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El estudio de Wellesley y Sable estaba situado sobre una institución bancaria en la calle principal de Santa Teresa. Su ascensor privado llevaba desde una salita sin muebles, hasta una atmósfera de elegante sencillez. Se tenía, así, la impresión de haberse convertido en un ser elegido, en alguien que tras muchos años de lucha, de trabajo, asciende hasta el nivel adecuado.

Frente al ascensor una mujer con los cabellos teñidos de rojo jugueteaba con las teclas de una máquina de escribir eléctrica. Sobre el escritorio, un cuenco lleno de carnosas begonias.

Las paredes de roble se adornaban con los colores de varias reproducciones de Audubon. En un rincón, una silla.

En ella me senté, tratando de estar más cómodo y tomé un nuevo ejemplar del Diario de Wall Street. Evidentemente, ése era el comportamiento esperado: la pelirroja dejó de teclear y tuvo la condescendencia de atenderme.

—¿Desea hablar con alguien?

—Fui citado por el señor Sable.

—¿Usted es el señor Archer?

—Sí.

Abandonó su formulismo. Por lo visto yo era uno de los seres elegidos.

—Yo soy la señora Haines. El señor Sable no ha venido hoy a su oficina, pero me recomendó que, en cuanto usted llegase, le preguntara si no le molestaría ir hasta su domicilio particular.

—No, por supuesto —abandoné la silla estilo Harvard. Prácticamente me habían expulsado.

—Sí, yo sé que para usted es una molestia —comentó, con tono simpático—. Bueno, ¿sabe cómo llegar allá?

—¿Sigue viviendo en la casita que tiene en la playa?

—No, la dejó cuando se casó. Construyeron una casa en el campo.

—No sabía que estuviera casado.

—Ya hace casi dos años. Sí, más o menos dos años.

El acento felino de su voz me obligó a pensar que ella no estaba casada. Aunque decía ser la señora de Haines tenía todo el aspecto de una mujer que nunca tuvo marido. Con repentina intimidad se inclinó, acercándose a mí:

—Usted es el detective, ¿no es cierto? Lo admití.

—¿El señor Sable lo contrató para alguna gestión personal?, para algo que…, bueno, me refiero a la razón por la que lo contrató, porque a mí no me comunicó nada.

El motivo era obvio:

—A mí tampoco —le dije—. ¿Cómo haré para llegar hasta su casa?

—Queda en el Parque del Arroyo. Será mejor que se lo indique en un mapa.

Celebramos una corta sesión de cartografía:

—Salga de la carretera antes de llegar a la encrucijada —me explicó—, cuando llegue aquí, a la escuela diurna del Parque del Arroyo, gire a la derecha. Vaya costeando el lago unos cuatrocientos metros y entonces divisará el buzón particular de los Sable.

Encontré el buzón veinte minutos después. Me detuve al pie de un roble al final de un camino privado. La senda ascendía por una colina boscosa y terminaba en una casa con muchas ventanas y protegida por un amplio techo de tejas verdes.

La puerta del frente se abrió antes de que yo hubiera llegado. Cruzó el patio, para venir a mi encuentro, un hombre cuyos cabellos grisáceos retaceaban su frente. Vestía la chaqueta blanca del servicio doméstico. Sus hombros se adelantaban como si estuvieran llevando el cuerpo de paseo.

—¿Busca a alguien, señor?

—El señor Sable me dijo que viniera.

—¿Para qué?

—Si no se lo dijo —repuse—, habrá sido porque no le interesó.

El sirviente se acercó y sonrió. La sonrisa denunciaba agresividad. Su rostro invitaba a la violencia, así como otra gente incita a la camaradería.

Gordon Sable lo llamó desde el pasillo:

—Está bien, Pete. Estaba esperando a ese joven —vino trotando por el sendero de lajas y me extendió la mano—: ¡Qué alegría, Lew! Hace unos cuantos años ya, ¿no es así?

—Cuatro.

Sable no parecía haber envejecido. El contraste de su piel tostada con sus cabellos ondulados y blanquecinos le confería un aspecto de falsa juventud.

—Me dijeron que se casó —le dije.

