7

Odio las coincidencias. Ya en el avión perdí, infructuosamente, una hora tratando de encontrar algún vínculo posible entre la desaparición del hijo de la señora Galton y la muerte de Culligan. Quedó un resorte en tensión cuando abandoné el tema.

Estuve hojeando las páginas arrugadas del Cincel, la pequeña publicación que me diera Cassie Hildreth. Alguien figuraba en la portada como redactor jefe y editor, se llamaba Chad Bolling. También había publicado un poema con el título de Elegía a la muerte de Bix Beiderbecke. Decía que la trompeta inconsolable conmovería a Eurídice, que estaba echada junto al humeante monumento al Jefe Plutón. Me gustó más que el poema sobre la Luna.

Volví a leer la poesía de Anthony Galton preguntándome si Luna no sería su mujer. De pronto saltó el resorte: había una ciudad llamada Bahía de la Luna sobre la costa y al sur de San Francisco. Desde donde me encontraba, a mil metros de altura sobre la península, podía escupir, prácticamente, sobre esa ciudad. Y la ex mujer de Culligan se había referido a la Bahía de la L. en su carta.

Cuando el avión descendió en el Aeropuerto Internacional me dirigí hacia una cabina telefónica. La mujer había afirmado ser la esposa de Ronald S. Matheson y el sobre había sido timbrado en San Mateo.

Casi no esperaba resultados de un tiro tan fortuito y habiendo transcurrido un tiempo indefinido. Pero el apellido figuraba en la lista telefónica: Ronald S. Matheson, Sherwood Drive, 780, ciudad de Redwood. Marqué el número indicado.

No pude saber si era una niña o un chico quien contestó. De todos modos era una criatura:

—¿Hola?

—¿Está la señora Matheson?

—Un momento, por favor. Mami, te llaman por teléfono.

La voz de la criatura se alejó y una de mujer la reemplazó. Era fresca, suave, cuidada:

—Habla Marian Matheson. ¿Quién llama?

—Me llamo Archer, pero usted no me conoce.

—Es cierto, no conozco su apellido.

—¿Oyó hablar de un tal Culligan?

Hubo una pausa larga.

—¿Cómo dijo? No entendí ese nombre.

—Culligan —repetí—. Pete Culligan.

—¿Qué pasa con él?

—¿Lo conoció?

—Tal vez, hace mucho tiempo. ¿Por qué? Tal vez no lo conozca.

—No juguemos, señora Matheson. Tengo ciertos informes que podrán interesarle.

—No lo creo. Por lo menos si se refieren a Pete Culligan —su voz se había hecho áspera, profunda—. Ya no me interesa nada de él. Lo único que necesito es que me deje en paz. Se lo puede comunicar.

—Bueno, no puedo.

—¿Por qué?

—Porque está muerto.

—¿Muerto? —su voz fue un eco metálico.

—Estoy investigando su asesinato —había decidido que lo era—. Me gustaría hablar con usted sobre las circunstancias del hecho.

—No veo el porqué. Nada tuve que ver con eso. Ni siquiera sabía que hubiera sucedido.

—Ya lo sé, ésa es una de las razones por las que la llamo.

—¿Quién lo mató?

—Se lo diré cuando la vea.

—¿Y quién dice que habrá de verme? Esperé.

—¿Dónde está en este momento? —me preguntó.

—En el aeropuerto de San Francisco.

—Creo que podré ir allí, si es tan necesario. No quiero que venga a mi casa. Mi marido…

—Ya sé. Es usted muy amable. La esperaré en el bar.

—¿Lleva uniforme?

—En este momento no —ni durante los últimos diez años, pero la dejé pensando que yo era policía—. Visto un traje gris. No le será difícil reconocerme: estaré junto a las ventanas que hay al lado de la puerta.

—Estaré allí dentro de quince minutos. ¿Dijo que se llama Archer?

—Sí, Archer.

Tardó veinticinco. Pasé el tiempo viendo cómo los gigantescos aviones giraban, arrastrando sus sombras vespertinas a lo largo de las pistas.

Entró una mujer con abrigo oscuro, se detuvo en la entrada y miró todo el ámbito del enorme local. Sus ojos se posaron en mí. Se aproximó a mi mesa apretando su bolso de cuero lustroso como si fuera un emblema de respetuosidad. Me levanté para saludarla.

—¿La señora Matheson?

Asintió y se sentó apresuradamente como si temiera parecer demasiado conspicua. Era una mujer común, bien vestida, que jamás volvería a tener cuarenta años. Había unos mechones grises como hilos de acero entre sus cabellos cuidadosamente peinados.

