6

El muerto yacía donde cayera sobre una película de césped ensangrentado, a unos tres metros de distancia de la puerta de Sable. La parte inferior de su chaqueta blanca estaba manchada de rojo. Su rostro grisáceo miraba hacia arriba como un sobrerrelieve en una tumba.

Un agente de identificaciones estaba tomando unas fotos del cadáver con una cámara montada en un trípode.

—¿Me permite que lo mire?

—Mientras no lo toque. Terminaré dentro de un instante.

Cuando finalizó su tarea, me incliné sobre el muerto para verlo desde más cerca. Había una herida muy profunda en el abdomen. La mano derecha tenía unos tajos que cruzaban la palma y la parte interior de los dedos contraídos. El cuchillo que causara la herida tenía una hoja ensangrentada que medía más de quince centímetros y estaba tirado en el césped a cierta distancia del brazo derecho encogido.

Levanté la mano: todavía estaba caliente, inerte; le di vuelta. La piel tatuada mostraba unas señales, tal vez marcas de dientes.

—Se defendió —comenté.

El oficial de identificaciones se inclinó a mi lado:

—Tenga cuidado con esas uñas. Puede haber algún residuo en ellas, quizá piel humana. ¿Vio los tatuajes?

—Tendría que ser ciego para no haberlos visto.

—Me refiero a éstos —me quitó la mano y señaló cuatro puntos dispuestos como un pequeño rectángulo entre el primero y segundo dedo—. Marcas de una banda. Posteriormente las cubrió con un tatuaje común. Muchas bandas viejas solían llevar esos tatuajes. Las veo en la gente que apresamos.

—¿Qué clase de banda?

—No sé. Tal vez sea de Sacramento o de San Francisco. No soy un experto en las insignias del norte de California. Me pregunto si el doctor Sable estaba enterado de que su sirviente había pertenecido a una banda.

—Se lo podríamos preguntar.

La puerta del frente estaba abierta. La atravesé y me encontré con Sable, que estaba sentado en la sala de recepción. Levantó un brazo fláccido y me señaló una silla:

—Siéntese, Archer. Lamento lo ocurrido. No sé qué pensaron cuando le pusieron esas esposas.

—Tonterías. Será mejor olvidarlo. Empezamos mal, pero los muchachos de la policía local saben ahora lo que están haciendo, por lo visto.

—Eso mismo espero —comentó, aunque un poco desesperanzado.

—¿Qué sabía usted de su sirviente?

—No mucho. Trabajó para mí sólo unos meses. Al principio lo contraté para que cuidase mi yate. Vivió a bordo de él hasta que lo vendí. Luego se mudó a esta casa. No tenía adónde ir y no pedía mucho. Pete no era muy competente en la casa, como habrá visto. Pero es difícil conseguir servicio doméstico en el campo, y como era muy servicial lo dejé estar.

—Pero ¿qué clase de antecedentes tenía?

—Creo que era una especie de aventurero; mencionó varios oficios; cocinero en un barco, estibador, pintor de casas.

—¿Cómo llegó a contratarlo? ¿Por medio de una agencia?

—No, lo encontré en los muelles. Creo que acababa de desembarcar de un barco pesquero, una nave de Monterrey. Yo estaba puliendo los bronces, barnizando la cubierta, y él se ofreció para ayudarme por sólo un dólar por hora. Realizó un buen trabajo y lo contraté. Trabajó todos los días.

En la frente de Sable había aparecido una señal de dolor, una arruga como una cicatriz. Supuse que había llegado a estimar al muerto. Titubeé antes de preguntarle:

—¿Sabía que Culligan tenía antecedentes criminales?

La arruga se acentuó.

—No, por Dios. Le confié mi yate y mi casa. ¿Por qué me pregunta eso?

—Por dos cosas, principalmente. Tenía un tatuaje en la mano: cuatro puntitos negros en los bordes del tatuaje azul. Los gángsters y los adictos a las drogas suelen llevar esas marcas. Pero éstas se parecen a las de una banda criminal. El hombre que me robó el coche es, probablemente, el asesino y él también ostenta rasgos de un convicto, de un delincuente.

—¿Cree que Pete Culligan tenía que ver con criminales?

—Tener que ver es demasiado suave. Lo mataron.

—Sí, me doy cuenta —contestó ligeramente.