—Sí, me zambullí. —Su expresión de felicidad parecía forzada. Giró y le dijo al sirviente que había permanecido escuchando—: Vaya a ver si la señora Sable necesita algo. Luego venga a mi estudio: el señor Archer ha hecho un viaje muy largo y debe estar sediento.

—¿De verdad? —fue la enfática respuesta.

Sable no pareció molestarse por el tono. Me condujo hacia la casa atravesando un corredor y luego un patio cubierto. Nuestro destino era una habitación bañada por el sol y separada del resto de la casa y más aislada aún por los centenares de libros que colmaban sus paredes.

Me señaló un sillón de cuero cuyo frente daba al escritorio y las ventanas.

Sable se sentó en el borde del escritorio y se inclinó para hablarme en forma más confidencial:

—La cuestión que quiero encargarle es muy delicada. Es esencial, por algo que le diré después, que no haya publicidad. Todo lo que descubra, si llega a descubrir algo, tendrá que informármelo, pero oralmente. No quiero ni una palabra escrita. ¿Comprendido?

—Ha sido muy claro. ¿Esta cuestión es personal o de algún cliente?

—De una cliente, por supuesto. ¿No se lo dije por teléfono? Ella me encargó algo bastante difícil. Francamente tengo muy pocas esperanzas de poderla satisfacer.

—¿Qué es lo que hay que satisfacer?

—Lo imposible, tal vez. Cuando un hombre desaparece durante veinte años hay que suponer que está muerto y enterrado. O, por lo menos, que no quiere que lo encuentren.

—¿De una persona desaparecida?

—Sí, pero es un caso desesperado, como he tratado de decirle a mi cliente. Entonces no puedo negarme a cumplir sus deseos. O a intentarlo, al menos. Es una anciana, está enferma y acostumbrada a satisfacer sus caprichos.

—¿Rica?

Sable puso mala cara ante mi ligereza. Se especializaba en trabajos para el estado y actuaba en círculos donde el dinero se veía pero no se nombraba.

—El marido de la señora la dejó muy bien provista —y agregó para ponerme en mi lugar—: Será bien pagado por su trabajo, sea cual fuere el resultado.

El sirviente apareció por detrás de mí.

—Tardó demasiado —le dijo Sable.

—Se tarda mucho para mezclar los martinis.

—Yo no le pedí martinis.

—La señora, sí.

—No tendría que servirle martinis antes de la comida, ni después de ella.

—Dígaselo usted mismo.

—Eso haré, pero ahora se lo estoy diciendo a usted.

—¿De verdad?

Sable se sonrojó:

—Esas palabritas carecen de gracia y usted lo sabe muy bien.

El sirviente no replicó. Sus ojos verdes se mostraban insolentes, inquietos. Me miraron como pidiendo mi aprobación.

—Bonito problema con los domésticos —dije, apoyando a Sable.

—Pero Pete no lo hace con mala intención, ¿no es así? —y como evitando una posible respuesta me miró con una sonrisa que trataba de disimular su desasosiego—: ¿Qué quiere beber, Lew? Yo me serviré agua tónica.

—Bueno, lo mismo que usted.

El sirviente se retiró.

—Sigamos con la desaparición —le pedí.

—Tal vez ésa no sea la palabra adecuada. El hijo de mi cliente se fue deliberadamente de la casa. No trataron de seguirlo o hacerlo regresar durante unos cuantos años.

—¿Por qué?

—Supongo que porque ellos estaban tan disgustados con él como él lo estaba con ellos. Le habían reprochado haberse casado con cierta muchacha. Al decir reprochado estoy moderando mis palabras, le advierto. Y se podrá dar cuenta de cuán profunda fue la decisión al considerar el hecho de que, con su actitud, renunció a la herencia de una enorme propiedad.

—¿Tiene nombre o lo llamamos señor X?

Sable parecía apenado. Le dolía físicamente tener que proporcionar informaciones como éstas:

—La familia se llama Galton. El nombre del hijo es, o era, Anthony Galton. Desapareció en 1936. En aquellos momentos tenía veintidós años, había salido del colegio de Stanford.

—Hace mucho tiempo —desde mi punto de vista podía decir que hacía un siglo.

—Le dije que este asunto estaba casi condenado al fracaso. No obstante, la señora Galton quiere que busquen a su hijo. Habrá de morir cualquier día de éstos y siente que tiene que reconciliarse con el pasado.