Alguna vez fue una mujer elegante y corpulenta. Quizá siguiera siéndolo, pero con mejor iluminación y en otras circunstancias. Su mejor rasgo eran sus ojos negros, en ese momento intensos.

—No quise venir, pero aquí estoy.

—¿Quiere un café?

—No, gracias. Vengan las malas noticias. Prefiero que me las diga de una vez.

Se las dije dejando de lado poco o casi nada.

Comenzó a hacer girar su anillo matrimonial, le dio vueltas y más vueltas.

—Pobre muchacho —dijo cuando yo terminé de hablar—. ¿No sabe por qué le hicieron eso?

—Esperaba que usted me ayudara a contestar esa pregunta.

—¿Dice que no es de la policía?

—Eso mismo. Soy un detective privado.

—No sé por qué vino a verme. Hemos estado separados durante quince años y hace diez que lo vi por última vez. Quería volver conmigo porque creo que se cansó de andar tambaleándose por ahí. Pero yo no quise. Estoy casada con un buen hombre, soy muy feliz…

—¿Cuándo fue la última vez que tuvo noticias de Culligan?

—Hace un año. Me escribió una carta desde Reno diciendo que se había enriquecido y que podía darme lo que yo quisiera si deseaba regresar con él. Pete fue siempre un iluso. Al principio, a poco de casarnos, yo creía en sus sueños, pero se fueron desinflando uno tras otro. Y eso ocurrió hace tanto tiempo que no me causa ninguna gracia. Ya ve que no me río.

—¿Qué clase de sueños eran ésos?

—Grandes, enormes, poco comunes. Decía que abriría una cadena de restaurantes donde se servirían comidas de todos los países. Contrataría a los mejores chefs de comidas regionales, de cocina francesa, china, armenia, y demás. En esa época era ayudante de cocina en el bajo de Market. Luego descubrió un sistema para ganar jugando a las carreras. Me sacó hasta el último céntimo que teníamos para probar su método. Hasta me fundió los muebles. Tardamos un invierno entero para podernos recuperar —su voz tenía la energía vibrante de un viejo resentimiento que por fin encuentra salida—. Eso era lo que Pete suponía la vida ideal: yo trabajando y él jugando a los caballitos.

—¿Y cómo llegó a vincularse con él?

—Yo también soñaba. Creí que podría enderezarlo, convertirlo en un hombre. Que lo único que necesitaba era el cariño de una buena mujer. Yo no era una buena mujer y no pretendo serlo. Pero era mejor que él.

—¿Dónde se encontraron?

—En el hospital de San Francisco, donde yo trabajaba como enfermera. Pete estaba en una sala con la nariz partida y dos costillas rotas. Le habían propinado una paliza en una pelea entre bandas rivales.

—¿Una pelea entre bandas?

—Eso es lo que sé. Pete dijo que había sido una batahola en el puerto. Debí cuidarme a partir de entonces, pero, no obstante, seguí viéndome con él. Era joven, apuesto y, como dije, creí que era un hombre. Me casé con él…, el gran error de mi vida, y eso que cometí unos cuantos.

—¿Cuánto hace de eso?

—En el treinta y seis. Con eso se da cuenta de mi edad, ¿no es cierto? Pero entonces yo sólo tenía veintiún años —hizo una pausa y levantó la vista, me miró—. No sé por qué le digo todo esto. A nadie se lo he dicho durante toda mi vida. ¿Por qué no me obliga a callar?

—Espero que me diga algo que pueda ayudarme. ¿Su marido jugaba?

—Por favor, no diga eso. Me casé con Pete Culligan, pero no era mi marido de veras. De paso, me estará esperando para cenar —se inclinó en su silla e hizo ademán de retirarse.

—¿No podría concederme unos minutos más, señora Matheson? Le dije que todo lo que sé de Pete…

—Si fuera a contarle todo lo que yo sé de Pete necesitaría toda una noche. Está bien, sólo unos minutos, si me promete que no habrá publicidad. Mi esposo y yo tenemos una posición social que defender. Soy miembro de la PTA y de la Liga de Sufragistas.

—No habrá publicidad. ¿Era jugador?

—Mientras podía. Pero siempre jugaba en pequeña escala.

—El dinero que dijo que había conseguido en Reno…, ¿no le informó cómo logró reunirlo?

—Ni una palabra. Pero no creo que fuera jugando. Nunca tuvo tanta suerte.

—¿Todavía conserva esa carta?

—No, la quemé en cuanto la recibí.

—¿Por qué?

