desparramaba a lo largo de la carretera de la costa.

Me detuve junto a una gasolinera donde el camino que seguíamos se encontraba con la Carretera número 1 y desperté a Bolling.

—¿Qué hay? —murmuró desde la profundidad de su sueño—. ¿Qué pasa?

—Nada, todavía. ¿Adónde vamos desde aquí?

Bostezó, se sentó y miró a su alrededor. El brillo del océano humedeció sus ojos. Les hizo sombra con la mano.

—¿Dónde estamos?

—En la Bahía de la Luna.

—No me parece la misma —se quejó—. Ahora no estoy seguro de que pueda encontrar el lugar. De todos modos, marcharemos hacia el norte. Vaya despacio y trataré de encontrar el camino.

Casi dos kilómetros más al norte de la Bahía de la Luna la carretera se dirigía hacia el continente cruzando por el pie de un promontorio. Un camino nuevo asfaltado torcía hacia el mar. En la intersección se alzaba un cartel: «Marvista. Tres dormitorios y pieza de servicio. Baños con azulejos. Cocinas empotradas. Enseres completos. Vea nuestra casa modelo.»

Bolling me tocó el hombro:

—Creo que es aquí.

Retrocedí y giré a la izquierda. El camino seguía en línea recta unos cuatrocientos metros y ascendía una ligera pendiente. Pasamos un rectángulo de adobes desnudos del tamaño de un estadio de fútbol, donde trabajaban varias excavadoras. Un anuncio de madera junto al camino explicaba esa actividad: «Solar del Control Comercial Marvista.»

La calle dejaba de volver sobre sí misma al pie de la cuesta, siguiendo una paralela a los riscos. Detuve el coche y me di vuelta para mirar a Bolling.

—Lo siento —me dijo—. Está todo muy cambiado, no puedo asegurarle que fuera éste el lugar. Había unos cuantos bungalows de madera, cinco o seis, tal vez, y estaban distribuidos por aquí. Los Brown vivían en uno de ellos si la memoria no me falla.

Salí y me dirigí hasta el borde del risco.

Bolling señaló la caleta:

—Aquí tiene que ser. Recuerdo que Brown me dijo que esa caleta solía ser empleada como atracadero por los contrabandistas de ron en los días de la Prohibición. Encima de ella, sobre el promontorio, había un hotel. Se divisaba desde el zaguán de la casa de Brown. Su bungalow debió estar muy cerca de aquí.

—Tal vez lo echaran abajo cuando construyeron el camino nuevo. De todos modos no me hubiera servido el verlo porque esperaba encontrarme con algún vecino de los Brown o con alguien que los recordase.

—Bueno, se podría preguntar a los comerciantes de Bahía de la Luna.

—Tiene razón.

Bolling anduvo por el borde del promontorio. De pronto chilló:

—¡Uiií! —como si fuera el graznido de una gaviota y empezó a agitar sus brazos contra sus costados.

Corrí hacia él:

—¿Qué le pasa?

—¡Uiií! —repitió y emitió una carcajada infantil—. Estaba imaginando que era un pájaro.

—¿Y eso le gusta?

—Mucho —agitó un poco más sus brazos—. ¡Puedo volar! Empujo las corrientes ventosas del cielo. Puedo elevarme como Icaro hacia el sol. La cera se funde. Caigo desde una altura enorme hacia el mar.

Volvió a deprimirse. Lo aparté del borde del risco. Era un individuo tan imprevisible que pensé que se le podría ocurrir lanzarse a volar por el espacio, y empezaba a estimarlo.

—Si la mujer de John Brown tuvo un hijo —le dije—, debió asistir a algún consultorio médico. ¿No le dijo dónde nació la criatura?

—Sí, precisamente en su casa. El hospital más cercano se encuentra en la ciudad de Redwood y Brown no quiso llevar allí a su mujer. Quizá, entonces, acudieran a un médico local.

—Esperemos que viva por estos lugares.

Regresé por el camino que bordeaba las casas y me detuve junto a una joven que mecía su cuna. Salí, y me aproximé a la mujer sonriendo de la forma más inocente que pude imaginar.

—Busco a un doctor.

—Oh, ¿hay alguien enfermo?

