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La trajo, en una fuente abierta, la misma mujer que viera jugando al ping-pong.

—Me hiciste esperar, Cassie —dijo la anciana—. ¿Qué diablos has estado haciendo?

—Preparando su comida. Pero antes estuve jugando al ping-pong con Sheila Howell.

—Debí suponer que ustedes dos estarían divirtiéndose mientras yo estaba muriéndome de hambre aquí arriba.

—Perdone, tía Mary. Creí que no quería que la molestasen mientras durase la reunión.

Se quedó junto a la puerta sosteniendo la bandeja como si fuera un escudo. No era joven. Ya más cerca, pude ver las señales de los cuarenta años en su rostro y advertí la experiencia que denotaba su mirada.

—Bueno, no te quedes parada como una tonta.

Cassie se movió. Apoyó la bandeja sobre la mesita y descubrió la fuente. Había mucha comida. La señora Galton empezó a tragar ensalada ayudándose con el tenedor.

Sable y yo nos retiramos al pasillo y por él llegamos hasta la escalera que descendía en forma majestuosa hasta la sala de recepción. Se apoyó en la baranda de hierro y encendió un cigarrillo.

—Bueno, Lew, ¿qué le parece?

—Creo que es un derroche de tiempo y de dinero.

—Ya se lo advertí.

—Pero, de todos modos, ¿quiere que siga?

—No veo otra forma mejor para poderlo resolver, ni para poderla complacer. Es muy difícil contentar a la señora Galton.

—¿Y usted puede confiar en la memoria de ella? Parecía como si estuviera reviviendo el pasado. A veces los viejos confunden lo que sucedió tiempo atrás. Esta historia del dinero robado, por ejemplo. ¿Cree en ella?

—Ella nunca mintió. Y dudo que esté confundida. Le gusta exagerar las cosas, dramatizarlas. Es el único entretenimiento que le queda.

—¿Cuántos años tiene?

—Creo que setenta y tres.

—No es tan anciana. ¿Y su hijo?

—Tendría que tener unos cuarenta y cuatro, si todavía existe.

—Ella no parece darse cuenta de ese hecho. Habla de él como si siguiera siendo un chico. ¿Cuánto hace que está sentada en esa habitación?

—Siempre la vi ahí, al menos. Diez años, quizá. A veces, cuando se siente bien, deja que la señorita Hildreth la lleve a pasear. Pero eso no sirve para ponerla al día. El paseo consiste en un rápido viaje hasta el cementerio donde está enterrado su marido. Se murió poco después de la desaparición de Anthony. Según la señora Galton eso provocó su muerte. La señorita Hildreth afirmó que murió debido a un infarto cardíaco.

—¿La señorita Hildreth es pariente de ellos?

—Es una pariente lejana, una sobrina en segundo o tercer grado. Cassie conoció a la familia durante toda su vida y vivió con la señora Galton desde antes de la guerra. Espero que ella pueda ofrecerle elementos más positivos para seguir la búsqueda.

—Yo también.

Por algún lado repicó un teléfono como un grillo contento. Cassie Hildreth salió de la habitación de la señora Galton y se nos aproximó bruscamente:

—Le llaman por teléfono, es la señora Sable.

—¿Qué quiere?

—No lo dijo, pero parece muy exaltada.

—Siempre está así.

—Puede hablar desde abajo, si gusta. Hay un supletorio debajo de la escalera.

—Ya sé. Así lo haré —Sable la trató un poco secamente, como si fuera una criada—. De paso, éste es el señor Archer. Quiere formularle algunas preguntas.

—¿Ahora mismo?

—Si tiene tiempo —le dije—. La señora Galton pensó que usted podría facilitarme algunas fotos, alguna información.

—¿Fotos de Tony?

—Si tiene algunas.

—Las guardo para la señora Galton. Le gusta mirarlas cuando siente nostalgia.

—Usted trabaja para ella, ¿no es así?

—Si se puede llamar trabajo… Soy una acompañante asalariada.

—Lo llamo trabajo.

Se encontraron nuestros ojos. Los suyos eran azules oscuros, como el océano. En lo más profundo se divisaba una chispa de descontento, pero agregó con lealtad:

—No es tan mala como parece. Hoy no está en uno de sus días mejores. Le duele escarbar en el pasado. No hace mucho tuvo un buen susto. Su corazón casi falló. Tuvieron que meterla en la carpa de oxígeno. Quiere reparar lo de Anthony antes de morirse. Usted sabe que ella procedió muy mal con él.

—¿Muy mal por qué?

—No quiso que él viviera su vida, según dicen. Trató de acapararlo, como si fuera un objeto de su propiedad. Pero… será mejor que no me pregunte nada de eso.

Cassie Hildreth se mordió el labio. Recordé lo que el doctor dijera sobre sus sentimientos hacia Tony. Toda la casa parecía girar en torno al hombre desaparecido, como si se hubiera ido el día anterior, nada más.

