Sable me obligó a esperar una media hora. Desde el asiento de mi coche podía ver a Santa Teresa como un mapa alumbrado por el sol del mediodía.
Cuando salió tenía puesto un traje castaño con un distintivo rojo en la solapa y llevaba un maletín de cuero. Sus modales habían cambiado para hacer juego con su vestimenta. Parecía un hombre de negocios, brusco, ausente.
Siguiendo las instrucciones que me impartiera desde su «Imperial» negro, fui hasta la ciudad y la atravesé para llegar a un barrio residencial. Las casas tradicionales, macizas, se apartaban de la calle, ocultándose detrás de tapias de ladrillo, de mampostería.
Sable me hizo señas para que girase a la izquierda. Lo seguí por entre dos pilares de piedra donde estaba grabado el apellido de la familia Galton. Los majestuosos portales de hierro ofrecían el aspecto de un rastrillo medieval. Un sirviente que estaba recortando el césped con una podadora eléctrica se detuvo para darle cuerda al reloj. El prado tenía el color de la tinta con la que imprimen el dinero y su perfil no se interrumpía hasta unos doscientos metros de donde estábamos. En la verde lejanía brillaba la fachada de una mansión hispánica.
El camino rodeaba la casa y terminaba en una puerta cochera. Estacionó detrás de un cupé «Chevrolet» que ostentaba el caduceo de un médico. Más allá, a la sombra de un roble gigantesco había dos chicas en shorts jugando al ping-pong. La pelota volaba yendo y viniendo. Cuando la muchacha de cabellos oscuros que nos daba la espalda marró el tiro exclamó:
—Oh, ¡maldita sea!
—Calma —aconsejó Gordon Sable.
Giró sobre sus talones como una danzarina. No era una muchacha, sino una mujer con el cuerpo de una niña.
—Estoy falta de entrenamiento, porque Sheila nunca puede vencerme.
—¡No es cierto! —gritó la muchacha que estaba al otro lado de la red—. La semana pasada te gané tres veces seguidas. Y hoy es la cuarta.
La mujer recogió la pelota y la envió por sobre la red. Siguieron jugando muy excitadas, como si de este partido dependiese el destino del mundo.
Una criada negra que se cubría con una cofia blanca nos condujo a una sala de espera.
Sable le preguntó:
—¿El doctor Howell está con ella?
—Sí, señor, pero dentro de un instante habrá de partir, porque hace un buen rato que está en la casa.
—¿Sufrió un ataque?
—No, señor; es su visita regular.
—¿Podría decirle que quiero hablar con él antes de que se vaya?
La mujer se alejó. Sin mirarme, con tono neutro, Sable me dijo:
—No le pido disculpas por mi esposa, usted sabe cómo son las mujeres.
—Ajá —no necesitaba sus confidencias. Aunque no me las habría hecho si se las hubiese pedido.
—Hay unas tribus sudamericanas que segregan a sus mujeres durante una semana por mes. Las encierran en una choza y las dejan madurar. Creo que el sistema es bastante eficaz —me dijo.
—Me imagino.
—¿Está casado, Archer?
—Lo estuve.
—Entonces sabe cómo son las cosas. Quieren que uno esté con ellas durante todo el día. Dejé el yachting, abandoné el golf, casi he dejado de vivir. Y sigue insatisfecha. ¿Qué se puede hacer con una mujer así?
Pero yo había dejado de dar consejos. Aun los que los piden se molestan al recibirlos.
—Usted es el abogado.
Caminé por la habitación y eché una ojeada a los cuadros. En su mayor parte eran retratos de antecesores: señorones españoles, damas de faldas con miriñaques y bustos semidesnudos y monolíticos.
Regresó la criada junto con un hombre que vestía un traje de lana. Sable me lo presentó diciendo que era el doctor Howell. Era corpulento, tendría unos cincuenta años e, inconscientemente, se apoyaba en su propia autoridad.
Sable le indicó:
—El señor Archer es un detective privado. ¿Le dijo la señora Galton qué piensa hacer?
—Ya lo creo. Tenía entendido que toda la cuestión de Tony había terminado hace años, pensé que ya todo estaba olvidado. ¿Quién pudo persuadirla para que la sacara de nuevo a la luz?
—Nadie, por lo que yo sé. Fue idea de ella. A propósito: ¿cómo está, doctor?
—Tan bien como se podría esperar. Mary ya tiene setenta años. Tiene un corazón, tiene asma. Todo eso es una combinación imprevisible.
—Pero ¿hay peligro inmediato?
—No creo. Pero no respondo por lo que podría ocurrir si ella se ve sometida a una emoción fuerte, a una aflicción. Ustedes saben cómo es el asma.
—Algo psicosomático, ¿no es cierto?
—Somatopsíquico, si prefiere. De todos modos, es una enfermedad a la que afectan las emociones. Y por eso me fastidia ver a Mary preocupada por el desdichado de su hijo. Yo no sé qué espera de todo esto.
—Tal vez una satisfacción emocional. Siente que lo maltrató y ahora está arrepentida.
—Pero ¿él no está muerto? Tenía entendido que legalmente se confirmó su muerte.
—Quizá, años ha hicimos una investigación oficial. Ya hace catorce que no aparece y eso implica el doble de tiempo requerido por la ley para establecer la presunción de la muerte de un individuo. Pero la señora Galton no me dejó hacer la petición. Creo que siempre pensó que Anthony podría regresar para reclamar la herencia y todas esas cosas. Y en esta última semana, esto se ha convertido en una obsesión.
