Me encontré con la hija del doctor en la escalera. Sonrió con cautela:
—¿Usted es el detective?
—Soy el detective. Me llamo Archer.
—Y yo Sheila Howell. ¿Cree que lo podrá encontrar?
—Lo intentaré, señorita Howell.
—Pero hará todo lo que pueda, ¿no es cierto?
—¿Usted es de la familia?
—No exactamente. Ella es mi madrina. La llamo tía porque me quiere. Pero nunca pude sentirme sobrina suya.
—Me imagino que ella lo hace más difícil.
—No lo hace de intento, pero no sabe tratar a la gente. Hace tanto tiempo que sólo procede según sus propios designios —la muchacha se sonrojó y apretó sus labios—. No he querido criticarla. Tal vez usted crea que soy una persona desagradable porque hablo de estas cosas con desconocidos… La estimo, a pesar de lo que opina mi padre. Y si ella quiere que le lea Pendennis, lo haré.
—Mejor así. Estaba por hablar por teléfono. ¿Hay alguno cerca?
Me mostró el teléfono que había bajo la escalera. La guía telefónica de Santa Teresa se encontraba en una mesita a sus pies. Busqué el número de Sable.
Tardaron en responder. Por fin oí cómo descolgaban el auricular en el otro extremo de la línea. Oí su voz, apenas la reconocí. Estaba apagada, como si Sable hubiera estado llorando:
—Con Gordon Sable.
—Habla Archer. Usted se fue antes de que hubiéramos convenido un arreglo definitivo. En un caso como éste habré de gastar dinero y necesito un adelanto, creo será suficiente con trescientos dólares.
Hubo un clic y una cierta conmoción en la línea. Alguien estaba marcando en el disco. Una voz femenina exclamó:
—¡Operador! ¡Comuníqueme con la policía!
—Sal de la línea —dijo Sable.
—Estoy llamando a la policía —era la voz de su mujer, pero sonaba aguda, histérica.
—Yo los llamé. Ahora, sal de la línea. Estoy hablando por ella.
Se colgó un auricular y yo dije:
—¿Sigue ahí, Sable?
—Sí, hubo un accidente, como habrá imaginado —hizo una pausa. Oí su respiración.
—¿Le pasó algo a su señora?
—No, aunque está muy alterada. Mi sirviente, Pete…, lo apuñalaron. Temo que esté muerto.
—¿Quién lo hirió?
—No sé. Mi mujer no puede ayudarme. Aparentemente vino un matón y llamó a la puerta. Cuando Pete la abrió, lo apuñalaron.
—¿Quiere que vaya?
—Si cree que podrá serme útil. Para Pete es tarde.
—Estaré allí dentro de unos minutos.
Pero tardé más de lo previsto. Parque del Arroyo era un suburbio que desconocía. Giré equivocadamente y me perdí en medio de una serie de caminos laterales. Todas las calles parecían iguales y estaban bordeadas por casitas con techos bajos. Eran grises y blancas, tenían adobes y se esparcían entre las faldas de las colinas.
Sobre una colina que quedaba a una milla de distancia, y a mi izquierda, divisé un techo verde pálido que se parecía al de la casa de Sable. A mi derecha, allá abajo, corría la angosta faja de asfalto como un río oscuro que se derramaba en el valle. Entre la ruta y un bosquecillo de robles vacilaba una alfombra naranja: llamaradas que iban y venían. Se elevó una columna de humo negro y tiznó el aire puro. Cuando me moví alcancé a percibir un reflejo metálico. Era un automóvil y estaba ardiendo.
Descendí por la larga pendiente y giré a la derecha para meterme en la pista de asfalto. Muy lejos se oía el ulular de una sirena. El humo que dominaba al coche se retorcía cada vez más alto, como si fuera una mancha que ensuciaba los árboles. Por contemplarla casi atropellé a un hombre.
Caminaba hacia mí con la cabeza gacha, como si estuviera meditando. Era un individuo joven con hombros de toro. Hice sonar el claxon y frené. Se acercó tambaleándose. Uno de sus brazos estaba inerte y chorreaba sangre por los dedos. El otro brazo lo llevaba metido por delante en su chaqueta de franela.
Llegó hasta la puerta del coche y se detuvo junto a ella.
—¿Me podría llevar? —sobre sus ojos negros y ardientes caían unos rizos oscuros y aceitosos. La sangre que tenía en la boca le confería un aspecto obsceno: parecía una nena pintarrajeada.
—¿Estrelló el coche?
Emitió un gruñido.
—Dé la vuelta, si puede.
—No, señor, será por este costado.
Advertí la amenaza que brillaba en sus ojos y algo más. Me estiré para tomar las llaves del coche. Pero él se me adelantó: por la ventanilla abierta asomaba su pistola corta y azul.