—¿En los últimos tiempos parecía nervioso? ¿Temía algo?

—No sé, no pude advertirlo. Nunca hablaba de sí mismo.

—¿Recibió algunas visita antes de esta última?

—Nunca. Al menos, a mí no me lo comunicó. Era una persona solitaria.

—¿No podría ser que estuviera utilizando este empleo y esta casa para ocultarse?

—No sé. No es fácil decirlo.

Se oyó el arranque de un motor en la parte delantera del edificio. Sable se levantó, fue hasta las enormes vidrieras y descorrió los cortinajes. Miré por sobre sus hombros. Una camioneta cerrada se alejaba de la casa descendiendo la cuesta.

—Ahora que pienso en ello —dijo Sable—, se mantenía fuera de la vista. No quería conducir mi coche, afirmaba que tenía mala suerte con los vehículos. Pero eso pudo haber sido una forma de evitar los viajes a la ciudad. Nunca fue a la ciudad.

—Ahora va hacia allá —comenté—. ¿Cuánta gente sabía que él vivía en esta casa?

—Mi mujer y yo. Y usted, naturalmente. No creo que haya alguien más.

—¿Usted recibió alguna visita que no fuera de la ciudad?

—En los últimos meses no. Alicia ha sufrido una serie de depresiones. Esa fue, incluso, una de las causas por las que traje a Pete. Habíamos perdido a nuestra ama de llaves y no quería que Alicia estuviese sola durante todo el día.

—¿Y ahora cómo está la señora Sable?

—Temo que no esté muy bien.

—¿Vio lo ocurrido?

—No lo creo. Pero oyó el ruido, escuchó la pelea y vio el coche que se alejaba. Fue entonces cuando me llamó por teléfono. Cuando llegué estaba sentada en el umbral un poco abrumada. No sé qué efecto provocará todo esto en su estado emocional.

—¿Podré hablar con ella?

—Ahora no, por favor. Ya hablé con el doctor Howell y me recomendó que le diera algún sedante. El sheriff también estuvo de acuerdo en no interrogarla en estos momentos.

Sable parecía estar hablando de sí mismo. Sus hombros parecieron derrumbarse cuando se alejó del ventanal.

Cuando ocurre un asesinato suele haber más de una víctima.

Fue lo mismo que si lo hubiese leído en mi rostro:

—Esto también me ha trastornado. No tiene por qué afligirnos ni a Alicia ni a mí y, sin embargo, ya lo ve. Pete era un miembro de la familia. Creo que nos era muy fiel y murió enfrente mismo de esta casa. Sí, eso hace que entre en nuestro hogar…

—¿Que entre quién o qué?

Timor mortis —manifestó—, el temor a la muerte.

—Dijo que Pete Culligan dormía en esta casa. ¿Podría ver su cuarto?

—Sí, claro.

—¿Podría ir ahora mismo?

Me condujo a través de un patio y de una despensa para llegar a un dormitorio que estaba situado en la parte posterior del edificio.

La habitación estaba amueblada con una sola cama, un armario, una silla y una lámpara.

—Voy a ver cómo sigue Alicia —dijo Sable, y se fue.

Empecé a revisar los efectos personales de Pete Culligan. El armario contenía un par de «Levis», dos camisas para fajina, botines, una blusa azul ordinaria comprada en un negocio de San Francisco. En el bolsillo exterior de la chaqueta encontré un bolígrafo con varias cargas. En el cajón superior del armario había un peine sucio y una máquina de afeitar.

Los cajones estaban prácticamente vacíos: un par de camisas blancas, una corbata azul grasosa, una camisa sin cuello, un par de shorts floreados, calcetines, pañuelos y una cajita de cartón que contenía cien proyectiles de calibre 38 para pistola automática. No, no llegaban al centenar, la cajita no estaba completa. No encontré el arma.

Debajo de la cama hallé la maleta de Culligan. Era una maleta vieja de cuero, estaba atada con unos cordeles y parecía haber sido pateada en todas las estaciones terminales de las líneas de ómnibus que hay entre Seattle y San Diego. La abrí. La cerradura estaba rota. Su contenido emitió olor a tabaco, aire de mar, sudor y ese aroma indescriptible que revela la soledad masculina.