—No diría lo mismo —replicó el doctor—. Sigo pensando que alguien le ha puesto la mosca detrás de la oreja y no me imagino el porqué.
—¿En quién piensa?
—Cassie Hildreth, tal vez. Ella posee un gran ascendiente sobre Mary. Ah, hablando de sueños, cuando Cassie era una niña también tuvo sus lindos sueños. Acostumbraba seguir a Tony como si fuese la luz del mundo. Y él estaba muy lejos de serlo, como usted bien sabe —la sonrisa de Howell era esquiva, melancólica.
—Todo esto es nuevo para mí. Hablaré con Cassie Hildreth.
—Son especulaciones mías, nada más; trate de comprenderme. Insisto en que esta cuestión tendría que ser dejada de lado cuanto antes.
—Yo traté de hacerlo pero, por otra parte, no puedo negarme a investigar.
—Sí, pero sería excelente si usted pudiera moverse sin conseguir resultados definitivos, hasta que ella se interese por cualquier otra cosa.
El doctor me envolvió en su astuta mirada:
—¿Comprende?
—Comprendo —le dije—. Moverse sin investigar, pero ¿no cree que es una terapia demasiado costosa?
—Ella puede afrontarla, si es eso lo que le preocupa. Mary gana mensualmente más de lo que puede gastar en un año —durante un instante me contempló sin hablar una palabra, acariciándose el extremo de la nariz—. No digo que no realice su trabajo. Jamás aconsejaría que alguien dejase el trabajo por el cual se le paga. Pero si usted descubre algo que pudiera producir un sobresalto a la señora Galton…
—De eso ya me ocuparé. Archer me entregará sus informes y creo que usted puede confiar en mi discreción.
—Sí, creo que sí.
El rostro de Sable había sufrido un cambio ligero.
Sus párpados se agitaron como si lo hubiesen amenazado con un golpe y sus ojos permanecieron vigilantes.
Le pregunté al doctor:
—¿Usted conoció a Anthony Galton?
—Algo.
—¿Qué clase de persona era?
Howell miró a la criada que seguía esperando en el portal. Ella vio su mirada y desapareció. Howell bajó la voz:
—Tony era un tío de ésos. Me refiero a los aspectos biológico y sociológico No heredó las características de los Galton. Despreciaba los negocios. Tony acostumbraba decir que le gustaría convertirse en escritor, pero jamás dio muestras de talento. Era muy bueno para la juerga y andar con mujeres. Tengo entendido que se escapó con una buena pieza que encontró en San Francisco. Siempre creí que fue ella quien lo mató para quitarle el dinero de los bolsillos y que luego arrojó su cadáver en la bahía.
—¿Hubo algún dato que apoyase su teoría?
—No, por cierto. Pero San Francisco de 1930 a 1940 era un lugar demasiado peligroso para que un muchacho anduviera jugando por ahí. Debió excavar profundamente para encontrar la chica con quien se casó.
—Usted la conoció, ¿no es así? —le preguntó Sable.
—La examiné. Su madre me la envió y yo tuve que auscultarla.
—¿Ella estaba aquí, en la ciudad? —le pregunté.
—Por un tiempo. Tony la trajo a su casa durante la semana en que se casaron. No creo que él pensara que la familia habría de admitir a su mujer. Fue, más bien, un pretexto para refregarles la cara con esa muchacha. Y si ése fue su propósito consiguió un éxito total.
—¿Qué pasaba con la muchacha?
—Lo obvio, y más que obvio: estaba encinta.
—¿Y dice que acababa de casarse?
—Correcto. Ella lo enganchó. Hablé con ella durante un largo rato y apostaría a que él la encontró en una calle cualquiera. Era bonita y menuda, a pesar de su vientre enorme, y había sufrido una vida muy dura. No me lo dijo, pero era evidente que la habían golpeado más de una vez. —El cruel recuerdo tiñó de rojo las mejillas del doctor.
La muchacha con ojos de corzuela que estuviera jugando al ping-pong apareció en el portal que quedaba a mis espaldas.
—¿Papito? ¿Falta mucho?
Se acentuó el color de sus mejillas al verla:
—Desenrolla tus pantalones, Sheila.
—No son pantalones.
—Lo que sea, desenróllalos.
—¿Y por qué?
—Porque yo te lo digo.
—Me lo podrás decir en privado al menos. ¿Cuánto tengo que esperar aún?
—Pensé que irías a leerle a la tía Mary.
—Pues no es así.
—Lo prometiste.
—Tú lo prometiste por mí. Pero ya jugué al ping-pong con Cassie y basta para mí por hoy.
Se fue exagerando, deliberadamente, el movimiento de sus caderas. Howell consultó su cronómetro pulsera como si fuera la fuente de sus problemas:
—Bueno, debo marcharme. Tengo que visitar a otros pacientes.
—¿No podría describirme a la esposa? —le pedí—. ¿No podría decirme el nombre?
—No recuerdo su nombre. En cuanto a su aspecto… era una morena menuda, tenía ojos azules y era bastante delgada, a pesar de su estado. La señora Galton… no, pensándolo nuevamente creo que no le haré ninguna pregunta a menos que ella lo mencione.
El doctor giró para irse pero Sable lo detuvo:
—¿Y el señor Archer podrá interrogarla? Quiero decir si eso no afectará su corazón o provocará un ataque de asma.
—No puedo garantizarlo. Si Mary insiste en tener un ataque yo nada podré hacer para impedírselo. Con todo, si Tony está rondando en su cabeza será mejor que hable de él. Eso es mejor que sentarse a bordar. Adiós, señor Archer, fue un placer el conocerle. Buen día, Sable.