Unos pasos rápidos cruzaron la sala de recepción que había al pie de la escalera. Me incliné sobre la barandilla y vi a Sable escurrirse por la puerta delantera. La cerró con un golpe.

—¿Adónde va?

—Probablemente a su casa. La mujer que tiene… —titubeó construyendo cuidadosamente el final de sus palabras— vive en un estado de emergencia permanente. Si quiere ver la foto vamos a mi cuarto.

Su puerta era la inmediata a la sala de espera de la señora Galton. La abrió. Aparte de su tamaño, forma y cielo raso, la habitación nada tenía que ver con el resto de la casa. En un rincón, tras un biombo de maderitas, había un lecho pequeño.

Cassie Hildreth fue al armario y regresó con un paquete de fotos en la mano.

—Primero muéstreme la que más se le parezca.

La escogió; el rostro estaba tenso, preocupado: era un retrato de galería. Anthony Galton había sido un muchacho elegante. La retuve y dejé que sus rasgos se sedimentaran en mi mente: ojos claros muy separados, dominados por una frente inteligente, nariz recta y menuda, boca pequeña y labios llenos, un mentón redondeado, casi femenino. Faltaba algo, el carácter, la personalidad, el significado que hubieran podido reunir esos rasgos. Y lo único que pude encontrar se hallaba en su sonrisa parcial. Parecía decir: vete al diablo. O, quizá, que me vaya al diablo.

—Fue la foto de su graduación —dijo Cassie Hildreth con suavidad.

—Tenía entendido que no llegó a graduarse.

—Así fue. Esta foto fue tomada antes de que desapareciera.

—¿Por qué no se graduó?

—Para no darle esa satisfacción a su padre. O a su madre. Lo obligaron a estudiar ingeniería mecánica. Y esa carrera era la última por la que Tony se hubiera interesado. La soportó durante cuatro años, pero, finalmente, se negó a recibir su diploma.

—¿Fracasó?

—Cielos, nunca. Tony era muy inteligente. Algunos de sus profesores opinaban que era muy brillante.

—Pero no en ingeniería, ¿verdad?

—No había nada que no fuera capaz de hacer si se lo llegaba a proponer. Pero sus intereses reales se encontraban en la literatura. Quería ser escritor.

—Tengo la impresión que usted lo conocía muy bien.

—Es cierto. Entonces yo no vivía con los Galton, pero venía muchas veces de visita, especialmente cuando Tony estaba en vacaciones. Hablaba conmigo. Era un charlista maravilloso.

—¿Podría describírmelo?

—Acaba de ver su fotografía. Aquí tiene otras.

—Luego las miraré. Ahora quiero que usted me hable de él.

—Intentaré, puesto que insiste —entornó los ojos—. Era un hombre adorable. Su cuerpo bien proporcionado era delgado, fuerte. Su cabeza se sostenía magníficamente sobre su cuello, tenía cabellos rubios casi rizados —abrió los ojos—. ¿Alguna vez vio el Hermes de Praxíteles?

Me sentí un poco molesto no sólo porque no conocía esa estatua. Su descripción de Tony poseía la fuerza de una declaración apasionada. No había esperado una reacción así. La emoción de Cassie ardió espontáneamente en su viejo pecho como si su esperanza se hubiera transformado en combustible.

—No —repuse—. ¿De qué color eran sus ojos?

—Grises. Adorables. Tenía ojos de poeta.

—Ya veo. ¿Estaba enamorada de él?

—No supondrá que tengo que contestar a esa pregunta…

—Ya lo hizo. Me dijo que él hablaba con usted. ¿Nunca le comunicó sus planes para el futuro?

—Pero sólo en términos generales. Quería irse y escribir.

—Irse, ¿adónde?

—A cualquier lugar tranquilo, pacífico, me parece.

—¿Fuera del país?

—Lo dudo. Tony desaprobaba a los exiliados. Insistía en su deseo de aproximarse a América. Recuerdo que todo esto ocurría en la época de la depresión. Defendía vivamente los derechos de la clase trabajadora.

—¿Extremista?

—Tal vez, pero no era comunista, si a eso se refiere. Sentía que el dinero lo apartaba de la vida. Tony odiaba las convenciones de la buena sociedad… ése fue uno de los motivos por los que se sentía tan infeliz en el colegio. A menudo decía que le gustaría vivir como la gente común, perderse en la masa.

—Parece que cumplió su propósito. ¿Nunca le habló de su esposa?

—Jamás. Ni siquiera supe que estaba casado —tenía conciencia de sí misma y al no saber qué hacer con su rostro intentó una sonrisa. Los dientes que se vieron entre sus labios asomaron como huesos blancos en una herida.

Como si tratara de desviar mi atención, me entregó las otras fotos. Muchas de ellas eran poses de Tony Galton en distintas actitudes. De las fotos y palabras de la gente deduje que se trataba de un muchacho que fingía. Hacía gestos de alegría, pero se mantenía oculto, aun para el ojo de la cámara. Comencé a pensar en los motivos psicológicos que lo impulsaron a desaparecer.

