La criada nos condujo a una sala de espera que había en el segundo piso, donde nos recibió la señora Galton que, sentada en un diván, descansaba en la penumbra; una manta cubría sus rodillas.
Estaba completamente vestida y una pechera blanquecina envolvía su cuello arrugado. Sostenía muy erecta la cabeza grisácea. Su voz cascada poseía una curiosa resonancia. Parecía desgranar los restos de su personalidad en sus palabras.
—Me hizo esperar, Gordon. Ya es casi la hora de mi comida. Le esperaba antes que al doctor Howell.
—Lo siento profundamente, señora Galton. Pero me demoré en mi casa.
—No pida disculpas. Las detesto, no son más que exigencias futuras de mi paciencia bastante agotada —le guiñó el ojo—. ¿Su mujer volvió a darle quehacer?
—Oh, no, no fue por eso.
—Bien. Usted ya sabe lo que pienso sobre el divorcio. Por otra parte, usted debió hacerme caso y no casarse con ella. El hombre que espera hasta casi los cincuenta años para casarse debería descartar esa idea de una vez para siempre. El señor Galton ya tenía más de cuarenta años cuando nos casamos; como consecuencia directa de ese hecho he tenido que soportar casi veinte años de viudez.
—Y fueron muy duros, lo sé —dijo Sable con unción.
La criada iba saliendo de la habitación. La señora Galton la llamó:
—Un momento: quiero que le diga a la señorita Hildreth que me traiga ella misma la comida. Dígale a la señorita Hildreth que puede subir un emparedado y comerlo, si gusta.
—Sí, señora Galton.
La anciana nos indicó unos asientos que había a sus dos costados y me miró.
—¿Este es el hombre que me va a encontrar el hijo pródigo?
—Sí, éste es el señor Archer.
—Voy a intentarlo —dije, recordando los consejos del doctor—. No puedo prometer resultados definitivos. Su hijo ha estado perdido durante mucho tiempo.
—Y yo lo sé mejor que usted, joven. La última vez que puse los ojos sobre Anthony fue el once de noviembre de 1936. Nos separamos con odio, con amargura. Desde entonces el odio y la amargura me han estado corroyendo el corazón. No puedo morirme y seguir alojando esas pasiones. Quiero volver a ver a Anthony, quiero hablar con él. Deseo perdonarle y que me perdone.
En su voz temblaba una profunda emoción. No dudé de que el sentimiento fuera parcialmente sincero, mas en él había algo de ilegítimo, de irreal.
—¿Perdonarla? —le pregunté.
—Por la forma en que lo traté. Era joven y tonto, había cometido una serie de disparates, pero ninguno era demasiado grave, ninguno hubiera justificado la actitud del señor Galton, ni mi actitud al echarle. Fue algo vergonzoso. Si todavía sigue viviendo con su mujercita estoy dispuesta a aceptarla. Le autorizo para que se lo comunique. Quiero conocer a mi nieto antes de morirme.
Miré a Sable. Meneó la cabeza como si tratase de conjuntar un mal. Su clienta estaba un poco fuera de lugar, pero conservaba una buena intuición:
—Ya sé lo que están pensando ustedes dos. Creen que Anthony está muerto. Si así fuera, lo sabría aquí —su mano tocó la seda que cubría su busto—. Es mi único hijo. Debe estar vivo, debe estar en algún lado. Nada se pierde en el universo.
—Haré todo lo que pueda, señora Galton. Pero usted puede ayudarme con una o dos cosas todavía. Déme una lista de sus amigos en los momentos de su desaparición.
—No conocí a sus amigos.
—Debe haber tenido amigos en el colegio. ¿El iba a Stanford?
—Pero lo abandonó en la primavera anterior a su desaparición. Ni siquiera esperó para graduarse. De cualquier forma, ninguno de sus compañeros supo qué le ocurrió. Su padre ya los interrogó cuidadosamente en aquellos días.
—¿Dónde vivía su hijo cuando abandonó el colegio?
—En un apartamento en los suburbios de San Francisco. Vivía con esa mujer.
—¿Conserva la dirección?
—Creo que debo tenerla guardada en algún lugar. Le diré a la señorita Hildreth que la busque.
—Con eso podremos empezar, al menos. Cuando él se fue de aquí con su mujer, ¿pensaba regresar a San Francisco?
—No tengo la menor idea. No los vi cuando se fueron.
—Pero tengo entendido que vinieron a visitarla.
—Sí, pero no se quedaron hasta que llegó la noche.
—Lo que podría significar una gran ayuda —expliqué con mucho cuidado—, sería que usted me relatase las circunstancias exactas de su visita, de su partida. Cualquier cosa que usted pueda decirme sobre sus propósitos, cualquier cosa que dijera la muchacha, lo que recuerda de ella. ¿Se acuerda de su nombre?