Había una camisa gris de franela, un jersey basto y azul y otras ropas de trabajo. Una navaja de pescador con algunas escamas todavía pegadas a su empuñadura de corcho como si fueran cequíes borrosos. Una chaqueta verdosa y arrugada que parecía preservar el recuerdo de un pasado más elegante.

Una cédula sindical, emitida en San Francisco en 1941, indicaba que Culligan había sido un miembro activo y pago de la desaparecida Unión Marina Cook. Había también una carta dirigida al señor Pete Culligan, Poste Restante, Reno, Nevada. Culligan no había pasado toda su vida en forma solitaria. La carta estaba escrita en papel rosado. La letra era muy desigual.

Decía:

«Querido Pete:

»Querido no es la palabra que tendría que escribir después de todo lo que sufrí por tu culpa, pero ya todo se terminó y me alegro y prefiero que la cosa siga así. Y espero que te des cuenta de eso. Y para que te resulte más sencillo te lo voy a aclarar: durante toda tu vida jamás te diste cuenta de las cosas hasta el momento en que te golpeaste la cabeza con ellas. Por eso ahí va: no te quiero más. Y ahora que lo pienso no sé cómo pude quererte. Estaba "embobada". Cuando recuerdo todo lo que me hiciste sufrir, los trabajos que perdiste, las peleas, la bebida, todo… Tú nunca me quisiste, así que no trates de "engañarme". Yo no estoy llorando por la "leche derramada". La única que tiene la culpa por haberme quedado junto a ti soy yo. Me lo advertiste varias veces. Me dijiste qué clase de persona eras. Tengo que reconocer que tienes "agallas" por haberme escrito. No sé cómo pudiste descubrir mi domicilio, tal vez por medio de alguno de tus amigotes policías, pero no tengo miedo.

»Estoy casada con un hombre maravilloso y soy feliz. Sabe que yo estuve casada. Pero no sabe de "nosotros". Si te queda un poco de decencia apártate de mí y no me vuelvas a escribir cartas. Te lo advierto, no me vengas con líos. Yo puedo perjudicarte, y en grande. Acuérdate de la Bahía de la L.

»Esperando que triunfes en tu nueva vida (espero que reúnas todo el dinero que dices),

»Marian.

»Señora de Ronald S. Matheson (y que se te meta en la cabeza). ¿Que yo vuelva contigo? Ni lo vuelvas a pensar. Ronald es un dirigente comercial afortunado. No insistiría, pero tú me metiste en la "exprimidora" y te darás cuenta. No te guardo rencor, pero déjame tranquila, te lo ruego

En la carta no estaba escrito el domicilio de la remitente, pero el matasellos decía San Mateo, California. La fecha era indescifrable.

Volví a colocar todo dentro de la maleta y la metí de una patada debajo del lecho.

Salí al patio. En una habitación que había junto al mismo se oía a una mujer o a un animal que se estaba quejando. Sable debió haberme estado observando. El sonido aumentó de volumen cuando él corrió una puerta deslizable y se apagó cuando la cerró a sus espaldas.

Se me acercó.

—¿Encontró algo significativo?

—En el cajón tenía proyectiles para un arma automática. Pero lo que no encontré fue la pistola.

—No sabía que Pete tuviese un arma.

—Tal vez la tuviera y luego la vendió. O, quizá, el asesino se la quitó.

—¿Nada más?

—Tengo una pista insegura que me guía hacia su ex esposa. ¿Quiere que investigue su pasado?

—¿Por qué no deja todo en manos de la policía? Trask es muy competente y es un viejo amigo mío. No encontraría justificativos si lo apartase del caso Galton.

—Pero el caso Galton no parece muy urgente.

—Posiblemente no. Con todo, sigo pensando que usted tendría que dedicarse a ese caso excluyendo cualquier otro asunto. ¿Cassie Hildreth pudo ayudarlo?

—Sí, un poco. No creo que haya mucho más que hacer en estos lugares. Pensaba irme con el coche hasta San Francisco.

—Vaya en avión. Ya le firmé un cheque por doscientos dólares y le entregaré otros cien en efectivo —me dio el cheque y el dinero—. Si llegara a necesitar más no vacile y llámeme.

—Está bien, aunque me parece que es dinero que se tira al agua.

Sable se encogió de hombros. Tenía problemas peores.

Los lamentos se hicieron más intensos, atravesando la puerta de cristales y penetrando en mis oídos con estridencia.