—Deje las llaves donde están. Abra la puerta y salga.
«Pelo-rizado» hablaba y procedía como un asaltante o como un aficionado con vocación. Abrí la puerta y salí.
—Empiece a caminar.
Titubeé, calculando las posibilidades que tenía. Con la pistola, señaló hacia la ciudad:
—Andando, mozo, no trate de hacerse el despierto conmigo.
Eché a andar. El motor de mi coche rugió a mis espaldas. Salí de la carretera, pero «Pelo-rizado» tomó por un desvío y emprendió la marcha en sentido contrario al que yo llevaba, alejándose de las sirenas.
Cuando llegué se había extinguido el fuego. Los bomberos estaban enrollando las mangueras y colocándolas en el largo camión pintado de rojo. Fui hasta la cabina e interrogué al conductor:
—¿Tiene transmisor de radio?
—¿Y a usted qué le importa?
—Me robaron el coche. Creo que el tío que lo llevó era quien conducía este coche. Tendrían que notificarlo a la Patrulla del Camino.
—Déme los detalles y se lo comunicaré.
Le di el número de mi carnet, describí mi coche y añadí unos rápidos detalles sobre «Pelo-rizado». Comenzó a transmitirlos por el micrófono. Bajé del estribo para ir a observar el coche que cambiaran por el mío. Era un «Jaguar» negro, un sedán con cinco años de uso, aproximadamente. Se había desviado de la carretera, había dejado unas huellas profundas en la tierra y se había estrellado contra un promontorio. Uno de los neumáticos delanteros había reventado. El parabrisas estaba hecho añicos y la culata estaba corroída por el fuego. Las dos puertas habían sido arrancadas.
Tomé nota del número del permiso de conducir y me acerqué para mirar el volante. No estaba el registro. Me metí y abrí la guantera. Estaba vacía.
Otro coche chilló al frenar en la carretera. Salieron dos hombres del sheriff por las puertas opuestas y bajaron por la barranca envueltos en nubes de polvo. Llevaban revólveres en las manos y en sus caras cetrinas se veían miradas de pocos amigos.
—¿Este es su coche? —me preguntó el primero.
—No.
Empecé a decirle lo que había ocurrido con el mío, pero no me quiso escuchar.
—¡Afuera! ¡Las manos a la vista y más arriba de los hombros!
Salí, sintiendo que esta escena ya había sucedido antes. El primer policía me apuntó mientras el segundo registró mis ropas. Fue muy cuidadoso. Revisó hasta el forro de los bolsillos. Algo le dije por eso.
—Esto no es una broma. ¿Cómo se llama?
El bombero se nos había aproximado. Yo estaba enfadado y transpirando. Abrí la boca y metí la pata hasta la rodilla.
—Soy el capitán Nemo —le dije—. Desembarqué hace un instante de un submarino enemigo. Aunque parece mentira, alimentamos a nuestros submarinos con algas. El mismo casco está forrado por algas muy comprimidas. Así que lléveme ante su mejor científico porque no hay tiempo que perder.
—Está loco —dijo el primer policía—. Ya me parecía que el choque había sido cosa de un loco. ¿No te lo dije, Barney?
—Sí —Barney estaba leyendo lo que había en mi billetera—. Tiene licencia de conductor extendida a nombre de un tal Archer, de Hollywood Oeste. Y una autorización, que comprende todo el estado, para hacer investigaciones privadas también con el mismo apellido. Probablemente sea todo falsificado.
—Nada es falso —los chistes sólo habían logrado empeorar mi situación—. Me llamo Archer. Soy un detective privado y estoy trabajando para el señor Sable, el abogado.
—Sable, dice —los policías se intercambiaron miradas significativas—. Déle su billetera, Barney.
Barney me la alcanzó. Me estiré para cogerla. Las esposas mordieron mi muñeca.
—La otra muñeca, ahora —me dijo con voz apaciguadora. Yo era un loco—. Vamos, ahora la otra muñeca.
Titubeé. Pero si me defendía no ganaría nada. Seguirían sospechando. Y yo quería que se equivocaran hasta el colmo para que se enterrasen en su propia estupidez.
Levanté la otra muñeca. Mientras miraba mis brazos aprisionados vi una manchita de sangre en uno de los dedos.
—Vamos —dijo el primer policía. Metió la billetera en mi bolsillo.
Me sacaron de la barranca y me metieron en el coche, haciéndome sentar en el asiento trasero. El conductor del camión bombero se inclinó desde su cabina:
—Vigiladlo, muchachos. Es un tío raro. Me vino con el cuento de que le habían robado el coche y me cogió desprevenido.