—La esposa de mi amigo va a dar a luz. Piensa mudarse a Marvista y creyeron que aquí.

—El doctor Meyers es muy bueno —repuso—. El me atendió.

—¿En la Bahía de la Luna?

—Así es.

—¿Cuánto hace que practica la medicina?

—No sé. Nos mudamos el mes pasado de Richmond aquí.

—¿Qué edad tiene el doctor Meyers?

—Treinta, treinta y cinco, no sé.

—Demasiado joven —le dije.

—Si su amigo se siente más tranquilo con una persona mayor creo que podrá consultar a uno que hay en la ciudad. Sin embargo, no recuerdo su apellido. Personalmente prefiero los médicos jóvenes, conocen las últimas drogas y esas cosas.

Drogas maravillosas; le agradecí y regresamos a la Bahía de la Luna buscando una farmacia. El propietario me indicó los domicilios de los tres médicos locales. Un tal George Dineen era el único que había ejercido la medicina allá por los años treinta y cuatro y treinta y cinco. Era un anciano que estaba a punto de jubilarse. Sería posible encontrarlo en su consultorio si no había salido para atender a algún paciente. El lugar quedaba a dos calles de la farmacia.

Bolling se quedó bebiendo un café y yo fui al consultorio del médico. Ocupaba las dos habitaciones delanteras de un edificio enorme con paredes verdosas situado en una callejuela. Una mujer de unos sesenta años me atendió. Sus cabellos eran blancoazulados y su rostro mostraba una expresión que no suele verse: el aspecto de una mujer satisfecha.

—¿Sí, joven?

—Quisiera ver al doctor.

—Sus consultas son por la tarde. No comienzan hasta la tina y media.

—Pero no quiero entrevistarlo como paciente.

—Bueno, eso es diferente, pase, señor…

—Archer. Soy un detective privado.

—Mi marido está en el jardín. Lo llamaré.

Me hizo pasar al despacho del médico. Varios diplomas colgaban en las paredes que dominaba el viejo escritorio de nogal. El más antiguo establecía que el doctor Dineen se había graduado en la Escuela de Medicina de la Universidad de Ohio en el año 1914.

Entró el doctor y me estrechó la mano. Se sentó en la silla que había detrás del escritorio. Su cabeza estaba parcialmente calva. Algunos mechones grises la cruzaban de lado a lado.

—Le dijo a mi mujer que se había perdido una persona, ¿no? ¿Uno de mis pacientes, quizá?

—Quizá. Se llamaba John Brown. En el año 1936 él vivía con su mujer en la costa a unos kilómetros de aquí donde se establece Marvista en estos momentos.

—Los recuerdo perfectamente —dijo el doctor—. Su hijo estuvo en mi consultorio no hace mucho, y se sentó donde usted está sentado.

—¿Su hijo?

—John, su hijo. Tal vez lo conozca. También está buscando a su padre.

—No —repuse—, no lo conozco. Pero me gustaría conocerlo.

—Pues creo que eso es muy sencillo —la voz profunda del doctor Dineen calló al instante. Me miró con intensidad, como si estuviera para emitir un diagnóstico—. Pero primero quiero saber por qué se interesa por la familia.

—Me contrataron para que buscase al padre, a John Brown.

—¿Su búsqueda logró algún resultado?

—Hasta el momento no. ¿Dice usted que el hijo vino a verle para preguntarle por su padre?

—Efectivamente.

—¿Qué le hizo venir aquí?

—Los sentimientos filiales más comunes. Si su padre está vivo, quiere estar con él. Y si su padre está muerto, quiere saberlo.

—Quiero decir por qué, específicamente, vino a su consultorio. ¿Usted lo conocía?

—Yo lo traje al mundo. En mi profesión ésa es la mejor de las presentaciones.

—¿Está seguro de que era el mismo muchacho?

—No tengo motivos para dudarlo —me miró un poco disgustado, como si yo hubiese criticado algo que él hiciera con sus manos—. Pero antes de que prosigamos, señor Archer, tendrá que contestar completamente la pregunta que le hiciera. No me dijo quién lo contrató.

—Lo siento, no puedo hacerlo. Estoy obligado a salvaguardar la identidad de mi cliente.

—Quizá. Yo he hecho lo mismo durante los últimos cuarenta años.