—¿Quién dice que habrá de morir?

—Su médico: el doctor Howell. Asegura que puede ocurrir en el momento más inesperado.

El sirviente entró en la habitación. Se mostró muy servicial mientras nos ofrecía nuestros vasos con agua tónica y la botella de gin. Vi un ancla azul tatuada en el dorso de su mano. Me pregunté si sería marino. Nadie podía confundirlo con un sirviente experimentado.

Cuando se fue pregunté:

—¿El joven Galton se casó antes de irse?

—Claro que sí. Su mujer fue el motivo inmediato del embrollo familiar. Ella esperaba un niño.

—¿Y los tres desaparecieron?

—Como si la tierra se los hubiera tragado —comentó Sable, dramáticamente.

—¿No hubo indicios de que todo fuera una farsa?

—No sé. En esa época yo no estaba vinculado con la familia Galton. Le voy a pedir a la señora Galton que le cuente los hechos. No sé cuánto quiere que se ventile.

—¿Hay algo más?

—Creo que sí. Bueno, salud —dijo con simpatía, y se tragó la bebida—. Antes de llevarlo para que la vea, me gustaría asegurarme de que nos dedicará todo el tiempo que fuera necesario.

—Por ahora no atiendo otro caso. ¿Cuánto esfuerzo quiere su cliente que dedique a este asunto?

—El máximo, naturalmente.

—Tal vez será mejor que hablen con alguna de las grandes organizaciones.

—No pienso lo mismo Le conozco a usted y sé que puedo asignarle este caso confiando en que podrá atenderlo con cierta consideración. No puedo permitir que los últimos días de la señora Galton se vean oscurecidos por el escándalo. Mi preocupación principal es la protección del apellido de la familia.

La voz de Sable temblaba emocionada, pero no hubiera podido afirmar si ello se debía a algún sentimiento profundo hacia la familia Galton.

Y pude darme cuenta del motivo de su inquietud cuando salimos. Apareció una hermosa muchacha rubia, tendría quizá la mitad de los años de Sable. Estaba escondida detrás de un plátano en el patio cerrado.

—Hola, Gordon —exclamó con voz chillona—. Qué raro encontrarte por aquí.

—Vivo acá, ¿no es cierto?

—En teoría, al menos.

Sable le habló cuidadosamente, como si estuviera recortando sus frases:

—Alicia, éste no es momento para volver a hablar de eso. ¿Acaso no me quedé en casa esta mañana?

—Sí, y me hizo mucho bien. ¿Y ahora adónde vas?

—No tienes derecho a interrogarme, bien lo sabes.

—Oh, sí, yo tengo derecho. ¿Adónde se lleva a mi marido? —me preguntó.

—El señor Sable es quien está llevándome. Se trata de un negocio.

—¿Qué clase de negocio? ¿Un negocio de quién?

—No es cosa tuya, querida —Sable le pasó el brazo por sobre los hombros—. Bueno, ahora vete a tu habitación. El señor Archer es un detective privado que está trabajando en un caso para mí, no para ti.

—Apostaría a que eso no es cierto —se separó de él y vino hacia mí—. ¿Usted qué quiere de mí? Nada tiene que descubrir, que encontrar. Estoy en una morgue que llaman casa, no tengo a nadie con quien hablar, nada que hacer. Ojalá estuviera otra vez en Chicago. Yo gusto a la gente de Chicago.

—Aquí también le gustas a la gente. —Sable la contemplaba con paciencia, esperando que su estallido emotivo se fuera disipando solo.

—Aquí la gente me odia. Ni siquiera puedo pedir bebidas en mi propia casa.

—Por la mañana no, eso es todo.

—Tú no me quieres —su rabia se estaba trocando en conmiseración por sí misma. Una oleada interna hizo asomar lágrimas a sus ojos—. No te preocupas por mí.

—Te cuido mucho. Por eso me molesta verte dando vueltas por cualquier lado. Vamos, querida, vamos adentro.

La tomó por la cintura y ella no se resistió. Sosteniéndola por el brazo la acompañó rodeando la piscina y llegaron a una puerta que daba al patio. Cuando ésta se cerró ella se apoyaba en su hombro.

Salí.