—Pero eso no pasará con nosotros —repuso el primer policía—. Estamos acostumbrados a descubrir este tipo de enredos, así como vosotros estáis acostumbrados a combatir los incendios. No dejéis que nadie se acerque al «Jaguar». Dejad a uno de guardia, ¿eh? Nosotros mandaremos un hombre en cuanto podamos disponer de algún agente.
—¿Qué hizo?
—Apuñaló a un hombre.
—¡Dios! Y yo pensé que era un ciudadano como cualquier otro.
El primer policía se metió en el coche y se sentó a mi lado:
—Tengo que advertirle que todo lo que diga puede ser usado en contra suya. ¿Por qué lo hizo?
—¿Hizo qué?
—Apuñalar a Pete Culligan.
—Yo no lo acuchillé.
—Tiene sangre en la mano. ¿De dónde salió?
—Probablemente del «Jaguar».
—¿De su coche, quiere decir?
—No es mío.
—Qué diablos no va a serlo. Tengo un testigo que afirma que usted se escapó del lugar del crimen.
—Yo no estuve allí. El criminal fue el que me robó el coche.
—No me venga con eso. Tal vez pueda engañar a un bombero, pero yo soy policía.
—¿Fue un problema por una mujer? —dijo Barney por encina del hombro—. Si se trata de una mujer seremos más comprensivos. Crimen pasional y todo lo demás. Vamos, largue —agregó con levedad—, probablemente no llegará a un segundo grado. Tal vez lo encierren uno o dos años. ¿No te parece, Conger?
—Seguro —replicó Conger—. Vamos, díganos la verdad, así terminaremos de una vez.
Me estaba aburriendo el jueguecito.
—No fue por una mujer. Fue por las algas. Hace años que soy un fanático de las algas marinas. Me gusta rociar la comida con un poco de algas molidas.
—¿Y eso qué tiene que ver con Culligan? Barney agregó, desde el asiento delantero:
—Me parece que está completamente loco. Conger se me acercó:
—¿Es cierto eso?
—¿Si es cierto qué?
—Que está completamente loco.
—Sí. Yo chupo las algas y después entro en órbita. Llévenme a la pista de aterrizaje más cercana.
Conger me miró apiadado. Yo estaba loco. La piedad fue reemplazada, poco a poco, por la duda. Empezaba a darse cuenta que me burlaba de él. De pronto su rostro se puso rojo polvoriento por debajo de su tez tostada. Golpeó con el puño derecho su rodilla. Vi cómo se le hinchaban los músculos por debajo de la camisa. Escondí el mentón y me preparé para aguantar el golpe. Pero no me castigó.
En esas circunstancias su actitud lo reveló como un buen policía. Empezaba a gustarme a pesar de las esposas. Le dije:
—Como acabo de decirle, me llamo Archer. Tengo licencia de detective privado, fui sargento de policía de Long Beach. El Código Penal de California incluye un inciso que habla de los falsos arrestos. ¿No cree que será mejor si me quita estas joyas?
Barney repuso desde su asiento:
—Abogado de salón, ¿no es así?
Conger no habló. Se quedó callado durante un buen rato. El esfuerzo que realizó para pensar provocó efectos inesperados en su rostro tosco. Pareció alarmarse como si hubiera oído un ruido en medio de la noche.
El coche abandonó la ruta del condado y trepó la colina de Sable. Había otro coche del sheriff junto a la casa de cristal. Apareció Sable, seguido por un hombre corpulento y vestido de gris.
Sable estaba pálido, desencajado.
—Cuánto tardó en llegar —entonces vio las esposas—. ¡Por Dios!
El hombre corpulento pasó a su lado y abrió la puerta del automóvil.
—¿Qué pasa?
Aumentó la confusión de Conger.
—No pasa nada, sheriff. Apresamos un sospechoso que dice ser detective privado y trabajar para el señor Sable.
El sheriff se dio vuelta y le preguntó al abogado:
—¿Es cierto eso?
—Naturalmente.
Conger ya estaba quitándome las esposas sin rozarme siquiera. Como si yo no hubiese advertido su presencia en mis muñecas. El sheriff me estrechó la mano.
—Yo soy Trask. No quiero pedir disculpas. Todos nos equivocamos, y algunos más que otros, ¿no es cierto, Conger?
Conger no replicó. Yo comenté:
—Ya que terminó el momento divertido, será mejor que radie la descripción de mi coche y del hombre que se lo llevó.
—¿De qué está hablando? —dijo Trask. Se lo dije y añadí:
—Si me permite, sheriff, será mejor que usted se ocupe personalmente de hablar con la Patrulla del Camino. Nuestro amigo se fue hacia San Francisco, pero pudo haber dado la vuelta.
—Así lo haré.
Trask se dirigió a la radio de su coche. Lo retuve un instante.
—Otra cosa. El «Jaguar» tendría que ser revisado por algún experto. Quizá sea robado.
—Sí, ojalá que no sea así…