—¿Y no hablará hasta que yo no lo haga, no es eso?

—Yo no quise hacerle un trato. Simplemente quiero saber con quién estoy hablando. Puede haber grandes intereses implicados.

—Los hay.

—Espero que aclare sus palabras.

—No puedo.

Nos miramos en medio de un silencio extenuante. Temía perderlo por completo en el preciso momento en que el caso parecía resolverse. Yo no dudaba de su integridad, pero también debía pensar en la mía. Había prometido a Gordon Sable y a la señora Galton no mencionar apellidos.

El doctor sacó una pipa y comenzó a cargarla con tabaco que tomó de una bolsita de cuero:

—Creo que estamos en tablas. ¿No juega al ajedrez, señor Archer?

—No tan bien como usted, probablemente. No estudié los manuales.

—Lo que yo sospechaba: estamos perdiendo el tiempo. Le sugiero que mueva.

—Creí que estábamos en tablas.

—Es otra partida —por primera vez asomó una chispa de interés en sus ojos—. Hábleme de usted. ¿Por qué un hombre como usted derrocha su vida haciendo el trabajo que hace? ¿Gana mucho dinero?

—El dinero suficiente como para poder vivir. Pero no lo hago por el dinero sino porque quiero hacerlo.

—¿No es un trabajo sucio, señor Archer?

—Depende de quien lo realiza, como la medicina o cualquier otro oficio. Yo trato de no ensuciarlo.

—¿Y lo consigue?

—No del todo. Muchas veces he cometido errores fundamentales al juzgar a la gente. Algunas personas creen automáticamente que porque uno es detective privado tiene que ser un pícaro y proceden de acuerdo con ese prejuicio, como usted en este momento.

—¡Vaya! Yo no puedo proceder a ciegas con una cuestión de tanta importancia.

—Tampoco yo. No sé por qué es importante para usted…

—Se lo diré —replicó de inmediato—. Están en danza algunas vidas y el amor que este muchacho profesa por sus padres. Trato de atender estas cosas con el cuidado que requieren.

—Me di cuenta. Pero se diría que usted siente un interés especial por John Brown hijo.

—Tengo que sentirlo. Este chico ha pasado una vida muy dolorosa. No quiero lastimarlo innecesariamente.

—Yo tampoco, no es ésa mi intención. Si el muchacho es de veras el hijo de John Brown le hará un favor si me indica cómo ponerme en contacto con él.

—Antes tendrá que probarme que eso es cierto. Seré franco y le diré que ya tuve una o dos experiencias con detectives privados. Una de ellas tuvo que ver con una extorsión a una paciente mía…, una chica que tuvo un hijo sin estar casada. No quiero decir que eso se refleje sobre usted, pero me obliga a ser desconfiado.

—Muy bien. Establezcamos, hipotéticamente, que me contrataron para buscar al heredero de varios millones de dólares.

—Eso también me dijeron hace mucho tiempo. Será mejor que invente un gambito distinto.

—No lo inventé. Es la verdad.

—Pruébemelo.

—Será fácil cuando llegue el momento. Por ahora le diré que el peso de las pruebas reside en este muchacho. ¿Puede él probar su identidad?

—No pensé en eso. En realidad la prueba de su identidad se encuentra en su cara. Supe de quién era hijo en cuanto entró en esta habitación. Su parecido con el padre es notable.

—¿Cuánto hace que apareció?

—Un mes. Desde entonces lo he visto otras veces.

—¿Como paciente?

—Como amigo —dijo Dineen.

—¿Por qué vino a verlo la primera vez?

—Porque en su certificado de nacimiento está mi apellido. Pero frene un poco su cabalgadura, joven. Déjeme pensar —el doctor fumó durante un instante sin proferir un solo sonido—. ¿En serio afirma que el joven es heredero de una fortuna?

—Lo será si su padre está muerto. Su abuela vive y tiene el dinero.

—¿Pero usted no quiere difundir su apellido?

—No puedo hacerlo sin su permiso. Pero creo que podría llamarla por larga distancia. Aunque preferiría hablar en primer lugar con el muchacho.

El doctor titubeó. Con su mano derecha golpeó el escritorio:

—Está bien, me arriesgaré aunque luego pueda lamentarme.