—¿Qué le gustaba hacer?

—Escribir. Leer y escribir.

—Aparte de eso: ¿tenis, natación?

—No. Tony despreciaba los deportes. Se burlaba de mí porque a mí me gustaban.

—¿Vino y mujeres? El doctor Howell dijo que era un mujeriego.

—El doctor Howell nunca lo comprendió —me dijo—. Tony tenía relaciones con mujeres, supongo que bebía, además, pero todo ello lo hacía por sus principios.

—¿El se lo dijo?

—Sí, y era verdad. Estaba practicando la teoría de Rimbaud sobre la violación de los sentidos. Pensaba que sometiéndose a todo tipo de experiencias podría convertirse en un buen poeta, como Rimbaud —al ver mi mirada de incomprensión agregó—: Arthur Rimbaud fue un poeta francés. El y Charles Baudelaire fueron los grandes ídolos de Tony.

—Ya veo —nos estábamos apartando del tema y metiéndonos en un territorio donde yo me sentía perdido—. ¿Alguna vez se encontró con alguna de sus mujeres?

—Oh, no —pareció sorprenderse con mis palabras—. Nunca las trajo a esta casa.

—Pero trajo a su mujer.

—Sí, lo sé. Yo estaba en el colegio cuando ocurrió eso.

—¿Cuando ocurrió qué?

—La gran explosión —me dijo—. El señor Galton le dijo que no volviera a mancharle la puerta. Fue muy victoriano, una solemne advertencia paternal. Y Tony jamás volvió a mancharle la puerta.

—Veamos, esto ocurrió en octubre de 1936. ¿Después de eso volvió a ver a Tony?

—Nunca, yo estaba en el colegio, en el Este.

—¿Ni oyó hablar de él?

—Recibí una nota suya a mediados del invierno. Debió ser antes de Navidad porque la recibí cuando estaba en el colegio y no regresé a casa hasta después de Navidad. Creo que fue a comienzos de diciembre.

—¿Qué decía?

—Nada definitivo. Simplemente que estaba bien y que le habían publicado algo. Había salido un poema suyo en un periódico de San Francisco. Me lo envió en un sobre aparte. Todavía lo conservo, ¿quiere leerlo?

Lo guardaba en un sobre de papel manila en un cajón de su biblioteca. El periódico era una pequeña publicación mal impresa en papel de estraza llamado Cincel. Lo abrió en la página del medio y me lo puso a mi alcance. Leí:

LUNA

por JOHN BROWN

Blanco su seno

como la blanca espuma,

do las gaviotas danzan

sin encontrar su cuna.

Verdes sus ojos

como la verde hondura,

do las mareas crecen

y la tormenta apura.

Y aquí estoy temblando

yo, el hombre de mar,

pues las aguas y el cielo

empiezan a bramar.

Su corazón salvaje

cual mar que está rugiendo

hará que ella se aleje

cuando yo esté durmiendo.

—¿Tony Galton lo escribió? Está firmado John Brown.

—Era el nombre que había adoptado. No quería firmar con el apellido de la familia. Por otra parte «John Brown»[1] tenía un significado especial. Sostenía la teoría de que el país atravesaría por otra Guerra Civil, una lucha entre pobres y ricos. Y decía que la gente pobre era como negros esclavos y quería hacer por ellos lo mismo que hiciera John Brown por los esclavos. Librarlos del cautiverio…, en el sentido espiritual, se entiende. Tony no propiciaba la violencia.

—Ya veo —respondí, aunque la idea me resultaba extraña, curiosa—. ¿Desde dónde le envió esta nota?

—El periódico se publicaba en San Francisco y Tony me lo envió desde allí.

—¿Puedo conservar estas fotos y la publicación? Trataré de devolvérselas.

—Si cree que serán una ayuda para encontrar a Tony…

—Tengo entendido que fue a vivir a San Francisco. ¿Tiene su último domicilio?

—Lo tenía, pero es inútil.

—¿Por qué?

—Porque yo fui allá al año siguiente de su partida. Era un caserón muy viejo y lo medios?

—Quise hacerlo, pero tuve miedo. Sólo tenía diecisiete años.

—¿Por qué no volvió usted al colegio, Cassie?

—No tenía ganas. El señor Galton no estaba bien y la tía Mary me pidió que me quedase con ella. Era ella quien me pagaba los estudios, así que no pude negarme.

—¿Y se quedó aquí desde entonces?

—Sí —la palabra surgió con fuerza, con emoción.

Como si fuera un eco se oyó la voz de la señora Galton al otro lado de la pared:

—¡Cassie! ¡Cassie! ¿Estás ahí? ¿Qué estás haciendo ahí?

—Tengo que ir —me dijo Cassie.

Cerró la puerta de su refugio y se fue con la cabeza gacha.

Si yo hubiera tenido que soportar veinte años de una vida así, habría acudido arrastrándome.