Regresé a las cabinas telefónicas y busqué el apellido de Chad Bolling en las listas que correspondían al área de la Bahía. No esperaba encontrarlo después de veinte años, pero mi suerte seguía favoreciéndome. Bolling vivía en Telegraph Hill. Me encerré en una cabina y lo llamé.
Una voz femenina respondió:
—Con la casa del señor Bolling.
—¿Se podría hablar con el señor Bolling?
—¿De qué quería hablarle? —me dijo con tono abrupto.
—De algo que se refiere a la publicación de un poema en un periódico. Me llamo Archer —agregué, tratando de parecer un editor adinerado.
—Ah, claro —su tono se suavizó—. No sé donde está Chad en este momento. Y temo que no vendrá a cenar a casa. Pero esta noche en El Oído Atento estará.
—¿El Oído Atento?
—Es un nuevo club nocturno. Chad va a pronunciar allí unas palabras esta misma noche. Si le interesa la poesía, nada será mejor que concurrir a ese lugar.
—¿A qué hora empezará a hablar? —Creo que a las diez.
Alquilé un coche y me dirigí por la Avenida Costanera hasta el centro de la ciudad. Dejé el coche en el aparcamiento subterráneo de la plaza Unión. Allá arriba las torres iluminadas de los hoteles horadaban la penumbra espesada en oscuridad. Un frío helado y húmedo venía del mar, lo sentía a través de mis ropas. Hasta las luces multicolores de la plaza se veían húmedas, frías.
Compré un cuarto de whisky para defenderme del frío y me fui a inscribir en el Salisbury, un hotelito en una calle lateral donde solía alojarme cada vez que iba a San Francisco. El conserje era nuevo para mí. Los conserjes siempre están ascendiendo o descendiendo. Este era viejo. Su rostro pálido mostraba las marcas de su permanente seriedad. Me alcanzó una llave con cierta reticencia:
—¿No tiene equipaje, señor?
Le mostré la botella que llevaba envuelta en un papel. No sonrió.
—Me robaron el coche.
—Malo, malo —sus ojos se mostraban incrédulos por debajo de sus gafas—. Temo que tendré que pedirle el pago por adelantado.
—Está bien —le entregué cinco dólares y le pedí un recibo.
El botones que me hizo subir en el ascensor de rejas hacía veinte años que me transportaba en el mismo vehículo. Nos estrechamos la mano.
—¿Cómo está, Coney?
—Muy bien, señor Archer. Estoy tomando unas píldoras nuevas: fenil-buta-nosequé. Me caen muy bien.
Salió del ascensor y ensayó un ligero zapateo para demostrármelo. Alguna vez integró un dúo de hermanos que actuaban en el Orfeo.
—¿Qué lo trae por la ciudad? —me preguntó cuando estuvimos dentro de la habitación. Para los sanfranciscanos no hay más que una ciudad.
—Vine volando para pasar un buen rato.
—Tenía entendido que Hollywood era el centro de las diversiones.
—Estoy buscando algo diferente —le dije—. ¿Oíste hablar de un nuevo club nocturno llamado El Oído Atento?
—Sí, pero no le va a gustar. —meneó su blanca cabellera—. Espero que no se haya molestado en venir sólo por eso.
—¿Por qué, qué pasa?
—Es una cueva cultural. Uno de esos mesones donde unos tipos leen poemas medio musicales. No, eso no tiene nada que ver con un individuo como usted.
—Mi gusto comienza a refinarse.
Sonrió y mostró los pocos dientes que le quedaban.
—Vamos, chistes a un viejo, ¿eh?
—¿Has oído hablar de Chad Bolling?
—Claro. Se hace suficiente publicidad personal —Coney me miró ansiosamente—. ¿De veras le ha dado por la poesía, señor Archer? ¿Y por la música?
—Hace años que ansío las cosas finas.
Tales como una buena comida a la francesa por el precio que fuese capaz de pagar. Tomé un taxi hasta el Ritz Poodle Dog y cené abundantemente. Cuando terminé eran casi las diez.
El Oído Atento estaba iluminado con luces azules oscuras y en él vibraban algunos blues