—No será así si puedo evitarlo. ¿Dónde encontraré a este chico?

—Ya veremos.

—¿Qué le dijo este muchacho sobre sus orígenes?

—Será mejor que usted se lo pregunte. Pero estoy dispuesto a decirle lo que sé de sus padres. Tal vez sea más importante que lo que usted pueda pensar —hizo una pausa—. ¿Para qué lo contrataron exactamente?

—Para encontrar a John Brown padre.

—Supongo que ése no era su apellido verdadero —contestó.

—Así es, no era su apellido.

—No me sorprende —replicó Dineen—. Cuando lo conocí estuve pensando en él. Se me ocurrió que podría ser alguien a quien compraron…, un individuo a quien alguna familia adinerada le pagó para que se alejase de la casa. Recuerdo que cuando su mujer dio a luz, Brown me pagó con un billete de cien dólares y de acuerdo con la vida que llevaban, eso era desorbitado. Pero había otras cosas: las joyas de su mujer por ejemplo… diamantes y rubíes engarzados en joyas de oro y elaboradas. Un día ella vino aquí como si fuera una joyería ambulante. Le dije que no las usara. Vivían afuera, en el campo, cerca de la vieja Posada y en aquellos días era un territorio bastante salvaje. La gente era muy pobre. La mayoría solía pagar mis servicios con pescados. Y comí tantos en la época de la Depresión, que desde entonces no los he vuelto a probar. Pero no importa. Una exposición abierta de tantas joyas era una incitación al robo. Así se lo dije a la muchacha y ella dejó de usarlas, por lo menos cuando yo la visitaba.

—¿La vio muy a menudo?

—Diría que cuatro o cinco veces. Una o dos antes de que naciera su hijo y otras tantas después del nacimiento. Era una mujer sana y no hubo dificultades en el parto. Lo único que tuve que hacer fue instruirla en los cuidados del niño. En su pasado no había sido preparada para la maternidad.

—¿No le habló de ese pasado?

—No, no lo hizo. Pero en su cuerpo se veían las marcas: la habían castigado hasta casi matarla con un cinturón con hebilla.

—¿Fue su marido?

—No creo. Había habido otros hombres en su vida, como dice la gente. Creo que vivió su vida desde temprana edad. Era una de esas criaturas desorientada de los años treinta…, era muy diferente de su marido.

—¿Qué edad tenía ella?

—Diecinueve, veinte, tal vez algo más. Parecía mucho mayor. Sus experiencias la habían endurecido, pero la habían dejado desarmada ante la maternidad. Aun después de haber salido de la cama necesitó una nurse para que cuidara del bebé. En realidad ella misma era una criatura en pleno desarrollo emocional.

—¿No recuerda el apellido de la nurse?

—A ver… creo que se llamaba Kerrigan.

—¿O Culligan?

—Culligan, eso es. Era una joven muy buena y bien dispuesta. Creo que se marchó junto con la familia Brown.

—¿Se marchó la familia Brown?

—Escaparon sin decir adiós ni dar las gracias a nadie. Bueno, eso fue lo que nos pareció en aquel momento.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Pocas semanas después del nacimiento de la criatura. Estaba cercana la Navidad del año 1936, faltarían un día o dos. Y lo recuerdo claramente porque he tenido que evocarlo con la gente del sheriff.

—¿Hace poco?

—En estos cinco meses. Para abreviar la historia: cuando estaban despejando el terreno para tender la carretera de Marvista desenterraron unos huesos. La policía me pidió que los examinara para ver si podía deducir algo de ellos. Eran huesos humanos, probablemente pertenecieron a un hombre de talla mediana, que tendría veinte años o algo más. Opino que no es improbable que se trate de los restos de John Brown. Los encontraron en el mismo sitio que ocupaba la casa en que vivieron. Derribaron la casa, precisamente, para poder construir el camino. Desgraciadamente carecemos de medios como para poder establecer su identidad. Se había perdido el cráneo y con ello se pierde la posibilidad de identificar la dentadura.

—¿Pero existe la posibilidad de que haya sido asesinado?

—Hay algo más que posibilidades. Una de las vértebras cervicales había sido cortada con un instrumento pesado. Diría que John Brown, si de él se trata, fue decapitado con un hacha.