—Porque no quería que estuviera en la casa. Me parecía que había entrado una basura.

—¿Culligan era un pícaro o un individuo que se busca la vida?

—Depende de lo que usted quiera decir por una u otra cosa —sus ojos se mostraban cautelosos.

—¿Quebrantaba las leyes?

—Creo que todos las quebrantamos de vez en cuando.

—¿Lo arrestaron en alguna ocasión?

—Sí. La mayor parte de las veces por ebriedad o por desorden, nunca por algo serio.

—¿Llevaba armas?

—Nunca, mientras vivió conmigo. No se lo hubiera permitido.

—Entonces, ¿llegó a usar armas?

—No dije eso —se había tornado un tanto evasiva—. Quise decir que no se lo hubiera permitido aunque él hubiese querido llevarlas.

—¿Tenía una pistola?

—No sé —repuso.

Ya la había perdido. No hablaba libremente o con franqueza. Por eso le formulé la pregunta por la que no esperaba respuesta y confiando en conseguir algo sólo por su reacción física:

—Usted habló de la Bahía de la L. en la carta que remitió a Culligan. ¿Qué pasó allí?

Sus labios se apretaron y palidecieron. Se hubiera dicho que eran de marfil. Sus ojos negros parecieron hundirse en el interior de su cabeza.

—No sé por qué me pregunta eso —la punta de la lengua recorrió el labio superior y volvió a hablar—: ¿Qué referencia hacía a una bahía? No recuerdo que hubiera una bahía en mi carta.

—Pero yo sí, señora Matheson —y la cité—: «Yo puedo perjudicarte, y en grande. Acuérdate de la Bahía de la L.»

—Si escribí eso no recuerdo qué quise decir.

—Hay un lugar llamado Bahía de la Luna a unos veinticinco o treinta kilómetros de aquí.

—¿Ah, sí? —dijo con tono estúpido.

—Y usted lo sabe. ¿Qué hizo Pete Culligan en ese lugar?

—No recuerdo. Debió ser una mala pasada que hiciera —mentía mal, como la mayor parte de la gente honesta—. ¿Es importante?

—Se diría que es importante para usted. ¿Vivieron ustedes dos en la Bahía de la Luna?

—Tal vez se pueda decir que vivimos. Yo trabajaba en ese lugar haciendo de doméstica.

—¿Cuándo? —Hace mucho. No recuerdo en qué año.

—¿Para quién estaba trabajando?

—Para una familia. No recuerdo el apellido —se inclinó hacia mí, había urgencia en sus ojos llameantes—. ¿Tiene aquí con usted la carta?

—La dejé donde la encontré: en la maleta de Culligan en la casa donde trabajaba. ¿Por qué?

—La necesito. La escribí y me pertenece.

—Creo que tendrá que solicitarla a la policía. Ahora debe estar en sus manos, probablemente.

—¿Vendrán aquí? —Miró detrás suyo y a su alrededor, como si esperase encontrar un policía.

—Dependerá de lo que tarden en pescar al asesino. Tal vez ya lo hayan apresado, en cuyo caso no se habrán de molestar por seguir pistas secundarias. ¿No imagina quién puede ser, señora Matheson?

—¿Cómo podría saberlo? Ya le dije que no vi a Pete durante diez años.

—¿Qué pasó en la Bahía de la Luna? —Cambie el disco, por favor. Si pasó algo que no recuerdo, ello ocurrió estrictamente entre Pete y yo. Nadie más tuvo que ver con eso, ¿comprende?

Su voz y su mirada se alteraban por la tensión. Parecía haber llegado a un estrato inferior de su experiencia, haber revelado un aspecto grosero de su personalidad. Y ella lo sabía.

Apretó el bolso con ambas manos. Era un hermoso bolso, hecho con cuero legítimo de lagarto. Contrastando con él sus manos toscas, sus nudillos sobresalientes, agrietados por los años de trabajo.

Levantó la mirada y me contempló. En los centros de sus ojos advertí el rojo brillo del pavor. Me temía y tenía miedo de dejarme.

—Señora Matheson, hoy mataron a Pete Culligan…

—¿Quiere que empiece a llorar?

—Espero que me comunique algo que pueda ayudar a aclarar su muerte.

—Ya lo hice. Déjeme en paz, ¿entiende? No me va a mezclar con ningún asesinato. Ningún asesinato.

—¿Oyó hablar de un hombre llamado Anthony Galton?

—No.

—¿John Brown?

—No.

Advertí en su rostro el esfuerzo que hacía su voluntad para impedir sus palabras. Se levantó y huyó de mí, atemorizada.