—El la llamaba Teddy. No sé si ése era o no su nombre. Hablamos muy poco. No puedo recordar lo que se dijo. La atmósfera era desagradable y me dejó con un gusto amargo. Ella me dejó un mal gusto en el paladar. Fue tan evidente que no era más que una cualquiera, una sedienta de dinero…
—¿Cómo lo sabe?
—Tengo ojos. Tengo oídos. —En su voz se filtraba el odio—. Iba vestida y pintada como una mujer de la calle y cuando abrió la boca… bueno, hablaba con el lenguaje de la calle. Hizo unas bromas groseras sobre el hijo que llevaba en el vientre, sobre —su voz casi se desvaneció— la forma en que ese hijo apareció en su vientre. No se respetaba a sí misma como mujer, no tenía escrúpulos morales. Esa muchacha destruyó a mi hijo.
Se había olvidado de la reconciliación. El odio zumbaba en su mente.
—¿Lo destruyó? —le dije.
—Lo destruyó moralmente. Lo poseía como un espíritu maligno. Mi hijo jamás se hubiera llevado ese dinero si ella no hubiera influido tanto en él. Y eso lo sé con certeza, con total convencimiento.
Sable se inclinó:
—¿A qué dinero se refiere?
—Al dinero que Anthony robó a su padre. ¿No se lo dije, Gordon? No, creo que no. A nadie se lo dije, siempre estuve avergonzada por ese hecho. Pero ahora puedo perdonarle hasta por eso.
—¿Cuánto dinero se llevó? —pregunté.
—No sé cuánto con exactitud. Pero creo que fueron unos miles de dólares. Galton tenía la costumbre de conservar unos cuantos dólares en efectivo para los gastos diarios.
—¿Dónde los guardaba?
—En su caja fuerte, en el estudio. La combinación estaba escrita en un papelito que tenía pegado en uno de los cajones del escritorio. Anthony debió encontrar el papel y abrió la caja. Se llevó todo el dinero que había y algunas joyas que yo guardaba.
—¿Está segura de eso?
—Sí, desgraciadamente. Desapareció todo en el mismo día en que ellos se fueron. Por eso se marchó y nunca ha regresado.
—¿Tiene alguna fotografía de su hijo de no mucho antes de su desaparición?
—Creo que sí. Le diré a Cassie que la busque. Ya va a venir.
—Mientras tanto, ¿no podrá darme alguna otra información? Especialmente sobre el lugar adonde pudo haber ido su hijo, o la gente que pudo visitar.
—Después que dejó la universidad nada supe de su vida privada. Se desligó de la gente decente, de la sociedad. Tenía un deseo perverso de hundirse en la escala social, quería desclasarse. Creo que mi hijo sentía la nostalgia de la boue… nostalgia por el albañal. Y trató de explicarla diciendo con bonitas palabras que intentaba restablecer el contacto con la tierra, que deseaba convertirse en el poeta del pueblo y tonterías por el estilo. Pero su verdadero interés se encontraba en la mugre por la mugre misma. Lo crié puro en sus pensamientos y en sus deseos, pero, vaya a saber por qué…, se fascinó con el asfalto y sus inmundicias. Y el asfalto lo manchó.
Su respiración comenzaba a hacerse dificultosa.
Sable se le aproximó con amabilidad:
—No tendría que excitarse, señora Galton. Todo eso ocurrió hace tanto tiempo…
—Pero no terminó. Quiero que Anthony regrese. No tengo a nadie. No tengo nada. Me lo robaron.
—Lo conseguiremos, si es humanamente posible.
—Sí, yo sé que usted lo hará, Gordon. —Su ánimo había cambiado como un viento caprichoso. Inclinó su cabeza sobre el hombro de Sable como si intentara descansar y habló como una criatura a quien el tiempo ha traicionado y le ha blanqueado los cabellos, le ha arrugado el rostro, la ha asustado con la muerte—: Soy una vieja tonta y rabiosa. Ustedes son muy buenos conmigo. Anthony también será muy bueno conmigo cuando venga, ¿no es cierto? A pesar de todo lo que he dicho, él sigue siendo un chico encantador. Fue siempre muy bueno con su madre y seguirá siéndolo.
Entonaba esas palabras como si fueran un ritual esperanzado.
—Estoy de acuerdo con usted, señora Galton.
Sable se levantó y le apretó la mano. Yo siempre tengo ligeras sospechas por los hombres que se preocupan por las viejas ricas y aun por las pobres. Pero supongo que eso era parte de su trabajo.
—Tengo hambre —dijo la mujer—. Quiero comer. ¿Qué pasa allá abajo?
Se estiró y cogió un pulsador que había junto a la mesa. Apretó el botón hasta que llegó la comida. Fueron cinco minutos de tensión.